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Picatoste llamó a Pei Lin, el teléfono de la casa de la isla no se descolgaba. La llamó a su móvil, Pei Lin se puso al habla. Le dijo que se encontraba en casa de su abuelo Zeng. Ye ye Zeng celebraba su noventa cumpleaños, una edad muy venerada por los chinos.
— Estoy autorizada a invitarte, José. Te puedo asegurar que habrá buenos manjares chinos — le dijo la voz de Pei Lin, con un tono de satisfacción.
La boca del zopilote de Picatoste se hacía agua.
— Bueno… Iré si te empeñas. ¡Ah! Dame el teléfono de Ainoa Goyerri. También necesito hablar con ella.
— Ainoa también está invitada… Picatoste creyó oír una risa reprimida.
Al cabo de cinco minutos, ya salía por la puerta de la casa. Dentro se quedaba Harvey, tal y como lo había encontrado: echado en el sofá y con el sombrero sobre la cara.
— ¿Te traigo comida china, Harvey?
— Métetela por donde te quepa — refunfuñó el viejo hippy— . Tú tráeme una buena botella de bourbon.
Como había demasiados turistas haciendo cola en la garita internacional, Picatoste tardó más de cuarenta minutos en llegar a La Chinesca. Dejó el Ford en un aparcamiento de pago a cinco cuadras de Antigüedades Zeng. Más tarde, descubrió que alrededor de la cuadra donde se encontraba la tienda había gran ajetreo. Avanzó por la atestada acera. Parecía que los vecinos de todo el barrio entraban y salían por la puerta del negocio, sonrientes, con regalos, sin duda que para felicitar al abuelo.
«Vaya, Picatoste… Se te ha olvidado traerle algo al viejo.» Se dijo.
Conocía bien a Zeng, le respetaba. A veces, a instancias de Pei Lin, le había consultado sobre objetos robados que circulasen bajo cuerda por los negocios de La Chinesca. Aquel olvido era una descortesía lamentable.
En fin, optó por entrar en la casa a través de la puerta trasera, la del patio. Vio que al fondo del callejón estaba aparcado el Toyota de Pei Lin. Saludó a los dos jóvenes guachimanes chinos que le conocían. El patio también lo encontró muy bullicioso. Se preparaban las mesas para la comida, muchas mesas y mucha comida. Se colgaban adornos, farolillos, dragones, fénix, guirnaldas, banderas chinas y mexicanas. Las mujeres de la familia, ante todo, eran las que disponían, discutiendo entre ellas por cualquier nimiedad. Parecían hormigas que de un momento a otro se pelearían, pero, sorprendentemente para Picatoste, siempre llegaban a un compromiso y la tarea proseguía.
Se alejó de aquel ajetreo y buscó a Pei Lin y a Ainoa. Lo primero que hizo fue asomarse al salón de la casa. Llegó al ancho hueco de su puerta y desde allí miró. El lugar, en penum bras con las persianas bajadas, también se hallaba lleno de familiares e invitados, chinos todos. Pero por más que forzaba la mirada no hallaba a sus dos chicas. Descubrió a Ping Pong, sentada en un sofá junto a su novio el actor Hilario Kuei. La chica le reconoció y le guiñó un ojo. El la saludó desde la lejanía con una sonrisa cohibida. Supuso que nadie más se dio cuenta de aquellos gestos, porque todos los presentes atendían a la televisión.
Escuchaban el noticiero de El Gallito de La Baja. Se hablaba de la tensión internacional del momento. De las pruebas con cohetes intercontinentales que estaba realizando China. Del escudo antimisiles que propugnaba el presidente Bush. El periodista Wilson Costrillo, que hacía de todo en el pequeño canal local, sugería la posibilidad de la tercera guerra mundial, él siempre tan optimista. A pesar de las penumbras, teniendo en cuenta los crímenes acontecidos en las últimas semanas, Picatoste apreció una indisimulada preocupación en aquella gente por tales comentarios; especialmente en Kao Yao, otro tío de Pei Lin, que se mordía las uñas.
Después de sortear a un sinfín de niños que jugaban por los pasillos, encontró a Pei Lin y a Ainoa en un cuarto apartado de la casa. Sabía que ese era el gabinete del viejo Zeng, donde tenía su biblioteca y guardaba sus antigüedades más valiosas. Tras la puerta entornada, como un voyeur, las contempló antes de llamar su atención. Las dos mujeres, de pie, estaban observando muy pegadas una a otra lo que parecían antiquísimas tablillas de bambú llenas de caracteres.
