Pánico en la clínica de tartamudos
El hecho es que, en mi familia, los sofás traen pésima suerte. En opinión de Nora, una antigua empleada doméstica, mi abuela materna sentó el precedente al morir de infarto en un canapé y, años después, el mal de ojo reapareció, más vigoroso y sutil, con nuevos desastres: mamá extravió un costoso brillante en la salita de estar —en vano destriparon el mueble—, y mi hermano mayor, confiado practicante del coitus interruptus y víctima de un sofá-cama, se vio obligado a casarse por no salirse a tiempo. Y ahora ha llegado mi turno. Me he sentado unos segundos en el sofá de la sala y, en un tris, mis sonrisas, mis palabras y todos mis actos se han vuelto deplorablemente antipáticos.
Todo empezó dos meses atrás cuando papá nos definió como una familia liberal, aunque con ráfagas de tradición. Una visión fugaz, a su regreso de la oficina, le inspiró esta idea. Al entrar en la casa y detenerse en el vestíbulo se fijó en el libre albedrío de mi hermana Mimi, que en ese preciso momento subía las escaleras —plano contrapicado, en el argot cinematográfico—, alborotada y en faldita de tenis. Una hora después, en un rincón del jardín y hablándome con su más fría expresión, reestructuraba las bases morales de nuestro grupo familiar.
Mimi, desde luego, tenía toda la culpa. «Voy a salir con Javier en la noche», nos había dicho a la hora del desayuno en tono musical y jactancioso. El tal Javier, tablista de mechones rubios y héroe secreto del litoral miraflorino, tenía veintisiete años, doce más que Mimi, diferencia que mereció, según las ráfagas de tradición aún en estado larval, un fuego graneado de críticas que iban desde «Está muy viejo para ti, Mimi» a «¿Qué te puede haber visto ese viejo decrépito?».
Le había visto lo que Mimi, con mucho orgullo, sabía que tenía. De manera que papá, que también lo sabía, aunque en vez de orgullo sentía unos celos de hombre de las cavernas, decidió ponerse asquerosamente abusivo y me nombró su guachimán.
—Te voy a hablar de hombre a hombre —me dijo—. Ese Javier es un pendejo y no quiero que pase nada que tengamos que lamentar, ¿entiendes?… ¡Vigílalos!
A partir de aquel día, donde quiera que Mimi y Javier estuviesen, yo debía ser siempre el que sobraba, el pesado, el convidado de piedra, el chiquillo ladilla. Acepté el difícil encargo. Mi debut aconteció, ya lo dije, en el predestinado sofá de la sala. Y de ahí, de sentada en sentada, pasé a la butaca de cine, al asiento trasero del auto y a muchas otras superficies sentables. Una chamba cumplida con diligencia y, en sus inicios, con gran comprensión.
No sé si ya lo habrán advertido, pero yo me considero, a mis trece años, el intelectual de la familia (leo los diarios, me soplo un libro por semana y hasta hago el geniograma), y entendí entonces que, en los tiempos del sida y de-la-más-grave-crisis-económica-que-vapulea-al-país, nada podía ser menos aconsejable que una vida desordenada. Lo entendí, rechinando los dientes. Y también sonriendo, qué le vamos a hacer, pues el fastidioso encargo de papá, conocedor de las debilidades humanas, tenía como corolario un chorro de propinas capaces de convertir a un libertino en un puritano de la peor especie.
Ponerse comprensivo, sin embargo, no es a veces lo más conveniente. La gente se aprovecha, quiere sacar ventaja, intenta a toda costa voltear la tortilla. Y Mimi y Javier son típicos ejemplos ilustrativos al respecto.
A pesar de mis buenas intenciones, me dispensaron desde el saque un odio feroz. ¿Qué les molestaba tanto de mí? No lo sé. A mí me gustaba salir a dar vueltas en auto. Javier tenía un Mercedes antiguo, de los años setenta, una de esas amplias naves con asientos de cuero verdaderamente cómodos. Lo único incómodo, si se quiere, era el espejo retrovisor, pues ahí de vez en cuando brillaba la mirada asesina de Javier, podrido de saberse chequeado en cada uno de sus movimientos.
Yo, en verdad, no les decía ni palabra. Pero igual no me soportaban. Por tanto, dadas las circunstancias, no me quedaba otra cosa que amoldarme a la situación. Y lo hice con gran estilo. Iba siempre en el auto, callado y sonriendo, o bien serio y afectado, como esos nazis neuróticos de las películas. Claro que no siempre exageraba la nota; buscaba, las más de las veces, una fórmula de transacción. Por ejemplo, pasaba largos ratos comiéndome las calles, contando semáforos o avisos de neón, a fin de darles tiempo para una caricia furtiva y desautorizada. Pero ni siquiera estos detalles generosos tenían buena acogida. Javier mantenía todo el tiempo una tensa cara de mula y Mimi no se dignaba a abrir la boca. Y además ambos eran rigurosamente sordos ante cualquiera de mis comentarios.
No era que yo tuviera muchas ganas de hablar, pero a ratos el alma se me venía al suelo y les decía lo primero que se me ocurría:
—Pucha, no sabía que hubiera tantos baches por esta calle —la reacción de ellos, en tales casos, consistía en poner el radio-casete a todo volumen—. ¡Ni tampoco imaginé tantas ventanas rotas en los edificios! —elevaba la voz, procurando competir con Michael Jackson o quien fuera que resonara en los cuatro parlantes triaxiales—. ¿Cuándo diablos las irán a arreglar? El próximo coche-bomba que estalle no va a tener nada que destruir, ¿no les parece?
