19
Cuando Sandro entró en el Vaticano en medio de la noche, el portero nocturno le entregó una carta. En la superficie del sobre estaba escrito su nombre, con una caligrafía que reconocería entre cien mil.
Al jesuita le pareció infantil que su corazón comenzara a latir como loco, y sin embargo, no pudo negarlo. Era como hacía catorce años, cuando había cruzado una mirada enamorada con Claudia Rocco, y como hacía once, cuando Beatrice Rendello, una viuda cinco años mayor, le había abrazado y acariciado por primera vez en su casa. Hasta entonces, nunca le había latido de aquella manera, con ninguna otra mujer, tan solo con Claudia, la primera mujer de su vida, y con Beatrice, la primera mujer que le había dicho que era un «hombre endiabladamente guapo», si bien no había sido lo de guapo, sino lo de «hombre», lo que le había alterado, pues hasta aquel momento solo él mismo se había considerado como tal, mientras que para todos los demás seguía siendo un muchacho. Aquel día, en ese momento, se sentía de nuevo como un chiquillo, sí, se sentía como si nunca hubiera habido ninguna Claudia ni ninguna Beatrice.
Todo porque Antonia había escrito su nombre en un sobre.
—¿Cuándo trajeron esta carta? —preguntó Sandro.
—Por la tarde. Era una mujer.
El portero le miró como si pudiera interpretar con precisión la expresión de Sandro. Sobre el escritorio había otros tres sobres, sobre los que había escritos con caligrafía femenina, los nombres de altos cargos religiosos, y no hacía falta mucha imaginación para figurarse que en cada uno de ellos debía hallarse una melancólica carta de amor, o indicaciones sobre el lugar y la hora del siguiente encuentro.
Abrió el sobre y leyó:
«¡Sandro!
Por favor, ven tan rápido como puedas a la via Veneziani. No tiene pérdida: junto a la iglesia de Santa Maria in Trastevere. Allí encontrarás una casa ruinosa, y en el primer piso, un pequeño alojamiento. Te esperaré ante la casa.
La prostituta Porzia vive allí, y quizá pueda ayudarte con el asesinato.
Antonia»
Evidentemente, Sandro se puso en camino de inmediato. Le enfurecía no haber regresado antes al Vaticano, pues si Antonia ya no se encontraba esperando en al via Veneziani, sería el lamentable colofón a una tarde de por sí desastrosa. Primero, Bianca desapareció, y con ella toda posibilidad de reconciliarse con ella y obtener respuestas a sus preguntas. Había perdido de vista en seguida a Forli, y después también a Ranuccio, Sebastiano y a su padre. Tras eso, no había tenido ninguna razón de peso para permanecer en la fiesta, y sin embargo se había quedado allí una o dos horas más, debatiéndose entre el deseo de beber vino, y la mala conciencia que le gritaba lo contrario. De hecho, había llegado a tener en las manos dos copas pero, en lugar de bebérselas, había vertido el contenido de la primera en un frutero, y el de la segunda, en un tintero. La próxima vez que Ranuccio escribiera una carta, lo haría con vino en lugar de con tinta.
Sin embargo, lo que de verdad le enfurecía mientras recorría apresurado el camino hacia la via Veneziani no era tanto que probablemente hubiera perdido la oportunidad de hablar con Porzia, aun cuando la conversación pudiera ser prometedora, sino que, de no localizarla, perdería también la ocasión de hablar con Antonia. Desde su charla con Carlotta, había pasado todo el día rebuscando las palabras adecuadas con las que disculparse, elaborando una buena explicación, desechando según qué giros, y todo ello durante y entre sus demás obligaciones. Probablemente habría pasado lo que quedaba de noche pensando en ello. El que Antonia le diera la oportunidad de olvidar la debacle del día anterior, y que él hubiera echado a perder esa oportunidad, aun cuando no hubiera sido consciente de ello, era una idea que le corroía, antes incluso de poder confirmarla.
