Malos modales

Ve, y coge la estrella fugitiva

John Donne

Todos sabíamos que tarde o temprano el mar se iba a salir, y que ella, la Zurda, estaría en peligro.

Por lo común, las aguas desbordaban por Cantolao, la playa que está sobre el lado derecho de La Punta, pero esa vez, quizá porque era noche de luna, y esta apenas asomaba tras la neblina, se salían por la ribera izquierda, en la Arenilla. Altas y espumosas, las olas reventaban ferozmente, justo en el extremo de la calle Medina, y golpeaban contra la casa donde vivía la Zurda, un caserón tipo barco con ventanas ojo de buey y balcones de pasamanos tubulares, en distintos niveles, que imitaban las cubiertas y el puente de mando.

Aquella casa no la alquilaba nadie desde hacía cuatro temporadas. Las mareas devoraban los terrenos de su entorno —aún, en 1961, no se había construido el rompeolas—, socavando las bases de una antigua vereda cuyos restos de pavimento sobresalían como trampolines. Además, el ala de servicio era inhabitable: el oleaje entraba por la puerta falsa y mantenía el garaje permanentemente inundado. Se utilizaba, en suma, un tercio de la casa, libre de grietas, musgo y humedad, que era espacio suficiente para la temeraria familia de la Zurda, padre, madre y un hermanito de cinco años.

Pero cuando esa noche por fin el mar se salió y, durante varias horas, la casa quedó rodeada de agua, un nuevo temor se instaló entre nosotros. Desplazando a un segundo plano que la casa pudiera venirse abajo, mi primo Mario y yo, y la mayoría de muchachos con quienes habíamos ido a curiosear los estragos de la desgracia ajena, reparamos al unísono, inquietos y sumamente ofendidos, que a partir de entonces la Zurda se exponía a un peligro mayor: un enamorado.

La Zurda era la chica nueva del barrio y también la más bella del planeta. Tenía catorce años, una sonrisa de ensueño y unos pechos que inflaban maravillosamente sus blusas. Era, en realidad, una delicada niña con tetas. Su padre, según se decía, venía de Yugoslavia —Marovich era el exótico apellido paterno; ella se llamaba Irina—, y de él había heredado los ojos verdes y unas finas hebras de oro que relumbraban en su cabello.

—Es una ricura —decíamos entonces—, pero nosotros la vemos doblemente rica porque está llena de misterio.

Ella, en efecto, no hablaba con nadie, no tenía amigas ni ganas de tenerlas y, en las mañanas, cuando iba a tomar el sol a la playa, llevaba un libro del cual no despegaba los ojos. (Desde el primer día, advertimos que cogía aquel libro —una edición en rústica de Veinte poemas de amor y una canción desesperada— empleando la mano izquierda). Para decirlo de una vez, se dejaba adorar y, en consecuencia, todos soñábamos con ella y nos volvíamos locos de emoción, aunque disimulando, al verla pasear por el malecón Pardo con sus zapatos bicolores de punta redonda y sus mediecitas cubanas.

Tres semanas llevaba viviendo en aquella ruinosa casa que olía a naufragio cuando de pronto nos cayó el baldazo de agua fría. El enamorado, que apareció esa noche en una moto aparatosa, llena de cromos y ruidos atronadores en el escape, era el primer rocanrolero con casaca de cuero que se veía en Lima. Tal parafernalia, ahora, no es de mucho interés. Pero en esos plácidos días, para la gente que contaba entre nueve y quince años, y que se movía en La Punta —impecable balneario que prolongaba la atmósfera refinada de la belle époque—, una presencia semejante detenía la respiración.

—¿Alguien lo conoce? —preguntó mi primo Mario.

Cinco muchachos en shorts, descalzos, sosteniendo las zapatillas en las manos y avanzando lentamente con el agua hasta los tobillos, clavamos la mirada en el intruso. El mar se había salido casi dos cuadras.

—Yo —dijo Agustín, el menor de los Mendieta Solana.

Todos nos volvimos, sorprendidos:

—¿Lo conoces? —habló el Bebe Souza.

—Sí —murmuró Agustín—. Es de Chucuito. Su padre tiene un taller de mecánica donde mi papá arregla el carro.

Chucuito quedaba en las afueras de La Punta y, si bien no era una zona de mal aspecto, como las había en el Callao, nos parecía la menos elegante.

—¡Estaba cantado! —exclamó otro chico, amigo reciente de mi primo, llamado Aníbal Madueño—. ¿En quién más se iba a fijar la pobre hija de un bodeguero yugoslavo? —interrogó, acentuando el agobiante clima de frustración—. ¡En el hijo de un mecánico! ¡Lógico!

—¿Cómo sabes que el padre es bodeguero?

—¡Todos los yugoslavos son bodegueros, hombre! ¡Además, basta ver la casa en que vive!

Nos moríamos de envidia. Rodeada de agua, azotada por el viento y las olas, la casa de la Zurda daba ahora la impresión de ser un barco a la deriva.

—¡Ahí está! —dije yo—. ¡Miren!

La Zurda se había asomado a una de las cubiertas. Tocada por una luz lateral, con los cabellos alborotados y un liviano vestido que se le pegaba al cuerpo, no podía estar más bella. Y en todo momento, conmovida, le sonreía al joven encaramado en su moto, mientras este, abriendo los brazos y alzando la cabeza, decía algo que no alcanzábamos a oír. Una escena, en fin, insoportablemente romántica.

Pasados unos días, las aguas se calmaron y nosotros, en consonancia, mudamos de opinión.

Que la Zurda no estaba expuesta a ningún peligro fue algo de lo que muy pronto nos enteramos. Los riesgos reales, como alguna gente vaticinara, les corresponderían más bien a sus enamorados. ¿Cómo se llegó a tan firme conclusión? Eso se ignora. Nunca pudimos señalar con absoluta certidumbre en qué momento se empezó a decir que a todo aquel que se metiera con una zurda le caería encima la maldición de un sinfín de desgracias y años de mala suerte.

Si algún crédito merece mi primo Mario, la patraña fue inventada por las mellizas Arteaga. Ellas, como casi todas las chicas de La Punta, incluidas las esbeltas y bien torneadas hermanitas González Vigil, palidecían ante los encantos de la Zurda. La odiaban a morir, hablaban mal de ella a la menor oportunidad y, aparte de asustarnos a todos con la inminencia de tenebrosas desgracias, habrían dicho también, siempre según mi primo, que por el solo hecho de pensar en la Zurda hasta nos podía salir acné.

Gran parte de los muchachos, sin embargo, nos tomábamos a pecho esas tonterías, creyendo en ellas ciegamente, con el mudo y salvaje pavor de las supersticiones inconfesables. Y si alguien tuvo una duda, le duró poco. A cuatro días exactos de los primeros chismorreos, el flamante enamorado de la Zurda se estampó de lado contra un camión, y salvó la vida de milagro. La moto quedó hecha un amasijo de fierros retorcidos, cosa que a todos nos dolió como si hubiera sido propia, y el accidente, en resumidas cuentas, fue interpretado por Aníbal Madueño, un rendido converso de la nueva fe, como una advertencia.