Un alud de cubitos de hielo me sepultaba en el asiento trasero. Ni ella ni él se inmutaban. Aunque no siempre era así, pues mi boba y apetecible hermana, en las noches de luna, pretendía de alguna manera mostrarse piadosa.
—¡Estúpido! —me decía.
(Aquellos insultos, hay que decirlo, en el fondo dolían menos que la indiferencia y, sin duda, mucho menos que la tacañería de Javier, que cada vez que nos deteníamos en un snack bar agitaba sus cuadradas mandíbulas de boxeador y se embutía un par de hamburguesas dobles y helados —Mimi, fanática del tenis y las dietas para adelgazar, pedía una ensalada— y a mí se me invitaba, a lo sumo, una chicha de sobre. De todas maneras, oír que Mimi me insultara no era ningún consuelo).
Así, pues, a punta de maltratos, cedí a unas profundas ganas de joder. Digamos que se las ganaron a pulso, y muy tontamente, porque no era algo que yo hubiera alentado en ningún momento. Tranquilamente, si se daba la ocasión y siempre y cuando la cosa no hubiese sido excesiva, yo podía haberme hecho el desentendido. Total, qué me importaban un par de manoseos, unos chapes y unas revolcadas por ahí. Vivimos en los últimos años del segundo milenio, la historia está llena de amoríos escabrosos, y a estas alturas sería un necio y un anormal como papá si me interesara cambiar las cosas.
Pero no me dejaron intentarlo. Me ningunearon desde el principio, me despreciaron, creyeron que me iban a acomplejar y a dominar, y de pronto me crucé todito y les salí al paso. Actuando como un juez de línea empeñoso, con los ojos movedizos y anhelantes de pescar faltas, comencé a reparar en cada uno de sus tímidos avances y ademanes, y hasta me anticipé a estos obstruyendo su realización con ataques de tos, bufidos, silbidos, abucheos e intempestivas carcajadas. En realidad, hacer todo eso me hacía sentir bastante mal, un completo miserable, pero definitivamente ellos se lo habían buscado.
¡Ni qué decir que me odiaron a morir! Y al cabo de unas cinco salidas, ese odio turbio, caliente, gelatinoso, adquirió ribetes de locura. Mi sola aparición en la sala o, lo que era más rutinario, mi adusta instalación en el Mercedes, les producía auténticas náuseas. En consonancia, mi carácter se hizo inflexible: al menor desdén amenazaba con quejarme a papá, lo que equivalía a la suspensión de salidas u otras sanciones. Ellos, entretanto, agonizaban, pues su lánguido romance requería a todas luces un mínimo de contacto físico.
Entonces sucedió lo previsible: se quebraron.
El primero en cambiar fue Javier. Una noche íbamos los tres por la alameda Pardo, apáticos, cansados de dar vueltas, y en eso, sonriendo, se quedó mirándome:
—Eres una rata —dijo—, pero me caes bien. Además, creo que tienes ojos inteligentes, ¿sabes? No pareces un chico de trece años…
—¿De qué edad parezco? —pregunté.
—No lo sé. Pareces un niño, pero hablas como una persona mayor.
—¿Una persona mayor?
—Sí.
—¿Estás seguro?
—Claro —dijo Javier, casi feliz—. ¿Nunca te lo han dicho?
Impávido, con un rictus impenetrable, junté las manos entrelazando los dedos:
—Pánico —dije con voz apagada, con la seriedad de un médico que acaba de diagnosticarle cáncer a un esperanzado paciente—. Pánico en la clínica de tartamudos.
—¿Qué? —titubeó Javier—. ¿Pánico? —y en ese desconcierto reventó el chupo.
Mimi lanzó a todo pulmón un berrido escalofriante, en tanto Javier, con un susto que le dejó por unos segundos la sonrisa congelada, no tuvo mejor reacción que pisar a fondo los frenos de poder del Mercedes. Un golpe seco sacudió el auto por detrás. Se nos había empotrado una camioneta ranchera, conducida por una señora robusta, maquillada, llena de alhajas de fantasía. La señora, que era de baja estatura y tenía ojos saltones y cuello de toro, bajó de su vehículo echando chispas.
Javier no sabía qué hacer primero, si calmar a Mimi, que ahora, dando de gritos como si la desollaran viva, intentaba liquidarme con su cartera, o enfrentar al pequeño y arrugado energúmeno que lo amonestaba frenéticamente por la ventana de su portezuela. Comenzó por Mimi, que se lo agradeció con dos lagrimones. Le dijo que por favor no se preocupara, y ella, para recuperar la calma, se dedicó un buen rato a ordenar casetes de la guantera. Luego, continuó con la señora, cuyo trámite resultó más engorroso. Esta le exigió su número de teléfono, su dirección y un documento personal. Javier accedió en todo —le entregó su carné del club Pacífico Sur—, y se comprometió a pagarle los daños: un faro roto y una abolladura fea en el capó. Después, cuando nos reincorporamos al luminoso río de autos que circulaba por Miraflores, Javier pidió las correspondientes explicaciones. Pidiendo disculpas entre hipos y sollozos por haber perdido los estribos, Mimi se las dio, y le aclaró que lo que yo había dicho no era más que una frase estúpida —corroboré, en efecto, la inocencia de mi comentario—, una tontería inventada por papá hacía muchos años para anunciar que se avecinaba un momento crítico, una ocurrencia sin pies ni cabeza (no existen clínicas para tartamudos), pero que por algún motivo la había sumido en un estado de nervios.