Entre la oscuridad de una noche nublada con la luna en cuarto, la negra silueta de Santa Maria in Trastevere parecía un gran dedo índice señalando el cielo. Tras cada pieza de la columnata vagabundeaba un delincuente: ladrones, proxenetas, falsificadores... Sandro los ignoró y entró en la Via Veneziani. Registró con la mirada la estrecha y lúgubre callejuela, en busca de algún hueco en la oscuridad, de algún movimiento. Un par de gatos se cruzaron por su camino, y se refrotaron contra su ropa. Deseó haber cogido un par de lonchas de jamón de la fiesta, pero no era el caso, por lo que no le quedó más opción que apartar cuidadosamente a las hambrientas criaturas con palabras de disculpa.
Se sumergió aún más en el callejón. Tras un par de pasos, oyó un ruido procedente de una esquina negra como la pez, y al instante reconoció la figura de una mujer. Antes de llegar a ver su rostro, supo que se trataba de Antonia.
—¡Sandro! Por fin has llegado.
—Lo siento mucho —dijo, y con ello se refería a absolutamente todo: a haber llegado tan tarde, a haber roto la vidriera, a no haberle dicho nunca lo que sentía...
—No pasa nada —replicó ella—, es una noche cálida.
Sandro pensó en que la noche, la tiniebla que los envolvía, hacía más fácil su reencuentro después de lo ocurrido el día anterior. No tenían que mirarse a los ojos, solo veían las siluetas, y aquello era como si solo estuvieran allí parcialmente, como si pudieran fingir que estaban hasta cierto punto ausentes, en caso de tener que decir algo humillante. La oscuridad aliviaba la vergüenza. A pesar de todo, Sandro se sentía natural y despreocupado ante Antonia, como hacía mucho tiempo que no ocurría. Le diría que la quería, le confesaría sus miedos. Ella le entendería. ¿Por qué habría llegado a pensar que una mujer como Antonia no le iba a comprender?
—Haga calor o frío, el Trastevere por la noche es un lugar peligroso —dijo—. Ha sido una insensatez por tu parte venir aquí sola —sonrió para subrayar que no pretendía reprenderla—, pero en este momento, me alegro de tu osadía. Hay algo que quiero decirte.
Rozó el hombro de Antonia y ella se lo permitió. Tras el encuentro de sus voces y sus cuerpos, finalmente sus miradas se encontraron también durante un momento en que la luna apareció por entre dos nubes.
—Te equivocas. No he venido sola —dijo la joven.
De la misma esquina oscura surgió una segunda figura en la que Sandro no había reparado hasta ahora.
—Me llamo Milo —dijo el hombre, tendiéndole la mano a modo de saludo. Sandro la tomó sin pensarlo. Tenía la mente en blanco—. Antonia me ha hablado algo de vos mientras esperábamos. No os parecerá mal, ¿verdad, reverendo padre? Podría decirse que queda todo en familia. Soy amigo de Antonia, como vos.
—Ha llegado a casa poco antes que tú —susurró Antonia—. Es una mujer morena, un tanto inquietante y de risa agria. Es tal y como siempre me he imaginado a las brujas.
—Si se ha reído es que no estaba sola —dedujo Sandro, y Antonia reconoció un cambio en su voz.
Se había vuelto más dura, reservada, como cada vez que ocurría algo que no aceptaba.
Milo. Se dijo a sí misma que había tenido un buen motivo para meter a Milo en todo aquello. ¿Acaso debería haber esperado sola en el Trastevere durante la mitad de la noche? El mismo Sandro había dicho que habría sido una insensatez, y además había sido él quien había encontrado a Porzia, y no ella.
Sin embargo, en lo más profundo de su interior sentía que todos aquellos motivos tan razonables no eran sino una fachada que ella misma se construía. Era cierto que despertar los celos de Sandro formaba parte de su plan, para lo cual había entrado a trabajar en el prostíbulo, pero había algo más, algo con lo que no había contado: que ahora que le volvía a ver por primera vez desde su espantosa pelea, se daba cuenta de que no podía dejar correr lo ocurrido el día anterior así, sin más, como si nunca hubiera ocurrido. Sandro era un maestro en ese tipo de actuaciones, pero ella no. Le había llamado cobarde, y su respuesta había sido destrozar la vidriera. Nada en el mundo podría reparar aquello. Lo que sucedió aquel día era para ella un recuerdo imborrable, estático, como un olor que impregnara todo: cada palabra que se dijeran, cada gesto.
