El departamento
Aparentemente la historia la refirió un estudiante de sociología durante una reunión de amigos, y hoy apenas se sabe de él que dos meses después de aquella charla abandonó la facultad para regentar una oscura pizzería de Lince. A mí me la contó Luis Jochamowitz en un café de la avenida Tacna. En la misma cuadra, en otro café, el estudiante la había contado por primera vez, acaso porque desde allí podía verse el viejo edificio donde falleció el inocente Mariano Robles. Desconozco si la versión que doy ahora exagera o atenúa algunas escenas. Con otros que la oyeron, aparte de los hechos en sí, coincido en el patetismo. Mi versión, desde luego, añade detalles previsibles: ojeras, dolores de estómago y otras lógicas e inevitables miserias humanas.
En el edificio casi nadie lo conocía. Dos vecinos, con quienes compartía el pasillo del segundo piso, tan solo se habían cruzado con él media docena de veces. Robles no era en absoluto un sujeto misterioso. Sencillamente vivía en un inmueble de oficinas, y los horarios de sus vecinos, abogados de poca monta, le garantizaban noches lúgubres —dormir donde los demás trabajan da siempre tristeza—, pero silenciosas. El portero, un mulato de edad madura, alcanzaba a verlo tres veces por semana. Este era quien hacía la limpieza del departamento y le arreglaba cada tanto las tuberías del baño.
Robles trabajaba en un negocio de venta de autos usados. Andaba cerca de los treinta años y hacía a lo sumo un año que había arrendado el departamento. El edificio pertenecía a una compañía de seguros. Robles pagaba la renta puntualmente a un cobrador que lo acechaba cada primer lunes de mes. Esta visita, más otras de mujeres dudosas de aspecto, constituía todo su tren social. En su dormitorio abundaban folletos de mecánica y revistas de espectáculos y de artistas de cine. Poseía un televisor en blanco y negro, ubicado a los pies de la cama, y un lujoso y sorprendente tocadiscos que condensaba años de privaciones y ahorro. Sus compañeros de trabajo dicen que quería comprarse un auto nuevo, japonés. Fue un sueño nunca realizado.
En su empleo, Robles ostentaba fama de eficiente. Algo de orgullo y apatía, no obstante, generaba desconfianza en sus jefes. Sin duda tales rasgos tenían un efecto contrario entre sus compañeros. Todos lo estimaban, aunque con cierta distancia, y él les respondía igual. De sus parientes, dejó saber que adoraba a una hermana mayor, residente en Nueva Jersey y casada con norteamericano. Podía ser callado o conversador, según las circunstancias, y hasta comprensivo. Pero le irritaban enormemente dos cosas: viajar en micro, que era su medio de transporte cotidiano, y escribir cartas.
También le irritaban los percances sufridos en su departamento, pero nadie supo bien de qué se trataba. Dos o tres veces habló de ciertos estúpidos policías que lo despertaban de noche. Robles no se había achicado ante aquellos desatinos. Se presentó incluso en la prefectura para quejarse y amenazar, aduciendo ingenuamente que tenía un amigo capitán del ejército.
Una noche, luego de amar y despedir a una muchacha que conociera en La Colmena, oyó que golpeaban brutalmente a la puerta. Estaba en piyama, pero no dormía. Reconoció enseguida los modales de esos energúmenos —era, al parecer, la cuarta vez— y corrió hacia la puerta. Decidió hacer un escándalo. Pero abrir y caer al suelo, en esa ocasión, fue una misma cosa. Dos hombres lo golpearon y esposaron, sin darle tiempo de pronunciar palabra, mientras otros tres invadían su casa, insultándolo con gritos destemplados, volcando muebles y cajones.
A Robles le sangraba la boca y le dolían las costillas, aunque reunió fuerzas para erguirse.
—¡No soy Miranda! —gritó.
Un mestizo alto y fornido lo empujó con un pie:
—¿Dónde escondes los petardos? ¡Habla, imbécil!
Por un instante, Robles recordó todos los malos ratos que aquella gente le había dado. Supo que necesitaba actuar con rapidez. Una inercia terca, a pesar de ello, lo forzó al recurso de anteriores allanamientos.
—Los conozco a ustedes —dijo con la garganta atravesada por la angustia—. No soy Miranda. Miren mi libreta electoral, por favor.
Nadie le hacía caso. Ahora los cinco hombres, sin siquiera molestarse en cerrar la puerta, revolvían cuanto hallaban a su paso.
—¡Tengo documentos! —insistió Robles.
Ruidos metálicos en la cocina le revelaron que vaciaban el refrigerador, una reliquia que la compañía de seguros incluía obligatoriamente en el alquiler.
Luego, el agente más joven se aproximó.
—Vea en mi mesa de noche —suplicó Robles—. Ahí están todos mis documentos.
Fatigados, al cabo de diez minutos, los agentes cesaron la búsqueda. Tres se detuvieron a mirarlo con odio, desde lo alto, y uno ya blandía en el aire su libreta electoral.
—¿Ven? Soy Mariano Robles.
—¡No nos vas a engañar, Miranda! —barruntó lentamente el mestizo fornido—. Te vendrás con nosotros —y enseguida les dirigió una seña violenta a dos agentes.
