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Su cliente le había llamado ángel de la muerte. Al principio había encontrado aquel epíteto tan patético como falto de originalidad, sin embargo, con el tiempo, había acabado por gustarle. Le quedaba bien. El apelativo contenía perfectamente lo que él hacía e incluso lo que se producía en su interior.
Era un asesino. En diez o doce años, quizá fuera algo diferente, quizá fuera padre o esposo, pero a su edad... Evidentemente no empleaba el día entero matando personas, eso sería absurdo. Tenía un trabajo diurno, pero para él no contaba, porque no le interesaba en absoluto lo que hacía en él. Ser un asesino, por el contrario, era una actividad que le agradaba.
No así los muertos, propiamente. Todos aquellos a los que se lo había contado habían agitado la cabeza, incapaces de comprenderlo. ¿Cómo podía disfrutar alguien de ser asesino, sin que le gusten los muertos? Bien, podría decirse que era algo similar a quien disfrutara siendo sacerdote, pero no le gustara el celibato, el incienso, o los cantos. El asesinato, en sí mismo, no era algo agradable. El instante en el que un ser humano encontraba una muerte violenta era insoportable, e imposible decomparar con ningún otro momento. Para esas personas resultaba difícil abandonar la existencia, no había labor más dura en el mundo: dejar atrás el resplandor de la luna, la luz, el color azul, el verde, el viento, la música, la niebla, la risa de los niños, el olor de las bayas silvestres, la calidez de una noche de verano... A todos les llegaba la hora. La vida era así, eso había decidido Dios. Sin embargo, alguien que perdía la vida a manos de otra persona, se sentía traicionada, y ese reproche se reflejaba en su mirada. Los rostros de los moribundos no solo mostraban el dolor de la agresión, sino también repugnancia y un odio intenso por el asesino, que se mantenía hasta el segundo final en el que sus ojos, finalmente, se cerraban. Aquellas caras no se olvidaban nunca. En las horas posteriores a cada uno de sus asesinatos, solía encontrarse tan afectado que deseaba poder recuperar a los muertos como las figuras del ajedrez caídas sobre el tablero. Le era imposible acostumbrarse a los muertos.
Cuando estaba solo, como en aquel momento, pensaba en sus desaparecidos. Así les llamaba: sus pérdidas. De alguna forma, le pertenecían. Había escuchado sus últimas palabras, había sentido sus últimos apretones de manos, había seguido sus últimos estertores, antes de hundirse en una misteriosa nada. Con algunos de ellos, todo había ocurrido muy deprisa, como con aquel francés: el puñal le entró por la espalda, y la víctima simplemente suspiró y cayó muerta al mismo tiempo, después él le había subido a un carro, envuelto en un paño de lino y arrojado al río. El peor de todos había sido aquella gitana. A pesar de las tres puñaladas, había seguido farfullando durante un buen rato en aquel lenguaje incomprensible, con un tono enfermizo, sonoro, resignado, como si tuviera que resolver algo aún antes de su muerte. También ella había desaparecido entre las aguas del Tíber.
En raras ocasiones llegaba a conocer el motivo por el cuál debía asesinar a sus víctimas. Eran tan absolutamente variopintos como la propia ciudad de Roma: la gitana, un banquero, un contrabandista judío... Veinte desaparecidos hasta la fecha. Su cliente siempre era el mismo, nunca había trabajado para ningún otro.
El Ángel de la Muerte servía en exclusiva al Vicario de Cristo.