KUAI

Avance renovado

Avance renovado. Aquel que resuelve proceder, debe, en primer lugar, demostrar la culpabilidad del reo ante la corte real, solicitando la simpatía de todos en forma sincera y plena de interés. Al mismo tiempo debe ser consciente del peligro que sus actos le pueden acarrear. Además, deberá hacer comprender a sus seguidores, hablándoles como si de los habitantes de su propia ciudad se tratara, que toma las armas muy en contra de su voluntad. Luego, que siga adelante y se verá acompañado de una gran fortuna.

Los técnicos de mantenimiento del Holliday Inn liberaron a la pareja que se había quedado atrapada en el ascensor. Picatoste llevó a Samantha Alley a la zona de los vestuarios. Le propuso que se quedase allí y que se hiciese unos largos de piscina. No debían verlos salir juntos. Le habló de los Russos. Le advirtió del peligro que corría, tanto más si seguía comportándose como una chiquilla. Luego besó su nariz respingona y la dejó sola.

Regresó al Ford. Ainoa le preguntó qué había sucedido. Había tardado mucho.

— Hay quien opina que he tardado demasiado poco… — arguyó él.

Cruzaron el centro de la ciudad y se internaron en La Chinesca. Ma Lao les saludó cuando entraron en Antigüedades Zeng. Cruzaron la trastienda y fueron en busca de Pei Lin. Poco después, encontrada por uno de los numerosos niños, Pei Lin bajaba de la planta superior y los hallaba en el gabinete. Picatoste repitió lo que ya había contado a Ainoa durante el trayecto. En definitiva, según Samantha Alley, el guardaespaldas Alfredo Ao había arramblado con el caparazón de la tortuga.

— ¿No te habrá mentido como la otra vez? — preguntó Pei Lin recelosa.

— No, Pei Lin — contestó él— . Estaba en una posición psicológica en la que sólo podía decir la verdad.

Ainoa le miró atenta, como si lo hiciera por encima de unas gafas invisibles.

Deliberaron sobre la situación en la que estaban. La cuestión era que si los tipos de Las Vegas no habían presionado a Samantha, desde que pusieran el foco en ella, era porque ya sabían que la viuda no poseía el Oráculo. Y que para ellos no merecía la pena sacarle la identidad de su actual poseedor. Sabían quién lo tenía: Ao. ¿Cómo habían llegado a esa conclusión? Por las investigaciones que el sargento Siqueiros había realizado a cerca de Hilario Kuei. Y que Orozco había conseguido. Ao era el amigo misterioso del que había hablado Ping Pong. Ao era el jefe de la banda que habían formado los actores del Teatro Chino. Los Russos y Orozco sabían que Ao, como empleado de Yu-chang, conocía la existencia del caparazón. Que frecuentaba la maquiladora vieja, que frecuentaba aún más a Samantha, aunque no lo suficiente como para que la viuda le revelase en principio las virtualidades del caparazón.

— Entonces, José, ¿cómo pueden saber los italianos que Ao encontrase valor en una concha de tortuga que se había dejado un joven bonzo errante?

Picatoste se giró en medio del gabinete, juntó las manos y se inclinó hacia Pei Lin, hasta el punto de igualar su cabeza con la de ella.

— Porque, mi querida amiga, tu eventual yerno Hilario Kuei lo sabía. La secuencia de la película ya se ve clara: Kuei se lo contó a Ao, Ao hurtó el caparazón a Samantha, Samantha anda desesperada, Ao está valiéndose del caparazón y, al mismo tiempo, trata de impedir que nosotros o los Russos, demos con él. Apuesto a que Ao fue quien se cargó el otro día al gringo que apareció degollado cerca de la estación de ferrocarril. Los Russos le están pisando los talones.

Pei Lin se pasó dos dedos nerviosos por la tersa piel de su frente.

— Pero, ¿por qué Hilario iba a saber que Ao había dado con algo especial en la maquiladora de la señora Alley?

Picatoste miró a Ainoa, como animándole a intervenir. Sería mejor que ella se lo dijese. La profesora dejó la taza de té en su platillo. Se removió sobre su silla e intervino.

— Pei Lin, el shaolin de Las Vegas se lo ha debido contar a Hilario, cosa que habrá resultado fácil de deducir para la gente del Casino Emporium — Pei Lin la observó desconcertada desde el otro lado de la mesa— . El nombre de The Shaolin es Marcelo Kuei, padre del novio de tu hija.

Pei Lin hizo ademán de replicar algo. Pero desistió. Se dejó caer desalentada en el respaldo de la silla.

