CAPITULO VII

 

Cuando los nudillos de una mano golpearon suavemente sobre la puerta de la habitación, Frankie Cooper se hallaba sumido en un sueño profundo.

Al otro lado, el que llamaba, descargó los golpes con mayor contundencia.

—¡Cooper!

Frankie, sacó los brazos por fuera de las sábanas. Restregóse los ojos, mientras se preguntaba si de veras era su nombre el que había creído escuchar.

—¿Quién llama?

—Un amigo, Cooper —la voz le llegó amortiguada por el espesor de la madera—. Es urgente que hable con usted.

—Aguarde un momento.

Del cinto-canana que Frankie había colgado en la cabecera de la cama al acostarse, tomó su inseparable 44.

Embutió sus enjutas caderas en el pantalón, acudiendo a la puerta con el torso desnudo y el revólver en la zurda.

Abrió.

Quedó sorprendido al ver que no había nadie cerca del umbral. Atisbo prudentemente hacia un lado del pasillo.

Y en aquel instante, un objeto duro entró en violento contacto con su cabeza.

Retrocedió, tambaleante, hacia el interior.

La habitación giró antes sus ojos a velocidad vertiginosa y se alzó el suelo para salir al encuentro de su cuerpo.

Brillaron unas luces de burlones guiños.

Y no oyó al que exclamaba:

—¡No será necesario esperar a que muera el sol!

El rostro cruel de Meawod Pregale se contrajo en mueca siniestra. Inclinó el cañón de su revólver hacia la cabeza de Cooper.

Y entonces, como si un muelle oculto impulsara al que estaba inconsciente, brincó éste del suelo, atrapando la mano que empuñaba el arma.

—¡Hijo de...!

No pudo, Pregale, completar el insulto.

Porque recibió un golpe en mitad del pecho que lo proyectó contra la pared opuesta y le hizo soltar el revólver de la mano.

Frankie se lanzó sobre él como una centella, empotrando la cabeza en su escuálido abdomen.

Meawod, se contrajo a efectos de la arcada. Y Cooper, de pie frente a él, disparó sus puños contra su rostro.

Pregale, que parecía desplomarse, encogió de repente la rodilla derecha, castigando a Cooper en el bajo vientre. Y cuando éste se hacía atrás, tratando de sobreponerse al golpe bestial, el otro le golpeó el estómago con la puntera de su bota, lanzándolo sobre la cama.

Frankie rebotó en ella para caer, finalmente, en tierra

Entonces, Meawod, lanzando un salvaje alarido, se tiró encima del muchacho, blandiendo sus puños y descargando los con ciego furor sobre el cuerpo de Frankie.

Aunando las fuerzas que parecían querer abandonarlo, Cooper extendió ambos brazos en desesperado intento de aferrar el cuello de su enemigo.

¡Y lo consiguió!

Consciente de que su salvación dependía del tiempo que consiguiera prolongar su asfixiante presa... oprimió con fuerza, con toda la fuerza que reunió, la garganta de Meawod Pregale.

Hasta que el fulano cesó en la lluvia de golpes que le estaba propinando, hasta que sus brazos colgaron inertes y su rostro se tiñó de un alarmante color púrpura.

Entonces aflojó Frankie la presión.

Notó el desesperado esfuerzo del otro por inundar sus pulmones de aire, mientras él, jadeante, tenía que apoyarse en la cama para ponerse en pie.

Eso le salvó la vida.

Porque en aquel instante asomó el negro ojo de un revólver por la entreabierta puerta, escupiendo una andanada de plomo.

Meawod brincó hacia su izquierda. Entre agónicas contorsiones, al compás de los mortales abejorros que impactaban en su cuerpo, danzó macabramente hasta quedar del todo inmóvil.

De bruces en el suelo sobre un charco de su propia sangre.

Pero Cooper apenas se dio cuenta. Porque atrapado su «44» caído en la pelea, se lanzó como una exhalación hacia la puerta.

Y por ella al pasillo.

Pudo ver al tipo que corría en busca de las escaleras, ofreciendo su espalda como blanco.

—¡Quieto..., deténgase o disparo! —advirtió Frankie, alzando el cañón de su revólver.

Se detuvo el tipo unos instantes, para girar de inmediato y responder con plomo al aviso de Cooper.

