17

El recuerdo que conservaba de la cámara apostólica era la de un archivo, una gigantesca sala hecha para la memoria y la conservación, constituida por monumentales estanterías, cajones rotulados e información inconmensurable. Las librerías conformaban avenidas polvorientas flanqueadas de tomos, de pergaminos y de mapas. Dado que solo había cuatro ventanucos que, además, en ese momento estaban cerrados, flotaba en el aire el aroma mohoso de la descomposición, cargado además con el polvo acumulado y el cuchicheo de los funcionarios que recorrían los pasillos como espectrales susurros.

El capitán Forli y Sandro Carissimi estaban sentados, a buena distancia de cualquier fuente de luz natural, sobre un pupitre, y Carissimi estudiaba un documento que acaba de extraer de las estanterías. Línea a línea, hoja a hoja, bloque a bloque, comprobaba cada registro. Forli, que no tenía nada que hacer, tamborileaba con los dedos sobre el pupitre. De vez en cuando, se interrumpía brevemente para levantarse y dar vueltas, inquieto. Odiaba estar sentado sin hacer nada, odiaba los silencios prolongados, odiaba aquella montaña de conocimientos que le rodeaba. Sin embargo, lo que más le perturbaba aquella tarde era la idea de no llegar a tiempo a la fiesta de compromiso de Ranuccio Farnese y Bianca Carissimi. Francesca le había invitado el día anterior, cuando habían estado preparando juntos el café, y no quería perderse por nada en el mundo la posibilidad de volver a verla.

—Quizás habéis cogido el documento que no era —repitió, por cuarta vez aquella tarde.

Sandro Carissimi contestó por cuarta vez, muy lentamente y sin levantar la vista:

—No lo creo.

—Maldita sea, ¿cómo podéis estar tan seguro? Sois un monje, no un archivero, y si hubiéramos hecho lo que propuse, si hubiéramos consultado con alguno de los encargados de la cámara, hacía tiempo que habríamos salido de esta gruta de cifras.

Carissimi examinó cuatro líneas de registros antes de contestar, medio ausente:

—Creer en los números es como creer en Dios. En ellos reside la verdad.

—¿Pero qué clase de tontería jesuita es esa? A veces me sacáis de mis casillas con tanta parafernalia religiosa.

Sandro comprobó tres líneas más.

—No siempre he sido jesuita, Forli. No olvidéis que provengo de una familia de comerciantes, y siempre me quedan restos de ello, aun cuando me lave dos veces al día.

—¿Y qué queréis decir con ese discurso?

Sandro siguió comprobando entradas, después colocó la hoja a un lado y miró a Forli.

—Que, como monje, tengo conocimientos de bibliotecas y archivos, y como hijo de un mercader, tengo conocimientos de cifras. He elegido el documento correcto, solo que aún no he extraído la verdad que contiene.

Forli se recostó de nuevo e hizo chasquear las falanges de cuatro dedos. La oscura perspectiva de pasar la noche entre polvorientas actas y un monje que hablaba con acertijos en lugar de bailar hasta reventar con Francesca Farnese se mezclaba con el espantoso malestar que le torturaba desde la noche anterior, algo que le ponía aún más nervioso, pues habitualmente no le «torturaba» ningún tipo de «malestar». Eso era algo propio de las mujeres y los artistas, no de los capitanes, de los hombres de verdad y, lo que era aún peor, le ponía nervioso estar nervioso: un círculo vicioso de nervios absolutamente involuntario y contrario a su filosofía personal.

La lealtad había sido para Forli, hasta aquel día, una cuestión simple, una vía recta de la que no surgía ninguna bifurcación y de la que resultaba imposible extraviarse. Desde que se había hecho soldado, su lealtad había pertenecido al príncipe-obispo de Trento, y no le había molestado en lo más mínimo. Ahora que servía en Roma, evidentemente se veía obligado para con el Papa. Si se mantenía fiel y no se comportaba como un idiota, lograría de forma inminente hacer carrera, que no solo le sacaría de aquella odiosa prisión, sino que le llevaría a los círculos dirigentes de las tropas policiales de la ciudad, quizá incluso a su cumbre. No había motivos para dudar de las afirmaciones de Massa, como tampoco había ninguna razón de peso por la cual abandonar el sendero recto que siempre había llevado, el sendero de la obediencia.

Sin embargo, en aquella ocasión, le resultaba difícil. Las instrucciones que Massa le había dado procedían del Papa y eran claras, y sin embargo él las había seguido a regañadientes. No solo porque los trucos y las artimañas, que él detestaba, pero debía aplicar, le afectaran al estómago como la col cruda, sino también por otro motivo, uno que se sentaba al lado suyo, que llevaba un odioso hábito y que se encontraba temporalmente fascinado por la contabilidad. Carissimi se las apañaba para hacer muy difícil el verle como a un enemigo, pues tenía demasiadas cualidades honorables. El jesuita había cometido muchos errores, que podían llegar a considerarse graves, al inicio de sus investigaciones en Trento, si bien, él los había aceptado sin reparos ni condiciones. Con su negativa a permitir que se torturara a Carlotta da Rímini se había arriesgado mucho, y había puesto su vida en juego para librar a Antonia Bender del mismo destino. No le faltaban ni valor ni perspicacia, y sus pesquisas eran tan imparciales que ni su propio padre había logrado reprimirlas. Con la excepción del intento del día anterior por parte de Carissimi de degradarle a él, a Forli, a la categoría de simple ayudante, no había motivo alguno para desconfiar de él.

