El deseo de abismo

Antes de que en la tele los anuncios de condones interrumpieran los partidos de fútbol, los muchachos de los años setenta ya hablaban de las cosas de la vida con una rudeza de marineros ebrios. Unos a otros, a los pocos minutos de conocerse, se decían de todo, sin vacilaciones y con el mayor desenfado.

Aún recuerdo la confidencia de Pepita Romero en la misma noche en que cruzamos palabras por primera vez, cuando me dijo intempestivamente:

—¡No tengo un orgasmo desde hace seis meses, Armando, y la cosa está empezando a preocuparme!

Yo, que de marinero ebrio no tenía ni la gorra, tardé unos segundos en comentar:

—Debe ser un bloqueo.

Bloqueo. Esta era la palabrita de moda que se empleaba para todo. Si uno no comprendía algo, estaba bloqueado. Si uno no se relajaba, estaba bloqueado. Si uno no conseguía escribir una línea, estaba bloqueado. ¿Por qué no aplicarla también al sexo? O mejor dicho, ¿cómo no aplicarla al sexo, que era, por decir lo menos, el mecanismo más sensible a toda suerte de basuritas físicas y psicológicas?

—¡Claro que es un bloqueo! —rezongó Pepita—. ¡Definitivamente es un bloqueo y yo sé, con absoluta certeza, la causa de este bloqueo!

Aquella no era una noche común y corriente.

Era una noche oscura, tenebrosa, con fantasmas y telarañas de utilería, un minucioso lugar común de noche gótica, pues ambos estábamos en una de esas fiestas tipo happening que los estudiantes de arte de la universidad solían organizar por entonces en algunas casonas de Miraflores. Las casonas parecían una auténtica boca de lobo, y, cuando los invitados llegaban, no faltaba quienes pensaran que se habían equivocado de dirección. Luego, al reparar en las filas de autos estacionados y en una que otra lucecita que relampagueaba en las ventanas, cambiaban de opinión.

En aquellas fiestas las luces se mantenían apagadas a fin de proyectar en las paredes de salas y habitaciones viejas películas de terror —Nosferatu, Frankenstein y El Hombre Lobo, entre ellas—, que se pasaban al revés y a ritmo acelerado mientras la gente circulaba de estancia en estancia, o de película en película, con un trago en la mano. ¿A quién demonios se le habría ocurrido trastornar el normal desarrollo de las cintas? Lo ignoro, pero la broma nos divertía a morir. Y a mí, en particular, me traía a la memoria cómicas escenas de la novela Matadero 5.

Los vampiros, por ejemplo, no chupaban la sangre de los cuellos de las pálidas doncellas, sino que esta, en vez de chorrear en hilillos, volvía en retroceso a las heridas, los dos clásicos orificios, que casi al instante se desvanecían como en una cura milagrosa; los amenazantes colmillos se retraían hasta componer una dentadura normal; las capas desplegadas se cerraban como una flor o los aspavientos y diversas expresiones de pánico se convertían en serenas actitudes de contemplación y hasta en luminosas sonrisas.

—¿Dices que sabes la causa de tu bloqueo?

—Sí.

—¡Magnífico! —exclamé como todo disciplinado hijo de Freud—. ¡Eso equivale a que tienes solucionada buena parte del problema!

Pepita sonrió con escepticismo:

—No, mi amor —repuso—. No tengo solucionado nada. He tenido en los últimos meses cuatro amantes de reconocida trayectoria, y en la cama me siento tan fría como un témpano flotando en las aguas de la Antártida.

Su caso se veía un poco más complicado que otros de los que había oído, y mi flamante amiga decidió ilustrarme sobre algunos escabrosos episodios de la película de su vida, mas no como un happening privado, en retroceso y a ritmo acelerado, sino contándome las cosas como Dios manda: pasó esto y esto otro, y también esto de más allá. ¿Qué te pasó, Pepita? La vieja historia que desde hace dos mil años nos cuentan los libros y los comadreos, me dijo. Fui la protagonista de un triángulo amoroso.

