SUEN
Después de comer, Pei Lin regresó a su estudio para seguir con la traducción del Oráculo. Ainoa se retiró a su alcoba para echar una siesta y así desentumecer sus miembros. Picatoste se repantingó en el sofá del salón para hacer la pesada digestión. Encendió el televisor. En el Gallito de La Baja los candidatos a la alcaldía hacían campaña electoral. De inmediato cambió de canal con el mando.
Ya avanzada la tarde, cuando el implacable calor del Valle Imperial remitía, Picatoste invitó a Ainoa a dar una vuelta. Era domingo, debían descansar. Sin embargo, la intención de ella era retomar cuanto antes la pista de la viuda de Shu Ming y el abogado Chiao. Pero él no tenía prisa. Estaba esperando una novedad que vendría del norte. Mientras, podían divertirse un rato. No quiso aclarar a Ainoa de qué clase de novedad se trataba. Ella, resignada, se dejó llevar.
Picatoste la condujo al estadio de béisbol de Las Águilas. Los alrededores de la Calzada Cuauhtémoc estaban abarrotados de gente. Iba a jugarse un gran partido. Picatoste tenia entradas de invitado. No hizo cola. Empujó a Ainoa por una puerta lateral, reservada, saludó a los guachimanes y la condujo a una grada preferente del estadio. Para Ainoa era la primera vez que iba a ver un partido de béisbol. Lo poco que antes había visto en la televisión no le había gustado. Más que un deporte, le parecía un juego de niños, como el de las cuatro esquinitas, aunque practicado por tipos lentos y fondones.
Aquel encuentro era algo extraordinario en Mexicali. El equipo local jugaba con Los Padres de San Diego, de las Ligas Mayores americanas. Eran dos equipos de ciudades fronterizas y relativamente vecinas. El partido era amistoso. Se rendía homenaje a un jugador de Mexicali que se retiraba y que era una estrella en Los Padres. A medida que los innings iban sucediéndose, Picatoste iba explicando a Ainoa las reglas y los pormenores del juego. Y aprovechó la ocasión para explicarle su teoría del comportamiento humano, basado en sus gestos y sus movimientos. Puso de ejemplo el intercambio de señales que se traían allá abajo, en el diamante, el pitcher y su catcher. Uno se llevaba una mano a la frente, se la pasaba por el mentón, se levantaba la gorra, se tocaba la oreja, se la pasaba por la camiseta. El otro le contestaba con las manos entre las piernas.
— Con esas señales, el pitcher de Los Padres está diciendo mucho de sí — explicaba Picatoste a Ainoa, muy atenta— . Está diciendo que se resiente de la lesión de su codo. Que lanzará una bola torcida hacia abajo y ensalivada para que el bateador la golpeé, pero sin la fuerza suficiente. Así le eliminará con el menor esfuerzo. Es un tipo listo ese pitcher. Esa mirada es de hombre satisfecho. Ha triunfado en la vida. Seguramente tiene tres hijos. La barriga incipiente dice que su mujer le alimenta bien. Fíjate que no tiene canas. Es un latino fiel a su esposa.
La inicial atención de Ainoa había pasado a la incredulidad.
— ¿Todo eso lo puedes leer en un cuerpo? — preguntó.
— Y mucho más. ¿Por qué crees que ese pitcher es tan alto y tan fuerte? Apostaría a que siempre ha tenido mi mismo apetito. Es más, yo diría que puede ser pariente mío.
Ainoa pareció comprender por fin. Volvió a mirar al campo y de nuevo centró su atención en el pitcher, que acababa de eliminar al último bateador de Las Águilas. No obstante, la multitud le aplaudía. Era un hijo de Mexicali. Se quitó la gorra y saludó a las gradas en un giro completo. Y en eso que Ainoa leyó su nombre en las espaldas de su uniforme: Picatost.
Ainoa volvió a fijarse en Picatoste, con media sonrisa.
— Eres un granuja…
— Ese es mi hermano mayor… — repuso él mientras aplaudía— . Es Juan Picatoste.
