TA CH'U
Nada más caer la pronta noche californiana, comenzaron los fuegos artificiales en honor del patriarca Zeng. Su hijo Kao Yao los había dispuesto en la terraza de la casa. Kao Yao también había prosperado como el difunto primogénito Kwan, pues tenía el mayor negocio de fuegos artificiales del Valle Imperial. Aquella noche se esmeró en honor de su padre. Mil estrellas fugaces iluminaron el oscuro cielo de La Chinesca de Mexicali. Pero el viejo Zeng ya no estaba en el patio para contemplarlo. Hacía tiempo que se había retirado al interior de la casa. Todos creyeron que estaría cansado, que los achaques de su edad o la emoción del día le habían conducido a la cama. Pero sólo Pei Lin sabía la verdadera causa. Durante el banquete, por lo bajo, había relatado a su abuelo las averiguaciones llevadas a cabo en Las Vegas porPicatoste. Al oírlo, la expresión de Zeng se había vuelto sombría y más reconcentrada. Y a la menor oportunidad, pues, procuró encerrarse en su gabinete. Allí estuvo buscando, entre las tablillas de bambú más antiguas que atesoraba, alguna referencia al tatuaje de la tortuga yüan.
Después de los fuegos artificiales, en uno de los fondos del patio se levantó un rudimentario escenario. Se componía de una simple pantalla transparente, con luces por detrás. Allí tendría lugar una representación de marionetas a la manera china, con siluetas articuladas. La obra era una versión de la monumental «El sueño del pabellón rojo», de ochenta y cuatro actos. Posiblemente duraría hasta la madrugada. Los invitados se acomodaron en apretadas filas ante el pequeño escenario y atendieron embelesados el transcurso de la representación. El bloque de jade cayó del cielo, se convirtió en una pepita, lo recogió un monje. La pepita tenía escrita una historia, la Pao Yu y sus primas Pao Ch'ai y Pao Gu. Y luego aparece la bella Tai Yu, que trastoca todas las vidas.
Al cabo de un rato, desde un rincón del patio, Pei Lin, Ainoa y Picatoste dejaron de observar el ir y venir de las siluetas articuladas y entraron en la casa. Había llegado el momento de hablar con más detenimiento. Buscaron un lugar en donde no hubiese muchachos jugando o bebés durmiendo. Llegaron a la trastienda de Antigüedades Zeng. Pei Lin llenó dos vasos de vino de mijo, para Ainoa y para ella. A Picatoste le sirvió uno de licor de arroz, mi chiu, casi tan fuerte como el mezcal.
Sus primeras palabras produjeron un sobresalto en dos cuerpos abrazados en un rincón de la tienda. Eran Ping Pong e Hilario Kuei, que se estaban desmaquillando a besos. Para empezar la pareja se quedó sin aliento, temiéndose lo peor; una cosa era que mu ch'in Pei Lin sospechase que llevaban su noviazgo al límite del concubinato y otra era que los sorprendiese retozando en la casa del venerable lao ye ye Zeng. Se temieron que de un momento a otro la mamá y sus dos amigos entrasen en la tienda y diesen la luz de todos esos farolillos del techo. Pero no, parecía que se habían detenido a charlar en la trastienda. Los dos jóvenes, acurrucados en su rincón oscuro, decidieron aguardar a que cesase la conversación que llegaba hasta ellos a través de la cortina de cuentas de jade. Luego proseguirían sus juegos inocentes.
