Una pasión del espíritu
La primera vez que lo hizo estábamos en un bar del centro de Miraflores, entre Berlín y Diagonal, una esquina borrachosa y tumultuosamente de moda por aquellos días.
Acodados en la barra, de pie, frente a dos vasos de vodka tonic, Ernesto y yo, con las cabezas levantadas, mirábamos —o al menos, eso creía yo— un videoclip en un aparato de TV que colgaba del techo. Yo odiaba esos ruidosos aparatos de TV. Si bien tenían por objetivo proporcionar un cierto alivio social (amenizarle la vida a los solitarios), eran un fastidio para el resto de parroquianos (los que veníamos acompañados), a quienes se condenaba a la más tediosa incomunicación. Y de pronto noté, confundido, avergonzado, algo que olía a problemas.
La sonrisa de Ernesto corroboraba mi buen olfato.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté con un hilo de voz.
—Meo —dijo Ernesto, el rostro elevado hacia la luminosa pantalla del televisor y los ojos entrecerrados.
Quien pasara a su lado podía pensar que se trataba del clásico trance de un tío nostálgico que oía el rocanrol de sus buenos tiempos. Pero no era así. Su sonrisa, o sería mejor decir su gesto de arrobamiento, se debía a que sencillamente estaba orinando, muy suelto de huesos, en medio de un bar que reventaba de gente, razón por la cual nadie reparó que con una disimulada mano sostenía el miembro que regaba el suelo del local, y con la otra, como muchos parroquianos, tamborileaba sobre el tablero de la barra llevando el ritmo de la música.
—Ya lo sé —repuse. Y temiendo ponerlo en evidencia, le hablé al oído—. Lo que quiero saber es por qué no vas al baño.
—¡Ni de vainas! —dijo Ernesto—. ¡No sería lo mismo!
Al principio interpreté aquella increíble conducta como una bravata de borracho. Naturalmente, tenía mis razones. La leyenda en torno a Ernesto, un sujeto fornido y al borde de la cincuentena, decía que era un viejo cabrón y buscapleitos que dedicaba sus ratos de ocio a limpiar de imbéciles el planeta. Una cicatriz en la frente, hecha con el fondo de una botella, daba cuenta de la ferocidad de sus peleas. Sin embargo, tenía al mismo tiempo fama de simpático. Era, si se quiere, alguien agradable y sincero, con el carisma bien conservado, pero que abrigaba malas pulgas y un vigoroso ánimo de provocador nato.
—¿Qué quieres decir con que no sería lo mismo?
—En un baño se cumple una mera función fisiológica. Y mi meada no tiene que ver con eso.
—¿No tiene que ver con eso?
—¡Claro que no! —Ernesto se subió el cierre relámpago de la bragueta—. Esta meada es de orden espiritual, pues pretende rendir un homenaje a este magnífico bar, ¿me entiendes? ¡Este bar me gusta! ¡Me siento bien aquí, y es por eso que lo he meado! ¡Así será mío para siempre!
—Cada año que pasa te pones más raro, Ernesto.
Mi amigo bebió un sorbo de su trago:
—Reconozco que me he vuelto un poco raro, pero como andan los tiempos no me veo mucho más raro que otros tipos.
—Yo te veo rarísimo, y además… no eres consciente de que tu verdadera intención es armar líos.
—¿Líos? —se extrañó mi amigo—. ¡De dónde sacas eso! Ya estoy muy viejo para faltarles el respeto a estos muchachones —y echó una mirada de cervatillo indefenso a su alrededor.
Con esos argumentos no me iba a convencer. Yo había sido testigo en París, apenas unos meses atrás, de cómo había puesto fuera de combate a tres árabes de su misma contextura. Ernesto estaba viejo, pero se mantenía en forma y era un tipo duro de pelar.
—Mira, mejor nos vamos. Estamos ubicados… tú sabes… en un lugar muy comprometido.
