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Todos los días, al amanecer, un viejo Douglas DC 6 de transporte de la compañía Calexico Air Fruit, CAF, despegaba del aeropuerto. Su destino era Las Vegas; iba cargado con once toneladas de fruta recién cosechada para los mejores hoteles y restaurantes de la ciudad del juego. Era la mejor fruta del Valle Imperial, de un lado y otro de la frontera, destinada a satisfacer los caprichos más caros. Picatoste era amigo de los dueños de la pequeña compañía, los propios pilotos. Ya había viajado en su avión unas cuantas veces. Aquella mañana se buscó acomodo en un hueco que dejaban las cajas de aguacates. Era algo pequeño para su talla, iba incómodo, pero prefería aquello que conducir durante medio día hasta el sur de Nevada. En poco más de una hora de vuelo se hallaría en Las Vegas. Si llegaban, pues aquel destartalado aparato de hélices le parecía más frágil que los globos de Fat Balloon.
Lo primero que hizo nada más llegar al Aeropuerto McCarran fue llamar a Jesse Lasky. Para avisarle de su presencia y para que le proporcionase la dirección de Guadalupe Martínez. Pero Lasky no se puso al teléfono. Se puso al habla Olivia, su ayudante y su mujer. Entre atropelladas frases y algún lloro, Olivia le dio las señas de adonde tenía que dirigirse. Picatoste alquiló un coche en el mismo aeropuerto. Al cabo de cuarenta y cinco minutos, llegó al cruce de la Nacional15 con Craig Road, frente al Hotel Barcelona. Descendió del vehículo y penetró en el Hospital Santa Fe. Encontró al pequeño Jesse Lasky en la cama de una UVI entubado, inconsciente, con parches por todas partes. Abrazó a Olivia. La consoló. La mujer le explicó lo que había sucedido.
— Jesse me dijo que iba al Emporium. Quería hablar con algunos de sus empleados acerca de Rufus Stoker. Cuando de nuevo supe de él, Joe, la policía le había encontrado en un callejón en ese estado y entre cubos de basura.
— Se recuperará, Olivia — Picatoste le pasó un pañuelo seco y limpio— . Quienes hayan hecho eso no han querido matarle. Tan sólo han buscado sacarle del camino.
Olivia le observó con una mirada de cólera.
— ¿Quiénes, Joe? ¿Quiénes han hecho eso a mi Jesse? ¿Y por qué?
— No estoy seguro… — Picatoste vaciló— . Bueno, tal vez… Ya veremos. Hay mucho que averiguar en Las Vegas.
Olivia empezó a orientarle allí mismo. Se acercó a una silla y cogió su bolso. De su bolso extrajo la agenda de Lasky y se la pasó. Picatoste la revisó detenidamente, sabía que su colega era metódico en el trabajo. En efecto, en aquellas pequeñas hojas estaban anotadas las pesquisas que había realizado durante los últimos días por encargo suyo. Las indagaciones confidenciales en los bancos, una diligencia en el registro de la propiedad, el informe del cuerpo de bomberos, los nombres de ciertos empleados del Emporium. Y, lo más importante, los pasos que debía dar en adelante. Picatoste centró su atención en el nombre de Guadalupe Martínez. En eso que Olivia le explicó que la mexicana vivía en Bonnie Springs, un poblado cercano a la carretera 159. Si había hablado con ella había sido por ser mujer y chicana, pero no querría hablar con él. Estaba muerta de miedo.
Durante el trayecto a Bonnie Springs, Picatoste tuvo presentes en todo momento esas palabras de Olivia. Pese a ello no se desanimó. Él no era mujer pero parecía chicano. Poco a poco, fue dejando atrás el verdor de la ciudad y los letreros luminosos de sus edificios. El poblado en cuestión lo componían tres calles de barracones de madera en medio de un paraje desértico. Por una calle polvorienta se fue acercando al barracón que le había descrito Olivia. Era aquella casa, la que estaba pegada a una cantina con la fachada pintada de azul. Aminoró la marcha. Estaba a cincuenta yardas cuando algo le puso en alerta. Notó que varios sujetos se removían en las sombras de unos callejones. Entonces salieron a la calle sin asfaltar y comenzaron a gesticular en su dirección. Notó que sus insultos llegaban en un claro español al parabrisas del coche. En eso que los sujetos empezaron a arrojarle piedras. Evidentemente, allí no eran bienvenidos los forasteros, menos si se trataba de hombres y si vestían como gringos. Picatoste reculó con su Chrysler, maniobró de un lado a otro de la calle y, sintiendo las piedras golpear la trasera del coche, salió del poblado envuelto en una nube de polvo. Ya pensaría la forma de explicar en el rent a car el origen de aquellos impactos sobre la carrocería y el parabrisas.