Oyeron cómo el señor Picatoste establecía el momento en que se encontraban sus pesquisas. Una investigación de la que por ahora tan sólo poseía vagas pistas, carajo, pero que no pensaba soltar ya. De Las Vegas se había traído una conclusión muy clara: su difunto cliente Rufus Stoker, un tahúr venido a menos, había hecho amistad con Miao Chu, un joven chino, quizá venido de lejos, el cual, en su opinión, parecía buscar una suerte de muerte ritual en la ciudad del juego. De algún modo, Stoker había logrado que Miao Chu le hablase de la existencia de su «amuleto», tal vez algo muy valioso, que había dejado atrás, allí, en Mexicali. Pero Stoker ignoraba qué era exactamente y en qué lugar se encontraba. Posiblemente, según otro chino que le informó al respecto en su mansión, ese algo se encontraba en una maquiladora. ¿En qué maquiladora, si allí en la frontera había miles? Cabía deducir, de acuerdo con la información proporcionada por el nuevo gerente del Emporium, Travis, que debía ser una maquiladora que tuviese una caja fuerte, de ahí la combinación que Miao Chu guardaba tan íntimamente. Pero, ¿por qué guardaba esa combinación en su cuerpo, incluso el mismo valor de custodia, si tenía en mente suicidarse en aquel casino de Las Vegas? Acaso su suicidio había surgido súbitamente, como un acto desesperado, habida cuenta, cabía suponer, de la terrible presión a que le sometería la gente de seguridad del Emporium la noche de su muerte. En todo caso, había dejado en Mexicali ese objeto de custodia, codiciado por un chacal como Stoker. También deseado, aunque quizá por un motivo distinto, por los tiburones de La Corporación. En definitiva, había que dar con el rastro de Miao Chu en Mexicali. Sin embargo, tan sólo se sabía de él que llevaba tatuado en un hombro a una gran tortuga marina, así como su dibujo en un anillo de carey.
— Ya te dije antes que no existe ese anillo de carey, José — comentó Pei Lin desde su diminuta silla— . La tortuga yüan es un animal sagrado para los chinos, tanto más para un monje. Jamás un artista usaría una parte de su caparazón para elaborar un adorno tan grosero. Por otro lado, jamás un monje llevaría un adorno en su cuerpo.
— Pero Miao Chu podría no ser un monje. Sólo con la apariencia de un monje — replicó Picatoste con su implacable lógica de detective— . Únicamente se llamaba, en su pasaporte falso, «el joven bonzo que cuida de la pagoda». No quiere decir que en realidad fuese un bonzo, aunque muriese a lo bonzo.
Pei Lin titubeó por tal juego de palabras. Aunque no tardó en proseguir con sus reparos.
— Además, ye ye Zeng me ha asegurado que los miembros de las antiguas sociedades secretas no llevaban distintivos visibles. Tampoco creo yo que suceda en las nuevas sectas.
Picatoste, con su vaso perdido en una de sus manazas, estaba de pie entre Pei Lin y Ainoa, sentadas ambas en los extremos de la trastienda y rodeadas de muebles y cacharros. Miró a una y a otra con la expresión aturdida. Su cabeza pelada parecía una peonza dando vueltas. Algo sabían esas dos mujeres que él ignoraba.
— ¿Sociedades secretas? ¿Sectas? ¿De qué estamos hablando? — preguntó.
— Siéntate, siéntate, José…
Le dijo Pei Lin. Pero él continuó allí derecho como un palo mayor, en el espacio libre que dejaba el paso de la vivienda a la tienda. Pei Lin se conformó. Así que pasó a hacerle partícipe de sus exploraciones en Internet. Y de sus sospechas de que los recientes asesinatos habidos en el valle entre la comunidad china estuviesen relacionados con alguna secta china que se hubiese implantado allí. Como la conocida de Falun Gong. Las muertes de los señores Chu Teh, Yang Yu-chang y Carlos Ming eran muy raras; impropias de unos ajustes de cuentas entre las bandas de las maquiladoras. En la Guerra de las Maquiladoras nunca se asesinó así, se mataba a la manera occidental, a tiros y, a ser posible, de sorpresa y por la espalda. Tal vez Miao Chu estaba relacionado con esas muertes. Quizá pertenecía a esa ignota sociedad secreta o secta que se hubiese implantado en la frontera.
— No podemos desechar esa posibilidad, José — concluyó Pei Lin, como si le dirigiese en la investigación.
Espoleado por tal impresión, Picatoste se inclinó hacia su menudo cuerpo. Momento en que volvió a sentir el perfume oriental, de jazmín o de nenúfar, que creía que ella a veces se echaba o más bien que rezumaba. Procuró orillar de sus sentidos esa extrema sensualidad y centrarse en el asunto vulgar que les mantenía reunidos.
— Pei Lin,¿y qué me dices de la muerte de Steve Alley? — le preguntó, procurando atrapar su mirada. Aunque los chinos, por pudicia, rara vez la sostienen, de modo que ella cerró sus bellos ojos rasgados— . ¿Qué carajo tendría que ver ese gringo de Alley con una secta china? Cierto que le mataron dos chinos, pero fue a balazos.
