CAPITULO X

 

Se tendió en la cama de su habitación, clavando los ojos en el techo con mirada nerviosa.

¿Qué había conseguido?

Nada.

Sí, Richard Stone estaba muerto. Como Eddie Murdock.

Pero Frankie comprendió que su venganza era en aquellos instantes una cosa secundaria.

Ruth Melfort. La muñeca de rostro de porcelana, ojos verdes y cabellos dorados.

Era ella quien importaba por encima de todo.

La mujer que había deshecho el hielo de su corazón. La mujer que le había enseñado a querer.

La que había sabido demostrarle que podía sentir como los demás. Que un hombre no podía ser esclavo de una idea cerrando los ojos y el corazón a la vida y al amor.

Que no podía ser esclavo de una venganza.

De un afán de justicia.

¡Ruth Melfort!

Aún parecía recordarla en aquel arrebato de nervios cuando con el rostro encendido por el rubor y la rabia le dijera:

«¡Lloraré sobre tu cadáver, Frankie Cooper!»

Y la canción. Aquélla que siempre iría ligada a su venganza y su vida, al amor de ella:

«Cuando muere el sol, brilla la hierba...»

 

¡Recuerdos! ¡Pensamientos! ¡Ideas!

—¿Dónde buscar a Ruth? ¿Dónde?

Alguien golpeó bruscamente sobre la puerta.

Frankie saltó de la cama como un rayo atrapando al vuelo la culata de su «44».

Se plantó en la puerta, inquiriendo:

—¿Quién llama?

—Soy yo. Charles Worth.

Sin abandonar las precauciones, Frankie hizo girar el plomo, apartándose atrás de inmediato.

En efecto, era el mayor «Cáñamo».

Con los sempiternos ojillos sonrientes, animados ahora por un brillo mate, opaco.

—Puede retirar la «artillería». Vengo en son de paz.

—¿Solo?

—Completamente, Cooper. Aunque trate usted de ignorarlo, soy un hombre de buena fe. Y he querido ayudarle. Pero usted, con sus impulsos infantiles, lo ha estropeado todo. ¡Menuda carnicería la que ha hecho en la oficina de la Continental!

—Yo no he matado a Stone.

—Pero sí al otro.

—Un pistolero, mayor. No tenía opción. Era su vida o la mía. Me ha costado poco decidir.

Charles Worth entró en la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

—¿Pudo arrancarle una confesión a Stone?

—Iba a conseguirlo, cuando lo han matado.

—¿Quién?

—No lo sé.. Es de suponer que su jefe, «El Misterioso».

—¿Por qué él?

—Porque, según Richard Stone, él se ha llevado a la muchacha... para tenderme una trampa, como usted decía. Y porque en aquel instante iba a revelarme su identidad.

—Cuénteme con detalle lo ocurrido.

Frankie fue a sentarse a los pies de la cama. Y el mayor lo hizo en un ángulo de la estancia, sobre una mecedora.

Cooper relató punto por punto todo lo ocurrido.

Al término de sus palabras, ambos quedaron en silencio, entregados a sus propios pensamientos.

—¿Se da cuenta ahora de que la razón está en mi parte?

Para Frankie era casi humillante reconocerlo. Y de no estar por medio la vida de ella, es posible que no hubiera dado su brazo a torcer.

—Sí. Es posible que usted estuviera en lo cierto.

—Es a partir de este momento cuando la seguridad de Ruth empieza a ser dudosa. Y no lo digo por alarmarle, sino porque estoy convencido de ello. Ese hombre sabe que usted anda muy cerca, y Ruth es la única que conoce su identidad. Por consecuencia, la única que puede llevarle hasta él. Muerta la muchacha, ¿quién conoce la identidad de «El Misterioso»?

Cooper no respondió a la pregunta.