—Tienes razón —dijo, y acto seguido se desplazó un corto tramo hacia la izquierda en la misma barra.
En ese momento se desocuparon dos bancos. Él ocupó uno de ellos de inmediato; yo lo seguí, meneando la cabeza, y me paré frente al otro. Ambos nos trasladamos con nuestros tragos.
—No me refería a cambiarnos de lugar, sino a movernos, a irnos de aquí.
—¿Por qué vamos a irnos? ¡Este bar es de lo mejor, y ahora hasta tenemos asientos!
—¡Basta ya! —me irrité—. ¿Acaso no piensas en lo que va a ocurrir cuando se den cuenta?
—No… ¿Qué va a ocurrir?
Bajé nuevamente la voz:
—Líos. Van a empezar los líos, Ernesto. Esto puede acabar en una bronca de los mil demonios.
Ernesto adoptó una expresión pensativa, secó los restos de su trago y pidió que le sirvieran otro igual. Luego, sonrió:
—No me parece —dijo—. Algunos se sorprenderán un poco, pero eso será todo.
—¿Eso crees?
—Claro. Nadie podría señalarme con el dedo, porque nadie me ha visto hacerlo.
En menos de diez minutos pude comprobar que estaba en lo cierto. Una chica, de esas que entran actuando como reinas de la popularidad, saludando con besos y abrazos a todo el mundo, pisó el charco de orines y patinó —apreciamos en su caída que vestía minifalda de cuero y zapatos de tacones altos—, aunque se salvó de un golpe aparatoso, gracias a la oportuna intervención de la nutrida concurrencia.
Por un buen rato un mozo limpió el suelo y el estribo de la barra, pensando que limpiaba cerveza derramada. Luego, tras oler su trapo de fregar, llamó al administrador, cuchicheó con él y ambos, sin saber adónde dirigir sus sospechas, se quedaron unos segundos mirando a la gente que charlaba eufórica o bebía indiferentemente en el entorno.
—¿Ves? —dijo Ernesto—. Nada sucedió. No se atreven a buscar un culpable.
Asentí, un tanto molesto, aunque a la vez muy complacido de haberme equivocado.
En cuanto al leitmotiv del incidente, dejé que mis ideas flotaran en la nada. O bien me dejé llevar por los prejuicios que yo y mucha gente teníamos acerca de Ernesto: el pintor de enorme talento (pero lamentablemente con escaso éxito de ventas), el artista que solía caminar al filo de un malditismo pasado de moda, el camarada ingenioso y expansivo (a quien dos tragos bien colocados podían convertir en un energúmeno de temer, pues le rompía la crisma a todo aquel que no aceptara que Giotto, Piero della Francesa y el primer Modigliani conformaban la santísima trinidad del arte universal). Vale decir, acepté la explicación de su grotesco y subrepticio acto como un desenfado de artista. Mi buen amigo apelaba al tibio líquido procedente de sus riñones, al igual que los ganaderos recurrían al hierro candente, para marcar un bar que le había gustado y que, tras olímpica meada, según decía, le pertenecería para siempre. Así estaban las cosas. Lo que yo no imaginaba, eso sí, es que Ernesto iba a repetir más adelante, y de manera obsesiva, la misma historia del bar de Miraflores.
La siguiente meada, o la siguiente señal de incremento a su patrimonio estético de espacios u objetos, por llamarlo de algún modo, tuvo lugar en las calles del centro de Lima. Eran las siete de la noche, y la ciudad ya estaba en manos de los bárbaros: una muchedumbre torva, sudorosa y mal vestida que se confundía a diario con otra muchedumbre, que estaba siempre al acecho, compuesta de ambulantes, cambistas y delincuentes.
Ernesto y yo caminábamos por el Jirón de la Unión, con los radares a toda marcha (a fin de detectar carteristas), y al cabo de un rato nos detuvimos delante del portal de la iglesia de La Merced.