Pronto, no obstante, el accidente quedó atrás, al igual que el propósito frustrado de Javier de buscar un arreglo, y los ardores amatorios de Mimi y Javier entraron en un obligado receso que duró varias semanas.
Un par de buenas razones recomendaban aquel paréntesis. La primera era que comenzaba diciembre, mes de controles en el colegio. Mimi y yo teníamos que ponernos a estudiar con ahínco —ella más que yo, obviamente—, y las visitas de Javier, que solía venir por lo general a eso de las seis de la tarde, se hicieron menos frecuentes. Y la segunda, ya sin Javier de por medio, la tácita carencia de dulzura en nuestro hogar. Vale decir, mi hermana y yo, cada uno en su habitación, nos poníamos a chancar unas horas, y luego salíamos a pelear en las diversas estancias de la casa. Reproducíamos, a mi pesar, los tics de las comedias domésticas americanas, los alardes de ironía, la conducta sobreactuada. Y en eso, Mimi, mimética como su nombre lo indica, era una verdadera estrella de Hollywood: extendió su sordera punitiva al ámbito familiar, se aplicó en devorar sistemáticamente mis yogures y tomó la manía de dar portazos. Aquellos portazos, sí señor, enloquecían de felicidad a papá, que veía (y oía) ahí la prueba palpable de que yo estaba haciendo un buen trabajo.
Cuando hablo de problemas caseros, ya lo habrán notado, me refiero casi en forma exclusiva a papá, Mimi y yo. No cuentan mi hermano Roberto, que no vive con nosotros desde hace un par de años, ni tampoco mamá, consagrada a sus tres boutiques de lencería en el Centro Camino Real. A ellos el asunto de Javier ni les iba ni les venía, aunque mamá, si bien estaba de acuerdo en que Javier era un tanto mayorcito, lo consideraba, por encima de todo, un buen chico: blanco, pulcro y con futuro.
—¿Con futuro?
—¡Sí! —replicó no hace mucho mamá, entornando los ojos—. ¡Tengo la plena certeza!
Lo más probable era que alguna vecina le acabara de chismear que «ese muchacho tan guapo que está visitando a tu hija» era nada menos que hijo de Dámaso Araujo, dueño de una floreciente empresa importadora, en la que el propio Javier, muy apreciado por su talento para el marketing, ocupaba un altísimo cargo.
Nada de esto, en todo caso, modificó en lo sustancial nuestro conflicto. Y pronto volvimos a lo mismo. Claro que, en lo concerniente al entorno y la claustrofóbica mecánica de la vigilancia, las condiciones se tornaron menos asfixiantes. El verano había empezado, los horarios de salida cambiaron, y a Javier, que estaba en su pepinal, el calor, la playa y un espléndido bronceado adquirido en pocos días lo catapultaron, de ola en ola, hacia momentos de gloria y genuina emoción. Y esto era algo que Javier sabía transmitir. A mí, por decir lo menos, consiguió deslumbrarme. Salíamos los tres rumbo a la playa, hacia Punta Rocas, como es lógico a mitad de la mañana, y Javier se metía al mar dos o tres horas con su ceñidísimo wetsuit negro retinto y su multicolor tabla de tres quillas tipo aletas de tiburón.
Yo, por esos días, me sentía mucho más relajado. Aunque podía imaginarme, no sin cierta pena —¡no soy un malvado a tiempo completo, por Dios!—, que a Javier se le complicaba la vida. Después de ejecutar limpiamente sus hazañas náuticas, de revelar al cielo, a las gaviotas y a los lenguados de la zona, y a nosotros de paso, todo su coraje y destreza para remontar las olas más grandes de la racha, solía emerger chorreante de brillos en la orilla, agitando el pelo con alegría, ostentando una amplia sonrisa de íntima satisfacción, feliz de recostarse en la playa y contemplar a Mimi en todo su esplendor —no importaba que la chica fuera ligeramente bizca, pues ese defecto, por el contrario, incrementaba su sensualidad—; contemplarla, en suma, y desearla y untarle bloqueador 15, y luego imaginar quizás el sabor de la sal marina adherida a sus labios mientras constataba, maravillado, que el breve bikini color turquesa de Mimi era una talla menos de la que necesitaba, de manera que la apretaba justamente por donde él hacía más de dos meses debía soñar con apretarla.
Trance difícil que Javier conseguía sobrellevar bastante bien, pero que, al mezclarse en esos largos y calurosos días con las sucesivas trampas que mi hermanita ideaba para hacerme cambiar de actitud, me instó a conservar mi distancia.
—¿Te parece lógico lo que quiere tu papá? —me preguntó una amiga de Mimi en una ocasión que pasamos el día en la playa El Silencio; era una chica bastante atractiva, con un fabuloso cabello negro, crespo y esponjoso, que contrastaba con unos bellos ojos verdes tipo aguas del Caribe—. Su visión de las cosas es más que anticuada: es idiota.
—Puede ser —repuse—. Pero es más idiota no entender sus temores. Él conoce bien a Mimi y sabe lo impulsiva que es. En otras palabras, no quiere ver a Mimi embarazada e impedida de ir a la universidad, tampoco quiere un aborto, y mucho menos la quiere ver casada de cualquier manera.