Este, casi no tuvo tiempo de reconocer el rostro de Dick Riley.

Porque al segundo siguiente oprimió dos veces sucesivas el gatillo del «44» Aún pareció que el hombre llegaría a las escaleras.

Pero se quedó clavado junto al rellano. Osciló su cuerpo instantes después, para caer seguidamente, con siniestro estrépito, rodando como un muñeco por los peldaños.

Abajo, junto a la entrada del vestíbulo, quedó definitivamente inmóvil. Apelotonado.

Alguien lanzó un grito agudo. Se abrieron varias puertas. De una de ellas brotó la silueta de Ruth tapándose la boca con una mano y, al ver a Frankie sosteniendo el humeante revólver, se precipitó a él entre risas y llantos.

Y alguien que apareció de repente por el otro extremo del pasillo, comentó con manifiesta ironía:

—Pronto ha comenzado el «festival», ¿eh, Cooper?

Frankie, alzando sus ojos por encima de la dorada cabeza de Ruth, quien la mantenía apoyada contra su pecho, repuso con amargura:

—No he podido evitarlo, mayor Worth.

Sonrió el hombrecillo.

—Estaba seguro de que así sucedería. Las conciencias sucias se estimulan por sí mismas, ¿lo ve? No hace falta espolearlas con testigos de mi invención.

Los huéspedes restantes, que habían acudido al lugar atraídos por el crepitar de los disparos, fueron mirándose prudentemente.

No dejaba de ser una cosa corriente en Boulder City.

¿Qué más daba en la calle, que un saloon, que un hotel.,.?

—Les espero en el vestíbulo, amigos —anunció Charles Worth.

O lo que era lo mismo:

«Cuando se vistan..., veánme ahí abajo.»

 

* * *

—Nada menos que su viejo amigo Dick Riley, ¿eh, Cooper? —fue la primera pregunta que soltó el mayor «Cáñamo».

—Y el otro, tampoco me era desconocido. Meawod Pregale fue el sheriff de Winslow hasta que yo aparecí en el pueblo y terminé con el reinado de Eddie Murdock.

—De lo que se deduce, que el tal Pregale trabajaba para Murdock.

—Exactamente —asintió Frankie—. Y le diré más, mayor. Pregale vino a Boulder City para advertir a Stone de lo ocurrido en Winslow, y principalmente de la muerte de Murdock. Supongo que Stone le ordenaría que me matase. Y para asegurarse de que las cosas iban bien envió a Riley tras él.

—Pero como usted los ha «liquidado» a los dos, nos quedamos sin saber, mejor dicho, sin tener un testigo que confirme lo que sabemos. ¿Acaso supone que Richard Stone aceptará haber enviado a esos dos hombres a matarle?

—Ni en sueños.

Ruth, en silencio hasta entonces, intervino en la conversación para decir:

—Al principio, mayor, me ha parecido entender que ha insinuado algo con respecto a mí. ¿O he comprendido mal?

—Ha comprendido usted perfectamente, señorita Melfort.

Un silencio descendió sobre los conversantes.

Se cruzaron sus miradas durante unos segundos, como si trataran de infundirse ánimos con ellas, o quizá de apaciguar los de quienes estaban algo excitados.

—¿De qué se trata? —inquirió la hermosa rubia de ojos verdes, clavándolos en la simpática y menuda figura del militar.

—¡Un momento! —cortó Frankie, mirando alternativamente a uno y otra.

—¿Qué sucede, Cooper? —indagó el mayor con voz pausada.

Los acerados destellos que escupían sus ojos llevaron la mirada de Frankie hasta el techo. Como si quisiera trasponerlo y ver lo que había por encima de él.

—Olvidemos eso, Worth.

—¿Olvidar? —pareció sorprenderse el aludido.—. ¿Qué es lo que hay que olvidar?

—Su plan. Lo que hablamos anoche. Deje que yo siga con mis propósitos.

—¿Y que acabe colgado de una soga de cáñamo? —le preguntó Charles Worth, si bien miraba rectamente a los ojos de ella—. Así es como va usted a solventar sus problemas y proteger a Ruth de los muchos peligros que acechan en ciudades como éstas a mujeres bonitas. ¿No me dijo ayer que estaba enamorado de ella y que deseaba casarse..., que soñaba con la idea de levantar un hermoso rancho?