—Está con un hombre —dijo Milo—. Es bastante grande y fornido, parece un marinero. Con tipos así no se puede bromear, será mejor que sea yo quien vaya.
—No tengo miedo —dijo Sandro, y avanzó por la escalera mohosa y oscura con ostensible decisión.
Antonia le siguió, y tras ella, Milo. Era una sensación extraña, tener a un hombre delante de ella y otro detrás, y que ninguno pudiera verse. Nadie decía una palabra, solo los peldaños de madera hablaban con crujidos a su paso.
Antonia le dio un toque a Sandro y señaló la puerta torcida, que colgaba penosamente de los goznes. Se volvió para mirarla, algo que ella percibió únicamente porque la escasa luz que llegaba a través del marco de la puerta se reflejaba en sus ojos negros.
—Debéis estar preparado —le susurró Milo—, porque esos dos hace tiempo que habrán pasado de la fase de la conversación agradable.
—Vaya, menos mal que me lo habéis dicho. Nunca se me hubiera ocurrido.
—Solo os lo advierto porque sois religioso, reverendo padre.
—Hubo un tiempo en que no lo fui, y tengo muy presente que es lo que ocurre después de la fase de la conversación agradable.
—Quizá, reverendo padre, debería ser yo quien llamara a la puerta.
La respuesta de Sandro la dio su puño al aporrear tres veces la puerta y, al no producirse ninguna reacción, dar tres golpes más.
—¿Qué pasa? —gritó una profunda voz masculina desde el interior.
—Abra la puerta —gritó Sandro—. Esto es una investigación oficial.
Esperaron en vano una respuesta, hasta que finalmente Sandro entró en el cuarto con decisión.
Dos lámparas de aceite ardían y prestaban al entorno un toque de confortabilidad. Porzia estaba arrodillada sobre la cama, con la sábana cubriéndole hasta la barbilla. Su cliente, entre tanto, se había levantado y se había colocado unos calzones de lino, pero aparte de eso, estaba desnudo. La descripción de Milo se ajustaba bastante a la realidad: el hombre era notablemente musculoso, y sus ojos delataban un carácter muy lejos de ser inofensivo.
—Si la quieres para ti, tendrás que ponerte a la cola, amiguito —dijo.
Sandro le ignoró.
—¿Sois la prostituta Porzia? Me llamo Sandro Carissimi. Hay una cuestión urgente por la que debo preguntaros.
El cliente de Porzia evitó que Sandro se acercara a ella colocándole la mano sobre el pecho.
—Espera, espera, amiguito, no tan rápido.
Sandro se quitó de encima la garra del desconocido con un movimiento enérgico.
—Será mejor que deje la habitación —le dijo—. Vístase y váyase.
—Ya he pagado.
—Podrá volver más tarde.
—¿Y qué tal si eres tú el que vuelve más tarde?
El hombre lanzó el puño y dio al jesuita con todas sus fuerzas en pleno rostro. Sandro cayó al suelo como un fardo, pero su atacante se dirigió a él, le agarró del hábito y le golpeó de nuevo.
Milo echó a Antonia a un lado y entró apresuradamente. Tiró al hombre de los hombros, le propinó un fuerte gancho y después dos puñetazos consecutivos en el estómago. De inmediato, le agarró la cabeza con el brazo derecho y arrastró al hombre a través de la puerta escaleras abajo.
—¡Antonia! —gritó Milo—. Coge su ropa y tírala escalera abajo. Yo me ocuparé de que no os moleste.
