CAPITULO IX

 

Cuando muere el sol...

Atardecía.

El gris sucio que precede a las primeras negruras de la noche, empezaba a taponar el cielo de Boulder City.

Frankie Cooper, clavando el tacón de sus botas en la madera y seguido del musical tintineo de las espuelas, caminó a largas zancadas en dirección a la oficina de la Continental C.° Express.

Decidido a terminar de una vez.

Hervía.

La sangre, al circular por sus venas, hervía.

El no podía estar condenado a la restricción de movimientos. No lo había podido estar nunca.

Menos ahora, que al deber ineludible de su venganza se unía el ansia de liberar a la mujer amada.

¡Maldito mayor de los demonios!

Con sus palabras altisonantes, con su aire misterioso y su apariencia de hombre que todo lo sabía.

Como a Ruth le sucediese algo, mayor Worth, mayor «Cáñamo» o mayor diablos, iba a dar muchos dólares por encontrar un agujero en el que esconderse.

Con sus luminosas ideas.

Con sus doscientos soldados.

¡Ni todo el ejército de la Unión evitarían que Charles Worth se llevase el susto más grande de toda su provechosa existencia!

El lo había arreglado a su manera en Winslow y todo había salido bien.

Una pregunta le asaltó de repente. ¿Hubiera escapado con vida de Winslow de no intervenir tan oportunamente Rosty y Henry?

¡Estupendos muchachos!

Como él. Hombres de acción. Hombres que sabían llevar un revólver y usarlo cuando era necesario.

Para matar a Richard Stone.

Para matar a «El Misterioso».

Para dejar en una tumba el nombre de Eddie Murdock.

Sin darse apenas cuenta se halló frente a la cristalera de las oficinas del servicio de diligencias.

Penetró sin dudarlo.

Le echó una ojeada al tipo que trabajaba atentamente al otro lado del mostrador.

Vio la puerta del fondo, supuso lo que podía encontrar tras ella y caminó con sonoro taconeo.

El escribiente, apercibido de su presencia, corrió hacia el final del mostrador, saliendo para cortarle el paso.

Lo atrapó por la pechera de la camisa, alzándolo en vilo. Y sin una explicación, lo envió de manera expeditiva al lugar de donde venía.

Se dio un costillazo contra la mesa y rodó por el suelo soltando exclamaciones de dolor.

Frankie abrió la puerta violentamente.

—¡Hola, Richard! ¿No te alegras de verme?

Stone alzó vivamente la cabeza. Y cuando sus ojos grises tropezaron con la trasparente mirada azul del hombre alto, cuya silueta se recortaba en el umbral de la puerta, se quedó lívido.

Frankie cerró de un portazo.

—Mucho tiempo sin vernos, ¿eh, asesino?

Las palabras se negaban a brotar de los labios del otro. Seguía mirándole con inmóvil fijeza.

Como si tratara de asegurarse que era Frankie Cooper de verdad el que estaba frente a él.

—¿No me esperabas tan pronto?

Silencio.

—¿Dónde está la muchacha?

—¿Qué... muchacha?

Cooper se plantó frente a la mesa en dos zancadas. Sin más palabras, disparó su puño derecho contra el desagradable rostro de Richard Stone.

La cabeza de éste golpeó con violencia sobre el respaldo de la butaca. Y hasta pareció que tintineaba.

—¿Dónde está Ruth? ¿Qué has hecho con ella?

—No sé...

Cooper pasó al otro lado de la mesa. Agarró a Stone por las solapas y tras mantenerlo en el aire unos segundos, lo empotró materialmente en la pared de enfrente.

El chasquido de huesos fue macabro.

Rodó el hombre por el suelo como un trapo. Giró sobre sí mismo a la vez que su mano se hundía en el bolsillo del chaleco, saliendo armada de un «Derringer».

La acción de Frankie fue prodigiosa

Sin desenfundar, ladeándose ligeramente, oprimió el gatillo de su «44» en el segundo preciso que lo hacía Stone.