Pero el enamorado insistió. Y en menos de una semana las fuerzas del mal, o bien las de un destino susceptible a caprichos y coincidencias, le encajaron tres golpes: un calambre mientras nadaba que por poco lo ahoga (estuvo diez minutos vomitando agua), una pelea callejera en la que llevó la peor parte y, como broche de oro, un severo castigo que lo desapareció del mapa (cansado de que no estudiara y que a menudo estuviera en problemas, su padre lo metió en el ejército, y lo destacaron a un remoto cuartel de la selva norte).

Aquel súbito destierro enfermó a la Zurda. Cuatro días en cama, presa de fiebres altísimas, sudando, delirando y, entre roncos sollozos, reclamando por Ramón, tal era el nombre de su efímero enamorado.

Esa información nos la suministró su hermanito menor; no bien lo cogimos del cuello, le exigimos que nos contara por qué la Zurda no estaba yendo a la playa. Aterrado y medio aplastado contra la pared, el niño cantó todo (detalles de la enfermedad: llanto, mucha sangre, comezón en las piernas, etcétera) y además reveló que «Irina, mi rara hermana», horas antes de caer enferma, había sufrido un violento ataque de furia, agarrándosela contra los espejos de la casa, que rompió minuciosamente uno tras otro.

Para esa ocasión, acentuando su boba antipatía, Aníbal Madueño masculló:

—¡Espejos rotos! ¡Maleficio de brujas!

—No, no es eso —dijo el mayor de los Mendieta Solana.

—¿Por qué tan seguro? —intervino el Bebe Souza.

—Por los síntomas. Se ven muy naturales.

—¿Naturales?

—Es una conducta típicamente femenina —apoyó Agustín a su hermano mayor—. Histeria, le dicen.

—¿Qué? —se desconcertó mi primo Mario—. No la capto.

—Se trata de un tipo de neurosis —dijo.

Los dos Mendieta Solana absorbían de su padre, viejo y afamado psiquiatra, toda suerte de palabrejas y mucho de su tono académico. Eran unos chicos altos, flacos, de anteojos, cuya ropa les quedaba demasiado suelta. Se morían de miedo con el cuento de la Zurda, aunque pertenecían a esa pléyade de tipos inteligentes y vanidosos, con mucha personalidad, a quienes les encantaba dar cátedra y oírse hablar.

—Ahora bien —continuó Agustín—, lo de la sangre y el llanto bien podría deberse a un fuerte cólico de menstruación. No sería raro que una cosa arrastre a la otra.

—¿Y lo de los espejos?

—Una simple manía —repuso—. Pero en ciertas mujeres, en especial las jóvenes, las manías más reveladoras se dan una vez que ha pasado la crisis.

—Es cuestión de estudiar sus reacciones —sentenció el hermano mayor.

La primera reacción de la Zurda, no bien retornó al mundo de los vivos, consistió en irse todas las tardes al muelle 2 de Cantolao y sentarse a mirar el mar. A nadie, dadas las circunstancias, se le hubiera ocurrido acercarse y hablarle. La vida por entonces no era tan sencilla y, para poder verla de cerca, no tuvimos mejor idea que echar mano a nuestras reservas atléticas. La yola fue la solución. Durante varios días, la sacamos en la tarde —generalmente remábamos en las mañanas, ocho bogas y un marcador de ritmo a golpes de tambor, que era mi ocupación favorita— y comenzamos a pasar delante del extremo del muelle, donde la Zurda, con una pierna flexionada y la otra colgando en el aire, idealizaba aún más su tristeza a la luz suave y dorada del ocaso. En cada pasada, en tanto la yola se deslizaba, los muchachos, alzando los remos y más sincronizados que nunca, la mirábamos extasiados.

La segunda reacción picó más profundamente. Al inicio fue una leve brisa, luego un viento levantisco y, a la hora de los loros, un desaforado huracán que nos puso a todos de vuelta y media. Se le dio por extraviarse en la penumbra del cine Nido, a la hora de la vermut. No se perdía una función, sin importarle siquiera que se repitiera la película del día anterior. Hasta que una noche, a mitad de Superman, exitazo que proyectaban por tercer día consecutivo, fuimos los atónitos testigos de un sordo ruidito procedente de la última fila. Fingiendo que íbamos al baño, el Bebe Souza y yo nos levantamos de nuestros asientos, pasamos junto a la fila en cuestión y, zas, la vimos: gran pachamanca con ávidas manos de pulpo y blusa desabotonada, donde la Zurda, dejándose besar las tetas, ya no era una princesa de hielo, sino la más fogosa de las amantes soñadas.

El chico que estaba con ella, un muchacho pelirrojo, hijo de un marino que vivía en la calle García y García, cumplía tan solo un rol episódico. Curiosamente, la lista de amantes, ardientes y dispuestos a jugarse la vida por una caricia, proliferó luego a velocidad supersónica. «Es evidente que la pasión derrota al miedo», dictaminó entonces Agustín Mendieta Solana. «Los hombres son víctimas de un deseo sexual primario, intenso, urgente». En tanto, parte de ese peligroso trance, precursor del sexo inseguro de tiempos más modernos, no había pasado desapercibido a la atenta mirada de don Giuseppe, un risueño viejito genovés que, linterna en mano y arrastrando los pies, la descubrió una, dos y tres veces, y a la cuarta, más en tono de súplica que de reproche, le dijo «Ufa, bambina mia, vaya a sofocarse a otro lugar». Y en un dos por tres Irina Marovich puso fin a su afición cinematográfica. (Pero a lo otro no, y de ahí la fecunda memoria de su paso por el mundo).

Lo que siguió a la expulsión del cine, naturalmente, fue una corta e impaciente etapa de espera en la que todos nos concentramos en la suerte del pelirrojo. ¿Qué le ocurriría? ¿Perdería el habla? ¿Se le caerían las uñas de las manos y los pies? ¿Un tranvía se descarrilaría y lo arrollaría? Para nuestra sorpresa, no le sucedió absolutamente nada y, al cabo de unos días, cuando ya no se entendió qué sentido tenía la angustia que nos atenazaba, un nuevo rumor, también salido de la nada —quizá, a esas alturas, las mellizas Arteaga se daban volantines de risa—, cayó como un meteorito y nos esclareció las cosas.

—Es inútil que vigilen —nos dijo un muchacho que era de otro grupo—, nada le va a pasar al pelirrojo, ni tampoco a ninguno de los otros —haciendo un corrillo ante el muchacho que hablaba, observándolo con gestos que se debatían entre la displicencia y la sorna, cualquiera habría dicho que el tema nos importaba tres pepinos—. ¿No se dan cuenta de que todavía nadie ha besado a la Zurda? Empezando por el pelirrojo: la manoseó y le chupó las tetas, pero no pasó de eso. Quiero decir, nunca la besó en la boca. Y la maldición, dicen ahora, solo se da cuando se la besa en la boca.