En efecto, Pepita había estado casada y tuvo un amante. Se casó muy joven, a los dieciocho años, porque había quedado embarazada, y a los veinte sacó los pies del plato: se enamoró de un compañero de la universidad. La aventura prosperó, Pepita gozaba de la vida y todo muy pronto fueron arrumacos y sueños de dicha para el futuro. Pero esos sueños un mal día reventaron. Su marido se estrelló en su bonito auto deportivo, un Mustang amarillo patito con capota negra que acabó como una tortilla de fierros retorcidos. Una muerte a lo James Dean, digamos, aunque no quedaría para el recuerdo. Excepto para Pepita. Ella se enteró de la tragedia —que al día siguiente salió fotografiada en primeras planas de los diarios— cuando se encontraba haciendo el amor. Alguien telefoneó a casa de su amante y le dio la noticia. Y ahí comenzó su bloqueo. Ella lo atribuía, no sin cierta razón, a un sentimiento de culpa, pues, reflexionando en el velorio, Pepita llegó a la conclusión de que ella debía haber estado en la cama chillando de placer cuando su marido agonizaba en el asfalto.

—¿Y desde entonces nada?

—Nada —murmuró Pepita con gesto sombrío.

Y por unos segundos ambos guardamos silencio. En la pared de una habitación en penumbra a la que acabábamos de entrar, un lobo solitario, en lo alto de una colina, aullaba a la luna. Pepita y yo vimos cómo se le caía el pelo y se transformaba en un atildado individuo de saco y corbata que caminaba hacia atrás colina abajo.

—¡Pero no voy a claudicar! —estalló, súbitamente furiosa—. ¡De ninguna manera! ¡No voy a permitir que una cosa así me arruine la vida!

Fue entonces cuando percibí una extraña mirada que me recorría de arriba abajo. Ella me estaba contemplando con ceñuda seriedad, pero de inmediato se deshizo en una ávida y lasciva sonrisa.

—¿Qué te pasa? —pregunté.

—Tú me puedes ayudar —resolvió Pepita.

—¿En qué?

—Tú sabes bien en qué… ¿Vamos a tu casa o a la mía?

Si en ese instante nuestra conversación hubiera dado marcha atrás como en las películas que veíamos, me habría sentido feliz. Pero la realidad continuó inexorablemente hacia adelante. Y no era que Pepita estuviese mal. Se hallaba un poco subida de peso y tenía los dientes un tanto salidos, pero nadie podía haber dicho que era fea. Además, lucía unas redondas tetas de campesina holandesa y dominaba el arte de bajar las pestañas con una impecable lentitud que desarmaba al más pintado. Pero…

—¿Pero qué? —leyó Pepita mis pensamientos.

—Pero yo no soy la persona indicada, Pepita.

—¿Qué quieres decir?

—Que no soy un atleta sexual ni nada que se le parezca.

—¡No estoy buscando un atleta sexual, idiota! Lo que necesito es afecto, ternura, motivación: ¡hacer química!

Pepita no deseaba un amante, sino un ingeniero, y lo que yo opinara en todo caso no se hallaba en discusión. Ella ya había decidido por ella y por mí.

—Iremos a mi casa —dijo, y me arrastró de una mano hacia la calle. Trepamos apresuradamente a su auto y enrumbamos hacia su lujoso departamento de viuda traumada en el que nos esperaba llorando su desvelado hijito, de apenas un año de nacido, y su diligente nana que le cambiaba los pañales.

Aunque estudiante a tiempo completo, Pepita tenía una posición económicamente holgada. Su padre y el padre de su difunto marido le pasaban una buena mesada. El departamento quedaba en un edificio del malecón y se veía muy bien puesto. Ella y yo entramos a la medianoche, y en el acto fui encerrado en su dormitorio. Luego, acudió a ver a su hijo, o quizás a darle instrucciones a la nana, y, dos minutos después, con mirada de gata en celo, se apareció en la habitación y se descalzó en un instante y comenzó a forcejear para sacarse los apretados jeans que el sobrepeso adhería a sus caderas con la fuerza de un pegamento.