—Observa con atención esta fachada —dijo mi amigo, que nuevamente sonreía de oreja a oreja—. ¿No te parece una joya preciosa en medio de un basural? ¿Y no crees que el barroco es el arte que mejor nos representa como habitantes de un mundo que agoniza en su propio detritus?
A decir verdad, no le entendía un cuerno, pero no me fue difícil reconocer que el brillo de su sonrisa era idéntico al que mostrara en la noche del bar de Miraflores.
—Es una fachada hermosa —dije.
—¿Hermosa? —interrogó Ernesto, exaltado—. ¿Es todo lo que me vas a decir? ¡Estás mal, compañero! ¡Es mucho más! ¡Estamos ante una obra rabiosamente bella!
Condescendí, mirándolo de reojo:
—De acuerdo, digamos que es rabiosamente bella.
—¡Indescriptiblemente bella!
—¡Indescriptiblemente bella! —repetí.
—¡Genial!
—¡Genial!
Ya no había nada que hacer. Como un diestro pistolero del Far West, Ernesto se llevó una velocísima mano a la bragueta y desenfundó. Y la iglesia de La Merced fue toda suya. Le pegó una meada que no acababa nunca, mojando el zócalo, las bases de una columna y hasta las grandes piedras labradas del umbral.
—¡Es mía! —dijo luego, satisfecho.
—¡Es tuya! —contesté.
Y esta vez no me hice problemas con la gente, porque en el centro de Lima, a partir de las siete de la noche, todo el mundo micciona donde le viene en gana.
Los problemas vendrían después, unos seis meses después, en Nueva York, ciudad donde nos encontramos y en la que incluso compartimos un pequeño departamento en el Soho. Ernesto había conseguido un marchand interesado en sus cuadros, y a través de él una exposición en Madison Avenue, y yo estaba de vacaciones gastándome todos mis ahorros, de doce meses de duro trabajo, en los más lujosos restaurantes de Manhattan.
El departamento era de una escultora finlandesa, amiga de Ernesto, que estaba de viaje. Lo podíamos ocupar todo el otoño (prestado, por supuesto) y contaba con dos juegos de llaves, con lo cual Ernesto y yo, cada uno llave en mano, nos pudimos organizar con total independencia: nos sentíamos libres de entrar y salir a nuestro antojo cuando íbamos solos. Por lo común, durante el día, nos íbamos cada uno por nuestra cuenta —Ernesto peinaba galerías de arte y yo husmeaba en todas las librerías del Village—, y en las noches, acudíamos juntos a restaurantes de comida étnica, a conciertos de jazz o al bar con más ambiente que encontráramos en nuestros erráticos paseos.
Ernesto estaba pletórico en esos días. Yo no entendía para nada a qué se debía tanta felicidad —no había vendido un solo cuadro, aunque él tomaba como un gran éxito una reseña sin gracia aparecida en el Times y el hecho de que su muestra, en la noche del vernissage, le hubiera interesado a un prestigioso coleccionista que era curador del Museo Guggenheim—. Su buen ánimo, en suma, me resultaba un misterio; pero yo no diría que me sentía inquieto. No tenía por qué sospechar de nada. Había pasado mucho tiempo desde sus últimas meadas y el recuerdo de estas, aunque suene poco elegante decirlo, no estaba fresco en mi memoria.
El motivo de su felicidad era un famoso cuadro de Marcel Duchamp que se exhibía en el MoMA. Un cuadro que él conocía de toda la vida, desde luego. Era esa pieza de vidrio que simula ser una ventana rota y que tiene una suerte de ojo en el medio que mira hacia ambos lados.
—¡Duchamp encarna la quintaesencia del arte moderno! —exclamó—. ¡Es alguien tan sólido e increíblemente elocuente! —y luego me pidió, me insistió, me rogó que lo acompañara a la mañana siguiente al MoMA.
