Historia de la sábana y el vaso de agua[*]

Esta historia, de título tan extraño, aconteció en Hungría, país que me otorgó una beca literaria a mediados de la década de los setenta. Mi amigo Antonio Cisneros, poeta de vasto peregrinaje, había obtenido con anterioridad una beca similar y, a su retorno, me llenó de expectativas sobre las bellezas que podía depararme el planeta magiar.

«Allí viven las mujeres más bonitas del mundo», me dijo. «Y además, Budapest, ciudad de gentes cultas a orillas del Danubio, armoniza con inigualable gracia el vestigio otomano con el esplendor del viejo imperio austro-húngaro».

Lo diré de una vez: llegar a Hungría y quedar perdidamente enamorado de una húngara acabarían siendo la misma cosa. No me tomó ni una semana conocerla. Era una chica universitaria, inteligente y bellísima —genes eslavos y euroasiáticos, lo que arroja una suerte de rubia achinadita encantadora—, que hablaba el castellano con notable fluidez gracias a sus largas estancias en la Argentina y Colombia, países donde su padre había sido embajador.

El Instituto de Cultura Húngaro incluía en la beca un pequeño departamento en lo alto de una colina. Pero a Zsofía, mi chica, no le gustaba. Así que me propuso vivir con ella y me mudé al Castillo de Buda, frente al Danubio, a una de esas solariegas casas turcas con vista al Puente de las Cadenas, que une Buda y Pest.

Hungría, por esos días, estaba detrás de la Cortina de Hierro, y ello explica los términos con que informé a un amigo de Lima sobre mi romance:

«Me he enamorado con muy buena puntería», le escribí. «No tenía idea de que ligaba a una privilegiada del régimen, una aristócrata comunista».

El padre de Zsofía era un prominente miembro de la cúpula gobernante y, en consecuencia, eso suponía lindas casas para sus hijos, viajes y facilidades mil. Una de tales facilidades, ajena a las trabas burocráticas, le chorrearía al joven escritor que era yo —alto, flaco y de jeans deshilachados— tan pronto el fervor de izquierda que me embargaba entonces me instara a formular un pedido a mis anfitriones.

—¡Quiero conocer la campiña húngara! —exclamé—. ¡Quiero ver cómo vive un campesino en su comarca!

Si yo hubiera presentado mi solicitud a secas (es decir, sin aparecerme con Zsofía de la mano), me habrían enviado de un plumazo a una granja modelo montada para visitantes y turistas, con campesinos silbando rapsodias de Liszt y gringuitas con el cabello suelto que hacían felices adiositos mientras conducían un tractor.

—Vas a poder elegir una granja al azar —me dijo Zsofía—. Te darán dinero para que viajes por donde quieras. Pero yo no te voy a acompañar. Tengo exámenes.

Y así, pues, comenzó en firme la maravillosa historia de mi relato.

Con dinero suficiente en el bolsillo e ilusiones de toda laya en la cabeza, solo con mis alforjas, tomé el tren y apoyé la frente sobre el vidrio de la ventanilla viendo pasar uno tras otro los verdes y soleados campos de la campiña húngara.

Verde jade, verde Nilo, verde ensueño, ¡verde, que te quiero verde! Veía la hierba verde de aquella campiña ondulando al viento como un deslumbrante oleaje. Y veía pasar, por aquí y por allá, las casitas de los campesinos. Hasta que, repentinamente, me decidí por una casa de tejas y gruesos muros blancos en medio de un pastizal. Me atrajo la fachada cubierta de páprika, ese pimiento que los magiares secan al sol y que enriquece la cocina húngara. Bajé en la próxima estación y me dirigí en autobús hacia el lugar elegido.

Un campesino maduro, con sombrero y botas altas, me vio llegar desde lejos. En mi húngaro bastante primitivo, lo saludé y le comuniqué mis deseos de que me alquilara una habitación de su casa durante una semana. Le expliqué que era un escritor de América Latina, residente en Budapest, y que tenía gran interés en conocer sus ritos, sus rutinas, su vida cotidiana.