—De todas formas —siguió el mayor—, si a ella le sucede algo, mantengo mi promesa de importar árboles de California. Entre tanta gente, uno u otro será el enigmático personaje. Será una represalia algo salvaje, pero como de todas formas estoy aquí para pacificar el pueblo, me apuntaré el primer y definitivo tanto. ¿Qué haremos ahora, hombre de acción?

Era una ironía lacerante. Como una velada acusación que le hacía responsable de lo que a Ruth pudiera sucederle.

Inclinó la cabeza, pensando, dando vueltas a cientos de ideas, todas absurdas, todas descabelladas.

—¿Qué debemos hacer, mayor? —preguntó al fin.

—No cree que ya es tarde para acudir en busca de un consejo. Yo le daba la solución: esperar. Usted no ha querido. Por un sinfín de absurdas razones, no podía esperar. Un caballero andante tiene la perentoria obligación de acudir en busca de su amada. A ciegas..., ¿qué importa? El caso es moverse, hacer algo, aunque sólo sea ruido. ¡Tiene que demostrar que es un hombre de acción! ¿Y qué, Cooper? ¿De qué sirve la acción, cuando no se dosifica con el cerebro? Yo, el hombre de las palabras altisonantes, el de los proverbios chinos, el de los consejos estúpidos..., ¡soy hombre de acción! He caminado por encima de cientos de cadáveres, he adornado tantos árboles como he creído conveniente, con cuellos de asesinos, ladrones, cuatreros y toda clase de mala semilla. Pero siempre, siempre, Cooper, en el momento oportuno.

—¿Cree que esperando hubiera llegado el momento de colgar a Stone y a «El Misterioso»?

—No me cabe la menor duda.

De nuevo se abrió un paréntesis de silencio entre los dos hombres. Y fue Frankie quien lo rompió, brincando de la cama como si se hubiera vuelto loco, a la vez que exclamaba:

—¡Ya lo comprendo! ¡Ya sé quién quiso decir!

Agitaba los brazos frenéticamente.

—¡Eh, Cooper! ¿Se siente bien?

—Como no me he sentido nunca.

—¿Y se debe?

—A que ya he conseguido descifrar las últimas palabras de Richard Stone.

—¿Qué fueron?

—es su...

—Su, ¿qué?

—¡Su hermano...!

Por primera vez desde la noche anterior, era el mayor Charles Worth quien se mostraba desconcertado.

Y es posible que no hubiera para menos.

—Oiga, Cooper, ¿quiere calmarse? Y una vez vuelto a la razón, ¿quiere decirme quién es el hermano de quién?

—El hermano de Ruth, David Melfort. El es el personaje enigmático que conocemos como «El Misterioso».

El mayor «Cáñamo» abrió la boca cuanto le dio de sí. Y sus ojillos sonrientes asomaron al borde de las órbitas.

—Frankie Cooper, ¿está seguro de que no se ha vuelto loco?

—Seguro, mayor, seguro.

—Y..., ¿tiene inconveniente en explicarme de una forma que mi torpe entendimiento consiga comprender?

—¿Cómo no, mayor?

—Adelante.

—Le di a Stone una oportunidad de salvar su vida si me decía dónde habían llevado a Ruth y me revelaba la identidad de «El Misterioso». ¿Lo recuerda?

—Sí. Lo ha dicho antes.

—Stone empezó a decirme la identidad de ese hombre y, para hacerlo, como también se trataba de ella, relacionó a ambos con el parentesco que los une. O sea, Stone quiso decir: «ES SU HERMANO».

—¡Ajá! parece lógico —admitió el mayor, sin parecer inmutarse—. Y con ello, la cosa se complica. Porque si David Melfort es el hombre que usted busca, como yo llevo mucho tiempo buscándole por asuntos de altura y tengo plena potestad para ahorcar a Melfort sin juzgarlo, allí donde lo encuentre, seré yo quien culmine su venganza. ¿Estamos de acuerdo por una vez, Cooper?

Frankie gruñó un «sí» muy oscuro, muy hosco.