Pei Lin guardó silencio. Ainoa, que se había mantenido expectante, intervino.
— Yo fui testigo del asesinato de Alley. Y reconozco que me gustaría saber el motivo de su muerte. En principio, no se puede descartar que esté relacionado con las otras víctimas. Sin embargo, José, tengo la impresión de que tanto la suerte de Alley como la de los señores chinos te distraerán de tu propósito. Yo soy de la opinión de Pei Lin, de que están relacionados con la presencia de Miao Chu en la frontera. Hay una ley de probabilidades que dice que cuando varios hechos anómalos se suceden en un lapso determinado de tiempo y en un lugar concreto y aislado es que responden a la misma causa. No obstante, repito, esos asesinatos representan un embrollo. Que los sigan investigando el capitán Rivera y su gente. Lo que deberías hacer, José, es continuar con la pista de Miao Chu por muy árida que aparezca. Por ejemplo, ¿has pensado si en realidad él sí fuese un bonzo? ¿Y dónde viven los bonzos? Tengo entendido que en las pagodas. Por muchas que haya en Mexicali, creo que se podrían investigar todas.
De oír tales palabras, Pei Lin irguió aún más su talle, como puesta en guardia. Por su parte, Picatoste giró del todo su cuerpo y se acercó a Ainoa.
— No está mal pensado… — susurró, mientras pensaba que su mente acostumbrada a elaborados análisis académicos era lo que ahora estaba necesitando. Había llegado el momento de valerse de sus conocimientos. Apuró su vaso, se acercó a la mesita donde estaba la botella de licor de arroz y lo volvió a llenar— . Bien, Ainoa, bien… Centrémonos pues en Miao Chu. ¿Me puedes explicar qué puede llevar a un chino a quemarse vivo en la habitación de un hotel, en una disparatada ciudad del desierto a miles de millas de su tierra?
Antes de responder, Ainoa se removió en su asiento. Pei Lin no la perdía ojo. Ainoa se llevó su tenaza derecha de plástico a la boca y echó un trago de su vino de mijo.
— El Nirvana, por supuesto — contestó, de tal modo que provocó una expresión indefinida en Pei Lin. De alivio, aunque tal vez de desagrado— . En individuos psíquicamente sanos el suicidio puede ser un acto extremo para salir de una situación a la que no se ve salida. En consecuencia, también puede ser un acto de liberación. Como cree la doctrina budista, en un chino salpicada de la mística taoísta, alcanzar el Nirvana es liberarse de las servidumbres del mundo de las apariencias y de las mezquindades. Obviemos que Miao Chu estuviese cuerdo o enfermo, que para el caso nos es igual. Podemos pensar que con su suicidio buscó alcanzar ese estado perfecto. ¿Por qué una mente puede sugestionarse de tal modo que busque para su cuerpo un fin tan horrible como perecer entre llamas? La Psiquiatría lo ha investigado con mucha profundidad. Pensemos que en el fondo el suicidio es un castigo infligido a sí mismo. La víctima viene a decirse: «puesto que mi cuerpo es mi tormento, para él deseo lo peor, pues no lo sentiré, porque lo que venga después en todo caso será la mayor de las dichas.»
Como excitado por lo que le sugerían aquellas palabras, Picatoste daba zancadas de un lado a otro de la trastienda, desde su acceso a la casa hasta la cortina de jade que le separaba de la tienda. Las anchas perneras de sus pantalones celestes parecían cortinajes removidos por un tifón. Por un segundo, a través de la pálida luz de la estancia, creyó atisbar la mirada de Pei Lin, que le repetía «siéntate, José, siéntate…» Lo diría porque conocía su temperamento sanguíneo, propio de mejicanos, nocivo para el jodido Tao. Pero él no estaba para esos consejos de hermana mayor china, no obstante deseada. Se plantó delante de Ainoa. Tensó sus músculos.
— Bien, encanto de profesora vasca — dijo, repasándose el labio inferior con la lengua— . Si sabes todo eso, entonces sabrás por qué eligió quemarse Miao Chu en el centro de Las Vegas, después de tres días de juego sin freno, después de haber ganado diez millones de pavos. Para este chicano grandote eso sería el maldito Nirvana.
— ¡José…! — le reprendió Pei Lin por su irreverencia.
Ainoa le iba a contestar cuando algo vino a interrumpirlos.