Lo acompañé a regañadientes, imaginando que de ese cuadro pasaríamos a otro, y luego a otro y otro, recorriendo como beatos un sinfín de salas grandes y pequeñas hasta vernos todo el museo, y yo acabaría con ampollas en los pies.
Craso error. Mis pies salieron bien librados, pero no se podría decir lo mismo acerca de mis nervios. Ernesto me sometió al más angustioso de los desasosiegos. Tuve que desempeñar por lentísimos minutos el rol de campana —llámase así al malhechor que vigila que sus cómplices no sean pescados en falta—, todo ojos y oídos alertas ante la cercanía de público o de los custodios del museo, mientras mi amigo se abría la bragueta, se empinaba en las puntas de sus pies y se apropiaba para siempre de Duchamp con un chorro que describía una perfecta elipsis, pues debido a la altura en que estaba la codiciada obra debía mear apuntando hacia arriba.
—¡Mía! —dijo esta vez tras un largo y ronco resuello de exquisito comensal nipón. (Esa pieza de vidrio le recordaría la célebre fontaine de Duchamp).
—¡Tuya, maldita sea! —murmuré yo, y casi de inmediato abandonamos el museo, a paso ligero, casi corriendo, dominados por la impresión de que alguien nos había visto y nos estaba siguiendo.
¿Era así? Nunca lo supimos. Al ganar la calle caminamos largo rato por los alrededores, entrando y saliendo de tiendas y galerías, a fin de despistar a nuestros perseguidores, y en todo caso nadie nos importunó.
Sería ocioso consignar el total de experiencias tortuosas que me deparara la curiosa avidez de mi amigo. Baste decir que durante aquellos días en Nueva York fueron doce meadas y todas implicaron sustos, peligros y repentinas fugas. También hubo frustraciones, desde luego, como la vez que se detuvo ante una vitrina de Tiffany’s colmada de diamantes —llamado, seducido, arrastrado por un fulgor de hielo eterno y un concierto de transparencias, y no le quedó más remedio que contentarse con la fotografía de un catálogo que reproducía la gema que lo había encandilado.
Y tampoco nos faltó, de hecho, la experiencia límite: ser atrapados.
En esa ocasión Ernesto acabó preso por veinticuatro horas y debió pagar una multa de trescientos dólares a causa de un pisapapeles de cristal con plumas de aves australianas en su interior. Lo vendían en Park Avenue, en una elegante boutique atendida por un viejo marica de bigotito, bisoñé y pañuelo de seda al cuello, quien se puso a chillar como el marica desatado que era, no bien descubrió que el pipí de Ernesto (descontrolado como una manguera de bombero) empapaba su mercancía y su finísima moqueta belga.
—Yo me adueño de las cosas con una meada, porque eso me reporta seguridad psicológica —explicó Ernesto en el Precinto de la Policía de Manhattan—. Pero no crea que me las robo, ni tampoco las destruyo. Solo les pego una meadita, ¿me entiende? Así como hay gente que acumula dinero, acciones o bienes, yo acumulo meadas, sencillas y desinteresadas meadas que enriquecen mi espíritu…
Por fortuna, y gracias a que Nueva York es una ciudad monstruosa donde abundan los homeless y los tíos estrafalarios, mi buen amigo pasó como uno más y su extravagancia ni siquiera mereció una ceja enarcada.
Que a Ernesto le gustaban los objetos y los lugares más diversos, estaba muy claro. Bares, iglesias, obras de arte, piedras preciosas y hasta las más banales misceláneas, siempre y cuando fueran cosas que lo conmovieran o le proporcionaran placer, pero lo que jamás imaginé, lo que jamás me pasaría por la cabeza es que, eventualmente, en la vorágine de su húmeda pasión adquisitiva, podían figurar también… seres de carne y hueso, personas.
—¡Ah, no! ¡Eso sí que no! —exclamé horrorizado—. ¡No, no y no, Ernesto! ¡Personas, no! ¡No voy a consentir que te orines encima de la gente!