Ainoa le dio un puñetazo en el estómago con un puño de plástico. Era como una caricia.
Acabó el partido. Cuando la pareja enfilaba la salida de las gradas por un túnel, en medio de la multitud se toparon con el viejo Donato. A Donato se le iluminó la cara y se dirigió a Picatoste. Se felicitó por el partido. Nunca lo olvidaría. Le daba las gracias por la invitación. Entonces el viejo, receloso y mirando de soslayo, bajó su tono de voz y se pegó a Picatoste.
— Picatoste, el sargento Orozco ha vuelto a la Maquiladora… — dijo— . Ha hecho más preguntas. Pero yo no he abierto el pico.
— ¿Qué quería saber?
— Ha preguntado por el chino Ao. Él tiene sus chivatos en la maquiladora y seguramente se ha enterado ya de que Ao se reunía allí con el gringo Alley cuando éste vivía. Ahora quería saber dónde se escondía el chino.
Picatoste había llevado a Donato hacia un muro, lejos del paso de la gente. Ainoa les había seguido.
— ¿Y qué ha averiguado? — preguntó al viejo.
— Nada, Picatoste. Los empleados chinos no saben nada. Yo tampoco.
— ¿Y la señora Alley?
— Habló con ella en su oficina. Yo escuché a través de los cristales mientras simulaba que barría alrededor. Ese Orozco es un hijo de puta. Presionó mucho a la patrona. La hizo llorar. La señora Alley es como una niña. Es una santa. Y luego, ese jodido, se largó echando pestes.
Picatoste se sacó un billete de cincuenta dólares y apuntó en él un número de teléfono. Se lo entregó a Donato.
— Toma este número de teléfono, Donato — le dijo, metiéndoselo en un bolsillo— . Si ves algo sospechoso no dudes en llamarme.
Donato le guiñó un ojo. Echó un vistazo alrededor y se largó entre la corriente de público que descendía por una escalera.
— ¿Qué puede significar eso? — preguntó Ainoa a Picatoste.
— Quizá muchas cosas. Orozco está investigando la muerte de Steve Alley. Ya tiene a uno de los autores, Johnny Jung. Tal vez Johnny Jung no era tan duro como parecía y ha hablado. Ahora Orozco va a por su cómplice. Cabían dos posibilidades, que el cómplice fuese Heng o fuese Ao. Heng está muerto. Así que va a por Ao. Y esto no me gusta nada.
— ¿Por qué? De todas maneras, ya buscaban a Alfredo Ao por la muerte de su jefe Yu-chang.
Picatoste encaminó a Ainoa hacia una escalera. No la de salida, sino a otra que conducía a las instalaciones del estadio.
— Precisamente. Pero antes a Ao le buscaban para que aclarase unos hechos y ahora le buscan como sospechoso de un asesinato. Por otro lado, Ao llevó a su patrón a consultar el Oráculo. Ao tal vez sepa donde se encuentre ese maldito caparazón. Si Orozco, para dar con él a toda costa, ahora sigue esa línea de investigación, comenzaría a interferir en nuestra labor. Me temía que tarde o temprano algo así pudiera ocurrir…
A un gesto de Picatoste, unos vigilantes les dejaron pasar a la zona reservada. Se internaron por un pasillo muy concurrido.
— Pero el Oráculo ha cambiado de manos desde que Miao Chu partió hacia Las Vegas — arguyó Ainoa mientras avanzaba al lado de él— . Quizá ya no se encuentre en el mismo lugar donde estuvo antes. Deberíamos preguntar sobre su paradero a la viuda Shu Ming y al abogado Hsien Chiao.
Picatoste se paró y detuvo a Ainoa en medio del corredor. Jugadores, periodistas y empleados del estadio pasaban rozándoles. Ella se pegó a la pared y él a ella. Uno a otro, se sintieron la respiración.