—¡Frankie...! ¿De verdad dijiste eso?

Una socarrona sonrisa florecía en aquéllos instantes en la boca del mayor Charles Worth, del ejército de la Unión.

—Sí..., sí lo dije. Y también le dije al mayor que tenía unos conocimientos muy profundos acerca de la especie humana.

—Y yo le repito —adujo Worth con mucha sorna—, que los que la vida me había proporcionado.

—Pues ha vivido usted mucho, mayor.

—Desde luego, Frankie, desde luego. Y pienso seguir viviendo para aprender muchas cosas más que aún no he conseguido saber.

Ruth, algo desconcertada por aquel juego de palabras, que se cruzaban los dos hombres, intervino de nuevo con decisión.

—¿Cuál es su plan para ayudar a Frankie y qué papel debo yo desempeñar en él?

—Señorita Melfort... —apuntó Charles Worth con sus sonrientes ojillos—, le preguntaba ayer a Frankie si era usted una muchacha valerosa. Ahora, estoy convencido de que lo es. Y además, muy inteligente... y con el permiso de Cooper le diré también que es muy hermosa. Y que él debe sentirse orgulloso de haber despertado el amor de una joven como usted.

—Mayor —le atajó Cooper, con media sonrisa—, ¿por qué le apodan a usted «Cáñamo»? Por sus palabras, sus discursos franciscanos, sus conocimientos de la vida..., ¿O porque en realidad ha colgado a muchos hombres?

—Yo diría, Cooper, que por eso último. Y estoy seguro de qué tendrá oportunidad de comprobarlo.

—Nos vamos apartando de los nuestro, mayor —habló Ruth con firmeza.

Echó hacia atrás la cabeza el aludido. Interrogó a Frankie con la mirada, diciendo:

—Usted manda ahora, Cooper.

—Adelante con sus proyectos, Worth.

Acto seguido, el mayor expuso su plan a la muchacha, dándole instrucciones de cómo debía desarrollarlo.

—¿Ha comprendido bien, señorita Melfort?

—Perfectamente, mayor.

 

* * *

 

«CONTINENTAL C.° EXPRESS»

Así rezaba la placa clavada contra la madera que formaba una de las entradas de la agencia.

Ruth Melfort se detuvo unos instantes. Luego, con decisión, empujó la puerta y se dejó oír un musical campanilleo.

Un largo mostrador se extendía, en la izquierda, desde la entrada a la pared del fondo, en donde veíase una puerta cerrada.

Tras el mostrador, un par de escribientes estaban enfrascados en las columnas de unos libros voluminosos colocados sobre mesas de pendiente.

Uno de ellos, el más próximo a la puerta alzó la cabeza, se quitó la visera y miró fijamente a la recién llegada.

—¿Desea billete para la diligencia de Carson City, señorita?

—No —respondió ella, con un atisbo de sonrisa—. Quisiera hablar con el señor Stone.

—¿Alguna queja del servicio?

—Tampoco. Se trata de un asunto particular. ¿Puede usted anunciarme?

—Desde luego, señorita. ¿Cuál es su nombre?

—Ruth Melfort.

En el instante en que el hombre se disponía a salir por el final del mostrador, se abrió la puerta del fondo.

Y por ella aparecieron tres individuos con ropas y ademanes de pistoleros. Tras estos se dibujó en el umbral de la puerta la silueta de un hombre de mediana estatura, rostro sanguíneo, facciones desagradables y expresión despótica.

—Ya os llamaré cuando sea el momento.

Caminaron los tres fulanos mirando fija e inquisitivamente a la muchacha cuando pasaron por su lado.

—¡Señor Stone! —hablaba en voz alta el empleado—. Esta señorita pregunta por usted.

Richard Stone miró a la mujer con atención.

Con un ademán que trató de ser galante, le indicó que penetrara.

Cuando ella se acercó, Stone se hizo a un lado, saludando:

—Es un placer, señorita...

—Melfort. Ruth Melfort.

—Siéntese aquí, por favor.

Le señaló una cómoda butaca que estaba frente a la monumental mesa de escritorio.

El tomó asiento al otro lado.

—¿Y bien, señorita Melfort?

—Parece que su negocio va viento en popa, ¿no, Stone?