Aquel trajín me abrió a un intervalo de espera y mudas reflexiones. Ir a la cama por primera vez con alguien resulta a veces inquietante. Uno desconoce la piel, el ritmo, los movimientos; en suma, tarda en agarrar confianza. Uno ignora, como los toreros que debutan en una plaza nueva, cómo le saldrá el toro y cómo irá a reaccionar el público. Y en este caso, la única certeza que yo tenía es que se me exigía saltar al ruedo y hacer una buena faena. Así que, echándole valor, me desvestí en un santiamén y me deslicé dentro de la cama y continué esperando allí, en tanto Pepita, que ya había liberado sus caderas, aunque le faltaba aún la dura batalla de los muslos, daba de brincos, resoplando, para ver si de esa manera aflojaba la tela. Finalmente, los jeans volaron por los aires. Y con la respiración agitada, y el cabello de loca ardiente volcado sobre los ojos, avanzó hacia la cama. No recuerdo ya cómo se inició nuestro trato carnal, pero muy pronto se dieron saltos, volteretas y otras bruscas maniobras que evocaban la lucha grecorromana y hasta el trapecismo circense, e incluso, en una laboriosa escalada de sensaciones, al cabo de quince minutos, se desató entre Pepita y yo esa euforia, ese jadeo asmático, ese acalorado clima de estar corriendo los dificilísimos últimos cien metros del Gran Derby Presidente de la República.

Bueno, para decirlo de una vez, yo crucé la meta, y Pepita, con el cuello estirado y la crin que flameaba al viento, llegó placé, a un cuerpo de distancia. Se trataba de resultados oficiales, y no había lugar a reclamo. Ella, ahora, nuevamente frustrada, rompía sus boletos.

Por casi tres minutos los dos descansamos, echados boca arriba, mirando el techo reconcentradamente, hasta que de pronto oí su remota voz de mujer abatida:

—Casi, casi —murmuró.

Yo no dije nada. No tenía nada mejor que decir.

Tal actitud, sin embargo, no duraría mucho. Se hacía necesario decir algo, conversar, hacer tiempo, comportarse como todos los amantes del mundo que intentan recuperar fuerzas antes de acometer un segundo asalto. Y hablamos, o más bien hablé: ¿Quieres saber quién soy, qué sueño, qué busco de la vida? Bueno, aquí va…

Y le largué un resumen de mi espíritu iconoclasta y mis actitudes contestatarias. Yo, por esos días, tomaba posiciones contra todo, y además estaba solidariamente a favor de mis contradicciones. Veneraba la revolución cubana, y por ende su vía violentista como modelo para restituir la dignidad en los pueblos oprimidos de América Latina, pero también me confesaba un antibelicista radical en lo relativo a la juventud norteamericana que repudiaba la guerra de Vietnam. Cuestionaba los valores caducos de la sociedad de consumo —el egoísmo, la hipocresía, la cruel indiferencia ante la miseria ajena—, pero soñaba con ser millonario. Enaltecía a la clase obrera, pero odiaba que esta se meara en las calles. Amaba la naturaleza, el mar y la vida al aire libre, pero me parecía fascinante la parisina rue Saint Denis o cualquier bar de mala muerte en el Soho neoyorkino. Satanizaba a todo aquel que evadiera la realidad, por eludir su responsabilidad política, aunque nada en el mundo me apetecía más que un buen tronchito de marihuana.