La joven hizo lo que se le decía, y después regresó a la habitación, donde Sandro ya se estaba levantando. Iba a ayudarle, pero él rechazó su auxilio, y conociendo el absurdo orgullo de los hombres que se saben vencidos, Antonia optó por no repetir la oferta. Afortunadamente, no parecía gravemente herido, y tan solo se apreciaba un fino moratón en el borde del labio.
Entretanto, Porzia se había colocado un vestido interior y había vuelto a sentarse en la cama, donde permanecía cubierta hasta el pecho. No era, en absoluto, una mujer hermosa. Como artista, Antonia solía encontrar en la mayoría de las personas algo llamativo, hermoso, ya fuera una expresión de nobleza, una voz agradable, una mirada curiosa, un carácter alegre... Porzia no parecía tener nada de todo aquello. Aunque evidentemente era muy pronto como para asegurarlo, Antonia solo detectaba repugnancia y vileza en aquella mujer. Debía hacer semanas que no se lavaba, y olía como a mantequilla rancia. Sus pestañas parecían patas de araña, y el pelo negro le brillaba por la sobreabundancia de grasa que tenía en él. La piel parecía cuidada, pero la tenía cubierta de manchas pardas, quizá resultado de alguna enfermedad cutánea que fuera cubriéndole la piel lenta y progresivamente. Sin embargo, aún peor que todos aquellos desagradables detalles corporales, era aquella especie de fealdad interior que la mujer emanaba, y Antonia no pudo evitar recordar las palabras que Milo le había dicho el día anterior: había pasado tanto tiempo sumergida en la podredumbre como para no echarse a perder. Comenzó a comprender lo que él había querido decir, pues Porzia, la ramera callejera que, noche a noche, entraba en contacto íntimo con la peor chusma de la ciudad, tenía que soportar el doble de lo que muchas prostitutas del Teatro debían aguantar. Sin embargo, parecía haber dejado atrás su juventud hacía ya largo tiempo. A Antonia no le habría sorprendido en lo más mínimo que, de un momento a otro, Porzia saltara como una posesa sobre Sandro para atacarle.
—No os vamos a hacer nada —dijo Antonia, no tanto para tranquilizar a la mujer como a sí misma—. Solo queremos haceros un par de preguntas y después nos iremos. Prometido.
Porzia miró alternativamente a Antonia y a Sandro, y después asintió. Entonces la joven se atrevió a sentarse a los pies de la cama, para lo cual Porzia tuvo apartar un poco con sus dedos afilados su sucio vestido, lleno de pequeños agujeros. Sandro tomó asiento en la única silla de la habitación.
—Bien, ¿de qué va todo esto? —preguntó Porzia con voz recia y tono tosco.
—De Maddalena —dijo Sandro.
Porzia cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir, Antonia creyó leer en ellos la huella del miedo. De hecho, la joven pintora decidió que los ojos eran lo único en la prostituta que no despertaba rechazo, sino lástima.
—No se nada —dijo Porzia—. He oído que está muerta, y eso es todo.
—Erais amigas.
—Un poco. Bueno, sí, éramos amigas, ¿y qué? Ahora está muerta. Así es la vida. Maddalena no es la primera ni será la última de mis amigas que muera. En algún momento me tocará a mí también. Nadie llorará por mí, así que no voy a llorar por Maddalena. Bien, ¿a que soy espantosa?
Sandro no entró en el debate. Antonia siempre se preguntaba cómo podía parecer tan imparcial y contenido y, en realidad, ser tan sensible y vulnerable, tan torpe socialmente hablando.
—¿Qué hacíais Maddalena y vos cuando quedabais juntas? —preguntó el jesuita.
—Hacer, hacer, no hacíamos nada. Bebíamos. Hablábamos. Reíamos.
—¿Hacíais negocios?
—¿Qué tipo de negocios? ¿Tengo pinta de «negocianta»? Maddalena hacía negocios, ella sí que era así. Una «negocianta», quiero decir. De las que hacen cuentas y eso. De las que hacen dinero a rabiar, eso seguro.
—¿Eso decía ella?
