TA YOU
La llamada llegó a media mañana del día siguiente. Después de comer, Pei Lin y Ainoa pidieron un taxi a recepción. El taxi apareció, pero debían abonar un plus si querían que las llevase a donde querían. El tifón descargaba sus furias con toda su fuerza sobre la isla y era muy aventurado internarse por carreteras que parecían torrentes. El riesgo había que pagarlo. Aceptaron. El taxi las alejó del Hotel Conrad. El recorrido no era muy largo, pero se hacía accidentado por las serpenteantes carreteras de la montaña. La cortina de lluvia les iba empañando un paisaje de hierba alta, a veces salpicado por bosquecillos de bambú y de fung shui, el árbol tradicional del sur de China, que significa «viento y agua», muy apropiado para aquellas circunstancias.
El taxi alcanzó una mansión al final de Stubbs Road. Era de estilo inglés georgiano. Se encontraba encaramada al borde de un corte verde en la montaña. Les recibieron dos criados chinos con paraguas. Cruzaron corriendo un pórtico. En la enorme puerta labrada les dio la bienvenida un mayordomo inglés. Pasaron al interior. No salían de su asombro, especialmente Pei Lin, pues lo que veían era de un lujo y una riqueza ornamental de difícil comparación. El mayordomo las condujo por un pasaje a una cámara de caoba. Había obras de arte chinas, armaduras medievales y cuadros al óleo. No tardaron en llegar cuatro personajes, todos chinos, impecablemente trajeados, entre ellos una mujer. El señor Archibald Nai, con un inglés esmerado, les dio la bienvenida a su casa y presentó a sus acompañantes como empleados de su fundación. La fundación se llamaba Nuevo Reino del Centro, es decir, Nueva China. Como ellas ya sabían, era una fundación dedicada al rescate de obras de arte y objetos arqueológicos de China. Por eso estaban reunidos allí, de eso iban a tratar.
Se sentaron en cómodos sillones que formaban un cuadrilátero. El señor Nai en uno, Pei Lin y Ainoa en el de enfrente y los tres empleados en los de ambos lados. No había mesa en medio. No había bebidas.
— Como comprenderá, señora Oswald — llamó Nai a Pei Lin por su apellido de casada con Joei— . Hemos debido tomar nuestras prevenciones. No queríamos tratar con aventureros o periodistas audaces. Sabemos que Antigüedades Zeng goza de gran prestigio en la zona de California. Pero usted, que es una gran artista según nuestros informes, no es anticuaría. ¿Por qué no trabaja con su abuelo?
— Trabajo con él — contestó Pei Lin escuetamente, algo molesta.
— ¿Qué sabe de Tan Hsin, es decir, de Miao Chu?
— Miao Chu hace casi dos meses que murió, señor Nai.
Esta respuesta no produjo el menor efecto ni en Nai ni en sus empleados. Parecían estar al corriente.
— ¿Cómo piensa dar con la antigüedad que portaba?
— Poseo medios e información.
— ¿Confía que la investigación que lleva a cabo usted y sus amigos rinda sus frutos?
Esta pregunta hizo dudar a Pei Lin. No por la respuesta que pudiera dar, que era obvia, aunque debía contestarse. Dudó por lo que implicaba del alcance de la información que el señor Nai poseía de lo que ocurría en el Valle Imperial.
— Necesitamos los datos que usted nos proporcione — contestó.
Entonces, Ainoa, que había estado muy atenta, soltó una frase rápida en español, con todo el acento mejicano que pudo imprimirle.
— Estos chamacos no son bizcos, manita.
Sus palabras callaron la siguiente pregunta que ya esgrimía Nai y desconcertaron a sus empleados. Pei Lin se giró y la miró casi con espanto. Aquello era una advertencia. Iba a resultar que José tenía razón. Ainoa asintió ante ella muy despacio. La frase tipica venia a significar que esos tipos no miraban mal al gobierno. Lo que implicaba, dado el lugar del mundo donde se encontraban, que podían ser del mismo gobierno chino. La tensión en el rostro de Pei Lin de repente había estirado sus rasgos. El señor Nai trataba de procesar y observó a su empleada. La empleada, con gafas, se las recolocó con unos toques pero no habló. Ainoa sonrió para sus adentros. Esa mujer también sabía español, aunque dudaba mucho que supiese del verdadero alcance del dicho.
«Te he pillado, camarada Nai — se dijo Ainoa— . Demasiadas preguntas siempre comprometen».
El señor Nai centró su atención en ella con una sonrisa.
— Doctora Goyerri, ¿tendría la amabilidad de hacernos partícipes a todos los presentes de sus impresiones? — comentó con sutileza, juntando las yemas de sus dedos— . Según sus conocimientos psicológicos, ¿tiene idea de qué es lo que llevó al conocido entre nosotros Miao Chu a inmolarse en Las Vegas?