Rápidamente se comprobó, por testimonios del pelirrojo y otros chicos de la lista de amantes, que nadie la había besado en la boca. Ella se dejaba hacer de todo —dos de ellos, incluso, se vanagloriaron de haberle puesto los ojos en blanco durante la agonía de un orgasmo—, pero cuando buscaban su boca para besarla, referían invariablemente, la Zurda les plantaba las manos sobre el pecho, esquivándolos con nerviosos movimientos de cabeza. Solo uno, el enano Nito Costa, dijo que sí la había besado, plenamente, con metida de lengua y suaves mordiscos al labio inferior, pero luego admitió que se trataba de una mentira para impresionar.

Por varios días nos quedamos como atontados. Asistíamos a oír la banda de la marina en la retreta del malecón, vagábamos aburridos por las glorietas de Cantolao y hasta se nos antojó hacer visitas, yendo de casa en casa, jugando partidas de ludo y monopolio, o bien ayudando al obsesivo papá de los Arróspide del Solar a repintar de blanco la cenefa de madera calada que adornaba su porche delantero. Nada, no obstante, nos servía de consuelo. Durante cada largo y tedioso día que pasaba, fuera de juegos, ejercicios y abundantes baños de mar, nuestra única idea de la felicidad se reducía a ver de nuevo a la Zurda.

Desde que la botaran del cine, no se la había vuelto a ver en la calle. Donde se la veía seguido, en cambio, era en mis sueños nocturnos, y yo sospechaba que lo mismo les debía suceder a los demás. Imaginaba a todos los muchachos de La Punta, en sus camas, soñando en forma simultánea, a cierta hora de la noche, con una sonrisa en los labios.

Concluyó ese marasmo cuando mi primo Mario, caminando por la playa, detectó casualmente las caras de indigestión de las mellizas Arteaga, sentadas muy juntitas bajo una sombrilla.

—¿Qué piensan de eso? —preguntó.

Yo me aventé a responder:

—Parece una buena señal.

Y no me equivocaba. La Zurda volvía a dejarse ver —las mellizas habían sido las primeras en saberlo—, pero si uno quería verse en sus ojos de porcelana verde, o algo más, ella exigía de nuestra parte un tanto de coraje y mucho de habilidad en el escalamiento de muros.

—¿Escalar muros? —me extrañé—. ¿Qué demonios pretende?

Excepto privacidad, ninguna otra cosa, pues el asunto de los muros no pasaba de ser un mero obstáculo debido al estado precario de la casa-barco, convertida en la nueva sede de sus lances amatorios. La Zurda no recibía propiamente en su casa, sino en la parte clausurada de esta, en una suerte de balcón semiderruido frente al mar, que en sus buenos tiempos había sido una vasta estancia para guardar chingos y otras embarcaciones pequeñas. Aquel lugar, de difícil acceso para los curiosos, mantenía en pie apenas dos de sus cuatro paredes, un pedazo de techo y un solitario marco de puerta que temblaba en el aire. La Zurda solía llegar allí desde el interior de la casa, pero su legión de amantes, a fin de no llamar la atención de sus padres, tenía que trepar dos muros y cruzar el garaje sometido al embate de las olas. Tres chicos, durante las incursiones de los primeros días, saldrían bastante mal librados (contusiones, heridas sangrantes) al ser revolcados por las aguas en el garaje.

Ya a esas alturas, la Zurda —que algunos a ratos llamaban Irina, pues en el fragor de la pasión ella pedía una y otra vez que murmuraran su nombre al oído— había ido cobrando dimensiones babilónicas. Se decía, aludiendo a su sexualidad, cosas como «la insaciable», «la pedilona», «la arrecha enloquecida» o «el coño más estrecho y devorador». Y los Mendieta Solana, que no se les pasaba una, pescaron al vuelo que los chicos ventilaban brutalmente sus intimidades, haciendo burlas y bromas soeces, dominados por una urticante inquietud.

—¡Este comportamiento encaja en la norma! —exclamaba el hermano mayor, soplando los mofletes—. Es «un mecanismo de defensa» —la frase, por entonces, sonaba muy científica—, y con ello, según mi padre, los adolescentes intentan ocultar su inexperiencia, su torpeza, su inseguridad o, para decirlo más claramente, su cojudez en los asuntos del corazón.

—Y algo más —agregaba el menor—, que a lo mejor sea lo esencial: miedo a los retos de la vida.

(Por esos días, para colmo, la moda entre los padres era decirles a sus hijos que debían aprovechar al máximo cada día de su juventud, y esto nos impulsaba a continuar; más adelante todo sería trabajo, rutina, pantano mental).

Los comentarios abundaban en detalles. Unos decían que la Zurda se perfumaba el vello púbico (Chanel N.º 5, según Aníbal Madueño) y que sus gemidos de placer se percibían súbitamente cuando su boca se hundía en tu cuello con una estremecedora vaharada de aliento caliente; otros, más estadísticos, daban cuenta de los minutos de contoneos que Irina acumulaba al día tumbada boca arriba en una colchoneta.

—¿En una colchoneta? —indagué, intrigado.

Mi primo Mario asintió con la cabeza:

—Ella se echa en una colchoneta, con el vestido recogido sobre el vientre y las piernas en escuadra, las cuales abre y cierra intermitentemente, como si se abanicara, y lo hace siempre mirándote a los ojos… —y luego, cambiando su tono de voz, casi en un susurro, añadió—: ¿Qué pasa, Fernando? He visto que cada vez que te llega el turno cedes tu lugar. Y ya vas para una semana en ese plan…

Los demás chicos, que estaban con las orejas paradas, se volvieron hacia mí. Y enseguida, sesgando muecas de mocosos despectivos, me dijeron con sus crueles miradas algo así como «Ya es hora de que mojes la pluma, pedazo de imbécil».

—Lo haré pronto —dije.

—¿Qué tan pronto?

—Bueno, tal vez lo haga hoy.

—¿Estás seguro?

Ambos estábamos aguardando en la cola con otros siete u ocho muchachos. La gente que nos veía, sentados en un murito, observando el mar, debía pensar que nos dedicábamos al zen o bien a otra forma de vida contemplativa.

—Sí —dije.

Mario sonrió:

—Yo lo que pienso es que te mueres de nervios.

—Sí —confesé.

—¿Es cierto? —se sorprendió Mario.

—Sí.

Mi primo soltó una carcajada y enseguida me revolvió el cabello con una mano:

—¡Vamos, no seas ridículo! —dijo entonces, campeoncito, mirando en forma desafiante las olas—. El truco consiste en atravesar el garaje inmediatamente después de la resaca y trepar el muro. Y lo mejor es hacerlo cuando el agua te llegue a la cintura, cerca de la mitad del muro, donde hay algunos salientes para apoyar los pies. Luego, el resto se hace fácil.