Por ratos, mientras charlábamos, a la amiga de Mimi se le daba por hablarme en secreto. Se reía mucho, abrazándome como una tía cariñosa y calentándome el oído con su aliento. Esto era algo muy raro, y aunque me encantaba, por supuesto, lo seguía viendo raro, lindante con lo rarísimo, y no tardaría en ponerme los pelos de punta. La chica, ataviada con uno de esos pañuelos de tela traslúcida que se anudan a la cintura para ocultar provocativamente la trusa del bikini, me miraba con los ojos adormecidos como si estuviera loca por mí. Y ello fue el anuncio de nuevas rarezas que ya estaban en camino.
Mi condición de galán irresistible, para empezar, me hizo acreedor a toda suerte de retos. Un fin de semana en que otra amiga de Mimi (esta vez era una diosa vikinga, con cuerpo de sirena) la invitó a dormir a Punta Hermosa —sería mejor decir, nos invitó, pues mi padre solo dio su permiso si yo era de la partida— varió la fórmula. La Vikinga tenía la casa para ella sola. Su familia había emprendido un viaje de dos meses, un crucero por las islas del Mar Egeo, lo cual la dejaba en la más absoluta libertad, y ella, naturalmente, la usufructuaba, haciendo y deshaciendo en su casa como le venía en gana.
Más claro: reclutaron a la Vikinga y, con fina malicia, me la pusieron en vitrina. Se me zambulló, pues, en las aguas del erotismo. Desde luego, no se trataba de aguas profundas. Como en los preámbulos soft de «La serie rosa», la cosa se reducía a una que otra escenita incitante: la amiga de Mimi paseaba como Afrodita rediviva por la casa de playa en una tanga hilo dental, o bien batía el récord mundial en descuidos al salir de la ducha. Eran una suerte de lecciones en vivo de anatomía femenina, con insinuaciones y gracias del más fino glamour, que se dictaban de la noche a la mañana. El plan consistía en hacerme sentir en carne propia la angustia de los deseos insatisfechos.
No pisé el palito, pero indudablemente me quedaron los nervios hechos tiras. Javier, que se había dado cuenta de los efectos catastróficos que la Vikinga producía en mí, me sugirió que me metiera por la noche en su cuarto. ¿Estaba loco? ¿Acaso la Vikinga me recibiría? Yo todavía no lo he hecho nunca, pero pienso que ya estoy apto para el negocio. ¿Pero cómo creerle a Javier? ¿Sería sincero? ¿O solo buscaba un modo de distraerme mientras él se metía en el cuarto de Mimi?… ¿Y si todos estaban en combinación? ¿Y si la Vikinga, que era la sensualidad andando, se dejaba tocar y besar solo para ayudar a Mimi y Javier? ¿Qué haría entonces? ¿Me dejaría besarle las tetas? Me conformaba con besarle una sola, la teta derecha, no quería fastidiarla. ¿Pero sería posible semejante locura? ¿Y no sería esto, a fin de cuentas, un magnífico trato?
—Pánico —musité otra vez—. Pánico en la clínica de tartamudos.
A decir verdad, me moría de miedo. Y no me atreví a hacer nada —las piernas me pesaban como plomo cada vez que avanzaba hacia el pasillo—, y ellos, en consecuencia, tampoco pudieron hacer nada.
Me pasé la noche en vela, pensando que Javier intentaría una escaramuza nocturna, y desarrollé una paranoia que impidió incluso que bebiera las diversas aguas o gaseosas que varias veces me fueron ofrecidas. Temía que les hubieran echado alguna pepa para dormirme.
Y pasados unos días, en otro fin de semana playero, en que de nuevo nos invitó la blonda amiga de Mimi (cuyo nombre, Erika, le iba como anillo al dedo, aunque yo prefería llamarla la Vikinga), agregaron una nueva rareza, que en el fondo no lo era tanto, pues no pasaba de ser un soborno, y lo único que tenía de raro —y también de infantil— estaba en la forma en que se llevaba a cabo. En un mismo día, como en el juego del chicote quemado, encontré cuatro billetes de cinco dólares en los sitios más extravagantes: en el vasito de mi cepillo de dientes, dentro de una de mis zapatillas, en el bolsillo secreto de mi ropa de baño y como marcador de página del libro que estaba leyendo. Veinte dólares en total, que bien me hubieran servido para comprar los últimos disquetes de juegos para mi PC, mi deseo más acariciado, pero que lamentablemente no pude aceptar debido a uno de esos odiosos e insalvables obstáculos que la dignidad personal antepone a las bajas pasiones.
De manera que, haciendo una bola con los billetes y arrojándolos al suelo, hice mi entrada triunfal en la terraza que daba a la plaza. Mimi y Javier, que tomaban una limonada mirando las olas —era uno de esos días en que el mar estaba bastante picado—, se sorprendieron al ver los billetes arrugados a sus pies.
—No —les dije—. No atraco.
Mimi se hizo la que no comprendía. Javier, en cambio, no se pudo reprimir. Algo le cambió de pronto en el rostro. Una crispación dramática en la comisura de los labios, y a su vez en la curtida piel alrededor de sus ojos, donde ya se adivinaban unas incipientes patitas de gallo.
Era cerca del mediodía, y el sol estaba pegando a la bruta. Y la braveza del mar —al día siguiente, en los diarios, se diría que el maretazo que azotó las costas peruanas tenía su origen en una remota tempestad polinésica— hacía crecer y crecer las olas, espantando a los bañistas y hasta a algunos tablistas duchos que batallaban con rostros de zozobra y desesperación en la turbulencia de las resacas. No era nada fácil salir, ni remar con la tabla, y mucho menos correr aquellos olones. Sin embargo, un kilómetro mar adentro, cuatro tablistas se deslizaban magistralmente en sus tablas, asombrando a un público a cada minuto más numeroso en las terrazas de las casas frente al mar. Alguna gente los miraba con binoculares. Y así, en medio de ese espectáculo, Javier me tomó fuertemente de un brazo y me trasladó a toda prisa hacia un lado de la terraza.