— Está bien, Ainoa. Seguiremos por ahí, dependiendo de la información que me proporcionen mañana. — Ainoa hizo un ensayo de referirse a esa «información de mañana», pero Picatoste continuó— . Por de pronto, debemos preguntarnos a qué juega Al Ao. ¿Por qué trató de matarnos en el rancho de Víbora Alegre? ¿Crees que lo hizo por querer vengarse de Roberto Heng o porque quería impedir que avanzásemos en nuestras pesquisas?
Ainoa se rió a gusto. Picatoste miró a los lados, a la gente que pasaba. Temió que pensasen que la estaba metiendo mano allí.
— ¿No creerás ni por un segundo que Ao guarda el caparazón? — dijo ella— . Dadas sus circunstancias, ya se hubiese ido con él a la Conchinchina. A mí me da la sensación de que ha habido bastantes consultas al Oráculo después de la muerte de su jefe Yang Yu-chang. Luego no lo puede tener Ao. No puede andar jugando a Fantomas por la frontera poseyendo un objeto que quema.
— Tal vez lleves razón. Pero eso no contesta a mi pregunta.
— Porque… Porque tal vez lo esté buscando él también — replicó ella con los ojos como platos.
— Bien, profesora. Así me gusta. Una complicación más — la volvió a poner en movimiento— . Ni más válida ni menos, sólo una más…
— ¡Carajo, José! ¿Hacia dónde me llevas?
— Te voy a presentar a mi hermano.
Poco después, Picatoste presentaba a Ainoa Goyerri a John Picatost o Juan Picatoste. Había celebración en los vestuarios. Los dos equipos estaban juntos. Se sucedían las fotografías y las entrevistas. Corría el champán.
El hermano de José le invitó a él y a su acompañante a una fiesta que Las Águilas y Los Padres daban en su honor. Se fueron al cercano Hotel Lucerna. Allí hubo una cena para más de doscientas personas. Se sucedieron discursos y homenajes. Más tarde hubo baile.
Picatoste y Ainoa bailaban en medio del salón un ritmo lento. El agarraba una de sus manos ortopédicas y sentía la otra en su espalda. No había vida en ellas, no le transmitían ningún sentimiento. Ainoa bailaba dificultosamente con sus piernas artificiales, pero Picatoste la asía tan fuerte por el talle y la tenía tan pegada que casi la llevaba en volandas. Y de ese modo, observándose uno a otro a una cuarta, sí percibían vida y sentimiento.
— Es un poco más bajo que tú, pero sí que se parece tu hermano a ti — comentó ella— . Tiene tu misma nariz.
— Tiene más suerte que yo…
Ainoa vio que a un lado John Picatost bailaba con su mujer, una mejicana guapa que parecía venerarle. Pensó que no se iban de la cabeza de Picatoste sus frustraciones sentimentales. La fugitiva Manolita y la inalcanzable Pei Lin.
— Pero Juan no tiene las oportunidades que tú — repuso Ainoa— . Tú, al menos, de vez en cuando puedes echar una cana al aire, aunque tengas la cabeza como una bombilla.
Como si ejecutase un paso de baile, Picatoste la echó para atrás y se cernió sobre ella.
— ¿Estás diciéndole de modo psicológicamente sutil a un detective privado, chicano y a veces bobo, que debería echar una cana al aire aquí y ahora?
Picatoste notó que Ainoa tragaba con dificultad. Tal vez se había sobrepasado. No sabía tratar a las españolas intelectuales y vascas. Ainoa sonrió.
— En este hotel no, José Picatoste. Aquí hace poco se cometió un horrible crimen — se calló por unos instantes— . Vayamos a un lugar más calmado…
Ella suspendió la respiración, como si temiese la reacción del gigante. Picatoste la giró en otro paso de baile y la volvió a apretar a su cuerpo. La habló con la cara de ella pegada a su pecho.
— Vamos a irnos sin despedirnos. ¿Lo sabes?
Dicho lo cual, la sacó de entre el enjambre de parejas.
El Ford titubeó algo por las calles de Mexicali. Primero se arrepintieron de ir al cercano Holliday Inn. Luego, antes de alcanzar el paso en dirección de Sherman Street en Calexico, dieron media vuelta. Picatoste no creía que su pocilga fuese un marco adecuado para un momento así. Finalmente, fueron a un motel de las afueras, en la carretera de Tijuana.