Sin embargo, aunque yo no era un nadador de los mejores, ese no era mi principal miedo. Lo que yo temía en verdad era algo que, de tan obvio, daba vergüenza: mi iniciación en el sexo y, lo que aún me asustaba más, aquello de lo que nadie hablaba pero que ninguno de hecho olvidaba nunca: la jetta, los besos de la Zurda, ese estúpido chisme que sabía el diablo quién había inventado y que nos traía locos, incluyendo a los muchachos más grandes, de diecisiete y dieciocho años, que aparecieron al tercer día, atraídos por los rumores, y que se reían diciendo «¡Qué tonterías son esas de que las zurdas traen mala suerte!», pero que, una vez ante ella, precavidos, tampoco se atrevieron a besarla en la boca, a juzgar por las fanfarronadas y los relatos en los que describían exageradamente sus malabares en la colchoneta.

—Este año cumples los trece, Fernando —me dijo el menor de los Mendieta Solana, que tenía catorce—. Esa era más o menos la edad de Romeo cuando cachaba con Julieta.

—Lo haré —dije.

—Eso esperamos —intervino el hermano mayor.

—Lo haré —repetí.

Pero no lo hice, pues ese día aparecieron tres chicos mayores, de otros barrios, que nos empujaron con prepotencia, robándonos los puestos de la cola, y a causa de ello, cuando estaba a un tris de mi turno, la Zurda decidió retirarse a su casa. De ahí que, a iniciativa de mi primo Mario, los chicos de mi grupo, poniéndose todos de acuerdo para cederme sus lugares, convinieron que al día siguiente yo debía hacer mi marca de todas maneras.

Las horas de atención de la Zurda eran de dos a cuatro de la tarde, horas de la siesta, en las que arreciaba el calor y que habitualmente los punteños pasaban dormitando en hamacas o en habitaciones refrescadas por ventiladores. Eran horas apacibles, silenciosas, de calles vacías, sol reverberante y un intenso y dulzón aroma a buganvilias.

Y así, en esa modorra, iría finalmente a mi encuentro con la Zurda.

—No olvides traernos un pendejo de recuerdo —vociferó Aníbal Madueño, asqueroso como él solo, cuando me vio trepar las ruinas de muros y veredas rotas rumbo al inundado garaje.

Mi reloj señalaba las dos en punto y yo era el primero de la tarde. Y ahora, de plano, no me quedaba escapatoria: debía continuar, acatar el plan que todos cumplían religiosamente. Llegar adonde estaba la Zurda, bajarme los pantalones, tirar, no demorarme más de quince minutos. Si uno excedía el tiempo establecido, quienes aguardaban su turno afuera, en coro, se largaban a silbar como trenes de sierra. A veces, eso sí, se toleraba algún retraso. Mi primo Mario, en su primera vez, tardaría casi veinte minutos.

Yo me proponía no pasar de diez minutos. Quería demostrar que podía ser el más rápido del grupo; después me informaría que, en lo concerniente a placeres, la lentitud resulta lo más aconsejable. Unas horas antes, en la mañana de ese día, había rezado media hora en la iglesia, con fervor de beata, para que todo saliera bien. Pero entonces, de pronto, me vino un temor absolutamente nuevo: ¿Y qué pasa si la Zurda me rechaza? ¿Qué hago si me dice que aún estoy muy niño para ella?

Mientras me detenía al borde del abismo, inquieto ante una larga y estrepitosa ola que avanzaba encajonada entre los flancos del garaje, me dije que, en caso de producirse una situación de ese tipo, podía mentir. Le diría que estaba a punto de cumplir catorce, como ella.

La ola reventó, exuberante, con una lluvia de espuma, y, unos instantes después, dejó al descubierto unas escalerillas con peldaños sumergidos. Me apresuré a bajarlos e hice lo que me habían dicho un millón de veces: cruzar la resaca, trepar velozmente el muro. Pero en la subida, cuando apenas faltaba medio metro para alcanzar la cima, uno de los salientes se desprendió y perdí pie. Quedé colgado, aferrado a un ladrillo con ambas manos, pataleando en el aire. Fueron unos instantes en que toda la sangre de mi cuerpo latía agolpada en mis brazos y en mi cabeza, el mar bufaba —otra ola avasallaba el boquerón de la puerta falsa, previo al garaje— y mis pies, en su tanteo desesperado, ubicaban providencialmente un nuevo punto de apoyo.

—Tranquilo, tranquilo —oí entonces que alguien me decía. Era una voz dulce, aunque firme, que parecía venir del cielo. Levanté la mirada.

En lo alto del muro, vestida con su falda liviana y sus blancas mediecitas cubanas, la Zurda me observaba, sonriendo. Sostenía el cabo de una soga, que de inmediato me tendió, tras haber atado el otro cabo a los restos de una columna.

—Ya lo tengo —dije agarrando el cabo.

—Bueno, ahora sube, rápido —ordenó ella—. La ola viene con fuerza.

Bastó un solo impulso para rebasar la cima y estar a buen recaudo. La ola pasó tronando, ventosa, agitando mis cabellos, remeciendo los muros, mojándome.

Unos momentos después ella me ofreció una toalla:

—Quítate la ropa y sécate —dijo, distanciándose unos pasos. Esto me desconcertó. Yo había oído incontables veces que los chicos, chorreando agua salada, se arrojaban entre sus piernas, sin que ella se inmutara.

¿Qué le ocurría conmigo? ¿Por qué me pedía a mí que me secara? En tanto me frotaba con la toalla, ya desnudo, la Zurda contemplaba a unas gaviotas sobrevolando el océano. (Años más tarde, en un libro, descubrí el erguido perfil de un mascarón de proa: me recordaría su postura de esos momentos).

—¿Estás con frío? —pregunté.

Ella contestó, distraída:

—Sí, tengo frío… —y giró sobre sus talones—. Lo tengo desde hace unas semanas… ¿Crees que estoy enferma?

—No lo sé —tartamudeé.

—Debo estarlo —dijo—, porque no es normal. Hace un calor horrible para que yo sienta este frío tan raro.

Tuve la impresión de que quería decirme algo:

—Mira… —dije.

—Irina —me cortó ella—. Me llamo Irina.

—Bueno, Irina, si te sientes mal, me puedo ir —hablaba un tanto atropelladamente, titubeando en exceso; aparte de mi confusión, me incomodaba hallarme completamente desnudo frente a ella—. Yo… yo no quisiera…

La Zurda se sentó sobre la colchoneta, la famosa colchoneta que solo entonces veía con mis propios ojos y que, debido al sol y la intemperie, mostraba el plástico celeste que oficiaba de tapiz bastante ajado y descolorido.

—Tú eres distinto a los otros —me dijo—. ¿Lo sabes?

Negué con la cabeza.

—Eres distinto —insistió.

—No sé de qué hablas.

—¿No lo sabes?

—¿Te refieres a mi edad? —murmuré, angustiado.

—Me refiero a que eres… más real —sonrió, y comenzó a abrirse la blusa, calmadamente. Sentí que mi corazón aceleraba sus latidos—. Ven, ven —ronroneó luego, vidriosa la mirada, estirando una de sus manos—, ven aquí. Creo que tú sí me vas a dar calor.

¿Se estaba burlando de mí? ¿Les decía esa clase de cosas a todos los muchachos?… Cerré fuertemente los ojos, avancé dos trancos y, estremecido de pies a cabeza, caí en sus brazos aplastando mi cara entre sus pechos. Eran unos pechos suaves, redondos, sensitivos, que olían a jabón y a talco para niños.