—Psst, Armando —cortó Pepita, ahora más cercana y enfática—. Escúchame, tú y yo somos totalmente diferentes, pero tal vez esto sea lo mejor para los dos. Yo ahora lo único que quiero en la vida es ser cada día una mujer mejor y poder ayudar en todo lo que me sea posible a las personas que amo…

¡Burguesa!, pensé yo. (Insulto de época que se usaba para designar a todo aquel que rebajara la humana necesidad de buscar un destino a la chatura moral de quienes tan solo se limitaban a una vida confortable).

—… Y una de esas personas que amo, soy yo misma, ¿me entiendes? Antes de salvar a los demás, debo primero salvarme yo. ¿Qué pensaba Marx acerca de las mujeres que se sienten sexualmente insatisfechas?…

¡La mente es el único y verdadero órgano sexual de nuestra especie!, me dije entonces como un desesperado hijo de Marcuse. ¡Los problemas psicológicos del individuo derivan de un problema político!

—… ¿Por qué estás tan callado?

Evadí el punto dándole un largo beso en la boca.

Y mi gesto evolucionó como era de suponerse: nuevas caricias, nuevos jadeos y una concentración de bestezuela salvaje. Pero a la hora de la verdad se rompió el encanto. Pepita se expresó con paralizante claridad:

—¡Ay! —dijo.

—¿Qué tienes?

—Me duele.

—¿Qué te duele?

—Ahí, pues.

—Explícame qué es lo que estoy haciendo mal.

—¡Me duele cuando lo metes, caray!, ¿no te das cuenta? Ahora ya ni siquiera lubrico —y sacó una latita de vaselina de la mesa de noche.

En el acto me embadurné con aquella grasa y volví a la carga dispuesto a liquidar mi repertorio: besitos, mordiscos tiernos, lengua vibrátil recorriendo impúdicamente los secretos resquicios de su cuerpo. En fin, toda la buena y obscena voluntad del mundo, aunque serían vanos mis esfuerzos. El segundo asalto tampoco culminó en esa media sonrisa adormecida de quienes fatigan las sábanas y obtienen lo que desean, y concluí que la culpa de Pepita era más pesada que un bulldozer.

Sin embargo, no cundió el desaliento. Y es que no solo gruñía ella. También yo acabaría involucrado. Una hora más tarde, sentados en el café Haití de Miraflores, sede y vitrina pública de impenitentes noctámbulos, los dos estábamos hablando en voz baja como tantos conspiradores que planean estrategias secretas. Tienes que dinamitar las murallas de tu libido, relajarte, olvidar, o tal vez lo aconsejable sea hacerlo parados y no echados, o a lo mejor hacerlo diciéndote groserías, frases estimulantes al oído o lo que demonios sea. Aunque nada nos convencía.

Y en eso el tren de mis pensamientos soltó unos de sus vagones:

—Tengo una idea —dije—. Pienso que tu problema tal vez puede ser el escenario.

—¿A qué te refieres?

—A que tú hacías el amor con tu marido en esta cama, ¿no es cierto?

—Sí —torció la boca, molesta—. ¿Y eso qué?

—Bueno, no digo que sea un caso de culpa focalizada, pero ¿por qué no intentamos hacerlo en otro lugar?

Pepita lo pensó exactamente tres segundos y me contestó:

—Hecho.

Y nos fuimos con la música a otra parte. Pero en cuanto a la meditada elección de los lugares en los que convenía hacerlo, mis propuestas desafortunadamente no dieron resultado. Me dejé llevar, primero, por una especie de romanticismo ridículo: fuimos a la playa Conchán a golpe de nueve, levantamos una carpa, echamos un petate sobre la arena y decidimos que debíamos tener por toda iluminación la luz de las estrellas, pero como aquella noche estaba nublada —cosa previsible, pues en Lima cualquiera pronostica niebla trescientas veces al año sin riesgo a equivocarse—, las estrellas brillaban por su ausencia, y en resumidas cuentas no veíamos ni mierda y reinaron la torpeza y los codazos y los golpes repetidos de nuestras cabezas hasta que en una de esas Pepita hecha una furia abandonó la carpa y chilló basta ya idiota, salgamos de aquí, no he venido a esta playa de cholos para morirme de frío ni para que me maltrates.