— Tengo un diagnóstico, señor Nai — contestó Ainoa con decisión— . Y me da la impresión de que no es muy diferente del que usted haya podido hacer. Yo parto de los hechos ya consumados. Usted, en cambio, conoce la causa por la cual se hayan podido producir esos hechos. Sin embargo, en el fondo le resulta difícilmente creíble todo el proceso. Hágame caso, señor Nai, Miao Chu se quemó a lo bonzo en un casino porque algo se lo ordenó. Ese algo parece ser la cosa que nos tiene reunidos aquí. Háblenos ya de la naturaleza de esa cosa.
Los tres empleados de Nai le observaron. El jefe permaneció en silencio unos segundos. Tendría unos cincuenta años. Peinaba canas en su cabellera.
— A la Fundación Nuevo Reino del Centro le interesa ante todo recuperar el objeto — explicó— . No obstante, también es consciente del peligro que conlleva que ese objeto ande por ahí de forma descontrolada. Hay mucha superstición. Hay muchos miedos atávicos. Como han podido comprobar en California, señora Oswald y señorita Goyerri, se han producido males muy graves. Es nuestro deber y creo que el de ustedes, procurar que todo vuelva a la normalidad. El objeto arqueológico en cuestión posee una larga historia. Historia que más tarde les detallaré. Ahora nos bastará remontarnos a hace unos cuantos años. Iremos a las excavaciones que tienen lugar en la provincia de Shanxi.
Hacía veinticinco años que se había descubierto por casualidad el gran mausoleo de Cheng, más conocido como el emperador Chin Shi Huang. Era el mayor hallazgo arqueológico de la Humanidad. Un monte artificial cubría decenas de miles de soldados, caballos, carros y enseres de terracota o de metal. El sanguinario Chin, obsesionado por la muerte, quiso rodearse en el más allá de un poderoso ejército de estatuas. Pero también de cuantos objetos extraños, mágicos o rituales arrambló a lo largo del imperio con su despiadado poder. Las excavaciones que se llevaban a cabo lo iban sacando a la luz poco a poco. No obstante, aquello sólo era una parte del gigantesco túmulo. El mausoleo se extendía por docenas de kilómetros alrededor de la ciudad de Xi'an. Había cientos de arqueólogos, estudiantes y toda clase de especialistas que trabajaban de día y de noche en los diferentes yacimientos. En uno de estos, un pozo apartado del núcleo central, apenas señalado para ulteriores exploraciones, cierta noche un osado y joven licenciado en arqueología se aventuró a descender. Llegó a una cámara que guardaba valiosos objetos.
— Ese joven era Tan Hsin, o Miao Chu — contó Nai— . Era un mal arqueólogo, era un mal patriota. Según hemos sabido después, en otros yacimientos ya había llevado a cabo otros expolios, si bien no de la importancia de aquel. En aquella noche arrambló con un caparazón de la gran tortuga marina yüan.
Pei Lin y Ainoa no pudieron evitar cruzar sus miradas.
— Perdón… — dijo Nai— . ¿No ignoraban la naturaleza del objeto?
— Nos habíamos hecho nuestras suposiciones — contestó Pei Lin.
El señor Nai prosiguió.
— Miao Chu abandonó su trabajo en Xi'an. Las autoridades le buscaron. Pero no lo hacían porque conociesen su robo, sino porque carecía de permiso para trasladarse o buscar otro empleo. Su labor estaba catalogada como de alto interés para el Estado. Su robo no se conoció hasta semanas después, cuando ocurrió un hecho lamentable en Pekín. Supongo que ya sabrán que Tan Hsin tenía un hermano mayor llamado TanYihui. Tan Yihui era un honrado limpiabotas que hasta entonces no se había distinguido por nada en la vida. Sin embargo, de repente, un día se quemó a lo bonzo en plena Plaza de Tiananmen. Las autoridades difundieron después que se trataba de un miembro desequilibrado de la secta criminal Falun Gong.
— ¿Por qué un limpiabotas de Pekín habría de llamar la atención de Nuevo Reino del Centro? — preguntó Ainoa.
Entre Nai y sus empleados se cernió un momentáneo silencio. De fondo llegaba el rugido del vendaval del tifón. Sobre los ventanales de la sala caían procelosos los chorros de agua. Los fung shui del jardín se agitaban enloquecidos. Pei Lin y Ainoa aguardaron expectantes, sin mover un músculo, erguidas en su sofá.