Ignoro si le di calor o no, ni si realmente le proporcioné placer, o si, en algún momento, me cuidé, mientras la abrazaba, de fundir mi boca con la suya. Tan intensas y novedosas eran las sensaciones, tan vertiginosas sus manos y sus gemidos, tan aterciopelada su piel que besaban mis labios, que todo, todo lo bueno y lo malo del mundo, todo lo vivido y lo soñado, se iba desvaneciendo dentro de mí en una bruma cálida.

Mis manos, mi cuerpo, mis más íntimos temblores, se veían por primera vez, piel contra piel, apretados a un sueño. Esta bella y fabulosa experiencia, cuyas huellas ahora son más que evidentes, la repetiría tres veces. Aunque ninguna tarde, me parece, resultó tan memorable y gloriosa como la de mi debut. A pesar de rebasar a mi primo Mario, demorando casi veinticinco minutos, no oí, gracias a la buena voluntad del grupo, el impaciente, bullicioso coro de silbidos.

Después, se me concedería ese honor. Disfruté incluso, como únicamente un muchacho tímido puede hacerlo, ante una andanada de reproches e invectivas: «¡Pendejo demorón!», «¡Qué conchudo eres!», «¡Ya te sientes el más trome de todos!».

Aquella tarde, además, quedó sellada con una singular despedida. Antes de que yo volviera a empaparme en el tormentoso garaje, ella, Irina, puso dos de sus finos dedos sobre mi boca, como haciendo una reja, y los besó. Un gesto rápido, tierno, que me dejó pensativo. ¿Se protegía de algo eludiendo los besos en la boca? ¿Acaso ese terco repudio a ser besada, y en ello no podían intervenir las mellizas Arteaga, constituía la verdadera causa de los rumores? ¿Qué la atemorizaba? ¿La mononucleosis? ¿Estaba, como muchísima gente en esos años, obsesionada por la invisible existencia de los microbios?

Sea lo que haya sido, lo cierto es que, con lo que pasó a fines de ese verano —el arribo del Pato Mesones, el más bacán de todos los bacanes, recién bajadito de los Estados Unidos—, la oscura reputación de la Zurda, o la leyenda negra de Irina Marovich, como decían los cada día más intragables Mendieta Solana, terminó por asentarse definitivamente.

Compañero de colegio de mi primo Mario, divertido y muy desenvuelto, el Pato Mesones, prototipo agringado del joven deportista que gustaba a las mujeres, venía de unas vacaciones de dos meses en Chicago. Su último mes, marzo, lo pensaba pasar, como de costumbre, en La Punta. El Pato estaba en cuarto de media. Tenía el cabello rubio cenizo y una sonrisa simpática, natural, despreocupada, que lo ponía siempre por encima de todo. Era casi como ese tío increíble que aparecía en los carteles de publicidad fumándose un Camel en la cumbre de una montaña.

Además, el prestigio del Pato rozaba el cielo:

—Mi padre me llevó a conocer el club de conejitas Playboy —nos dijo no bien se cayó por la playa.

—¿De veras? —interrogaba una multitud de muchachos.

El Pato sonreía, natural, despreocupado.

¿Qué más se le podía pedir a la vida?, pensaba yo. ¿Acaso quedaba algo? Quedaba algo, sí; o quedaba mucho, según como se lo viera. Por ejemplo, ser dueño de un Thunderbird color verde agua con llantas de bandas blancas, asistir a un concierto en vivo de Elvis Presley o también… besar a la Zurda. (Besarla, claro está, exonerado de funestas secuelas, como si contáramos con la anuencia divina para morder la fruta prohibida).

Y a esto último se consagró el Pato a los tres días de haber llegado.

A diferencia de quienes se reían del visceral pánico que nos embargaba, el Pato opuso impecables razonamientos. Dijo que la suerte, en gran medida, dependía de uno mismo. Y que el azar, los imponderables, las casualidades, si bien podían trastornarnos la vida, no cambiaban del todo las cosas, pues cada cual, con sus actos, su voluntad y su materia gris, tenía la posibilidad de labrarse su destino. No lo dijo exactamente con esas palabras, pero estas eran más o menos las ideas.

—¡Yo la voy a besar! —profirió con gran seriedad.

Todos lo miramos, incrédulos.

—¡Y le meteré la lengua hasta el esófago! —alardeó.

Acto seguido fijó fecha y hora y, para no dar lugar a dudas, le pidió al mayor de los Mendieta Solana que nombrara dos testigos: el Bebe Souza y un chico llamado Jaime Arrieta, que era el campeón de patillo —ocho saltos de piedra en el lomo de los tumbos—, se ofrecieron a presenciar los hechos. Y un martes, el último martes de marzo, a las dos de la tarde y con los dos testigos apostados en miradores estratégicos, el Pato salió a cumplir con su palabra.

No se llenó de amuletos (como muchos creían), ni se chupó, ni vaciló siquiera por un instante. Una vez frente a la Zurda, según Arrieta, procedió con las viles maneras de un orangután. De un empujón la tiró al suelo, saltó encima de ella y con una garra le inmovilizó la cabeza sujetándola de los cabellos. La Zurda intentó defenderse: peleó, arañó y escupió. Fue en vano. El Pato precipitó sus labios sobre los sorprendidos labios de la Zurda: la besó.

Para el Bebe Souza (trepado en los escombros de un alero y con un óptimo ángulo de visión), cuando la Zurda sintió que la besaban, emitió un débil chillido al que seguirían una risa de hiena y una gama de temblores corporales. Después, se calmó y se incorporó. Fue entonces que el Pato, ya sin brusquedades, sonriente, se acomodó entre sus piernas, en tanto que ella, entornando los ojos, echando la cabeza hacia atrás, ondulando el cuerpo, se colgaba de su cuello con ambas manos y entregaba dócilmente su boca. La excitación de la Zurda, según Arrieta, culminó en abierto desenfreno. Según el Bebe Souza (notario de múltiples hazañas del grupo y en quien confiábamos más), los movimientos de la Zurda fueron limpios y armoniosos.

Cuando el Pato salió de la casa-barco, veinte muchachos lo aguardábamos emocionados.

—No ha sido nada, patas —nos diría con esa falsa modestia del triunfador—. No ha sido nada. Después del primer beso, los otros vinieron en catarata.

No había nada más que decir.

Por un buen rato alguien contó infinidad de chistes muy graciosos, muy machos, muy estúpidos.

Esa tarde, fresca, luminosa, de cielo despejado, fuimos todos —los veinte muchachos— a bañarnos juntos a Cantolao. Nadamos hasta el segundo espigón de la escuela naval, que era el punto de reunión de los superbacanes, y ahí, al vaivén de los tumbos, por más de una hora, flotando con el agua al cuello, nos quedamos charlando tonterías mientras se hacía de noche.