—No, qué va. O sí. Dijo que estaba metida en algo, ¡qué sé yo! En seguida pensé que estaría haciéndole chantaje a alguien. ¿Qué, si no? Decía tonterías sobre una villa en Venecia, y tanto dinero solo se puede sacar del chantaje. De todas formas era lo suficientemente fría y calculadora como para hacerlo.
—No tenéis una opinión demasiado buena de ella —dijo Antonia, introduciéndose en la conversación.
—Era un bicho, ¿por qué no? Para llegar hasta donde estaba, o eres un mal bicho muy listo, o estás enamorada hasta las trancas. Y ella no estaba enamorada, al menos no del Papa. No le podía soportar. Hablaba de los hombres como si todos fueran unos inútiles o unos cerdos.
Antonia y Sandro intercambiaron una breve mirada, y con un ligero asentimiento él le dio a entender que no se oponía a que ella siguiera preguntando.
—Pero, ¿contigo se comportó de forma amistosa? —preguntó Antonia.
—Sí —respondió Porzia, alargando las palabras, como si lo admitiera a regañadientes—. Sí, sí lo hizo.
—Y eso, a pesar de que vos y ella —Antonia procuró expresarse con delicadeza— erais tan diferentes.
Porzia soltó una breve carcajada despectiva que dejó al descubierto sus dientes grises.
—Por eso era por lo que era simpática conmigo.
—No lo entiendo.
Porzia se recostó sobre su cojín, señal de que se estaba comenzando a relajar.
—Cómo se nota que no eres una ramera. No tienes ni idea. Maddalena no tenía a nadie. Estaba solita del todo, la muchacha. El Papa le había prohibido que viera a otros hombres, así que solo le quedaban las mujeres. Las prostitutas que intentaban hacerse sus amigas, lo hacían solo para utilizarla, para sacar tajada. Ella lo tenía muy claro. Y para las señoras finas de la alta sociedad, ella no era lo suficientemente buena. No tenía a nadie, ¿entendido? A nadie aparte de mí.
—¿Qué hay de la Signora A, del Teatro? Fue como una madre adoptiva para ella, su confidente.
—La Signora, sí, eso es un caso aparte. Últimamente ya no se llevaban tan bien. Maddalena quería hacer su propia vida, pero la Signora no quería soltarla; no hacía más que darle consejo tras consejo y se ofendía si Maddalena no le hacía caso. Ya había mucha tensión entre ambas antes de que yo conociera a Maddalena, pero por supuesto la Signora me echa a mí la culpa de que la otra fuera independiente. Me ha vuelto la espalda y ha ido hablando mal de mí por ahí solo porque no tuvo éxito con Maddalena. Me importa un comino lo que diga la Signora A. La chica se dio cuenta de que yo no quería nada de ella. Nunca le pedí nada. ¿Veis joyas, vestiditos finos o algo así por aquí? No. No hay nada. De hecho, al principio me negaba a visitarla.
—¿Por qué?
—Porque me parecía muy rarito estar tan cerca del Papa y todo eso. No es mi ambiente, ¿entendéis? No es de mi clase. Pero ella no se dio por vencida, y para que me dejara en paz, me hice amiga suya. Éramos muy diferentes, sí, pero yo le daba un poco de color a su vida, le escuchaba y todo eso. Antes no le escuchaba nadie. ¿Quién escucha a una buscona? No creo que yo le gustara de verdad, me refiero, al menos no como amiga. No, para ella yo solo era una especie de bufón que la divertía. Yo no me lo tomé a mal. Bebía buen vino, comía bien allí y esas cosas. Que la chiquilla descanse en paz, eso es todo lo que puedo decir.
Antonia y Sandro volvieron a comunicarse con la mirada, tras lo cual el jesuita volvió a hacerse cargo del interrogatorio.
—Habéis dicho que Maddalena criticaba a los hombres, en general. ¿Os habló de algún hombre en particular? ¿Dio algún nombre?
Porzia se puso a pensar mientras se hurgaba la boca con los dedos.