Obviamente esta furiosa reacción mía aconteció cuando ya yo estaba embarcado en su delirio, dado que, debo reconocerlo, me tomó de sorpresa, pues esa vez, que dicho sea de paso fue la última vez que nos vimos —mi amigo se quedó en Nueva York; yo debía retornar a Lima a la mañana siguiente—, Ernesto no dejó traslucir aquella brillante y ansiosa sonrisa que anunciaba la irresistible atracción de la cual era una agradecida víctima.
Estábamos en una cueva de jazz del East Village. Era un típico local de los cincuenta, pequeño y cálido, repleto de humo y de mesitas atestadas de melómanos. Columnas y vigas de madera, barra circular y paredes de ladrillos rojos sin revocar. Por todos lados se veían fotografías enmarcadas de Charlie, Dizzy y Miles, debidamente autografiadas.
—Mira a esa chica —me dijo mi amigo.
—¿Cuál de todas?
—La chica alta, la que está en la barra.
(Bebíamos nuestro tercer jarro de cerveza y, por lo tanto, nuestra charla no tenía nada de particular. Buena parte del público en tales locales solían ser mujeres atractivas, y en un principio, con cierta inercia noctámbula, decidí seguirle la cuerda).
—¿La negra?
—No es negra —aclaró Ernesto—. Parece más bien mulata y yo diría que su cabello es lacio natural. Cuando se lo lacian, se les pone tieso, como si tuviera laca.
—Es linda —dije—. Bonita cola, cintura estrecha y unas larguísimas piernas. Como te gustan, ¿no?
—Tiene los ojos claros.
—¿Sí? No los puedo ver bien.
—¿Y qué me dices de las tetas? ¿No te parecen moldeadas por un artista del Renacimiento?… ¿Y le has visto el rostro? ¡Un óvalo perfecto!
A esas alturas debí haber reparado en que nuestra charla se enrarecía. Demasiado detalle, demasiada insistencia en las descripciones. No obstante, lo dejé pasar. Nos habían servido nuevos jarros de cerveza, los músicos (un cuarteto cultor del bop) volvían a tocar después de un breve descanso y la gente nuevamente chasqueaba los dedos o hacía efusivos gorgoritos.
La chica era definitivamente hermosa, pero para mi gusto resultaba un tanto espectacular. Vestía unas mallas completas, escotadas en el pecho, que delineaban su figura, un chaleco de jean y unos zapatos de alpinista con medias dobles gruesas al más puro estilo grunge.
Ernesto se mantuvo en sus cabales hasta que, poco antes de que se diera por concluido el segundo show, el joven y animado saxofonista del cuarteto hizo callar a la gente, lanzó un par de bromas que arrancaron risotadas y enseguida reveló que nos tenía una extraordinaria sorpresa. Una gran cantante de blues que se hallaba entre la concurrencia nos iba a dedicar un tema.
—¡Con ustedes, amigos, Samantha Brown! —presentó a todo pulmón el saxofonista.
Dos potentes reflectores apuntaron a la barra y enfocaron a la bella mulata de la que hablábamos, que en un dos por tres, bajo un estruendo de aplausos, saltó hacia el escenario.
—Samantha —murmuró Ernesto, sobrecogido—. Samantha.
La chica cantó Georgia on my Mind.
Cantó fabulosamente bien y, con plena seguridad, le puso la carne de gallina a toda la audiencia. Samantha Brown poseía una voz poderosa, desgarradora, y a la vez dulce, grave y modulada: una devastadora combinación de Billie Holliday y Aretha Franklin.
¿Fue eso lo que me confundió? ¿El hecho de que la bella mulata tuviera tanto talento y que por eso mismo entusiasmara a la gente hasta casi hacerla levitar?