A eso de las nueve y media regresé a mi casa. Mi primo Mario, que se alojaba con nosotros —ocupando la parte de abajo de mi cama camarote—, hizo lo mismo. Se nos caían los ojos de cansancio. Saludamos a mis padres, tomamos unas frutas del refrigerador y, sin más preámbulos, nos despedimos. A las diez, me dormí. A las once y cincuenta minutos —miré el reloj despertador— una batahola de gritos y sirenas ululantes nos despertó con un sobresalto semejante al que suscitan los terremotos.

Lo que ocurría era peor que un terremoto. Era la hecatombe que, en el fondo de nuestros corazones, muchos de nosotros esperábamos. No lo deseábamos ni lo admitíamos del todo; pero lo presentíamos. Yo, al menos, me había dormido esa noche sabiendo que las cosas iban a recuperar el orden que les correspondía.

Mi primo Mario salió disparado hacia la calle y retornó en cosa de segundos para darnos la noticia:

—¡Se incendia la casa del Pato! —gritó.

Bomberos, chorros de agua, tumultos de gente en piyama y camisón. La casa del Pato —a menos de una cuadra de la nuestra— era una confusión de humo y lenguas de fuego que salían por las ventanas. De pie en la calzada, él mismo y sus padres, lívidos por el espanto y el resplandor de las llamas, daban la impresión de no creer lo que veían.

—Es la venganza de la Zurda —murmuró mi primo Mario—. Eso es, Fernando. Está clarísimo.

—Sí —repuse yo, anonadado—. Lo sé.

Venganza por partida doble, dirían otros, pues dos días después, como para taparles la boca a los escépticos —que nunca faltan—, aconteció una tragedia adicional. De su casa de Miraflores (adonde su familia se había mudado), despeinado y con la perfecta mirada de un toro de lidia, el Pato fue sacado en camisa de fuerza. Se decía que le había pegado a su padre, pateándolo en el suelo. En realidad, desde el incendio, cada vez que el padre se le cruzaba en el camino, le daba una pateadura salvaje de estibador portuario, y cuando lo detuvieron, la empleada de los Mesones ya había contado más de siete. De manera que, en una de esas, amoratado y con varios dientes de menos, el padre del Pato llamó al manicomio.

Lo encerraron un mes y, tras una sesión de infructuosos electroshocks, se lo llevaron a los Estados Unidos. Lo internaron en la clínica más avanzada de enfermedades mentales.

Y luego se acabaron las noticias.

Al verano siguiente tan solo se supo que el Pato seguía metido en la misma clínica, y al otro verano, nos dijeron lo mismo, hasta que poco a poco, casi sin darnos cuenta, conforme pasaba el tiempo, los muchachos fuimos perdiendo interés. Y así, un buen día en que charlaba con unos nuevos veraneantes, me tocó oír lo que por entonces me pareció la más insólita de las preguntas que alguien pudiera formular:

—¿Y quién es el Pato Mesones?

Sacudí unos instantes la cabeza, chistando:

—¿Hablan en serio?

—Claro —replicó uno—. ¿Quién es?

—Bueno, no sé cómo decirlo… —dije, evocando la sonrisa simpática y natural de nuestro amigo—. Digamos que el Pato fue el único muchacho que besó a la Zurda.

—¿A la Zurda? —intervino otro—. ¿Y quién es la Zurda?

Esta vez no contesté.

Más tarde alguien me dijo que esos nuevos veraneantes no cejaron en satisfacer su curiosidad y que por varios días se la pasaron preguntando acerca del Pato y la Zurda, hasta que tocaron la puerta de los Mendieta Solana y encontraron solo a la mamá:

—¿La Zurda? —contestó la señora—. A decir verdad, yo no recuerdo haber conocido a esa muchachita de la que mis hijos hablaban a escondidas, pero no creo que sea gente decente. Una señorita correcta, de buenos modales, nunca consentiría que le pusieran un apodo tan ordinario.

Como en algún momento les sucede a casi todas las personas, experimenté por esa época la extrañeza y la desolación de comprender que la vida no es más que una constante sucesión de extravíos. Vivimos, atesoramos ideas, imágenes y sentimientos, y los perdemos. Perdemos, junto con la inocencia, el rubor de las mejillas. Perdemos lo tangible y lo intangible: la ilusión, los sueños, los viejos juguetes de la infancia.

Y también perdemos casas enteras.

En el verano de 1963, cuando mucha gente de La Punta emigraba hacia Ancón (una playa tipo Miami que se había puesto de moda), ya varios edificios habían desaparecido en el balneario —los vestidores del malecón Pardo, el hotel Internacional—, y, entre ellos, el más lúgubre y el más entrañable de todos, el caserón tipo barco que habitaba la Zurda, demolido dos años después de que el Pato partiera hacia el olvido.

Los Marovich habían sido sus últimos (aparte de sus más célebres) inquilinos. Estuvieron apenas un verano, el verano en que todos conocimos a la Zurda, y luego se hicieron humo. Ciertamente, nadie los buscó, pero tampoco ninguno de ellos, por largo tiempo, se hizo notar. Siguieron con nosotros, si se quiere, teñidos de nostalgia, en los recuerdos y en los más caprichosos rumores y chismes acerca de su paradero.

Claro que no todo fue añoranza. Si bien a las lindas hermanitas González Vigil la Zurda no les suscitaba otra cosa que indiferencia, la mandaron con toda su familia de regreso a Yugoslavia; y las venenosas mellizas Arteaga la enviaron aún más lejos. Aseguraban que el padre de la Zurda había muerto y que ella y su madre trabajaban como putas en los corralones de la avenida México. Sin embargo, por alguna razón desconocida, a muchos nos pareció más verosímil lo que habían oído los Orbegoso, unos punteños con fundos en el norte: ubicaron a los Marovich en una ferretería de mucho éxito en Trujillo, y más adelante, tras precisar que estos habían vendido a buen precio su floreciente negocio, los afincaron en Venezuela.

Aquellos periplos, reales o fantasiosos, que les atribuían, abonaron el terreno para que Aníbal Madueño, años más tarde, iniciara una larga y acuciosa pesquisa sobre los Marovich, interrogando a cuanto yugoslavo o descendiente de yugoslavo iba conociendo. (Habían transcurrido casi veinticinco años y el único de nuestro grupo de amigos que seguía pasando las vacaciones en La Punta era el propio Madueño, ahora conocido abogado tributarista. A mi primo Mario no lo veía, y con los Mendieta Solana, dedicados al negocio textil, me había cruzado apenas un par de veces. Ambos tenían dos o tres divorcios a cuestas, y vivían todo el año en Punta Hermosa. Del resto, a excepción de Jaime Arrieta, que se convertiría en adicto a la cocaína, entrando y saliendo cada cierto tiempo de la clínica San Isidro, nada supe, ni quise saber. La vida separa a las personas, llevándolas por caminos diferentes, y yo siempre he reconocido en ese natural devenir una gran sabiduría).

A Aníbal Madueño, ahora un tipo francamente simpático, después de no haberlo visto por varios lustros, lo volví a frecuentar, al principio por razones profesionales —yo soy periodista; él, en su condición de enciclopedia en normas legales, mi fuente de información—, y luego, con el pretexto de tomar un café o beber una copa, encarnó paulatinamente en ese lugar común que solemos llamar «un amigo de la infancia».