—Bien —dijo el mayor, poniéndose en pie—. Confío en que no cometerá nuevas torpezas. ¡Ah!, esté tranquilo, porque a partir de este instante voy a revolver Boulder City hasta que encuentre a David Melfort.

—Yo, mayor, he prendido la mecha..., ¿será usted quien haga estallar el barril de pólvora?

—¿Con cuya explosión puede morir Ruth?

—Eso he querido decir.

—Entre usted y yo, Cooper, existe una pequeña diferencia.

—¿Cuál?

—La de los quince años que aproximadamente debo llevarle. ¡Buenas noches, Cooper!

Así, con estas palabras, salió de la estancia, dejando sumido a Frankie en una aparente confusión.

Tan aparente, que en cuanto el mayor hubo salido, Cooper se movió con una rapidez febril.

Primero, repuso el vacío cilindro de su revólver y lo hizo girar varias veces para asegurarse de su perfecto funcionamiento.

Luego, ciñó el cinturón-canana. Se caló el sombrero y se lanzó en pos de la puerta.

A cometer su último y definitivo error. O a coronar el triunfo de un amor y una venganza... iniciados a esa hora en que muere el sol.

Echó una prudente ojeada al pasillo para obtener la certeza de que Worth no espiaba sus movimientos.

Seguro de ese particular, caminó en busca de las escaleras. Y por ellas, a la salida del Reno Hotel.

Ya era noche cerrada en Boulder City.

 

* * *

Poco le costó saber cómo se llamaba el pistolero de la camisa parda y el cigarrillo apagado entre los labios que había matado en el despacho de Richard Stone.

Trevor Ballard. Ese era su nombre.

Con mucha intención, dejó Frankie que las monedas tintinearan codiciosamente encima del lustroso mostrador.

El cantinero con ojos ambiciosos, siguió de principio a fin la danza de las monedas.

Dejó el vaso que estaba secando. Quitó el mugriento mandil que llevaba sujeto a la cintura y se acodó en la barra, inclinándose hacia Cooper.

—Ballard... ¿Ha dicho Trevor Ballard?

—Sí. Y ya lo has oído la primera vez.

Se frotó la brillante y pelada cabeza.

—Se dejaba caer por acá en ocasiones.

—¿Con quién?

—Solía ir acompañado de Dick Riley.

Riley estaba muerto. Frankie añadió dos monedas más.

—Trata de recordar si iba algún otro con ellos.

—Pues..., diría que sí. Pero no me viene su nombre a la memoria.

Puso otra moneda sobre la barra.

—¡Ya está! —exclamó el cantinero con guiño codicioso, mientras empezaba a recoger las monedas—. Iban tres: Dick Riley, Trevor Ballard y Bob Dean.

—Bob Dean... —musitó Cooper entre dientes—, ¿Dónde puedo ver a ese tipo?

—Donde hayan mujeres hermosas.

—Ponme un ejemplo concreto.

Se relamió los labios el calvo cantinero.

—Butterfly Saloon. Es el sitio ideal. A estas horas, Bob no se pierde la actuación de Scarlett Oryan.

Frankie le miró unos segundos.

—¡Eh, no te largues todavía! ¿Para quién trabaja Dean?

El cantinero miró a su alrededor, como si temiera que alguien oyese sus palabras.

—Como los otros —dijo en tono bajo—, finge ser mayoral de la «Conti» —así llamaban los habitantes de Boulder City a la compañía de diligencias—. Pero, en realidad, está a las órdenes directas de Stone.

—Estaba, amigo.

—No le entiendo.

—Nadie obedece órdenes de un muerto. Y Richard Stone está muy muerto.

—¿Eh...?

Abrió el tipo toda su boca.

Para entonces, Frankie dejaba atrás la puerta de la taberna.

Con una dura sonrisa entre los labios y una helada transparencia en el mar de sus ojos azules.

Ajeno a que otros, siempre sonrientes, espiaban sus movimientos en la oscuridad.