Samantha se vio obligada a un bis —su segundo y último tema fue Without Your Love— y retornó a la barra entre gritos de aclamación y fans que acudieron a felicitarla. Y Ernesto se sumó a esa algarabía. Aunque hubo, por cierto, una diferencia. Ernesto la besó. Le dio cinco besos: uno en cada mano, uno en cada mejilla, y el quinto en la frente.
Al principio, los amigos de Samantha, un grupo de seis muchachos, sonrieron y se miraron entre sí ante aquellas rituales muestras de apacible lujuria. Después, fruncieron el ceño. El fascinado Ernesto no se movía de la barra y miraba a la chica como si se tratara de una aparición.
La chica sonreía, divertida. Pero los amigos, en cambio, se sentían más y más molestos conforme pasaba el tiempo. Hasta que, en determinado momento, uno de los amigos perdió la paciencia e intentó llamarlo al orden. Ernesto respondió con su feroz estilo de vaporino chalaco: alzó en vilo al susodicho y lo hizo aterrizar de culo en el suelo. Como un solo hombre, los demás amigos se le fueron encima. Viéndolas perdidas, Ernesto corrió y alcanzó a refugiarse en el baño de mujeres, atracando de inmediato la puerta.
Fue en esa coyuntura que yo intervine. Primero soborné al cantinero (un irlandés grande como un autobús, quien ya había empuñado un bate de béisbol), dándole un billete de veinte dólares, en tanto le aseguraba que yo podía arreglar el asunto sin que se requiriese de su intervención ni de la fuerza pública.
Luego, agitando ambas manos en el aire, le expliqué a todo aquel que quisiera oírme que el hombre que estaba escondido en el baño era un reputado artista peruano, un pintor. Que él no quería ser agresivo, sino amable. Que ciertamente era un poco salvaje, o un mucho antisocial, pero que en el fondo era un buen tipo. Que según una antigua tradición del Imperio Incaico (¡no sé cómo diablos se me ocurrió tamaña estupidez!), si una mujer seducía a un hombre con la magia de su voz trasmutaba a ese hombre, de oído fino y privilegiado, en mensajero de los dioses.
—¿Quiere decir que mi voz ha convertido a ese hombre en una especie de sumo sacerdote? —indagó la bella mulata.
—Así es.
—¿Y ahora el sumo sacerdote está escondido en el baño de damas?
—Sí.
La bella mulata se echó a reír a carcajadas.
Alguna gente, aglomerada en la puerta del baño de damas, rio a su vez propiciando que los ánimos se fueran enfriando. Golpeaban a la puerta, pero al mismo tiempo hacían toda clase de bromas. Y al cabo de unos minutos, cuando el sujeto caído se recuperó, sin evidenciar heridas de consideración y pidiendo a gritos un trago, todos regresaron jubilosamente a beber a la barra.
Frente a la puerta del baño, aparte de mí, solo quedaron dos chicas de aspecto universitario, con necesidades reales. Las chicas estaban impacientes, no reían para nada, y optaron por meterse al baño de hombres. Le dije entonces a Ernesto que ya no había moros en la costa y que me dejara entrar. Abrió la puerta cautelosamente. Me deslicé como una luz, y en el acto le conté las tonterías que había inventado y aquello de que él era ahora un hombre con un aura divina para los gorilas de la barra.
—¿Crees que esos tíos pueden creer algo tan infantil?
—Tal vez no lo crean, aunque lo importante es que lo que he dicho de alguna manera los ha tranquilizado. La gente se calma cuando le hablas esas cosas… Escucha, hay una puerta lateral a la derecha, que da a la calle. Con un poco de suerte podríamos escapar por ahí.
—¿Escapar? —gruñó Ernesto—. No pienso escapar.
Lo observé, desconcertado:
—¿Pretendes quedarte en este lugar?
—Sí.
—¡Pero corres el riesgo de que te rompan hasta el último hueso!
—No, no lo harán —dijo Ernesto recobrando gradualmente su apacible talante. Se le veía más erguido, más seguro de sí mismo—. Esa chica está conectada conmigo. Ella lo impedirá.