La bala del «Derringer» silbó a escasos centímetros de la cabeza de Cooper, y la del «44» arrancó limpiamente la pistola que empuñaba Stone.

Saltó entonces Frankie sobre él para alzarlo del suelo. Cuando lo tuvo en pie, le machacó el rostro de un imponente zurdazo.

Richard dio dos vueltas sobre sí mismo, desplomándose de nuevo encima de la alfombra.

—Si no estuviera Ruth de por medio —tralló el hombre de los ojos azules, al mismo tiempo que golpeaba con la punta de su bota el costado del caído—, ya te habría rellenado de plomo, cerdo repugnante. Ya no por lo que hiciste conmigo, sino por lo que tus asesinos a sueldo hicieron con mi hermana.

—¡Fue cosa de Murdock! —exclamó Stone, contorsionándose en el suelo.

—¿De veras? Como Murdock está cadáver, que cargue él con el «muerto», ¿no?

—¡Te lo juro, Frankie!

—¿Y por qué ibas tú con Murdock? ¿A qué vinisteis aquel día a mi casa? A proponerme que la vendiera por trescientos dólares. ¿No te acuerdas de eso, Stone?

—Yo... no mandaba. Tú lo sabes. Nada tuve que ver con lo que hicieron con tu hermana. Murdock y el jefe daban las órdenes.

—«El Misterioso», ¿no?

—Sí..., sí, ellos mandaban.

—Bien, Richard. Voy a concederte una oportunidad para salvar tu vida. ¿Dónde está la muchacha? ¿Quién es ese enigmático personaje que se hace llamar «El Misterioso»? Responde a esas dos preguntas y creeré que nada tuviste que ver con lo de entonces y tampoco con lo de ahora.

—No sé... Ignoro a qué muchacha te refieres.

—Ruth Melfort. Estuvo aquí esta tarde. A pedirte quince mil dólares por cerrar la boca. ¿Dónde está ella, Stone?

—No..., no lo sé. ¡De veras que no!

Lo atrapó por el cogote, alzándolo de nuevo.

Apenas podía mantenerse en pie.

Pero Cooper, ciego de furor, aprovechó los segundos en que estuvo tieso para golpearle contundentemente rostro y estómago.

Hasta que de un trallazo final lo estampó contra la mesa.

Resbaló el cuerpo de Richard Stone sobre la madera, para caer en tierra por tercera vez y quedar definitivamente inmóvil.

En aquel instante se abrió la puerta.

Apareció un fulano que llevaba un pitillo apagado en un extremo de los labios, caída el ala de su sombrero y muy bajas las fundas de sus «Colts», que sujetaba a las delgadas piernas con una tira de cuero.

—¡Jefe...!

Se envaró al tropezar con la figura de Cooper.

—¿Quién demonios es usted?

—Quizá tu padre.

El tipo dejó caer las manos a lo largo del cuerpo, a la vez que escupía el apagado cigarrillo.

Echó una ojeada al cuerpo de Stone.

Gritó de improviso:

—¡«Saca», hijo de perra...!

Y movió sus manos fulgurantes, haciendo brotar un par de fogonazos a la altura de sus caderas.

Frankie hizo un «saque» a la derecha, a la vez que se dejaba caer en tierra y apretaba el gatillo.

Un rosetón de sangre tiñó de inmediato la camisa parda del pistolero. Una mueca de estupor contrajo su boca.

Y aún tuvo fuerzas para enderezar sus revólveres.

Frankie, entonces, disparó por segunda vez.

El tipo se vino hacia atrás, empujado por el plomo. Dio un traspié y rodó encima de la alfombra.

Cooper no le prestó atención.

Era uno más de los que Richard Stone solía emplear en sus criminales empresas.

Uno como aquellos que ultrajaron a Joan. Y cada vez que los veía caer, se sentía aliviado.