—Sé que te puede parecer ridículo —me dijo Aníbal en uno de aquellos encuentros; nos habíamos citado en la librería El Virrey, en la calle Dasso, y de ahí nos trasladamos a la terraza del café D’Onofrio—, pero este asunto, no sé por qué, me intrigó más de la cuenta.

—Bastante más —dije yo—. Y creo saber la razón.

Aníbal me miró, animándose:

—¿Te refieres a que yo fui el último que vio a la Zurda?

—Eso no es exacto. Por lo menos éramos diez los chicos que estábamos sentados en un murito del malecón, tristones, cabizbajos, charlando sobre lo que le había pasado al Pato, cuando en eso apareció ella, etérea, como una pluma que empuja el viento. ¡Todos la vimos! —yo recordaba y veía la escena, como en una película—. La Zurda caminaba sin mirar a nadie, ¡y estaba radiante!… Me refiero más bien a que tú fuiste el último que le habló…

—Tienes razón —concedió Aníbal—. En un arrebato me aproximé a ella y la acompañé por el malecón, y luego llegamos hasta la puerta de su casa.

—Y le preguntaste por qué no iba a la parte trasera de la casa-barco, ¿no es cierto? Eso, al menos, fue lo que nos contaste. Desde el incendio no se había presentado más a recibir a los muchachos, que se morían de ganas de volver a tirársela.

—Pero eso no fue todo lo que le dije —su tono de voz se tornó grave—. Le dije muchas cosas más, aunque esas no las conté, porque estaba seguro de que todos se habrían burlado de mí.

—¿Qué cosas?

—Le dije… que estaba enamorado de ella.

Se hizo un silencio, y yo me encogí de hombros.

—Mira, si se trata de ser realmente sinceros, pienso que todos estábamos enamorados de ella.

—Sí, pero nadie, en esos días, lo hubiera confesado.

—Es posible.

—A lo sumo algunos hubieran aceptado otra cosa.

—¿Qué?

—Que estaban enchuchados.

—También es posible.

—Bueno, Fernando, entonces puedes entender ahora que mi relación con la Zurda era importante.

Bebí un sorbo de café antes de contestar:

—Aníbal, toda esa importancia se reduce a un punto: te parecía terrible estar fascinado por una chica que estaba con cualquiera.

—No, no —Aníbal se repantigó en su asiento—. Eso no me preocupaba un cuerno. Yo la había conocido haciendo cola, como uno más. Quería hacerla cambiar.

—¿Cómo es eso?

—Regenerarla… Esa era una de las palabras que usaban los Mendieta Solana. Decían que la Zurda era alguien traumado que no podía regenerarse.

—¿Le dijiste que querías hacerla cambiar?

—Sí, y también agregué que me casaría con ella una vez que terminara el colegio.

Me reí unos segundos, pero luego me callé abruptamente, pues me incomodó la expresión de Aníbal. No era que luciera muy serio o se tomara aquello a la tremenda; su mirada, su boca fruncida, reflejaban una nerviosa y fatigada serenidad, como cuando se miran las primeras lampadas de tierra cayendo sobre un ataúd.

—¿Y qué te respondió? —pregunté.

—Me dijo que yo era como tú…

—¿Como yo?

—Sí, como tú.

—¿Dijo mi nombre?

—¡Claro que sí! Dijo que a ti y a mí se nos veía una luz blanca entre los dedos. Así fue como lo dijo, y yo debí comprender algo en esas palabras tan extrañas, pues asentí varias veces con la cabeza. Y también dijo que tú y yo éramos las personas que más le gustaban…

(¡Era simpático de veras Aníbal Madueño! ¿Cómo me podía haber caído tan mal cuando era adolescente?).

—¿Y te dio alguna esperanza?

—Ninguna. Pero fue muy delicada para rechazarme, incluso tomó una de mis manos entre las suyas… y luego, de pronto, me dio sus motivos. Dijo que ella ya estaba enamorada.

—¿De quién?

—Ahí es donde está el problema —murmuró Aníbal.

—¿Qué problema?

—Que no me lo vas a creer.

—¡Vamos! ¡Dímelo ya!

Aníbal contempló un instante el paso de dos bellas chicas a través de la mampara.

—De Marlon Brando —contestó.

Su respuesta, tan inesperada, me dejó boquiabierto.

Muchacho bueno disfrazado de malo. Actitud irreverente, mirada hosca y sexual, pose de qué chucha quieres conmigo, compadre. La Zurda había quedado prendada del fabuloso Brando de Nido de ratas. La película la habían pasado por casi dos semanas en La Punta. ¿Enamorada de Brando? ¿Qué significaba aquel absurdo? Una niñería, un evidente gesto de inmadurez; nada más. Irina Marovich no era una lunática, sino una bella chica con la cabeza llena de pajaritos, alguien que anhelaba ofrecer su palpitante corazón en bandeja.

—No había manera de competir —continuó Aníbal con una vaga sonrisa—. Si Marlon Brando hubiera vivido en Lima, con nosotros, quizá yo habría tenido una chance. Pero quedándose ahí, en la pantalla, arrasaba con cualquiera.

—Creo que te estaba diciendo otra cosa —aventuré yo—. Si alguien te dice que está enamorado de un actor de cine, te ha querido decir definitivamente otra cosa.

—¿Qué?

—No lo sé. Yo ya estoy muy viejo para saberlo.

—A mí me debe pasar lo mismo —dijo Aníbal.

—Esas cosas se saben a una edad determinada o no se saben nunca —concluí.

Y después de un largo silencio, pregunté:

—¿Y no te dijo nada del Pato Mesones?

—Muy poco. Si mal no recuerdo, fue de lo primero que le hablé, y en un dos por tres me obligó a cambiar de tema: «No quiero saber de ese infeliz», me dijo en un tono carente de animosidad. «No me gusta la gente cobarde».

Lo que nos hizo más amigos a Aníbal y a mí, actualmente, fue una nítida coincidencia de criterios respecto de la Zurda. Ni él ni yo la clasificábamos. No la considerábamos loca, o puta, o idiota, o ninfómana. A lo sumo, me parece, decíamos que había sido una chica audaz, un poco descocada y con una sensibilidad fuera de lo común. No se nos cocinaba mucho su rollo con Marlon Brando, pero este, de alguna manera, había justificado su romance con Ramón, el rocanrolero de la moto, de quien tampoco nunca más volvimos a saber. Era probable que Ramón hubiera vuelto a Lima tras cuatro años marchando por los laberintos de la selva, y que no alcanzáramos a verlo, pues muchos de nosotros habíamos dejado de veranear en La Punta.

—Si lo viéramos en la calle, creo que seríamos incapaces de identificarlo —dije yo.

—Habría que mirarlo bien a los ojos —comentó Aníbal.

—¿A qué te refieres?

—Yo examiné detenidamente a Ramón, y después de lo que me dijo la Zurda de su enamoramiento, recordé que Ramón tenía esa mirada de indolencia y hastío insondable que a veces ponía el bueno de Brando en sus películas.