Mi segunda propuesta fue menos discutible. Esta vez me dejé arrastrar por el cine italiano de los sesenta —Fellini, Pasolini, Risi— y opté por un escenario exótico: El alojamiento Hamburgo, un hotelucho de La Colmena que quedaba al lado de un delirante cabaret de quinta categoría con shows de striptiseras en edad de jubilarse y público masculino de mala catadura. Nos dieron una habitación inmunda. Quizá yo pensara que aquella sordidez, adicionada al inflamante ingrediente del peligro, hacían buena combinación. Ya no lo recuerdo. Pero en todo caso, tras dos intentos que no llegaron a nada, salimos resignados y tranquilos, olvidando el monotema del clímax inalcanzable y charlando sobre la mugre, las curiosidades del entorno, la decadencia del centro, la patética vida prostibularia y lo feo y raro que puede ser el mundo.

La propuesta de ella, en cambio, resultó más razonable.

—Mi abuela tiene una casa enorme en el malecón Balta —me dijo, una casa de los viejos tiempos y que ahora ya no puede manejar, de manera que ha puesto en alquiler toda el ala izquierda, unas seis habitaciones. Ya tiene cinco inquilinos. Nosotros podemos ser los sextos. A mí, por supuesto, no me va a cobrar la renta.

—¿Dónde queda exactamente?

—A cien metros del puente Villena Rey y frente a El Terrazas, el club de tenis. Es una casa que hace esquina y que está un poco vieja, pero no está nada mal.

—¿Y qué harás con tu hijo? No tendremos espacio para llevarlo allí con su nana.

—Descuida —dijo—. Irán una temporada a casa de mis padres.

Así que nos mudamos, fuimos de compras y redecoramos enseguida lo que sería, durante las últimas tres semanas de nuestro accidentado idilio, el nuevo centro de operaciones. (Yo tenía muy presente, me parece, el sentencioso verso del poeta Charles Baudelaire: «Hacer el amor es una operación quirúrgica»).

La referida ala izquierda era un largo pasillo al típico estilo de las casas republicanas, con puertas a uno y otro lado —cada puerta correspondía a un inquilino diferente—, y las habitaciones, amplias y de techos altos, oficiaban de living-comedor y dormitorio. Pero la abuela de Pepita había hecho algunas modificaciones. A cada habitación le agregó una kitchenette y un baño. La que nos tocó a nosotros parecía una de las mejores, pues tenía una enorme ventana que daba, de un lado, a las cuidadas canchas de polvo de ladrillo, que se veían hermosas (iluminadas y rodeadas de vegetación) cuando los tenistas jugaban de noche, y de otro lado, al crucero de dos soledosas y arboladas callecitas del Miraflores de los cuarenta, cuyo estilo arquitectónico invitaba imperceptiblemente a la melancolía o a la reflexión poética.

En aquella habitación leímos juntos el Kama Sutra y llevamos a cabo las posiciones más extrañas que concibieran los alambicados autores de aquel libro. Ella se excitaba mucho, pero no culminaba. Yo culminaba saludablemente, aunque dándome mucha cuerda, lo cual me convirtió en un experto en aguantarme o, si se quiere, en pensar cualquier tema que distrajera mi mente de lo que estaba haciendo. Sea como fuere, en esas semanas, que permanecerían en mi memoria como nuestros días más gratos, ambos nos divertimos mucho. E incluso, diría, que hasta nos enamoramos.

Pepita se mostraba feliz todo el día y cantaba a grito pelado canciones de Janis Joplin.

