La verdad
El muchacho tocó la puerta de su vecina de piso. Ella abrió y, con la puerta entreabierta, oyó lo que muy pronto juzgaría una voz apremiante: «Señora, hágame un favor. ¿Puede decirme cuáles son sus horarios?», «¿Mis horarios?», «Sus horarios, sí. ¿A qué hora más o menos regresa a casa?», «¿Por qué?», «Porque no quiero coincidir más con usted», «¿Que no quiere qué?», «Me refiero a que no deseo encontrármela otra vez en el ascensor». Ella puso cara de extrañeza. «No le entiendo», «Llevo varias noches soñando con usted, señora», «¿Ah, sí?», «Sí. Desde hace dos meses», «¿Y qué pasa con eso?», «No quiero ofenderla, señora, pero usted está siempre desnuda en mis sueños y me pide que le bese las tetas». La señora lo miró, anonadada. «¡Es usted un grosero! Me está faltando el respeto», «Lo sé. Pero le estoy diciendo la verdad», «¡Me importa tres pepinos su verdad!», «A mí me enseñaron a honrar la verdad. Así me han educado», «¡Pues hicieron mal! No siempre hay que decir la verdad. Voy a quejarme con el administrador», «Perfecto, pero no olvide hablarle de mis sueños. Él me dará la razón», «¿La razón? ¡Yo no soy responsable de sus sueños!», «Sí lo es, señora», «¿Por qué cree eso?», «Porque usted es hermosa. Y porque sus tetas son una bendición de los cielos. Por eso todos los días pienso en ellas, y de ahí, llevado por la belleza de sus tetas, pienso en su boca, en sus muslos, en sus nalgas y en su vagina. No sabe cuánto disfruto. Para mí, señora, su vagina es a la vez un nido de musgo aterciopelado y una escobilla de alambre para rascar ollas. Usted me gusta, señora, ¿se ha dado cuenta?». Ella carraspeó y, tras meditar un instante, murmuró: «Regreso a eso de las ocho. Entre ocho y ocho media», «Gracias, señora. Trataré de olvidarla».