—¡Quiero que me escuches con claridad! —me espetó—. ¡Yo quiero a tu hermana, la quiero de veras, y tú me vas a dejar que yo se lo demuestre! —y me zarandeó de lo lindo—. Necesito estar con ella, ¿me oyes, enano agrandado?
Quedé pasmado. Y no pude responderle —no me dio tiempo, en realidad—, no solo porque permaneciera unos instantes aturdido y tembloroso, sino porque Javier optó por coronar su arrebato cogiendo su wetsuit, que se secaba en el murito de la terraza, y de inmediato aferró su tabla bajo el brazo y se encaminó hacia el mar. El labio inferior se me cayó a los pies. ¿Qué se proponía Javier? ¿Pensaba meterse? No, pensé. Es puro show. Nadie puede estar tan loco. Y no dije nada. Mimi se había sentado en el muro y miraba en silencio a Javier, ahora a cincuenta metros, de rodillas en la arena húmeda y con el wetsuit a medio poner, encerando su tabla. A prudente distancia y mirándola de reojo, yo también me senté en el muro… ¿Realmente pensaba meterse? Ver a Javier en ese plan, alistando su tabla, comenzó a inquietarme.
Entonces llegó la Vikinga. Venía del mercado, liviana en su fresca inconsciencia, riendo, haciendo fintas y balanceando una redecilla de mandarinas, y se mostró muy impresionada no bien pisó la terraza.
—¡Chucha! —exclamó—. ¡Parece Semana Santa! ¡Nunca se pone tan grande en esta época! —y lentamente se detuvo ante el muro, junto a Mimi.
Se sentía un aire enrarecido. Al chillido de las bandadas de gaviotas se sumaba el estruendo del oleaje, que retumbaba en los oídos, y también la lejana histeria de varias personas, amigas o parientes de otras que aún no salían del mar. Muchos se arremolinaban en la curva de la ensenada. Preferían ese lugar, menos expuesto, pues la franja de arena de la playa se había achicado.
—Calculo que son olas de cuatro o cinco metros —acoté.
—Sí —dijo la Vikinga—, deben ser de cinco.
Una niña de trenzas pasó vociferando por la playa:
—¡Manuel se ahoga! ¡Manuel se ahoga! —y siguiendo los pasos de la niña vimos, durante unos minutos, que un chico era rescatado, tendido en la arena y auxiliado con respiración boca a boca.
—¿Y ese que está a la derecha? —abruptamente la voz de la Vikinga sonó con un matiz de atropello—. ¿No es Javier? ¿Qué es lo que pretende?
Ya había terminado de encerar la tabla y observaba el mar detenidamente. ¿Estudiaba las rachas? Ni de a vainas, me negué a creer. Este cojudo se sigue haciendo. Nadie en el universo, excepto Mimi, con quien compartía algunas taras de origen familiar, debía estar de acuerdo conmigo.
De pie en la orilla, con el agua que le mojaba los pies, Javier se volvió el foco de atención. Encarnaba la imagen de un figurín de publicidad surfer: el cuerpo erguido, la fina tabla de colores fosforescentes, el impecable wetsuit cruzado de cierres relámpagos. Un ser irreal, fulgurante. Hasta que torció el cuello y miró hacia la casa un par de segundos. Yo sentí que me miraba a mí.
La Vikinga aprovechó la ocasión para indicarle con señas que regresara.
—¿Qué le pasa? —se irritó, como tocada por un vago presentimiento—. ¡Mimi, dile que venga!
Con sus negros anteojos de sol, Mimi exhibía su clásica pose de estatua. Pero enseguida reaccionó:
—Está bromeando —dijo sonriendo, y estiró el cuello dando de voces—: ¡Javier! ¡Javier!
La Vikinga la secundó con el mismo risueño entusiasmo:
—¡Javier! ¡Javier, no te hagas el bacán!
Pero Javier ya no oía.
Una montaña de agua botó en ese momento a un tablista que varó en la orilla dando volantines en un remolino de espuma. Conmocionado, con la respiración agitada, el muchacho comenzó a salir. Se le había roto la tabla en dos, y arrastraba una de las partes que pendía de la cuerda atada a uno de sus tobillos. Una sombra de humillación se reflejaba en su cara, como si el mar lo hubiera escupido.
Javier se cruzó con el muchacho. Hablaron algo, y el muchacho apuntó con una mano a la derecha, como advirtiéndole del peligro de una corriente. Luego se despidieron, y a partir de ese instante mis problemas se agudizaron. Javier se echó sobre su tabla, dispuesto a remar mar adentro, consiguiendo en el acto que el hasta entonces divertido bullicio de Mimi y la Vikinga se trocara en desaforados gritos de alarma seguidos de aspavientos. De inmediato unos vecinos, tragos en mano, se pasaron a nuestra terraza. Mimi, entrecortada, explicó que era su enamorado. Y todos se concentraron de nuevo en el mar. ¿Por qué se arriesgaba tanto?, preguntaban. Javier continuaba internándose. Me harté de quedarme ahí —sentía, creo, la mirada de Mimi como un látigo— y bajé corriendo hasta la orilla.