Yo, entretanto, me pegaba mis buenas escapadas, aludiendo obligaciones laborales y familiares. Aunque todas mi ocupaciones, a decir verdad, consistían en devorar tortillas españolas y cebiches de conchas negras, en la esperanza de obtener una mejor performance. La idea de comer cebiches, en efecto, no venía sola. Humano al fin, tras uno de esos coitos aciagos, me había acometido un ataque de inseguridad. ¿Y si soy yo?, me dije, aterrado. Para salir de dudas, visité a María Lourdes, una antigua amante, hicimos el amor y, con temblorosa ansiedad, la interrogué: «¿Sentiste bien?». Ella repuso: «Sentí riquísimo, mi amor». La alegría y la sinceridad con que lo dijo me devolvieron el alma al cuerpo.

Pero esa secreta confirmación me llevó a una disputa bastante loca con Pepita.

—¿Quién es más débil? —le pregunté—. ¿El hombre o la mujer?

—El hombre es más débil —aseveró Pepita—, porque de él depende casi todo el trabajo. Es decir, una erección no se puede fingir: se la tiene o no se la tiene, y no hay vuelta que darle. Si la tiene, está apto para cumplir, aunque, como sabes, ahí no termina el negocio; si no la tiene, sea cual fuere el motivo de la inhibición, su sentido de la hombría se ve amenazado, ¿entiendes?

—¿Qué tengo que entender?

—¡Por Dios, está claro! La mujer es más fuerte. Ella, en idénticas circunstancias, puede fingir placer.

—No veo por qué eso la haría más fuerte.

—El hombre nunca sabe cuándo la mujer siente, a menos que ella se lo deje saber. ¿Lo entiendes, ahora?

—¡No! —me irrité—. ¡Yo creo que el sudor la pone en evidencia!

—¿El sudor?

—¡Sí, la mujer suda cuando siente placer!

—Es cierto, pero también suda por otras causas: la fricción, el movimiento. ¿Cómo podrías saber qué sudor corresponde a qué?

—Uno sabe.

—¿Sabe qué?

—Sabe. Solamente eso.

—¡Mentira! —se exaltó Pepita—. ¡Los hombres no saben nada!

Su última frase la sentí como una descarga eléctrica. Me invadió una súbita cólera.

—¡Es posible —grité—, pero definitivamente somos más honestos!

—¡Oye, tonto, no te salgas del tema! ¡Estábamos hablando de fortaleza y debilidad! ¡Yo decía que la mujer tiene más ventaja, y que por eso es más fuerte…!

—¡Y cuando yo digo honestidad también hablo de fortaleza y debilidad! —ahora prácticamente vociferaba, agitando los brazos—. ¿No puedes entenderlo? ¡Vamos, maldita sea! ¡En la honestidad está la fuerza, el verdadero poder! ¡A mí me parece más honesto una pinga en reposo que un espasmo compuesto de gemiditos falsos!

—¡Cállate, imbécil! —aulló Pepita, y las lágrimas saltaron a sus ojos.

—¡Carajo, lo que faltaba! ¡Y ahora te pones a llorar!

—¡Cállate!

—¿Por qué me tengo que callar? ¿Por qué callarme justo ahora? ¿Crees que estoy obligado a aceptar tu maldito llanto y el chantaje que representa?

—No hables más, por favor —musitó.

Y callé.

No tenía más remedio: ella era más fuerte. Yo estaba simulando que sus lágrimas no me afectaban, pero de hecho me afectaban. Nuestra discusión, en fin, no solo era bastante loca, sino además sumamente estúpida. Me callé, y ella a su vez se calló y eso de pronto nos permitió oír la protesta de una vecina de la habitación contigua, un ruido persistente, tal vez un zapato golpeando contra la pared.

Dejamos de pelear y pegamos los oídos a la pared, en lugares diferentes, como médicos auscultando la espalda de un paciente. Al cabo tropezamos el uno con el otro y nos echamos a reír. Ni ella ni yo podíamos imaginarnos en ese momento que aquella vecina iba a desempeñar un rol fundamental y definitivo en nuestras vidas.