—No le gustaba hablar del Papa, pero no porque pensara que yo iba a ir contándolo y empezando rumores por ahí. Simplemente, el tema le era desagradable, se deprimía. Creo que tenía miedo del Papa. Ella nunca lo dijo en voz alta, pero a veces me daba una sensación como de... No, da igual. De todas formas, si él se hubiera muerto, ella no hubiera guardado luto.
—¿Mencionó a algún otro hombre? —preguntó Sandro—. ¿Quizá a algún antiguo cliente?
—No. O, espera, hubo una cosa que me contó que le había pasado antes de conocerla. Era sobre un antiguo cliente que había dejado. El se dedicó a seguirla cuando salía de casa, primero, después también en la villa, y simple y llanamente no escuchaba las barbaridades que ella le decía. Debía estar bastante mal de la cabeza. Y así fue todo. Duró semanas, todo este tema. Al final, se deshizo de él, pero solo hizo una insinuación sobre cómo lo había conseguido. Algo así como fingir que tenían una relación.
—¿Dijo alguna vez el nombre de aquel hombre?
—Sí, se llamaba... Maldita sea, ya no me acuerdo. Me lo contó hace meses, y como la cosa ya se había acabado, no lo escuché con demasiada atención.
—¿Se llamaba Quirini?
—No, qué va.
—¿Se llamaba... Carissimi?
—¿Carissimi? Pensé que vos os llamabais así —soltó una carcajada sonora y desenfrenada—. Si erais vos, debíais saberlo. No, bromas aparte, no era Carissimi, no.
—¿Massa?
La mujer gritó entonces:
—Ese sería, sí, Massa, así se llamaba. Ella lo despreciaba del todo, pero a él no se le debía meter en la cabeza.
Sandro se levantó despacio y dio dos pasos hacia la cama. Sobre la mejilla izquierda, allí donde había impactado el puño, se estaba formando un moratón entre amarillento y azulado, y movía la mandíbula como si quisiera asegurarse de que aún seguía ahí.
—Una última pregunta —dijo, levantando un collar—. ¿Lo habíais visto alguna vez?
—De primera calidad, menudas piedras, ¿verdad? ¿Era de Maddalena? No lo había visto nunca. La última vez que quedamos ella no llevaba ninguna joya.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace tres días. Fui a verla por la tarde para tomar un vino antes del trabajo. Cielos, mira ese collar. Tiene que haber costado una fortuna; eso solo puede ser regalo de alguien muy rico. Pero Augusta... Es muy raro. Quién sabe, quizá hicieron las paces poco antes de su muerte, quizá el collar era una especie de disculpa. Si es así, tiene todos mis respetos, porque hay que ver lo que costaba su perdón.
Porzia se dio cuenta de la confusión pintada en los rostros de Antonia y Sandro, pues preguntó:
—Espera, ¿no lo sabéis? ¿No sabéis de quién hablo? —esperó un momento y después rompió a reír de nuevo a mandíbula batiente—. Augusta es el nombre de la Signora A.
Antonia se detuvo con Sandro en la escalera, envueltos en la oscuridad y el hedor. Aunque era una noche de abril, ya bien entrada, y el sol había desaparecido hacia ya un par de horas, la escalera había conservado un calor agobiante e insano que Antonia interpretó como un eco de su encuentro con Porzia.
—Qué mujer más espantosa —dijo.
—Sí, pero hay algo en ella que me hace ver que no es su culpa ser así.
Antonia asintió.
—Probablemente el hecho de que sea sincera. Sincera hasta lo insensible, diría yo.
—Puede ser —admitió él, con cuidado, y se pellizcó la barbilla—. Al menos, este encuentro de pesadilla con los últimos posos de la miseria ha merecido la pena. Esa Porzia es una auténtica mina de información. ¿Sabías lo que significaba la A de la Signora A?
—No, y tampoco Carlotta lo sabía. A Milo no se lo pregunté.
El nombre resonó, seguido de un breve silencio, pero Sandro optó por ignorarlo.
—Así pues, Maddalena llevaba un collar muy caro con el nombre de su antigua protectora.
—Un collar que, o no hacía mucho que poseía...