El hombre, cogido de improviso por aquella expresión casi dura que brotó en los labios de Ruth, estiró el pecho hacia atrás.

Hasta golpear con la nuca el respaldo de su butaca.

—Me temo que no la comprendo.

—Y yo estoy segura de que me va a comprender muy pronto.

Una sombra de crueldad vagó por los ojos grises del hombre de rostro sanguíneo.

Cuadró las mandíbulas. Escrutó con detenimiento la hermosa faz de aquella muñeca de porcelana con cabellos de oro.

—Sus asesinos a sueldo han fallado, señor Stone. Frankie Cooper sigue vivo y dispuesto a terminar con usted. ¿Empieza ya a comprender?

Richard Stone acusó el impacto cuando se contrajeron todos sus músculos faciales. Aun así, recomponiendo su aspecto, trató de disimular.

—Señorita Melfort, ¿qué clase de estupideces está diciendo?

La mujer le dirigió una despectiva mirada.

—Pronto va a saberlo, Stone. Conocí a Cooper en un saloon de Winslow y pude escuchar la historia que explicaba a dos hombres que estaban en su mesa. A mí me gusta mucho el dinero. Y tengo un especial olfato cuando de él se trata. No sé por qué, se me ocurrió pensar que siguiendo a Cooper tendría oportunidad de ganar buenos billetes. Y la verdad, amigo Stone, no me equivoqué. La intuición femenina es algo que raras veces falla.

—Sigo sin entenderla, Ruth.

—Calma, caballero, calma. Nada más llegar a Boulder City, Cooper se vio obligado a matar a un pistolero para defender mi honor. Y eso fue consecuencia de que hiciéramos amistad con un simpático individuo a quien llaman mayor «Cáñamo». Un tipo con unos ojos que siempre están riendo y que no es feliz si no adorna cuellos con sogas. ¿Extraño, eh? Pues bien..., se me ocurrió pensar que si le digo a ese hombre que yo fui testigo de ciertos sucesos en una callejuela oscura de Sterling, que oí pronunciar una frase parecida a ésta: «Vamos a comunicarle a Stone que todo ha salido bien». Si yo le digo todo eso al mayor, señor Stone, Cooper se evitará la molestia de rellenarle los intestinos con plomo, ya que el sonriente «Cáñamo» será muy feliz haciéndole a usted un nudo en el gaznate. ¿Me ha entendido por fin, señor Richard Stone?

¡Estaba claro!

Richard Stone se acarició la barbilla pensativo. Tratando de aparentar una serenidad que estaba muy lejos de sentir.

—Bien —habló al término de un largo silencio—. Me imagino que para evitar su falso testimonio deberé...

—Pagar religiosamente la cuota que yo fije.

—Depende...

—¿Tan poco aprecia su pellejo, Stone?

—No tengo tanto dinero como pueda...

—¿Qué hizo con el que obtuvo en la venta de las tierras que usted y sus compinches robaron en Colorado

—Sus términos no son exactos, señorita Melfort.

—Pero mi paciencia sí tiene un límite exacto de espera, rebasado el cual, me iré de cara al mayor con mi historia. ¿Quiere saber el precio?

—Sí.

—Quince mil dólares.

—¡Imposible! No tengo ese dinero.

Ruth esbozó una sonrisa burlona.

—¿De veras pretende que me lo crea? Este negocio vale mucho más de quince mil dólares.

—Pero no es mío. Tengo un socio que es quien invirtió el capital. No puedo pedirle dinero para mis asuntos particulares.

—Pero, al menos, espero que su socio corra con los gastos del entierro. ¿O cree usted que se encogerá de hombros cuando le digan que su estimado colega Stone está colgando de una cuerda? Será una estupenda propaganda para la Continental, ¿no le parece, Stone?

—Cinco mil dólares.

—He dicho quince, y no pienso rebajar ni uno. Usted tiene dinero, porque sus robos y crímenes le han proporcionado mucho. ¿Qué de malo hay en que le dé una pequeña parte de él a una pobre muchacha necesitada?

Richard Stone empezaba a perder el dominio de sí mismo. Sudaba a raudales y apretaba los puños, cerrándolos y abriéndolos nerviosamente.