En realidad, habíamos visto poco a los vecinos. A lo sumo, recordábamos habernos cruzado una o dos veces con un señor muy correcto, con sombrero y periódico bajo el brazo: un amable intercambio de venias, y cada cual siguió su camino. Y luego, una puerta entreabierta, la rápida sonrisa de una mujer en bata. Todo se debía, supongo, a que entrábamos y salíamos a horas atípicas, o quizás al azar. No obstante, teníamos una idea de nuestros vecinos. Gracias a los chismes de la abuela de Pepita sabíamos quién era quién en el ala izquierda. Y sobre nuestra vecina del lado derecho, la que golpeaba la pared medianera con el zapato o lo que tuviera en la mano, estábamos informados de dos hechos: a) Que hacía cuatro días había alquilado la habitación, y b) Que era una mujer robusta, de cincuenta años, que no salía para nada. Alguna buena alma, según refería la abuela de Pepita, le traía viandas y revistas.

Al correr de los días las protestas se agudizaron, pero esta vez propiciadas por la desgañitada voz de Janis Joplin a todo volumen, que era como entonces y siempre se debía oír a la Joplin cantando Cry Baby, nuestra canción emblema. Pepita y yo, alineados en el living, la secundábamos en los estribillos imitando sus arrebatos epilépticos y sus alaridos. Hasta que un domingo por la tarde nos tocaron briosamente la puerta.

Abrimos y nos encontramos con un rostro tenso y una mirada fija, desorbitada:

—Ustedes no me dejan pensar —masculló la mujer.

Sopesamos aquella mirada en un tris, pero serenos y cautelosos. Y paramos la música.

Aparte de robusta, nuestra vecina tenía otras características que le daban un aire imponente. Era alta, quizá un metro setenta y cinco; tenía la cara cuadrada, el mentón enérgico; el pelo corto, lacio, maltratado, teñido de rubio; y, para colmo, una expresión de sufrimiento en los ojos de quien ha quedado atrapada en un callejón sin salida. Esta mujer no la está pasando nada bien, dictaminé yo más tarde. Y Pepita, enfurruñada, se dedicó varios minutos a la grave tarea de pintarse las uñas, aguardó a que estas se secaran, las manos en el aire como un arquero alistándose para un penal que nadie patea, y finalmente guardó los discos de Joplin en sus fundas.

Cuando se hizo de noche, Pepita recuperó su buen talante.

—¿Lo hacemos otra vez? —preguntó.

—Está bien.

—¿Tienes ganas?

—Claro —dije—. Siempre tengo ganas.

—¿De veras te provoca?

—Sí —sonreí.

Ella me miró, suspirando:

—Quiero que sepas algo —dijo—. Yo estoy segura de que voy a ganarle a esta culpa terca. Es solo cuestión de tiempo… Y además, creo que, en el fondo, me gusta que las cosas sean así, me hace sentir tu piel de una manera más intensa, más plena…

Apagué la luz y me metí a la cama, donde Pepita me aguardaba, y reanudamos nuestras caricias azuzados por un bello y confuso sentimiento. ¿Qué éramos ella y yo a esas alturas de nuestros besos? ¿Amigos, amantes? ¿Dos extraños que disfrutaban la intimidad en la penumbra? Difícil decirlo. Lo que sí fue seguro, o al menos yo lo pensé así, es que aquella noche estuvimos más cerca del torbellino de la pasión, de las llamaradas que derriten las voces, del breve y feliz extravío de la conciencia, del río de culebritas que ella anhelaba sentir como un lento relámpago a lo largo de todo su cuerpo, del roce sublime con la locura y la verdad que suscitan los deseos postergados. Los gemidos de Pepita fueron in crescendo, y los míos no se quedaron atrás, y en algún momento, en medio de crispadas sonrisas, la asfixia del amor nos arrastró al ronco resuello, al quejido, al grito.