Robles fue alzado del suelo y le enfundaron, encima del piyama, un pantalón. Entendió que todo se repetía; pero peor. Siempre era peor, pues cada vez parecían más desesperados. Lo sacaron a empellones llevándolo por tramos a rastras. Había llovido; la gente era escasa en la calle y serían las once de la noche. Una camioneta los aguardaba. Durante el trayecto hacia quién sabe dónde, Robles maldijo al antiguo inquilino de su departamento. A duras penas conocía que se llamaba Julio Miranda, que era estudiante universitario y andaba involucrado en actividades subversivas.
La confusión, en un primer momento, le había dado risa. Pero con la segunda y tercera reincidencia, iría admitiendo que su vida, a veces monótona aunque apacible, franqueaba ya los límites de la realidad e irrumpía en la pesadilla, a tal punto que, en su último arresto, a mitad de un tedioso interrogatorio, pensó seriamente en mudarse. Uno de sus compañeros de trabajo lo vería por tres semanas revisar a diario los avisos clasificados. ¿Por qué demonios no se mudó entonces?
Otra vez a empellones, y estremecido de frío, Robles ingresó a una celda común. No se diferenciaba de las otras: la mugre y la humedad se mezclaban con el hedor de incontables cuerpos, traído por leves corrientes de aire. Se sentó en el suelo, cerca de las rejas. Una cosa amorfa, envuelta en una frazada rotosa, dormía a su lado. A Robles le mortificaba sobre todo hallarse sin zapatos y con una camisa de piyama de tela tan liviana. Esperó una hora, dominando su creciente temor ante la densidad de las sombras y el brillo felino de los ojos de algunos presos que no dormían.
Más tarde juzgó que los encargados de interrogarlo demostraban mayor hostilidad y obstinación. Lo trasladaron a una sala de paredes desconchadas, con una mesa y varias sillas de madera pintada de gris. Sobre la mesa se veían abultados legajos y un teléfono. Todos lo azuzaban más o menos como en ocasiones anteriores.
—Tenemos a camaradas en otros cuartos y te conocen —repetían.
—La paciencia se me acabará en cinco minutos —decía otro tomándolo del pelo y tirándole la cabeza hacia atrás.
Robles no comprendía cómo podían seguir equivocados. Miraba el teléfono y sabía que no le permitirían hacer llamadas. ¿A quién llamaría? ¿A algún amigo del trabajo? Tal vez, en lugar de ayuda, conseguiría solo complicar a otra persona.
De pronto alguien gritó en una sala contigua. Eran gritos de dolor, de miedo. El nerviosismo de Robles estalló en agudas punzadas en el vientre.
—Necesito ir al baño —murmuró.
—¡Irás después al baño! ¡Ahora habla!
—No soy Miranda, créanme. Si lo fuera, ¿cómo se les ocurre que tendría domicilio fijo?
Entraron nuevos interrogadores a relevar a los primeros. Estos lo angustiaron más. Procedían con delicadeza, sin alterarse: lo maltrataban con sonrisas indescifrables. Hablaban largamente al teléfono y pedían que vinieran otros agentes. Inmóvil y sumiso, Robles languidecía: sospechaba que la noche estaba a punto de enseñarle una cosa terrible.
Tardarían otras dos horas en despejar su error. Un muchacho, que lo había interrogado en su segundo arresto, lo reconoció. Sudando, pasmado de frío, Robles advirtió la felicidad de que existiera un hombre que no lo llamaba Miranda, mientras exigía entrevistarse con un oficial superior.
—Le daremos todas las garantías —le aseguró entonces un agente demacrado y canoso.
—Así me lo dijeron antes —replicó Robles en un tono que componía su ultrajada dignidad.
—Tenemos problemas, señor Robles. Mucho trabajo.
—De acuerdo, pero no me explico que vuelvan a mi departamento. Yo vi la vez pasada que mi dirección fue borrada de sus libretas.
—Ya le digo: hay demasiado trabajo. Seguridad nos remueve el personal todo el tiempo y pasan estas cosas. Su dirección debe estar en otras libretas. Vamos a revisarlas todas.
Es indudable que Robles quedó de nuevo convencido. Lo olvidó todo, reanudó su rutina, incluso se endeudó comprando a plazos dos parlantes adicionales para su tocadiscos.
Unos meses después lo encontraron muerto. La noche de su muerte, poco antes de las siete, Robles notaría probablemente que las luces parpadeaban y bajaban unos segundos de voltaje. No le dio importancia. También vería con indiferencia, o quizá no lo hizo, que el noticiero de las diez informaba sobre una torre de alta tensión que acababa de ser dinamitada en las afueras de la ciudad. Lo cierto es que, en esa última vez, nuevos golpes aporrearon su conciencia, y sintió el pánico de una culpa absurda. No acudió a abrir.
Quienes descubrieron el cadáver constataron que la cerradura estaba rota y que había huellas de zapatos en la puerta. El portero del edificio declaró, en testimonio firmado, que faltaban el televisor y el tocadiscos. Oficialmente, el caso quedó archivado como asalto y homicidio.
Oí esta historia, me parece, con la turbadora convicción de hallarme participando en una lotería de dementes. Creo, estoy seguro, que estamos en eso. Al dejar el café, Jochamowitz y yo pasamos ante el edificio. En la ventana del segundo piso, en el departamento de Robles, habían pegado un pequeño cartel: «Se alquila». El cielo, el breve cielo que asomaba entre los edificios, se veía nublado y bajo, como otro techo sucio.