Pei Lin se veía maravillosa, ataviada para la ocasión con uno de esos vestidos chinos oscuros y estampados de florecillas exóticas, muy ajustados al talle y a las caderas, largo hasta casi los tobillos pero abierto hasta medio muslo. Su pelo negro formaba un elaborado peinado con finos prendedores de marfil. Parecía la enigmática china de «El expreso de Shanghai». Por un instante, Picatoste se maldijo. Si la hubiese conocido cuando la Guerra, cuando el destino de ambos se jugó, cuántas desventuras del corazón se hubiesen evitado los dos.
A continuación, llevó su mirada a Ainoa. También estaba preciosa, maquillada en contra de su costumbre. Y no vestía sus habituales pantalones anchos de dril que disimulasen sus piernas ortopédicas, sino la falda de un traje sastre. Aunque las pantorrillas las tenía embutidas por unas medias que le prestaban una apariencia normal. Elevando la mirada hasta su trasero, evaluó que debía tener unos muslos hermosos, como todo su cuerpo. Reptando con la mirada por su espalda, subió hasta sus pechos. Se la imaginó sin la chaqueta y sin la blusa. Se la imaginó desnuda y tumbada, anhelante, alterada de gozo. Se dolió de ver esa belleza truncada por una salvajada.
Volvió a sentir celos de la intimidad que advertía entre esas dos mujeres. ¿No habría algo entre ellas? Sabía que el deseo refrenado de la carne siempre encuentra un escape. Y era obvio que esas dos mujeres tenían deseos muy atrasados. Carajo, no. Pei Lin no. Era mejor no pensar en eso. Tratando de desembarazarse de esa desagradable idea, Picatoste dio un toque a la puerta. Ellas se volvieron hacia él. Le mostraron dos sonrisas tan amplias y acogedoras que le pusieron en guardia. Pei Lin y Ainoa se precipitaron a sus costados y le tiraron de los brazos, como si regresase de un Sarajevo bombardeado en lugar de un viaje de tres días a Las Vegas.
— Cuéntanos todo, José — dijo Pei Lin— . No te olvides de nada.
— No, querida. Será mejor que José se calle algunas cosas — comentó Ainoa con malicia— . Hay niños cerca.
Pei Lin se llevó una mano a su boca, como si, a ojos de Picatoste, le pillase de sorpresa su atractivo animal.
No tardó Picatoste en relatarles a grandes rasgos todo cuanto había averiguado en la ciudad del juego en torno a Rufus Stoker y Miao Chu. Hizo hincapié en la información obtenida de Ross R. Travis, sobre la clave numérica hallada en los restos de Miao Chu. Aunque, por no herir la sensibilidad exquisita de Pei Lin, le costó concretar en qué lugar de su cuerpo había sido encontrada. Y, por último, también aludió al supuesto tatuaje de la tortuga en el hombro de Miao Chu, información obtenida no tan lejos.
— No existe anillo de carey con la tortuga yüan — dijo Pei Lin como si fuese una sentencia, con tono enigmático, mientras guardaba las tablillas en un aparador bajo llave— . Pero ya lo trataremos después. Ahora es el momento del banquete.
— Bueno, si te empeñas… — dijo Picatoste desganado, pero con ansia indisimulada— . Vayamos al patio.
De una manera que nadie se dio cuenta, en el patio se habían colocado las mesas de tal modo que formaban un gigantesco dibujo del carácter chino «ta», que quiere decir «grande» o «gran hombre». En la cabeza, naturalmente, se sentó el patriarca Zeng. A su lado derecho Bin-bin, la esposa de su primogénito Kwan. Luego Ma Lao, su segundo hijo y Kao Yao, su tercer hijo. Y a continuación su bisnieta Ping Pong. A su lado izquierdo se dispuso Pei Lin, pues era su nieta favorita. Siguiendo a ésta iban Ainoa y Picatoste, invitados especiales. Ocupando los brazos y piernas del carácter, se colocaron el resto de familiares y amigos, en total más de doscientas personas.
Picatoste no se vio defraudado en sus expectativas culinarias. Se sirvieron abundantes fuentes con toda clase de manjares y un sin número de platillos en donde ir picando. Como sabía manejar con destreza los palillos, se apañaba para capturar de la caldera de enfrente suyo, donde hervían los manjares, más de una tajada al mismo tiempo, usando no sólo la punta de los utensilios, sino parte de su cuerpo. Todo lo capturado era engullido de inmediato. Los familiares le sonreían, alababan entre sí su buen apetito. A su lado, en cambio, Ainoa sufría por poder asir con propiedad los palillos, que se le escapaban de sus torpes dedos artificiales. Advertida de ello, Pei Lin mandó a uno de los camareros que le trajese tenedor y cuchara.