Pepita gritaba, gritaba…

Pero ella no era la única que gritaba. También se oía otro grito, terrible, desgarrador, que estremecía el pasillo del ala izquierda de la casa de la abuela de Pepita y que en cosa de instantes haría añicos la paz dominguera de las callecitas del entorno y de las temporalmente vacías y oscuras canchas de tenis del club de enfrente. Eran las dos de la madrugada.

—¡Quién grita de esa manera, Dios mío! —exclamó Pepita como si despertara de una pesadilla.

Por la ventana abierta entraba una luz roja de circulina, una luz intermitente que rebotaba en la paredes de nuestra habitación como un mal presagio. Nos levantamos de un salto y corrimos a ver. Afuera, en la calle, esperaba una ambulancia y un chofer ataviado de blanco. Los gritos, como reparamos enseguida, procedían del pasillo, y, tan pronto nos echamos una sábana encima, acudimos a la puerta y abrimos. Allí bullía, otra vez, esa mirada fija. Aunque ahora se trataba de una mirada más oscura, más desesperada. La mirada en medio de un tumulto: inquilinos, extraños, enfermeros. Sujetándola por los brazos, dos hombres jóvenes llevaban a rastras a la vecina, que no cesaba de forcejear, de gritar, de mirarnos con la cara más doliente de la desgracia, una cara de reclamo sin lágrimas, como si nosotros debiéramos prestarle ayuda. ¿Debíamos ayudarla?

—¿Qué es lo que ocurre? —increpó Pepita, angustiada—. ¿Por qué se están llevando a la señora?

De improviso salió la abuela de Pepita de alguna parte.

—Son sus hijos —nos apaciguó—. Ellos se la llevan. La señora no está bien.

En un abrir y cerrar de ojos no la vimos más.

Con una rapidez increíble, a pesar de su tenaz resistencia y sus gritos, la vecina desapareció, y también con la misma rapidez, los murmullos de la gente del pasillo resumieron su infortunio en muy pocas palabras: «El marido se fue con la secretaria, una chica de veinticinco años, y ella abandonó su casa. Sus hijos dicen que no quería comer, que no podía estar sola». Pepita y yo volvimos a nuestra habitación y no hablamos más esa noche.

La mirada de la vecina, de alguna manera, la teníamos pegada al alma. Y no nos dejaría dormir. A eso de las cuatro de la madrugada todavía estábamos despiertos y nos asomamos a mirar por la ventana. Mudos, apoyando los codos en el alféizar, hombro con hombro, observamos unas manchas de aceite en el asfalto donde había estacionado la ambulancia momentos antes de su también rapidísima partida; las calles desiertas, húmedas de rocío; el largo reflejo de luz de los postes del alumbrado público; los árboles, los grillos, las casas dormidas.

Recuerdo con detalle esa noche porque fue la última noche que estuvimos juntos. Por alguna razón yo no fui a verla al día siguiente, ni al otro, ni Pepita por su parte demandaría mi presencia. A la semana de no vernos, me parece, los dos debimos comprender que nos habíamos separado. Y ello, para mí, significó la incertidumbre. Es decir, nunca supe si esa noche, en la cama, arribamos a algo satisfactorio para ella, o si por lo menos estuvimos a punto de alcanzarlo y la cosa se truncó con los gritos de la vecina.

Años más tarde, nueve o diez años más tarde, me crucé con ella en un centro comercial de San Isidro. De aspecto físico estaba más o menos igual, si ignoraba su corte de pelo, que la hacía lucir, por decirlo gentilmente, un tanto aseñorada, y, como siempre, caminaba deprisa, tomando de la mano a dos niñitos —el mayor, de unos nueve o diez años—, que imaginé serían sus hijos. Me hizo un gesto amistoso, desde lejos. Ya me había enterado por excompañeros de estudios que se había casado de nuevo, y que era la exitosa dueña de un importante vivero en La Molina y que exportaba flores a Europa.

Yo una vez encargué que compraran flores en su vivero y se las envié a mi esposa, por su cumpleaños. Me prepararon una preciosa canasta de rosas, de colores tenues, muy elegante.