—¡Estás loco!
—Estoy más lúcido que nunca.
—¡Por favor, Ernesto! ¡Esa chica es una desconocida! ¡Lo más seguro es que le parezcas un viejo mañoso y perturbado!
—Te equivocas.
—¡Tú eres el que se equivoca! ¡El mundo no funciona con esa lógica anormal!
Ernesto me miró, resentido. Vacilé un instante:
—Bueno… no quise decir que tú fueras anormal —añadí—. Lo que pasa, Ernesto, es que estás perdiendo el sentido de la realidad.
Por toda respuesta Ernesto se metió a un reservado y cerró la puerta. Y unos segundos después advertí que estaba orinando, orinaba y emitía gemiditos, orinaba y tarareaba con voz queda Georgia on my Mind, y advertí también que soltaba un chorro fuerte, sobre el interior de la taza del WC, un chorro casi estrepitoso, aunque a ratos este sonido se atenuaba, como si de pronto Ernesto cambiara de idea y orinara en dirección a las paredes, la rosca de madera o cualquier otra superficie de su entorno.
—No me digas ahora que te has prendado de este baño —dije paseando una mirada de asco por el anodino decorado de grandes espejos y azulejos blancos.
—Los caminos que conducen al amor no son fáciles —dijo Ernesto misteriosamente.
Uno de los espejos reflejó mi expresión ofuscada.
—Habla claro, Ernesto.
—De acuerdo —mi amigo salió del reservado con ambas manos ocultando algo a sus espaldas—. Hablaré claro —dijo sonriendo otra vez, y al instante sacó una mano que sostenía un vaso lleno en sus tres cuartas partes. Algunos parroquianos solían dejar vasos llenos o vacíos en los cuartos de baño—. ¿Qué te parece? —preguntó—. ¿No es igual a la cerveza?
—¿No lo es?
—No.
—¿Me estás diciendo que eso que tienes ahí son tus…?
—¡No lo digas! Esta es agua bendita, y ahora, gracias a tu feliz ingenio, yo soy San Juan Bautista.
Observé más de cerca el líquido amarillento.
—¿Qué estás planeando?
—Un bautizo, por supuesto.
—¿Un bau…? ¡Ernesto, por Dios, déjate de bromas!
—Aquí el único que bromea eres tú —se encabritó mi amigo—. Todos los demás en este maldito planeta somos gente seria —y con paso decidido, echó a andar. Llegó hasta la puerta, retiró los cerrojos y salió.
Corrí detrás de él:
—¡Ernesto, adónde vas!
—¡Salud, amigos! —vociferaba ya mi amigo, levantando el vaso en actitud de brindis.
No pude detenerlo. Ernesto llegó a la barra, se recostó de lo más campante en ella y, con una sonrisa en los labios, proclamó que traía para los mortales del Village los parabienes y el agua sagrada del temible dios Wiracocha.
Los gorilas enmudecieron ante su presencia. Hubo un frío momento de incertidumbre, de mandíbulas apretadas, pero todo ello pasó como una nube por los duros semblantes de esa gente. Samantha Brown salvó a Ernesto, o si se quiere, la risa de Samantha Brown, una risa abierta y contagiosa de mujer que suele caer rendida al primer halago. Roto el hielo, Ernesto aprovechó para pedir públicas disculpas a los presentes, en especial al sujeto agredido —Ernesto hablaba un inglés correctísimo, de acento londinense—, dejó en claro que Samantha Brown constituía un regalo de los dioses para la doliente humanidad y, como prueba de buena voluntad, anunció que celebraría el bautizo incaico de la bella mulata.
—¿Bautizo incaico? —preguntó alguien.
—Sí —dijo Ernesto—, y lo haré en este mismo instante —e introdujo dos dedos en el vaso que llevaba en la mano para enseguida rociar con dos o tres gotitas la sedosa cabellera de la bella mulata.