Sin embargo, esa era su misión. Eso y algo más.

—¿En qué pensáis, Forli? Tenéis mal aspecto —dijo Carissimi de pronto, sin apartar la mirada del papel que tenía ante él.

Aparentemente, entre sus habilidades también se contaba la capacidad de observar de forma analítica por el rabillo del ojo.

—¿Y? —repuso Forli—. Vos siempre tenéis mal aspecto.

Carissimi rio.

—Touché —respondió este.

Pasó un rato antes de que Forli prosiguiera:

—Estaba pensando en vuestro padre y en las sospechas que tenéis en torno a él.

Aquel comentario, al menos, no era enteramente mentira, y lo que le siguió a continuación era la pura verdad.

—He hecho investigar sus negocios. No hay nada de irregular ni de ilegal en ellos.

Carissimi alzó la vista.

—¿Estáis seguro?

—Transacciones comerciales normales: transporte y venta de algodón, seda y perfumes. Disfruta de una reputación intachable y nunca ha tenido conflictos con la ley.

—¿Le habéis examinado a fondo? La primera vez que hablamos del tema fue ayer por la tarde.

—No todo el mundo tiene la lentitud como undécimo mandamiento, Carissimi.

Sandro Carissimi volvió de nuevo la mirada a los documentos, mientras los dedos de Forli comenzaban una vez más su rítmico ataque. La perspectiva de pasar horas ante mil quinientos años de historia de la Iglesia le amodorraba, pero como no quería volver a pensar por sexagesimonovena vez en Francesca y vigesimocuarta en el encargo de Massa, desvió la atención a meditar sobre si en algún punto entre los numerosos documentos y recibos se encontraría también letras de cambio firmadas por el propio san Pedro. Justo cuando llegaba a la conclusión de que probablemente no sería el caso, puesto que documentos así serían como los huesos o fragmentos de diente, o pelos de barba del santo y, por tanto, se los habría expuesto como reliquias ante la maravillada cristiandad, Carissimi gritó de pronto:

—¡Aquí! Lo encontré.

Presentó a Forli ante sus mismas narices una línea de números, como si fuera un tesoro de valor incalculable perdido desde tiempos remotos.

—¿Qué es eso? —preguntó Forli.

—Lo que veis. Es la prueba de que hace seis meses la Cámara Apostólica realizó un pago en efectivo a una sucursal bancaria por valor de cuatro mil ducados. El asunto del pago viene especificado de la siguiente manera: «Un décimo».

—No estoy muy versado en la materia, Carissimi, pero me parece un hecho bastante usual.

—Sería muy usual, en efecto, teniendo en cuenta que la Cámara Apostólica concede y presta, sobre todo presta, dinero igual que un banco— entonces, prosiguió con un tono ligeramente reprobatorio—. Lo que esta sucursal tiene de particular, es que lleva el nombre «Augusta».

—La gargantilla de piedras preciosas —dijo Forli—. Las joyas formaban el nombre de Augusta.

—En realidad estaba buscando cantidades procedentes de la Cámara Apostólica y dirigidas a Maddalena Nera, pero en lugar de eso, di con Augusta.

—La coincidencia de nombres no puede ser casualidad.

—Eso mismo pienso yo. Y fijaos en lo elevado de la suma, Forli: cuatro mil ducados, no denarios. Es una fortuna.

—Quirini —exclamó Forli, que se despertaba de pronto como si le hubieran pinchado con un alfiler—. Quirini es quien está detrás. Ha utilizado el dinero de la Cámara Apostólica para pagar a Maddalena Nera el dinero del chantaje. Cuando comprendió que Quirini era una fuente de dinero inagotable, puesto que como camerarius cuenta con acceso al tesoro de la Iglesia, le exigió aún más. No sabemos exactamente qué utilizaba ella para presionarlo, pero puedo imaginarme que no sería la primera vez que él extrae dinero de la Cámara. Quizá pagaba los servicios de su querida directamente con fondos eclesiásticos y en un momento de irreflexión llegó a contárselo. Desde entonces, le tuvo en sus manos.

Carissimi suspiró.

—Me temo que no me habéis entendido, Forli —murmuró con voz tan baja que apenas se le podía oír.

—Incluso aunque no fuera así —exclamó el capitán, furioso—. Tenemos que apretarle las tuercas al cardenal Quirini.

Carissimi dobló el documento en el que se encontraban las cifras y lo metió dentro de su hábito.

—Es muy pronto para eso. No hay nada que demuestre que Quirini abonó esa suma personalmente, y que fue Maddalena quien lo recibió. Solo tenemos cuatro mil ducados que alguien pagó a alguien.

—¡Maldita sea, Carissimi! Quiero cerrar el caso tan rápido como sea posible.

—Y yo quiero cerrarlo con tanta perfección como sea posible.

—Teníamos un acuerdo.

—Que he mantenido. Estamos en la Cámara Apostólica, ¿no es así? Y hemos dado un paso adelante.

Forli se consumía de rabia.

—Si no queréis interrogar a Quirini, ¿se me permite entonces saber a quién queréis interrogar en su lugar?

—Tengo la intención de interrogar a mi hermana Bianca.