En eso que oyeron voces chinas que provenían del corredor. Salieron alarmados. Allí había un gran revuelo. Una cámara y su foco avanzaban por la casa. Les seguían un técnico de sonido y un reportero. Wilson Costrillo, la estrella deEl Gallito de La Baja, había irrumpido en la casa. Sin duda que reclamado por el asunto de Kao Yao. Aquella era una casa que estaba de luto, pero a él nada le importaba que las mujeres parloteasen a su alrededor reprochándoselo. Proseguía su reportaje.

— ¡Ah, señora Oswald…! — exclamó Costillo nada más ver a Pei Lin, adelantándose al cámara y esgrimiendo su micrófono con el gallo pintado— . Necesito unas palabras suyas sobre su tío Kao Yao…

— Salga de aquí, Costrillo — le dijo ella.

— Estoy haciendo mi trabajo, señora… El valle entero quiere saber por qué su tío voló el paso fronterizo.

— ¡Lárguese…!

— Pero señora… — el reportero se pegó a ella— . El padre de usted murió asesinado durante la Guerra de las Maquiladoras. Hay quien dice que por maquiladores gringos. El Gallito quiere aclarar si, al cabo de veinte años, su hermano Kao Yao no ha querido vengar su muerte cargándose a un montón de gringos con una furgoneta llena de dinamita. Se parece mucho a la matanza de Oklahoma de hace tres años.

Pei Lin se llevó una mano al pecho y se dejó caer sobre la pared del pasillo. Su Tao se había alterado al oír tales barbaridades. Picatoste no aguantó más. Se abrió paso entre Ainoa y Bin-bin y alcanzó a los reporteros.

— ¡Costrillo, usted es una sanguijuela! ¿No ha oído a la señora? Yo sí…

Cogió al periodista por el cuello de la camisa y el cinturón y lo levantó dos palmos. Lo empujó hacia la salida y con él al cámara y al técnico de sonido. Costrillo se quejaba. Picatoste no le oía. Alcanzaron los soportales del patio. Picatoste lanzó a Costrillo como si fuese el agua sucia de un cubo. Rodó por el empedrado.

— ¡Me las pagarás, Picatoste! — gritó Costrillo desde el suelo— . ¡Te hundiré y también a tu hermano!

Picatoste no le dio la mayor importancia y volvió a la casa.

— Te noto muy alterado — le dijo Ainoa, rodeados ambos por una multitud de niños que gritaban— . ¿Es que un mejicano como tú no ha satisfecho a Samantha?

Picatoste la observó de abajo arriba. Por supuesto que ella lo sabía.

— Mira, profesora… A Samantha Alley sólo la hubiese complacido el Shaolin. Y, me pregunto yo, ¿por qué esa mujer ha quedado cautiva por un tipo que hace mucho desapareció de su vida?

— Porque padece una infatuación erótica. Igual que tú la padeces por Pei Lin. Estás tan salido que ya interrogas echando polvos.

Picatoste se detuvo. Los niños también. No entendía muy bien la expresión española que había empleado, pero no le gustaba su sentido. Cogió a Ainoa por los costados y la elevó hasta ponerla a la altura de sus ojos. Los niños se quedaron expectantes, como si esperasen contemplar otra demostración de fuerza.

— Ainoa, Ainoa… — suspiró— . ¿Por qué eres así de dura? Eres implacable. No toleras las debilidades humanas. Eres papel de lija. Entre los muslos perfectos de Samantha he encontrado más ternura que en todas tus palabras durante estos dos meses.

Los rasgos de Ainoa se llenaron de estupefacción. Sus cejas se cayeron en un gesto lastimero. Su boca quedó entreabierta, silenciosa. De repente un brillo de humedad había aparecido en sus ojos. Parecía a punto de llorar. Picatoste lo esperó. Esperó que llorase, que demostrase debilidad y entonces la tomaría allí delante de todos aquellos chinitos. Sin embargo, de repente ella sonrió. Se recomponía y contraatacaba.

— ¿No pensarás por un instante que Ao tiene en su poder el caparazón? — dijo de forma desconcertante— . Ao sólo es un cebo para matones como tú y los Russos.

Picatoste la volvió a posar en el piso. Los niños se sintieron defraudados. Se fueron alejando. El prefirió no replicar nada. No había manera de doblegar a esa mujer. Y, para colmo, no le faltaba razón. Se encaminaron hacia donde aguardaba Pei Lin.