La habitación era espaciosa, con muebles funcionales. No dieron la luz, sino que dejaron que, a través de la ventana, los alumbrase la palidez de unos anuncios malvas de neón. Se besaron. Se arrullaron. Ainoa no quiso que él la desnudase. Tenía que hacerlo ella sola. Picatoste lo comprendió. Aquel momento debía de ser como un reto para ella. La dejó hacer. Se retiró al rincón del cuarto más distante de la cama, de pie y apoyado sobre un aparador y contempló. Ainoa se sentó en la cama. Botón a botón, tardó mucho en desprenderse de sus pantalones y su blusa. Luego quedaron sus cuatro miembros al aire, demediados por debajo de codos y rodillas. Donde terminaban los brazos y las piernas de su cuerpo, continuaban las ligaduras y sus brazos y sus piernas ortopédicas. Parecía un ser medio humano y medio cibernético. A Picatoste se le hizo un nudo en el estómago. No tenía saliva que tragar.
A continuación, Ainoa se desprendió de las bragas enganchando dos dedos inertes a sus bordes. Se entrevió un sexo de vello oscuro y lacio. Deshacerse del sujetador parecía una tarea más difícil. El broche estaba a su alcance, entre los senos, pero bregó con él un buen rato. Por fin se desprendió el sostén, que se separó del pecho como dos grandes cápsulas. Dejó ver dos hermosas tetas. Acto seguido, Ainoa se tendió en la cama. Picatoste había comprendido ya, que acababa de dar sólo los primeros pasos. Quería hacerlo tal y como era. Él se sentía mal. No debía haber provocado esa situación. Pero ya era tarde para salir de aquella habitación y dejarla sola.
Ainoa despegó las ligaduras de una pantorrilla y luego de otra. Las dejó en la mesita. Luego, revolviéndose, con una mano y con la boca desprendió de su brazo el antebrazo de plástico. También lo colocó en la mesita. Sólo le quedaba un brazo. Picatoste creía que estaba viviendo una irrealidad. Entre las penumbras, Ainoa, con la sola boca, trajinó en su antebrazo artificial hasta que también logró deshacerse de él. Con los dientes, asimismo, lo llevó a la mesita, al alcance de ella. Entonces, reposada su cabellera en la almohada y los muñones al aire, giró la cabeza hacia Picatoste.
— ¿Por qué te has ido tan lejos? — preguntó— . ¿No pretenderás hacer nada desde allí?
Picatoste se acercó despacio. Creyó que jamás llegaría. Lo deseó. Se sentó en la cama. Se inclinó y besó a Ainoa. Luego se quedó quieto. Ella le contempló. Entre las penumbras malvas cruzaron sus miradas. «A qué esperaba el jodido chicano para moverse. Vaya macho mejicano.» Picatoste creyó oír esas palabras que rebotaban entre las paredes del cuarto. Por fin procedió a desnudarse.
Al cabo de una media hora, Ainoa se encontraba echada a un lado de la cama. En el otro, sentado, se hallaba Picatoste.
— No te gusto, ¿verdad? — musitó ella— . Debo parecerte un monstruoso insecto.
— No digas eso, Ainoa — Picatoste extendió un brazo hacia una silla cercana y alcanzó su chaqueta, de donde extrajo la caja de Winston y el mechero— . No sé qué me ha pasado. Esto es… extraño para mí.
— Lo que te ha pasado es que tu inconsciente te ha traicionado. No te reprocho nada. Lo comprendo. No sabrías qué hacer con un cuerpo como el mío.
— No seas… — Picatoste iba a decir «pendeja», pero se retuvo. Encendió dos pitillos— . Es mi culpa. Pero no porque no me atraigas. Lo que pasa es que, desde la porra eléctrica de Gabriel, todavía me duele…
Picatoste ofreció uno de los cigarrillos a Ainoa. Ella no abrió la boca. Meneó la cabeza rechazándolo. Poco después, él sintió que ella lloraba casi furtivamente.