Ya podrán imaginar con qué cara me miraba el campesino. Era un hombre recio y serio, y sabía transmitir su fastidio a través de un impenetrable silencio.

—No pienso interrumpirlos —añadí—. Solo quiero mirar cómo viven, cómo trabajan.

El campesino siguió mudo.

De manera que, jugándome el todo por el todo, recurrí a rastreros argumentos capitalistas: saqué mi billetera. Escogí dos billetes grandes, que hacían una cifra tentadora, y esta vez, en un silencio semejante al suyo, se los ofrecí.

El campesino inclinó la frente con una mueca, tomó los billetes y me invitó a pasar, cerrando con ese gesto nuestro trato. Dispuso para mí una habitación cuyas ventanas permitían ver el lado más amplio del ondulante pastizal de hierba verde y crecida.

No pretendo alargar la historia con detalles, que fueron muchos —cama con dosel, saco de sal expuesto al sol que calentaba el lecho, etcétera— y que yo, como un aplicado estudiante, iba consignando meticulosamente en una libretita. Pero he de señalar que el día en que llegué a esa casa era un domingo al mediodía y, por ser día festivo, la familia vestía sus mejores atuendos, en particular las mujeres de la casa, que habían ido al pueblo.

El campesino, ay, tenía cuatro hijas preciosas y en edad de merecer, entre los dieciocho y los veintidós años. Cuatro muchachas gorditas, aunque con curvas voluptuosas, vestidas con polleras vueludas, boleritos bordados y cofias blancas enmarcando sus frescas y sonrosadas mejillas, y que, con tímidas maneras, se codearon entre sí, sonrientes, tan pronto cometí la ligereza de dar la mano a cada una mirándola de frente.

(Considérese también que yo no era el hombre calvo y barbado que soy ahora, sino un jovenzuelo simpático, casi guapo, y con una generosa melena de león al uso contestatario de aquellos años).

Mis miradas irradiaban simple y llana cortesía, por cierto, pues yo estaba enamorado de mi húngara de Budapest (y uno siempre es fiel cuando está enamorado), pero ello no impidió que me mostrara amable y agradecido ante el hechizo femenino.

A la mañana siguiente, estas chicas tan agradables me dieron una sorpresa.

Me levanté al alba. Salté de la cama con la efervescencia de un adolescente ante el día que empieza y con ansias de llenar las primeras horas de actividades, de apuntes, de contemplaciones, y lo primero que hice, aún en piyama, fue abrir la ventana de mi cuarto, que eran unos sólidos postigos de madera clara, y ahí mismo, ya con las luces del sol que despuntaba, miré el inmenso pastizal radiante y vi a las cuatro muchachas corriendo entre la hierba que les llegaba a las rodillas: corrían llevando una sábana blanca, impecable, que cada una tomaba de una punta, y que, al mantenerla extendida casi a ras de la hierba, iba absorbiendo las gotas de rocío, el rocío joven de la mañana, esas perlas de agua purísima que brotan del aire. Y luego, cuando la sábana quedó húmeda de rocío y yo ya había salido al patio con un abrigo que me puse encima del piyama para observarlas, las chicas me vieron y enseguida exprimieron la sábana sobre una jarra de boca ancha y me sirvieron un vaso rebosante de rocío.

—Te damos un vaso de agua para comenzar el día —me dijo una de ellas, que había sido designada para agasajar al huésped a nombre de la familia. Yo, por supuesto, me hallaba en un auténtico estado de conmoción poética. No cabía en mi piel.

—¡Un vaso de agua, Dios mío! —murmuré en castellano, sin que evidentemente ellas entendieran lo que decía—. ¿Qué cosa más sencilla podría ofrecer una pobre familia campesina para comenzar el día? Un vaso de agua, sí, ¡pero qué vaso de agua!

Con mano temblorosa bebí esa agua tan fresca y limpia, y permanecí con las cuatro chicas mirando la salida del sol, silencioso. No era necesario decir más. Y tampoco sería necesario, ya lo sabía en ese momento, apuntar el hecho en mi libreta.

Lo recordaría siempre. Una sábana, un vaso de agua.