— Es una pregunta muy pertinente, doctora Goyerri — dijo por fin Archibald Nai— . Les diré que nuestra fundación posee medios para recabar información reservada del sistema administrativo. No somos disidentes. Nuestros miembros son hombres de negocios chinos o de origen chino, amantes todos de nuestra cultura. No nos interesa la política, aunque no somos ajenos a la vida social. Pero, por estar nuestra sede central en Hong Kong, apenas estamos tolerados. Hemos, pues, de mantener siempre alerta nuestras salvaguardias. Esa información nos llegó, sencillamente, porque se daba la circunstancia de que el limpiabotas Tan Yihui había sido hermano del arqueólogo prófugo Tan Hsin. Eso nos interesaba sobremanera.
Cuando el limpiabotas Tan Yihui se quemó en la Plaza Tiananmen dejó seis páginas escritas para el juez. Demasiada escritura para un simple limpiabotas. En ellas contaba, en el modo atropellado de la persona que se va a suicidar, que debía arder vivo en la plaza de la paz celestial para expiar sus faltas. Así se lo había pronosticado PI. Su vida no podía ser un simple «adorno». Los negocios que había emprendido con la apertura económica habían fracasado. No era del Partido. No era un rico comerciante. Estaba en la ruina. Tenía que humillarse a los pies de los demás por unos pocos yuanes. Su hermano Hsin, al que había escondido durante unos días, también había consultado al Oráculo. Había emprendido su larga marcha. En su interior llevaba los números. También se llevaba el Oráculo. Hsin sabía ya que su gran fortuna alcanzaría su plenitud en la ciudad de la gran fortuna, del Gran Yin. A Hsin no le atraparían hasta ver cumplido su destino. El, en cambio, estaba condenado a morir allí, donde había nacido. Ardería a la vista de todo el mundo. Ese sería el cumplimiento de su destino. Así lo había querido PI. Legaba todos sus bienes al Estado.
— Como pueden suponer, algo así era muy confuso para el juez y, al mismo tiempo, muy sugerente — continuó Nai— . La policía se puso en movimiento. Registró el cuchitril donde Tan Yihui había vivido. Descubrió que allí había estado hasta hacía un par de días refugiado su hermano Tan Hsin, a quien se buscaba desde la provincia de Shanxi. Esto podía haber acabado aquí. Simplemente, aquello parecía un episodio escabroso como tantos otros. Sin embargo, hubo un nuevo descubrimiento. La caja del limpiabotas Tan Yihui tenía un doble fondo. En él se encontró una valiosa documentación. El arqueólogo Tan Hsin había tenido la cautela profesional de tomar fotografías del caparazón. Las fotografías estaban en el doble fondo de la caja. Es de suponer que se las olvidó en su precipitado periplo. Quizá quiso que su hermano Yihui compartiese con él su tesoro. El caso es que esas fotografías son muy reveladoras — Nai desvió la mirada hacia uno de sus empleados— . Señor Gou…
El señor Gou asintió. De una cartera negra que llevaba extrajo un sobre. Se levantó y pasó el sobre a Pei Lin. Pei Lin lo abrió. Ainoa también observó su contenido y también, con sus manos torpes, fue tocando las fotografías que habían aparecido.
— Esas fotografías son una copia de excelente calidad de las originales — explicó el señor Nai— . Como pueden ver, la concavidad del caparazón está cubierta por multitud de signos y caracteres labrados con punzón. Los signos son reconocibles para cualquier chino, incluso para muchos occidentales. Los caracteres, sin embargo, son demasiado antiguos para leerse con coherencia. La fundación tiene expertos. Ellos nos los han interpretado al chino moderno. La trascripción se encuentra en los papeles que permanecen dentro del sobre.
Ainoa había advertido que las manos de Pei Lin temblaban con las fotografías asidas. Pero, cuando sacó los papeles y se puso a leerlos, ese temblor desapareció súbitamente. Ahora notó que no respiraba y que su expresión parecía una máscara grotesca semejante a las del Teatro Chino. Se alarmó. Le movió un brazo. Pei Lin, agitándose, pareció salir de un trance.
— Es evidente que Miao Chu también supo hacer su propia traducción… — comentó Ainoa.
— Así es — afirmó Nai— . Tan Hsin era un estudiante brillante. Destacó en variadas disciplinas, de forma que los organismos pertinentes favorecieron su carrera. Si estaba en las excavaciones de Xi'an fue por esta causa. Por otra parte, se ha averiguado que su tesina de licenciatura versaba precisamente sobre la antiquísima leyenda denominada «El Segundo Oráculo». Había investigado sobre ello profundamente. Sabía que en algún lugar cercano al río Yang tsé se había enterrado al rey y sabio Wu Wang. Y que en su túmulo, según esa leyenda, se había enterrado el caparazón de la gran tortuga. También le constaba que ese túmulo había sido profanado y saqueado. En su tesis, apuntaba la idea de que durante el periodo de los Reinos Combatientes había vuelto a salir a la luz pública el caparazón del Oráculo y…
Pei Lin le interrumpió con una pregunta.
— ¿Por obra de la secta Mi Tsung, la de las «palabras eficaces»?