Cerré los ojos, temiendo lo peor.
Sin embargo, nada sucedió. La chica reía aún más en tanto sus amigos, incluyendo al sujeto agredido, reanudaban su tren de borrachos contentos. Ernesto se comportaba con ellos como si los conociera de toda la vida.
Más tarde, unos minutos más tarde, pedí un whisky. Y me lo bebí despacio, en silencio, mirando aquel jolgorio como un vago, un excluido, un marginal que pasea por una ciudad tras comprobar que ha perdido sus documentos de identidad. Por dos horas más circularon oleadas de cerveza rebosantes de espuma —Ernesto había volcado su vaso en el lavadero, aduciendo que la ley incaica señalaba que la cerveza de bautizo no se podía beber, para reemplazarlo por sendos jarros que bebía uno tras otro—, y la noche se iría encendiendo hasta que la mulata se animó a cantar de nuevo. Ernesto aplaudió a rabiar, pronunció elogiosos comentarios críticos, entregó Grammies imaginarios.
Por fin, a eso de las tres de la madrugada, me acerqué a mi amigo y le dije que tenía que irme:
—Mi avión sale en la mañana.
—Lo sé —dijo Ernesto, súbitamente entristecido—. Dale mis saludos a los amigos.
—Eso haré —respondí, y enseguida nos abrazamos—. Te escribiré pronto.
Como suele ocurrir, no encontré el tiempo para escribirle ni una línea. O bien, no quise hacerlo, pues quizá preveía, si me daba una respuesta, recibir malas noticias. Y así, durante cuatro meses, no pensé en mi amigo, absorbido por el trabajo y la rutina cotidiana, hasta que me fui olvidando de toda esa ensalada de rarezas, ataques de ansiedad y descabelladas calenturas. Pero al quinto mes acabé sabiendo de su vida, ya sea por boca de amigos comunes, que me soltaron chismes banales, o debido a otra gente que apenas lo conocía de oídas pero que ofrecía información más específica, como que estaba viviendo con una muchacha más joven que él en un loft maravilloso de Tribeca.
Al cabo de un año, los chismes aumentaron. Ernesto, decían, había vendido dos cuadros de formato mayor a muy buen precio, y además estaba feliz de la vida porque pronto iba a ser padre —su joven compañera tenía siete meses de embarazo—. Y luego, y esto procedía de alguien de confianza, se decía que le estaba cambiando el carácter, en el sentido de que en los últimos tiempos se mostraba menos violento e impredecible.
—Hace meses que no se mete en líos —me dijeron.
—¡Qué bien! —mi buen humor, tras oír esto, surgió junto a una irreprimible curiosidad por averiguar la naturaleza de su último escándalo conocido—: ¿Y qué diablos hizo la última vez que estuvo en problemas?
—Déjame recordar… Fue una cosa de lo más loca. Creo que sucedió en el hotel Saint Moritz, frente a Central Park. ¡Sí, fue en el Saint Moritz! ¡Ernesto acabó sacado a patadas por tres guardias de seguridad! En realidad, todos los que se enteraron estaban muy sorprendidos. Decían que él había asistido a una de esas convenciones internacionales, un congreso de celebridades de la urología, y que a mitad de una de las ponencias se abalanzó como kamikaze hacia el proscenio e insultó al conferencista, diciéndole: «¿A usted lo consideran una eminencia científica? ¡Qué estupidez! ¡Usted no es más que un mentecato que no sabe nada de las vías urinarias!»… ¿No te parece una locura? ¿Qué podía estar haciendo Ernesto en una convención de ese tipo, y, lo que aún resulta más insólito, qué podía molestarlo tanto sobre las cosas que ahí se decían?
—¡Imposible saberlo! —comenté fingiendo no estar al tanto—. ¡Con Ernesto, en verdad, uno nunca sabe qué pensar!