Pareció que Stone reaccionaba.

Frankie lo ayudó a incorporarse violentamente y lo aplastó sobre su propio asiento detrás de la mesa.

Le abofeteó el rostro dos veces. Y cuando le vio parpadear, dijo:

—Oyeme bien, Richard Stone. Voy a matarte.

Le metió el cañón del «44» pegado a la sien, amartillándolo.

—¡No..., no lo hagas!

Sonrió Frankie fríamente.

—Entonces, ¿piensas hablar?

Inclinó la cabeza con pesadez, en señal de asentimiento.

—Un trago... Dame un trago...

Y señalaba con mano trémula la botella de cristal tallado que lucía en el licorero.

Con rapidez de movimiento, la alcanzó Frankie, llenando un vaso chato hasta el borde.

Lo empotró en los labios de Stone, haciéndole engullir el whisky.

—Estoy siendo contigo tolerante, Richard, como nunca imaginé que pudiera serlo. Te juro que si no hablas, te meteré un balazo en los sesos.

Stone, trató de acompasar la respiración.

Era evidente que hablar constituía para él un pesado esfuerzo. Se pasó la lengua por los húmedos labios.

Anunció con dificultad:

—Se la... ha llevado...

—¿Se ha llevado a Ruth?

Dejó caer la cabeza.

—¿Quién? —inquirió Frankie ansiosamente—. ¿Quién se la ha llevado.

—Mil... «M»...

—¿«El Misterioso»?

—Si... Piensa tenderte una... trampa..., empleando a la muchacha.

—¿Cómo se llama ese hombre, Stone? ¿Cómo?

Y apretó el cañón del revólver contra la sien del forajido.

Tan pendiente estaba Frankie de las palabras que iban a brotar en labios de Richard, que no se apercibió del leve gemido que acababa de exhalar la puerta al terminar de entreabrirla una mano.

Una mano que llevaba un anillo. Y en él una «M» grabada.

—Es su...

Se vio brillar el fogonazo por el rabillo del ojo. Y se dejó caer al suelo en fracciones de segundo.

Las justas para escapar de la muerte.

No así Stone, que medio aturdido todavía, jamás podría enterarse de cómo había muerto.

Ambos proyectiles hicieron impacto en su cabeza, alzándole la tapa de los sesos y salpicando la pared y mesa con esquirlas encefálicas.

Frankie, pasados los iniciales momentos de sorpresa, se lanzó como un rayo hacia la puerta.

Asomó por ella al corredor que conducía a la salida.

Nadie. Absolutamente nadie.

Tampoco estaba el escribiente que había tratado de impedir su acceso al despacho de Stone.

Escrutó la penumbra, apartándose del umbral y pegando su espalda a la pared. Manteniendo el «44» cañón en alto, para hacer frente a otra agresión inesperada.

Pero terminó por convencerse de que estaba solo en la oficina con dos cadáveres.

Y convencido, también, de que «El Misterioso» había cerrado definitivamente los labios de Richard Stone.

Su venganza.

¿Cómo buscaría a Ruth? ¿Cómo encontraría al hombre que llevaba un anillo con una «M» grabada?

Empezó a pensar en las palabras de Charles Worth.

Y fue su voz, precisamente, la que oyó sonar en la calle, acompañada de otra, la del escribiente de la Continental, sin duda, que le explicaba a gritos lo que estaba Sucediendo en la oficina.

Frankie comprendió que no le convenía ser encontrado allí.

Aunque luego el tipo de los manguitos y la visera lo identificase como el hombre que había interrumpido violentamente en el despacho del «señor» Stone.

Luego...

Se acercaban.

Y se percibía también el taconeo acompasado de unas botas.

¡Los soldados del mayor «Cáñamo»!

Se metió de nuevo en el despacho, cerrando la puerta. Abrió la otra, la que supuso conducía al despacho del socio de Stone.

De él salió a un pasillo.