— Cierto, señora Oswald — contestó Nai— . Me sorprende lo avanzado que han llegado en sus suposiciones con sus escasos medios. Como le decía… El Oráculo anduvo de mano en mano entre los reyezuelos de la época. Hasta que, Tan Hsin así lo afirma, el sanguinario emperador Chin se hizo con él. A partir de aquí, cabía suponer que Chin enterró el valioso caparazón en su gigantesco mausoleo. La tesis se consideró sugestiva por las autoridades académicas. Pero de ahí no se pasó. En el mausoleo hay objetos enterrados por descubrir que darán trabajo durante más de cien años. En realidad puede albergar cualquier cosa. Sin embargo, Tan Hsin sabía más de lo que había dicho dos años atrás en su tesis. Conocía el pozo de la montaña de Xi'an donde tal vez se encontraba el caparazón. Ya sabemos que lo halló.
— ¿Por qué el gobierno chino no dio con el fugitivo? Permítame decirle, señor Nai, que entre Pekín y Hong Kong y luego entre Hong Kong y México, hay muchas millas.
La pregunta de Ainoa hizo asentir a Nai. Parecía que con pesar y un profundo resquemor.
— Ciertamente — respondió— . Eso es lo más sorprendente del caso. Tan Hsin llegó sin problemas a Hong Kong a principios de mayo y salió de aquí quince días después, a pesar de que la policía le buscaba y la aduana estaba sobre aviso. A raíz de la investigación que posteriormente ha realizado nuestra fundación, hemos averiguado detalles muy sugerentes acerca de esa estancia. Tan Hsin se movió por Hong Kong como pez en el agua. Todo el mundo que le trató recuerda que decía que «tenía gran fortuna». En esos días, mientras esperaba que en el puerto recalase el barco deseado, se hizo con un pasaporte falso a nombre de Miao Chu, proporcionado por el hampa local. La policía lo supo. Le buscó. Nunca dio con el nuevo Miao Chu, de nombre ridículo — Nai se limpió con un dedo unas boqueras blancuzcas que habían aparecido en las comisuras de sus labios— . Se alojaba en un junco de Aberdeen. Y la policía no le encontró. Decía que tenía buena fortuna. Cruzó el puerto en ferry varias veces. Se tatuó en un hombro una tortuga con aletas. La policía detuvo al tatuador, pero a él no. A su hospedero de Aberdeen le dijo que tenía buena fortuna. Deambuló por los mercadillos vestido con un hábito azafranado de monje budista, cuando nadie, desde que se tiene memoria, había visto en Hong Kong a un bonzo. Saludaba a todo el mundo con las manos juntas, a todo el mundo deseaba buena fortuna. Pidió limosna en el distrito financiero. Entonó cánticos taoístas a las puertas del Almirantazgo. Tocó una zampoña en la escalinata de la Iglesia Metodista. Creíamos que esas extravagancias habían desaparecido de Hong Kong cuando salieron los británicos.
Tales palabras de Nai hicieron reír a sus empleados. También a Ainoa, pero se llevó una mano de plástico a la boca para disimular su risa. Por el contrario, el propio Nai y Pei Lin permanecieron impasibles.
Al poco, todo el grupo avanzaba por un corredor de la mansión. Los parteluces de los altos ventanales parecían que de un momento a otro se vendrían abajo por el azote del viento y el agua. Iban cerrando los aspectos secundarios del asunto.
El tercer empleado, a indicación de su jefe, se adelantó y pasó un cheque a Pei Lin por valor de cien mil dólares, a cobrar en el Bank of America. Habían llegado al trato de que ese sería el adelanto por el rescate del caparazón de la tortuga. El resto, un millón de dólares más, se abonaría en cuanto hiciesen entrega del objeto a la fundación. No tendrían que regresar a Hong Kong con él. Bastaría que lo llevasen a una delegación de Nuevo Reino del Centro en Vancouver.
Llegaron al gran vestíbulo. Los tres empleados desaparecieron por una puerta lateral. El señor Nai despidió a sus huéspedes hasta dentro de un rato. Había invitado a Pei Lin y a Ainoa a que pernoctasen en la mansión. No convenía que saliesen al exterior con el tifón en todo su apogeo. Cenarían en el espléndido comedor dentro de media hora. Entonces les relataría lo que, a su juicio, era lo más trascendente del asunto de Tan Hsin o Miao Chu. Entretanto, Pei Lin y Ainoa subirían a conocer sus aposentos y a refrescarse.
Precedidas por el mayordomo inglés, comenzaron a subir una añeja escalera de roble. Desde abajo, de pie en el centro del vestíbulo, Nai contempló cómo las dos damas subían escalón a escalón. Qué misterio rodeaba el porte de la china. Qué andares tan sensuales poseía la exiliada española.