—... o llevaba mucho tiempo bajo llave —concluyó Sandro, y aunque ella no podía verle en la oscuridad, sabía que estaba sonriendo. Podía oírlo en su voz, en aquella suave voz—. Lo que vuelve aún más confusa toda esta historia es que la Cámara Apostólica hubiera abonado una cantidad nada desdeñable a «Augusta». Hasta ahora había pensado que había sido Maddalena quien había recibido el dinero, pero ahora ya no estoy tan seguro.
—¿Quieres decir que la Signora podría ser la beneficiaría? ¿Debería tantearla? —preguntó ella.
—Como quieras —replicó él, sonriendo de nuevo—. Has sido tú quien has tirado la piedra, me parece a mí. Igual que en Trento.
—Ya —repuso ella—. Igual que entonces.
La joven oyó el murmullo del hábito y, después, el crujido de la escalera. El monje se había sentado. El hecho de que Sandro prefiriera aquellas maderas enmohecidas y malolientes antes que el aire fresco de la noche, indicaban que no quería cerca a Milo, quien esperaba en el exterior.
—Hicimos un buen equipo —dijo.
Ella prefería no hablar de Trento, le afectaba demasiado.
—Carlotta y tú me habéis ayudado mucho. Aquí en Roma, quiero decir, en los últimos días. Aún tengo mucho que hacer, muchas pistas que seguir y... Lo que quisiera pedirte es si, además de hablar con la Signora, podrías hacerme otro favor. Habla también con mi hermana Bianca. Permite que su prometido le pegue, y hemos discutido por eso. Es muy cabezota y se ha propuesto no volver a hablar conmigo, ni siquiera al respecto de mi... de nuestro caso.
A Antonia le sorprendió que su petición de ayuda concluyera, precisamente, con presentarla a un miembro de su familia.
—¿Y qué debería preguntarle?
—Sospecho que Maddalena Nera visitó a mi padre, precisamente en casa, en el Palazzo Carissimi. Bianca siempre ha sido una muchacha tremendamente curiosa, que era capaz de levantarse en plena noche, tanto cuando era una niña como ya de adolescente, si oía la puerta principal, solo para vigilar a escondidas quién entraba y salía del edificio. Era la persona mejor informada de la casa, más que mis padres. Lamentablemente, también sigue siendo la más tozuda.
—Entonces, lo que quieres en realidad es que...
—Sí —dijo él—. Por favor —dejó transcurrir un instante—. Y aún hay otra cosa...
El silencio que siguió cayó como un pesado fardo. Los ojos de Antonia, que comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad, estaban clavados en la sombra sentada a sus pies, en la escalera. El tenía la cabeza hundida, pero la irguió súbitamente y miró a la joven. En sus ojos se reflejaba la intención de una confesión. La muchacha oía en su respiración como hacía acopio de fuerzas para algo importante.
—Antonia —exclamó, pero en ese momento retumbó el sonido de la puerta de entrada al abrirse.
Le siguió el estruendo de unos pasos dinámicos y vigorosos sobre las escaleras, en dirección a ellos.
—He convencido al marinero de que espere con argumentos de peso —gritó Milo—. ¿Qué os pasa? ¿Habéis hablado con Porzia? ¿Podemos irnos?
Sandro calló y dejó que ella contestara. A un lado, se encontraba Sandro, al otro, Milo; dos visiones que esperaban algo de ella.
—Sí —dijo Antonia—, podemos irnos.
Milo tendió la mano a la joven.
—No os preocupéis, reverendo padre —exclamó—, cuidaré bien de Antonia. Llevamos el mismo camino.
Milo guió a Antonia por la oscuridad de la escalera hacia el exterior. Cuando los tres llegaron a la calle y ya habían tomado direcciones diferentes, la joven se volvió de nuevo hacia Sandro.
—Mañana iré a hablar con Bianca —le gritó, despidiéndose con la mano.
El se detuvo y la miró, pero no respondió al gesto.
—Muy amable por tu parte —exclamó él.
Sin embargo, la noche ya se lo había tragado.