Picatoste se hospedó en el Motel Six, no lejos del aeropuerto, en el cruce de la nacional 15 con Tropicana Avenue. El motel lo componían unos treinta búngalos, un restaurante, un drugstore y una gasolinera. Los alojamientos, apartados de la carretera, estaban rodeados de jardines y contaban con una piscina. Era un lugar tranquilo rodeado de cactus. Después de comer, de nuevo se montó en el Chrysler. Se acercó al centro de la ciudad. Ya que era domingo, por la tarde aprovecharía para echar un vistazo a sus casinos. Se conocía muy bien aquel mundo de luces parpadeantes y de dólares alegres. Hasta allí de vez en cuando debía seguir por encargo de sus clientes a maridos que echaban canas al aire o a empleados que se jugaban en las ruletas lo que defraudaban a sus empresas.
Llegó a la transversal Flamingo Road, giró a la derecha y entró en la bulliciosa Las Vegas Boulevard. Ante él parpadeaban los infinitos neones del Montecarlo, del Stardust, del Caesars Palace, del Sahara, del Sands, del New York New York y al fondo se erguía la oscura pirámide del Luxor. El casino hotel Emporium, inaugurado hacía menos de dos años, se encontraba entre el Flamingo Hilton y el Bonanza MGM, justo enfrente del Mirage Golf Club. Lo formaban gigantescos montones de monedas de dólares plateados que formaban sus quince pisos redondos. Penetró en el casino bajo su enorme marquesina circular. Anduvo por su sala de juegos un buen rato. Se limitaba a observar el baile de las tragaperras, el juego de las mesas, el ir y venir del numeroso público. Pensó que en el hotel adjunto, en una habitación ocupada por un chino, se había iniciado hacía casi tres semanas ese algo difuso y peligroso que le tenía atrapado. O tal vez ese algo provenía de donde él había venido, de la frontera, de modo que allí tan sólo había acontecido un episodio más de su manifestación oculta. Observando aquel negocio de fantasía e ilusiones, donde corrían ríos de dólares, era lógico pensar que sus administradores, donde quiera que estuviesen y fuesen quienes fuesen, quisieran silenciar todo lo acontecido en la habitación del incendio. La muerte de Gordon G. Liddy había sido imposible ocultarla. Pero, ¿y lo demás? Lo demás tampoco, porque todo deja rastro. En su mano estaba encontrarlo.
Al día siguiente, con las oficinas oficiales abiertas, Picatoste se acercó a la hemeroteca municipal. No necesitó investigar en los archivos microfilmados. Le bastó con pedir los ejemplares de los periódicos locales salidos desde hacía quince días. Por supuesto que la noticia del incendio en el casino Emporium aparecía en primera página. Pero aparte del fallecimiento de Liddy y de otro individuo, un chino sin identificar, poco más se mencionaba. ¿Por qué la prensa desconocía su nombre, Miao Chu, y sí Rufus Stoker? Puesto que ya era evidente que Stoker no había trabajado en ningún momento para el casino, ¿cómo sabía él la identidad del chino? Por otra parte, las crónicas eran confusas respecto a que el chino hubiese hecho saltar la banca. Más bien lo comentaban como algo disparatado, exagerándolo igual a una fantasía jocosa que sólo se podía dar en Las Vegas, la ciudad donde todos los sueños se soñaban dos veces. Hasta el punto de que, en tal desiderátum, llevaban esa disparatada posibilidad al absurdo: no sólo había hecho saltar la banca una vez, sino varias. Las crónicas bromeaban sobre ello. Todo parecía encaminado a sepultar un rumor.
«¡Hum…! — se dijo Picatoste mientras cerraba un ejemplar de Las Vegas Cronicle— . En todo esto se nota la mano del departamento de relaciones públicas del Emporium. Hay que reconocer que es muy bueno en maquillar asuntos escabrosos. Sin embargo, ¿y si fue verdad que el chino hizo saltar la banca y no sólo aquella noche, sino en otra ocasión anteriormente?
Acaso Stoker, un tahúr en decadencia, pero avispado, sabía que tal cosa había acontecido, quizá también en otro casino; de algún modo había conocido a Miao Chu. Y luego, el muy pendejo, días después por medio de este pelado de Picatoste, quería averiguar el paradero de la pasta que Miao Chu hubiese escondido en Mexicali. Debía de ser mucho dinero para estar dispuesto a pagar sesenta… no, diez de los grandes. Tranquilo, chamaco. Ya veremos en qué acaba todo esto.»