Avanzado el banquete, se le hicieron al abuelo Zeng unos nuevos presentes, de gran calidad. Hubo un pequeño discurso en chino por parte de Ma Lao. A continuación salieron al centro del patio o del carácter «ta», unas niñas danzarinas y unos músicos que las acompañaron con melodías tradicionales. Después Ping Pong y Kuei, ataviados de mono peregrino y de bonzo respectivamente, como en el Teatro Chino, junto con otro par de actores ofrecieron uno de los cuadros más divertidos de su obra. Mientras la gente reía y celebraba las gracias de la pareja, Ainoa y Picatoste mantenían entre sí una conversación particular que habían iniciado en los prolegómenos de la comida.
— Jamás comprenderé a los chinos — decía él a la vez que masticaba— . Por más que los observo, nunca sé qué es lo que están pensando. Aunque, en el fondo, yo no creo que la gente piense. En mi opinión, la gente muestra su papel en la comedia de la vida con arreglo a sus gestos y sus intenciones. Nada más. Sin embargo, pese a que los conozco desde niño, todavía me es imposible interpretar los gestos y las intenciones de los chinos.
— Porque te quedas en las apariencias. El tuyo es un buen método para un detective que ha de tratar con esposas celosas de California o chulos del hampa de la frontera. Pero vale poco para escudriñar en el espíritu sutil de esta gente.
Picatoste se giró hacia ella, comiendo a dos carrillos. Ainoa pinchaba con su tenedor una fina loncha de pato.
— Ah, ¿no? — preguntó él— . ¿Y tú, por supuesto, sí crees comprenderlos?
— Estoy aprendiendo, José. Estoy aprendiendo. Por ejemplo: ¿por qué te crees que Pei Lin ha venido vestida así a la fiesta, tan provocadora? Es su forma de hablar sin abrir la boca. Les ha dicho a sus parientes de La Chinesca que le importa un carajo sus habladurías sobre ella. Les ha dicho que ella es una mujer libre e independiente, que hace lo que le da la gana ante sus narices.
— ¡Bah…! Eso era fácil de deducir. Hasta un guardia de tráfico lo haría.
— No te creas, José — por fin pudo Ainoa llevarse el tenedor a la boca. Masticó unas tres o cuatro veces antes de proseguir— . Porque detrás de ese lenguaje aparente existe otro más profundo, que a nosotros los occidentales nos es difícil apreciar por evidente. Cuando me ha saludado toda esta gente, me sonreía, se inclinaba y asentía. Elogiaban mis manos, me preguntaban cómo funcionan, de qué material están hechas. Decían que son muy ingeniosas. Para otras personas plantear tales cuestiones sería demasiado violento. Pero para ellos ha sido su forma de matar dos pájaros de un tiro.
— ¿Dos pájaros?
— ¡Dos enormes patos, José…! — exclamó ella, misteriosa— . La menos importante de las causas era salir del embarazo del momento. Esa sería la apariencia que provocaría confusión al occidental. La causa principal era acercarse a saludar a la forastera amiga de Pei Lin. Esa que provocaba que Pei Lin fuese tan atrevida en su vestir. Cada cual deseaba comprobar o deducir directamente, si era verdad lo que se cuenta. Eso de que entre Pei Lin y yo hay una atracción inapropiada entre dos mujeres.
De súbito Picatoste dejó de masticar. Llevó su mirada desconcertada a la de Ainoa. Ella se la devolvió de modo insolente, casi provocador.
— Y… ¿Y es verdad? — preguntó él, temiéndose la contestación de una mujer tan descarada.
— Puede que me convenga cualquier respuesta — dicho lo cual, Ainoa rió brevemente.
Picatoste notó un escalofrío. La maldita profesora había estado jugando con él durante todo ese tiempo. Seguramente sospechaba de la inquietud que sentía por Pei Lin de verla a su lado. Y quería hurgar en esa herida, burlarse de él. Posiblemente ella le había estudiado más de lo que él lo había hecho con ella. Era muy sagaz. Sus conocimientos de la gente la hacían peligrosa y, al tiempo, muy útil. Vería la manera de aprovechar sus facultades. Y antes de que acabase ese día.