En cosa de minutos, Javier se dejó llevar por la resaca, atravesó la rompiente y se confundió con otros tablistas que estaban al fondo. Todos se ubicaban tan lejos que apenas se los divisaba, a unos treinta metros de la punta de la isla, meciéndose en los tumbos. Ahí estaba el point. Las olas, que eran de largo recorrido, nacían un tanto chorreadas, crecían con fuerza y a veces reventaban por los dos lados.
Estuve unos treinta minutos más o menos mirando esos diminutos puntos que se encaramaban en las olas. Y luego, al volverme hacia la playa, el paisaje había cambiado por completo. Ya no se veían bañistas morados, ni escenas de primeros auxilios en la orilla, y, cosa extraña, el clima de preocupación se había desvanecido. Habían desaparecido los grupitos de histéricos y la playa estaba desierta. Muchos de ellos debían haber pensado Esos chicos siguen en el mar porque saben lo que hacen. Como si fueran tritones, deidades marinas, encargadas de amansar las procelosas aguas de estos lares. Caminando por la playa noté que también la gente en las terrazas, descontada la casa de la Vikinga, se encontraba muy tranquila.
Ante una de esas terrazas, donde había una especie de jolgorio, me detuve y vi a varios muchachos pegadazos a sus binoculares. No conocía a nadie, pero igual los saludé: «¡Hola, qué tal!». Me ignoraron. Sin amilanarme, cambié de objetivo: un tío gordo, bastante mayor, con bermudas y camisa hawaiana. Se hallaba en el otro extremo de la terraza, medio encorvado y con un ojo cerrado, observando a los tablistas a través de un catalejo asentado en un trípode. Me aproximé y no vacilé en pedirle que me permitiera echar una mirada.
El tío me observó, como quien despierta y contempla a un marciano, pero enseguida enarcó las cejas y asintió con una hospitalaria sonrisa:
—Sube —me dijo.
De un salto trepé a la terraza y casi al instante me cuadré ante el catalejo. Era un bello cilindro esmaltado en blanco, adornado con cromos que centelleaban a la luz del sol.
—Más a la izquierda —me aleccionó el tío—. Así, así —me corrigió la dirección del lente—. Y en este costado tienes una ruedita para graduar la visión.
No sé cómo decirlo. Yo había mirado antes por uno de esos trastos, pero nunca había experimentado tal cúmulo de emociones como aquella vez. El catalejo me puso a los tablistas a unos diez metros de distancia. Los veía subiendo y bajando en los tumbos; los veía esperar, sentados a horcajadas sobre sus tablas; los veía hacerse señas; los veía reír cuando alguien, a mitad de un roler, perdía pie y caía desde la cresta; los veía tensos, remando a toda prisa, antes de atreverse con la más grande de la racha… Y en una de esas vi a Javier.
—¡Ahí está! —aullé, retrocediendo un paso—. ¡Pucha, ahí está!
—¿Quién está? —preguntó el tío, intrigado—. ¿Qué color de tabla?
El tío ya se había agenciado unos potentes binoculares. Y no era de ninguno de los muchachos, pues con una rápida mirada lateral vi que cada uno de ellos, detrás de sus binoculares, seguía en lo mismo. En esta casa, pensé, o son enfermos de los largavistas o alguien es dueño de una tienda que los vende.
—Verde y amarillo —respondí—. ¿Lo ve?
—No.
—Es el segundo contando por la derecha.
—¿El segundo?… No lo veo… Está empezando a nublarse —el tío retiró los ojos de sus binoculares y oteó el horizonte—. Hay una bruma que viene del mar hacia la playa.
—¡Mire! —lo interrumpí—. ¡Es el que está haciendo el quiebro! —con el rabillo del ojo advertí que el tío se volvía a entornillar—. ¿Lo ve ahora?
—¿Izquierda o derecha?
—Derecha.
—No… ¡Ey, espera, ya lo veo! ¡Y ahorita se acaba de zambullir!
—¡Sí! —dije lleno de alegría—. ¡Es Javier!
—¡Wow, qué espuma! Parece que agarró una grande. ¿Es tu hermano?
—No, no —me confundí, embrollándome—. Es el… es solo un amigo.
Rebosando simpatía, y girando con gran elegancia, una señora de tacones altos apareció entre nosotros con una bandeja de bebidas, tragos y papitas ligth.
—¡Papá, míralo a Pacho! —tronó un muchacho desde el otro lado de la terraza—. ¡Está haciendo un roler!
—¿Tabla azul y roja? —interrogué precipitadamente al tío.
—Sí, azul y roja, ¿pero dónde está?… ¡Carajo, está ahí! ¡En mis narices! ¡Ahí está el maldito! —el tío estaba excitado como un rinoceronte en celo—. Es mi hijo Pacho, ¿lo conoces?
—No —sonreí.
Tras un asomo de extrañeza, el tío ratificó su espíritu hospitalario dándome ahora una palmadita. Y en el acto nos entornillamos de nuevo. Pendientes del más ínfimo detalle de los tablistas, con el corazón en la mano, oscilábamos entre una actitud absorta, hipnótica, y unas culebritas que nos hacían tremolar en los picos de exaltación.
—¡Mira eso, muchacho! —se apasionaba el tío—. Eso es un verdadero late-drop. ¡Míralo, míralo!
O también, como quien descubre una perla en una concha, entraba en éxtasis:
—¡Dios mío, un tubo! ¡Y Pacho está entrando en el tubo! —en tales ocasiones, el tío hacía una pausa para dar una breve disertación—. Que en esta playa haya tubos es algo sumamente raro —explicaba—. Para eso tienes que irte a La Herradura o a las playas del norte —y en cuanto a Javier, a quien pudo apreciar en media docena de olas, opinó—: Abusa un poco del estilo radical, pero de todas maneras me parece uno de los mejores.
