39

La mañana del entierro de Carlotta despertó fría y sin compasión. En medio de una hermosa primavera, el clima había cambiado radicalmente. La lluvia era fina y caía como un velo sobre la ropa, y el viento golpeaba una y otra vez con una ligera ráfaga el rostro de Antonia, que entonces cerraba los ojos y esperaba a que pasara. En ocasiones, los cerraba durante un rato algo más largo y olvidaba todo, se olvidaba de Sandro y de Milo, que esperaban a cierta distancia.

El servicio religioso había acabado hacía tiempo, la Signora A y las demás mujeres del Teatro ya se habían marchado, y llegaban ahora otras que no había visto nunca. Casi todas eran jóvenes hermosas, que no mostraban tanta pena en el rostro, como miedo a encontrar algún día igual destino. Caminaban despacio y rodeaban en silencio la tumba, la observaban un rato y después se marchaban de la iglesia, una procesión funeraria de cortesanas, una marcha que tenía mucho de plegaria. Una de las mujeres, apenas una chiquilla, tocaba al laúd una y otra vez la misma canción: «¿Qué podemos hacer nosotras, pobres mujeres?». Todas las demás asistentes coreaban la melodía en voz baja. Había voces jóvenes, voces tristes, voces roncas y marchitas, pero todas conocían aquella canción, que hasta entonces Antonia no había escuchado nunca. Había más personas observando la actuación, la mayoría mujeres recatadas con rostros serios, y cuatro o cinco hombres que bromeaban disimuladamente.

Cuando aquellos también se fueron, Antonia se presentó de nuevo ante el agujero en el que, envuelta en un sudario de lino, yacía aquella mujer que había llegado a su vida hacía apenas unos meses, pero que se había hecho imprescindible y entonces volvía a desaparecer como un sueño, como un fantasma. Lo que le quedaba eran retazos de recuerdos, pequeños y luminosos fragmentos de las horas pasadas juntas. Algunas de aquellas joyas eran sus frases: «Por supuesto que eres una mujer inmoral. Yo no te querría si fueras moral», o «Cariño, solo tú serías capaz de encontrarle connotaciones eróticas a un montón de pedacitos de vidrio. ¿Tenían forma fálica, o qué?». Con ella, Antonia, que hasta entonces solo había sido capaz de expresarse a través del amor y de sus vidrieras, había hablado como con ningún otro ser humano. Carlotta estaba también en sus abrazos de hermana mayor, en los paseos otoñales al aire libre, en las palabras que nadie más que ella se atrevía a decir, en el cálido aroma a polvos de talco, en el amor, en la mirada melancólica, en su maternal...

Antonia sintió como si la estrangularan. Ya había visto durante ese año a demasiada gente cercana dejar este mundo como para no odiarlo, como para no temer profundamente a aquel suelo sobre el que se sostenía y en el que se hundían y desaparecían sus seres queridos.

Milo y Sandro se acercaron a ella para llevársela, pero no quiso. Creía que, mientras permaneciera junto a la tumba, Carlotta no se habría ido.

—No lo entiendo decía—. ¿Por qué lo ha hecho? A todos nos gusta vivir Todos tenemos algo que nos interesa, todos poseemos algo... Hay quien tiene tierras, casas, familias, amigos, alimentos, o un baño. Todo el mundo se esfuerza por seguir aquí hasta su último suspiro. Siempre es así, da igual si se trata de un granjero o de un emperador. Hasta los mirlos luchan por su vida. Está claro que es una batalla que terminamos por perder, pero lo que importa en realidad es la dignidad con que lo hacemos. ¿Qué hay de honroso en una muerte que no tiene ningún sentido? ¿Por qué se mató Carlotta? Yo... No lo entiendo.

Milo la abrazó.

—Había destruido todo lo que poseía —dijo—. Supongo que estaría perdida. No es que estuviera loca, al menos no es lo que pretendo decir. No, simplemente, sin esperanzas. No le gustaba su futuro.

Ella le miró. Se expresaba como si la hubiera conocido de verdad. Milo tenía algo de inteligente, de creíble en él.

—Yo no lo veo así —replicó Sandro—. No creo que fuera un suicidio.

Ella se volvió hacia Sandro.

—¿Qué quieres decir?

—La asesinaron. Unos días antes de su muerte, me contó que alguien había entrado en su casa, y que habían estado haciendo averiguaciones sobre ella por todas partes.

—¿Quién?

—Habrá que descubrirlo. Simplemente soy incapaz de creer que no haya ningún tipo de relación entre el allanamiento de su casa y su muerte.

—Si es así —exclamó Milo—. Contad conmigo. Os ayudaré, reverendo padre —tomó un puñado de tierra y lo arrojó sobre la tumba—. ¿Vienes? —le preguntó, entonces, a Antonia.

—Marchaos, yo voy en seguida.

Miró a los dos hombres, las dos únicas personas que le quedaban. Solo de pensar en perder a alguno de los dos, el pánico le atenazaba el corazón y la razón. Aquello era, de hecho, mucho peor que la muerte.

La lluvia arreció. Antonia se volvió hacia Carlotta por última vez.

—Yo... Llevo puesto el vestido que me regalaste. A ti te está mejor que a mí. En realidad yo quería devolvértelo, pero ahora, lógicamente, me lo quedaré y lo conservaré... hasta el final —luchaba consigo misma, buscaba un último pensamiento—. No hemos hablado lo suficiente, ni aprovechado el tiempo todo lo que deberíamos... Me pregunto, ¿qué habría sido lo último que me habrías dicho, si hubieras podido? ¿Me habrías dado un consejo? ¿Una última palabra cariñosa? ¿Una explicación de por qué...? ¿Es que echabas de menos a Hieronymus? ¿O es que Sandro tiene razón?

Cayó de rodillas sobre la tierra enlodada y marrón, y lloró.

—Quiero... quiero recuperarte, Carlotta. Alguna nada se te ha comido y yo... Nadie ha podido oír tus últimas palabras, no había nadie allí. Estabas sola, cuando... Es lo peor que me podías hacer. Estabas sola. Si hubiera podido cogerte en mis brazos una última vez, y escuchar un par de palabras al menos habría tenido algo, me habría quedado algo, aparte de un vestido, y yo no me sentiría como si te hubiera dejado en la estacada. Te quiero, Carlotta. Por favor... Perdóname lo que... si yo...

Su voz se hundió, ella miró al cielo y esperó a que algo ocurriera. Pero solo había lluvia. Millones de gotas que caían en la noche gris, golpeaban la tierra, se hundían en ella.

Su eterno susurro llenaba el mundo.