Pei Lin los recibió con tan amplia sonrisa que no podía disimular su preocupación. Sonrió especialmente a Picatoste. Le dijo lo que sin duda él ya había pensado: que ahora más que nunca Kuei estaba siendo buscado, que corría un grave peligro, mucho peor que el de ir a la cárcel. Y con Kuei estaba su hija Ping Pong. Debía encontrarlos antes de que lo hiciesen los matones de Nevada.

— No hace falta que me preguntes dónde, José — dijo poco después, mientras peinaba su cabellera negra delante de un espejo esmaltado de la trastienda— . Espérame aquí con Ainoa. Voy a salir un momento a enterarme.

Pei Lin dio unos toques a sus mejillas. Se despidió. Desapareció por la tienda hacia la calle. Los turistas escaseaban en las aceras, así que caminó deprisa con su vestido ajustado a la cintura. Cruzó la calzada por un semáforo.

Mientras aguardaban, Picatoste y Ainoa se pusieron a comer. Lo hicieron allí mismo, en la trastienda, como los chinos, que comen en cualquier parte. Él se pegó el tazón de arroz y carne picada a la boca, como los orientales. Se valía de dos palillos, con gran apetito. Ella de una cuchara, despacio, sin muchas ganas. Comían en silencio. Más valía no decir nada.

Al cabo de unos diez minutos, Ma Lao les llamó. Acudieron a la tienda. En el umbral de la puerta encontraron a Harvey borracho como una cuba. Llevaba una botella vacía del bourbon más caro. Se habían olvidado de él. Pero Harvey, aun en el delirium trémens, no olvidaba nada.

— Estamos sobre un volcán… — decía de forma obsesiva— . Estamos sobre un volcán, Joe…

— ¿Qué dices, hippy inmundo? En La Baja no hay volcanes.

— Hay uno, Joe… Y nosotros tenemos el culo sobre él.

Harvey trató de echar un trago de su botella. No encontró nada. Ainoa se fue a la trastienda y regresó con una botella de mi chiú. Se la pasó a Harvey. La probó. Agitó la cabeza. Parecía perder el conocimiento. Picatoste le sentó en una silla de la dinastía Ch'ing.

— Son cinco los rusos, Joe… — dijo por fin— . Dick, Hick, Mick, Nick y Rick… — se echó a reír— . Dick, Hick, Mick, Nick y Rick… — repitió entre risas— . Hace días que nadie les ha visto en el Hotel Méjico…

— ¿Han pagado su cuenta?

Harvey, sin fuerzas, se dejó caer hacia un costado. Reía mientras mantenía un equilibrio imposible.

— No, Joe… Simplemente han desaparecido. Hace días un botones les vio salir a las tantas de la madrugada. Llevaban escopetas de repetición. Han salido de caza, Joe. Van en busca de buitres como tú…

Harvey se cayó redondo al suelo. Allí comenzó a repetir los nombres con los que se habían registrado los Russos en el hotel: Dick, Hick, Mick, Nick y Rick. Nick ya estaba muerto.

No tardó en regresar Pei Lin. Prefirió no fijarse mucho en aquel cuerpo sucio y fétido de whisky que dormía entre las valiosas obras de arte. Se centró en el asunto que la ocupaba.

Llevó a Picatoste y Ainoa a la trastienda. Allí les explicó las gestiones que había hecho.

Todo el mundo sabía que hacía años había un shaolin que actuaba en el Teatro Chino. Ella no lo había visto, porque las artes marciales le parecían una vulgaridad. Pero sabía que ese shaolin era Marcelo Kuei. Así que había ido a hablar con el señor Chia, que tenía un bazar en una calle cercana. El señor Chia era socio de Azúcar Rojo. Debía conocer cosas de Marcelo Kuei. En efecto, Marcelo Kuei había sido una estrella en el teatro durante muchos años. Hasta que un día, según se contaba, había matado a un actor ku, importante personaje que interpretaba el papel de mandarín. Cuestión de celos artísticos. Kuei se había dado a la fuga. Ahora andaba por Las Vegas o Atlantic City. Pero su hijo Hilario, ahora también prófugo, parecía que continuaba en el Valle Imperial.

— El señor Kuei dejó dos propiedades aquí, José — concluyó Pei Lin— . Según el señor Chia, una propiedad era una casa aquí en La Chinesca. Su hijo la vendió años después. Pero la otra casa se encuentra en Calexico y desde entonces está abandonada…

Picatoste asintió. Ainoa se inquietó. Pei Lin los miraba con las pupilas extremadamente dilatadas. Suplicaba sin decir nada. No era de buen gusto suplicar ayuda.