Inclinando el busto sobre la mesa, clavó toda la crueldad de sus ojos grises en el rostro de Ruth para decir:

—Puedo... matarla, pequeña chantajista.

—¿De verdad, señor Stone?

La seguridad que en sí misma demostraba la muchacha, el acento burlón que ponía en sus palabras y su aplomo, tenían fuera de quicio y desconcertado al ser ruin y despótico que había al otro lado de la mesa.

—Está haciendo un juego peligroso, Ruth. Y esta clase de juegos no son para mujeres. No hará falta una soga para que su nacarado cuello...

—No siga, Stone. Me asusta —se mofó ella.

El hombre jugueteaba con un cortaplumas.

—Podría clavarle eso en la garganta.

—Y entonces, el mundo, Richard Stone, le resultaría un pequeño puñado de tierra para escapar a la implacable persecución de Frankie Cooper. El... está locamente enamorado de mí. Si usted o quien sea se atreve a dañarme, Frankie lo despedazará. Piense en Murdock, Eddie Murdock, el «amo» de Winslow. Le sobraron minutos de una hora para terminar con él y con su imperio de violencia. ¿Qué decide, Stone?

Siguió el hombre encerrado en su silencio.

—Quince mil dólares. Es mi última palabra.

A la izquierda de la puerta de entrada había otra que, seguramente, comunicaba con un despacho contiguo.

Aquélla era la que habíase abierto lentamente, para dejar paso a un hombre de elevada estatura, que caminó en silencio hasta situarse a espaldas de Ruth, deteniéndose a un paso de la mujer.

—No sabía que tuviera una hermanita tan ambiciosa —dijo la voz del hombre.

Ruth saltó de la butaca a la vez que giraba su cabeza. Durante unos instantes, clavó el verde esmeralda de sus ojos en la figura del que había hablado.

—¡Tú...! —exclamó al fin—. ¡Tú, David!

—Sí, hermanita, yo. «El Misterioso». Como habías imaginado, como tenías la certeza que era. El hombre del anillo con una M grabada. El mismo que me dio tu padre...

—Nuestro padre...

—No, pequeña. He vivido muchos años en un error, que ha llegado la hora de aclarar.

Richard Stone, notablemente sorprendido, no se movió de la mesa. Se mantuvo en igual silencio, pendiente de las palabras de ellos.

—¿Qué tratas de insinuar?

—No es insinuar, es decir la verdad. Tus padres me recogieron entre los restos de una caravana que los indios habían asaltado e incendiado. Fui el único superviviente. Quizá porque contaba un año. Ellos me dieron tu apellido o el que tú sí debías llevar cuando nacieras. Pero no el mío. Por eso me mandaron al Este, para que me educaran mejor que lo hubieran hecho con su propio hijo.,

—¡Canalla! ¡Asesino! —tralló la muchacha, presa de una visible excitación—. ¿Cómo correspondiste tú a sus sacrificios? ¡Robándoles y asesinándolos! ¡Colgarás de una cuerda!

—Por favor, hermanita. No pierdas los modales que una señorita debe observar en cualquier circunstancia. ¿Qué pensará de ti Stone? Fíjate que ya empezaba a convencerse de que tendría que darte los quince mil dólares.

—¡Me los dará! —exclamó de repente Ruth, dominando la ira y el odio que la cegaban para seguir con el plan que hasta allí la había llevado.

—¿Tú crees?

—¡Sí, sí lo creo! Y a esos quince, añadirás tú veinte mil más.

—¿Es ése el valor del cadáver de «nuestros» papás?

Ruth Melfort, excitada, incapaz de contener aquellas oleadas de rabia y furor que agitaban todo su cuerpo, se lanzó sobre él, tratando de arañarle el rostro.

Pero aquel a quien hasta entonces había creído su hermano, le propinó un violento puñetazo que la hizo girar sobre sí misma.

Y caer por último, con ahogado sollozo, encima de la alfombra del despacho de Richard Stone.

—¿Qué piensas hacer con ella, «M»?

—Usarla como cebo para cazar de una vez definitiva a ese maldito Cooper.

Stone alzó una mano.

—¿No será mejor enviar cuatro o cinco tipos a que lo «liquiden»?

—Si tienen el mismo éxito que Pregale y Riley...

—Es posible que tengas razón.

—Siempre la tengo, Richard.