Fueron casi veinte minutos grandiosos.
Después, todo se estropeó. Bastó menos de media hora para que se cumpliera el indeseable pronóstico del tío. Se tapó el sol, comenzó a enfriar —los muchachos de la terraza, que estaban en ropa de baño, se pusieron toallas sobre los hombros— y se hizo mucho más densa la niebla.
En determinado momento veíamos con las justas la punta de la isla, y luego ni siquiera se distinguía la forma de las olas. No ocurría lo mismo con los tablistas. A ellos se los veía gracias a sus tablas de colores y sus wetsuits negros, y aunque a ratos se perdían, no tardaban en aparecer flotando en medio de una nube de niebla como comparsas de un ballet mágico. Era una situación extraña, pues los tablistas no parecían estar fastidiados. Continuaban agarrando las olas, incansables.
—Ya se va haciendo hora de que salgan —comentó el tío.
—Sí —contesté—. Ahora es cada vez más difícil verlos. Pero por allá la cosa debe ser diferente. Ellos verán mejor, ¿no?
—Puede ser, pero preferiría que ya salieran.
Silenciosa, inquieta, toda la gente de la casa se fue acercando a mirar el horizonte. Un mismo gesto de preocupación uniformaba también al resto de las terrazas. Se habían apagado los gritos, se desinflaba la alegría. Y de unas terrazas de la izquierda llegaron tres vecinos, con las caras abotagadas por el whisky, ansiosos de hablar con el tío.
—¿Está Pacho adentro? —indagaron.
—Sí.
—También están Miguelito y el hijo de los Vidaurre, que se queda a dormir en casa. ¡Son unos locos estos muchachos!
El tío meneaba la cabeza:
—Deben estar poniéndose de acuerdo para preparar la salida. Ellos saben controlarse. Hay que mantener la calma.
—Yo tengo el número telefónico de los salvavidas —dijo el vecino más atribulado—. Podrían enviarnos un helicóptero.
—¿Es tan grave? —gimió la señora de tacones altos.
Uno de sus hijos, que la escoltaba, le pasó un brazo por los hombros.
—¿Qué les pasa, por Dios? —se enfadó el tío—. Esos chicos son muy buenos y en cualquier momento van a salir.
—Claro —concordó alguien.
Pero no salían. Y cada minuto que pasaba nos parecía una eternidad. Mientras tanto, yo estaba como clavado, a la caza de tablistas en la niebla.
—¿Viste a alguien? —se interponía el tío a cortos intervalos.
Desde que arribaran las visitas, con quienes debía conversar, él no podía mirar por los binoculares.
—Están todos completos —decía yo.
Los otros hijos del tío, que tampoco se desprendían de sus binoculares, estaban mudos. Sabían que mentía para suavizar la incertidumbre, pues ya la bruma era como de toneladas de algodón sucio. Aunque en cierto momento en que se despejara una masa de bruma, me di con que decía la verdad y nada más que la verdad:
—¡Caray, son unas fieras! —prorrumpí.
Desde la cumbre de un tumbo empinado, Javier se lanzaba en una veloz diagonal por la cara de la ola, deslizándose con los brazos abiertos y alejándose de la rompiente que se extendía, como si fuera a envolverlo, a medida que la ola avanzaba. Solo fueron unos instantes, un atisbo nítido y extraordinario, pues pronto la niebla volvió a cubrirlo todo.
—¡Esto pasa por estimular tanto a los chicos con estas tonterías! —le reprochaba al tío la señora de tacones altos.
Esperamos con el alma en un hilo otros largos, larguísimos minutos.
Y lo más electrizante, en ese lapso, fue el fragor de las olas y el vertiginoso salto de la espuma cuando esta se estrelló violentamente contra unos arrecifes. Ahí, en esos momentos, se podía ver, como si estuviéramos en el cine, las imágenes de los pensamientos en las caras de todos. Cuerdas rotas, tablistas a merced de las corrientes, bocas tragando agua…
¡Aguanten!, gritó entonces una voz dentro de mi cabeza. ¡Aguanten! ¡Tienen que aguantar, solamente aguantar! ¡Este es todo el secreto: aguantar, y no perder el control! ¡Habla el telépata desamparado! ¿Me copian, tablistas invisibles?… ¿Cuánto tiempo oí esa voz? ¿Cuánto tiempo imaginé que todos se agrupaban y decidían salir juntos en la misma ola?
Lo único que recuerdo es que un creciente barullo de voces y pasos en la terraza me sacó del catalejo e hizo que me volviera, todavía incrédulo, en dirección a una playita segura que quedaba en el extremo norte de la ensenada.
—¡Por allá! —señaló alguien—. ¡Por allá!
Riéndose entre ellos, caminando en calma, los tablistas emergían del mar de los sargazos. Y todos los veían, todos los contaban —¡están completos!—, todos los reconocían a través de sus lágrimas, lanzando hurras y gritos jubilosos, corriendo hacia la orilla para tocarlos y abrazarlos y acompañarlos del brazo hasta sus respectivas casas. Retomé el catalejo y los miré. Pacho cargaba la tabla encima de su cabeza y Javier, como de costumbre, sacudía de un lado a otro su cabello empapado rociando gotitas a su alrededor. Y entonces —rapto de excitación contenida— caí en un marasmo. Me acometió el deseo de saltar de la terraza a la arena y echar a correr, como todo el mundo, para abrazar a Javier y felicitarlo. Pero no me moví un centímetro.