(Mi abuelo materno hablaba siempre de las miradas que lo decían todo; él pensaba, y somos de la misma opinión, que las más íntimas manifestaciones del alma no están hechas de frases profundas o de hallazgos geniales, sino de miradas secretas, frases truncas, sonrisas contenidas y polvo de estrellas).

A la sexta o sétima reunión de café en la alegre terraza del D’Onofrio, mi amigo y yo llegamos a una conclusión, o algo que, a modo de consuelo, queríamos tomar por el posible final de este gran misterio que, decidimos, nos incumbía.

—Las hermanitas González Vigil estaban en lo cierto —dijo Aníbal, rascándose el lóbulo de una oreja.

En su pesquisa sobre la colonia de yugoslavos de Lima, Aníbal había tropezado con unos Marovich, los únicos que figuraban en la guía telefónica (pero que afirmaron no tener parentesco con ninguna chica llamada Irina), y que, por ayudar a Aníbal o por un súbito interés genealógico, lo pusieron en contacto con una familia de apellido Kovack (investigadores de las migraciones balcánicas), que a su vez lo presentaría a un tal Igor Milosevic. Este sujeto, de profesión publicista, dijo haber conocido muy bien a los Marovich, y en particular a su hijita Irina, de quien no guardaba buenos recuerdos, pues esa mocosa infernal, decía, le propinaba puntapiés en la canilla cada vez que la familia de ella y la suya se visitaban.

—¿Dónde los puedo ubicar? —interrogó Aníbal procurando disimular su ansiedad.

—Están en Yugoslavia —respondió Milosevic—, en algún lugar de Serbia, lo cual quiere decir que no será nada fácil encontrarlos.

(¿Cómo lo supieron las González Vigil?, pensé. ¿Contarían con datos de buena ley o, sencillamente, se dispararon con una hipótesis que dio en el blanco?).

—¿Y no les enviaron cartas?

—Dos o tres en el primer año —sonrió Milosevic—. Eran unas cartas largas, colectivas, muy divertidas. Hablaban de la gente que conocían y de lo bien que se habían establecido a su llegada. También hablaban del mariscal Tito y del entusiasmo de la gente por el futuro del país. Luego dejaron de escribir y les perdimos el rastro.

Es difícil, ahora, aquilatar en su real dimensión todo lo vivido durante aquel verano. A la luz de los años, remontando las oleadas de prejuicios sociales, morales y culturales sepultados en el camino, la historia de la Zurda muestra a duras penas el encanto de un mueble viejo. Aníbal se ríe hoy de la increíble superstición que se tejiera en torno a ella, sobre la cual no hemos hallado antecedentes en leyendas populares, locales o extranjeras, y me recuerda que yo temblaba como un papel ante la posibilidad de que Irina Marovich me besara. A decir verdad, me gusta oírlo reír. Y me gusta cómo dice las cosas que dice, pues no se está mofando de mí ni de sí mismo. Está solo siendo afectuoso. Está, sobre todo, afinando, probando y arrancándole melodías, tan simples y hermosas para nosotros, a ese precioso Stradivarius que es la memoria de dos amigos que intercambian recuerdos.

La última vez que nos vimos en el café D’Onofrio, seguía riendo mientras contaba vivazmente acerca de no sé qué amigos a quienes les escondió sus aletas, arpones y máscaras de buceo, cuando yo puse sobre la mesa un ejemplar del Newsweek.

—¿Qué ocurre? —preguntó Aníbal al advertir que yo asumía una actitud de expectativa.

—Tengo una duda —le dije—, que quizá sea una idiotez, pero me la quiero sacar de encima. La semana pasada, en mi revista, hicimos un amplio reportaje sobre la guerra de Bosnia. Lo común, en estos casos, es acopiar y revisar los artículos de nuestros comentaristas internacionales y cotejarlos con lo que se dice en otras publicaciones. De manera que, pidiendo al archivo que me sacara recortes de las últimas publicaciones, me metí de pico y patas en el tema.

—¿Y?

—Y encontré esto —dije, abriendo el Newsweek—. Mira bien esta foto.

Aníbal se puso sus anteojos de leer. Una enorme foto de doble página e impresa a color llenaba la página central de la revista. Era la primera de una serie de ocho páginas, de un informe especial sobre las mujeres que combatían en Bosnia-Herzegovina.

La fotografía mostraba una calle llena de escombros y edificios bombardeados, humeantes, donde se veía a cuatro mujeres vestidas con botas y uniformes verde oliva. Tres de ellas, agazapadas, en cuclillas, apuntaban con sus fusiles hacia puntos lejanos y presuntamente amenazantes. La cuarta, en cambio, de pie, solo se limitaba a mirar. Era una mujer rubia, ligeramente gruesa, de rostro anguloso y gesto adusto. Tendría más o menos unos cuarenta años y, como si pensara en correr hacia un nuevo emplazamiento, sostenía firmemente su fusil pegado al cuerpo. Lo sostenía con la mano izquierda.

—¿Estás pensando en esta? —señaló Aníbal con el dedo a la mujer del gesto adusto.

—Sí —me apresuré a decir.

—¿Te parece?

—Mírala bien. Es su misma forma de cara y su mismo color de pelo, y también su misma manera de ponerse en pie, como un mascarón de proa. ¡Y mira los nombres que ponen! Ahí dice Irina Zubovic. Tal vez se casó y ese es el nombre de su marido.

—Y además es zurda —observó Aníbal.

—¡Así es! —casi grité yo.

Por más de media hora nos quedamos mirando y comentando la fotografía, en un estado de ánimo exaltado, efervescente, que en dos ocasiones llamó la atención de los parroquianos de las mesas vecinas. Pero luego, como era natural, la emoción bajó, y retornaron las dudas iniciales, la incertidumbre. Iríamos calmándonos, poco a poco, mientras evocábamos detalles que poco o nunca habíamos tratado, como las rodillas golpeadas de la Zurda, la fina forma de sus orejas, la línea griega y sutil de su nariz y su cuello.

—No, no me lo creo —concluyó finalmente Aníbal—. Y no es que me resista a echar por tierra mi terca predisposición a embellecer las cosas. Ocurre tan solo que no acepto que esta mujer tan ruda, que de hecho se dispone a matar a alguien, sea la Irina Marovich que nosotros conocimos.

—¡Bueno, basta y dejémonos de tonteras! —dije yo—. No es ella. De plano, no lo es. No sigamos más con este asunto —y en un santiamén enrollé la revista y la guardé en el bolsillo de mi saco.

Después, nos despedimos y, como de costumbre, quedamos en llamarnos por teléfono la semana entrante. Pero esa noche, al volver a casa, a la medianoche (y un poco movido por varias copas de más), abrí nuevamente la revista y busqué con prisa, con vehemencia, la fotografía de las mujeres soldados de Bosnia. Pronto tuve ante mis ojos a la ruda mujer de pie. Y entonces sentí, o creí sentir, que una sonrisa se dibujaba en mis labios y que me brincaba el corazón de alegría, como en los viejos tiempos, cuando la Zurda se aparecía de pronto a pasear por los malecones.