¿Me sentí derrotado? ¿Me sentí un tonto? ¿Sentí que la especie humana era tonta cuando se entregaba a admirar las acciones temerarias? Admití ser, en todo caso, un grandísimo tonto feliz (agradecido a la vida por depararme el privilegio de vivir aquel momento), como lo eran el tío tontísimo de la camisa hawaiana, y sus hijos, y su mujer, y el resto de los vecinos, y también la Vikinga, revoloteando en la orilla, y una apacible Mimi, que ahora se colgaba del cuello de Javier y lo besaba lentamente, suavemente, intensamente.
Aparté la mirada del catalejo y me di cuenta de que estaba solo en la terraza. Y desaparecí. Enrumbé hacia Kontiki, una playa vecina, donde sabía que pasaban sus vacaciones unas amigas del colegio, a quienes decidí visitar. Irme por unas horas, me dije, va a ser la mejor manera de felicitar a Javier.
Estuve cinco horas en Kontiki, paseando, jugando a las cartas y, sobre todo, conversando con Mónica, una chica de segundo año. Y no pensé demasiado en papá ni en Mimi ni en el ya mitológico Javier. Ciertamente, en algún momento consideré algunas cuestiones elementales. Que papá, por ejemplo, podría llegar a enterarse de mi conducta, por lo cual declararía mi flamante adolescencia en bancarrota. Pero, de hecho, yo no pensaba decírselo, ni me resultó difícil deducir que tampoco Mimi fuera de ese temperamento. ¿Qué podíamos decirle a papá? ¿Que unas olas descomunales habían logrado disuadirme? Esa era fundamentalmente la verdad, aunque también contribuyera, para afianzarme en mi decisión, el inesperado inicio de una vida propia. Y Mónica, complemento caído del cielo, era el barro de esa nueva vida. Mi encuentro con ella había resultado algo más que una sorpresa. Para ser exactos, quedé absolutamente fascinado con su modo de reír y de hacerme trampas en las cartas y de burlarse de mí —«¿así que te crees el genio de la computación?»— con sus coquetos desplantes y sus poses de gimnasta aeróbica, que le daban una dimensión muy diferente a la que presentaba en el colegio.
Dos horas estuvimos echados como lagartos bajo el sol calcinante que volvió a salir por la tarde de ese día.
Su bikini, sus pecas diminutas en el nacimiento de los senos, su fragante olor natural, todo me daba la impresión de que Mónica era alguien que acababa de conocer. Como si no la hubiera visto jamás.
Asegurándole que volvería a verla, me despedí cuando se hacía de noche. Y en el camino de regreso fui redescubriendo, con una agradable sensación de bienestar, los bellos contornos de la playa, que acertadamente alguien había bautizado Punta Hermosa. El lugar se merecía de veras el presumido nombrecito. La arena gruesa, la espuma blanca como la crema de leche, el cielo con desgarrones celestes, dorados y rojizos, los acantilados de roca desnuda cayendo a pique en el mar, todo, en fin, se hallaba dispuesto en perfecta armonía. Advertí que las aguas, de un tono verde oscuro, estaban ahora más tranquilas. Y que el movimiento en las terrazas —una tras otra las luces de las casas comenzaban a encenderse— había disminuido.
La casa donde nos hospedábamos era una de las pocas que aún se veían en la penumbra. Pero la terraza se iluminó antes de que yo llegara. Y ahí, al cabo de unos minutos, encontré a la Vikinga, esta vez en recatados shorts y polo, hundida en los mullidos cojines de una butaca de mimbre. Leía con sumo interés una revista. Tosí para hacer notable mi presencia. La Vikinga, que usaba unos anteojos de leer sin aro, levantó una mirada sorprendida.
—Hola —dije.
—Hola —cantó.
No podía hallarse de mejor humor. Y lucía, como siempre, despampanante, con su largo cabello rubio, sus diáfanos ojos azules. Me detuve a su lado y unos segundos después vi que también se encendía una luz en el interior de la casa.
—¿Es Mimi? —pregunté.
—Sí, están adentro —la Vikinga me dirigió una vivaz miradita que me lo decía todo—. ¿Y tú dónde has estado?
—En Kontiki. Fui a ver a unas amigas.
—¡Vaya! —exclamó ella, dando un brinco para incorporarse de su asiento—. Parece que te estás haciendo un hombrecito —y revolviéndome el cabello con una mano, agregó—: Ya verás que dentro de poco las chicas van a perseguirte.
Una risa lejana se coló entre nosotros. Era la risa de Mimi, medio ahogada, pegajosa, tan familiar, semejante a la risa que tenía de niña cuando jugábamos al cucurucho. Esa risa, creo, me tomó desprevenido. ¿No la había estado oyendo hace un rato? ¿No se parecía notablemente a la risa de Mónica?
—¿Tienes hambre? —indagó la Vikinga.
Dudé un segundo antes de contestar:
—Sí.
—¿Qué quieres comer?
—No sé.
—Bueno, vamos a ver qué te provoca —sonrió.
Tomándome de la mano, jalándome cálidamente, me condujo hacia la cocina todavía a oscuras y, con la actitud de quien hace una travesura, se detuvo ante el refrigerador. Al abrirlo, un suave resplandor nos bañó a ambos de pies a cabeza.
—Veamos —cantó otra vez, agachándose—. Hay palmitos, quesos, apio, aceitunas, champiñones, tomates y todo tipo de verduras. Y acabo de leer una receta de sueño para hacer una ensalada, ¿no es maravilloso?