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Torli no podía soportar a las mujeres que se llamaban Filomena. Las Filomenas siempre eran arrugadas ancianas que difícilmente habían podido ser jóvenes alguna vez en su vida y a las que, al igual que los mosquitos, Dios las había puesto en el mundo con el único propósito de incordiar. Todo había comenzado durante su primera niñez, con una abuela que, cada vez que iba a visitarlos, le gritaba en la oreja y le propinaba sonoras collejas. Continuó, años después, con una segunda Filomena, también una abuela, pero no suya, sino de una muchacha con la que le gustaba verse. La susodicha Filomena número dos era de la opinión de que los embarazos se producían por contacto visual, por lo que, debido a su interés por su nieta, le denunció ante la comandatura local, algo que le ocasionaría una serie de lamentables complicaciones en las que posteriormente preferiría no pensar ni siquiera. La tercera Filomena apareció en su vida cuando tenía veintitrés años, con la forma de un jabalí hembra que, durante una caza, le atacó y le obligó a buscar protección sobre un árbol por primera y única vez en su vida. Los otros cazadores lograron acabar con ella. Aunque en realidad el animal no tenía nombre, pues, para empezar, era un jabalí salvaje y además estaba muerto, a Forli le pareció que, visto su odio y su inquina hacia él, merecía llamarse Filomena.

El capitán no pretendía ir tan lejos como para comparar a la doncella, de nombre Filomena, sentada frente a él en el carruaje, con aquel jabalí hembra, pero decididamente conservaba algo de esencia de la Filomena número dos. Mantenía la expresión de una suma sacerdotisa vestal, llevaba ropas bajo las cuales podría encontrar cobijo una familia pequeña, y le miraba como si quisiera controlar que no le hiciera un hijo a Francesca al siquiera rozar cualquier parte de su anatomía tan íntima e impúdica como las yemas de sus dedos.

Por lo menos, si volvía la cabeza hacia la izquierda podía ver a Francesca cerca de él, observar un mechón suelto de su cabello bailar en el aire. Su rostro revivía, recuperaba el color, y la alegría del capitán de verla mejorar un poco se mezclaba con el orgullo de ser la causa del milagro.

Sin embargo, aquella feliz sensación se interrumpía continuamente, como si se pinchara una burbuja, y, excepcionalmente, no se debía a Filomena.

—Quizá —Forli clamaba a los cielos protestando por lo difícil que le resultaba pronunciar aquella frase— podríamos dejar el centro de la ciudad y salir a alguna parte en la que haya hierba.

Ella le sonrió como si le hubiera leído la mente.

—Sí, capitán, me encantaría. Disculpadme, quería decir Barnabas. Vayamos al Gianicolo, la vista desde allí es maravillosa.

Le parecía imposible que tras el dolorido y emocionado rostro de Francesca hubiera algún plan oculto. Cuando la miraba, veía calma, algo de dolor, mucha paciencia y una docilidad puramente interminable. Era una mujer que siempre tenía una palabra amable para todo y para todos, incluso para aquellos que le hacían daño. Lo que no veía en ella y nunca podría creerla capaz, era de tener segundas intenciones.

Al llegar al Gianicolo, pasaron frente a la villa de Maddalena.

—Allí fue donde todo ocurrió —dijo él, y se sintió como un canalla—, aquí vivía Maddalena Nera.

—Oh —exclamó ella—. ¡Qué casa más grande! Es mayor que la mía.

—No entiendo demasiado de esas cosas, pero creo que está decorada con gusto y de forma muy lujosa.

—Habéis despertado mi curiosidad, Barnabas. ¿Podríamos hacer una visita? Prometo no tocar nada y no contarle nada a nadie.

—¿Por qué no? Si os hace feliz...

—Oh, lo haría, desde luego.

Forli hizo detenerse al cochero y descendieron. Los guardias apostados a la puerta se cuadraron de forma ostentosa y ruidosa.

En el interior de la villa se sentía un frescor agradable, y estaba todo inundado de luz. El mármol, y los tonos dorados y rojos, se iluminaban, haciendo que la casa se mostrara más hermosa que nunca.

—Impresionante —exclamó Francesca—. Por conseguir una villa como ésta, Ranuccio vendería a toda su familia.

Ella sonrió, divertida, y su despreocupación se le contagió a Forli, que casi olvida el motivo por el cual la había llevado hasta allí.

Le enseñó, a ella y a la ineludible Filomena, todas las habitaciones. Finalmente llegaron a la terraza, donde también había apostados dos guardias.

—Oh, Barnabas —dijo ella—, mirad eso. Nadie en toda Roma tiene una vista más hermosa que esta, ni siquiera Julio.

Allí arriba, el Aventino. Allá, el castel Sant'Angelo. Es espectacular, ¿verdad, Filomena?

—Sí, donna —respondió con sequedad la doncella, que se mantenía apartada.

—Ya sé —comentó Francesca volviéndose hacia el capitán —que los hombres en general y los soldados en particular no le dais demasiada importancia a encantadores tesoros como esta vista. ¿Qué os parece a vos, Barnabas?

—Si a vos os entusiasma, me entusiasma a mí también —replicó, con absoluta sinceridad.

Ella miró al suelo, azorada, y sonrió. Su mirada se volvió al jardín.

—Barnabas, mirad como brillan las flores al sol. Son lirios. Cómo envidio a los que tienen jardines así, con flores así. Ranuccio escatima todos los gastos que puede, incluyendo el jardín. No tenemos ni un solo jardinero. Y ahora tengo ante mí toda esta belleza. ¿Podría...? No, mejor no pregunto.

El estómago se le encogió.

—¿Querríais que os cogiera un par de flores?

—¿Sería posible? ¡Hace tanto tiempo que no tengo un ramo de flores en las manos! Vayamos a coger lirios juntos. Oh, Barnabas, Barnabas, hacéis que uno de los días más tristes de mi vida se vuelva uno de los más hermosos. Os lo agradezco, Barnabas.

El deseó con todas sus fuerzas que fuera verdad, poder creerla.

Sin embargo, mientras descendían por la escalera que daba al jardín, se dio cuenta de que Filomena no les estaba siguiendo.

Sandro esperaba en la bodega, rodeado de jarras de aquel brebaje que desde hacía meses le había acompañado mientras dormía como si fuera su nodriza, que le había consolado y llenado cada uno de los vacíos de su interior que debían haber ocupado Antonia y Dios. Había vuelto. ¿De verdad? Los olores eran lo suficientemente fuertes como para que su necesidad despertara clamando satisfacción. Sin embargo, en aquella ocasión, si se acercaba a una jarra, se decía a sí mismo que no quería volver a huir, y que el vino habría sido para él otra forma de huida. Podía haberse escondido en cualquier otra sala del sótano, donde no sintiera la tentación, pero había optado por aquel cuarto intencionadamente, pues quería demostrarse algo a sí mismo. Sería solo un diminuto principio, un pequeño paso hacia un nuevo Sandro, pero un principio, al fin y al cabo.

Oyó voces que le llegaban deformadas por la distancia y la sonoridad de la bóveda. Aunque no podía distinguir las palabras, le resultó del todo evidente que se trataba de Forli y Francesca.

Cuando fueron desvaneciéndose, abandonó su escondite y avanzó cuidadosamente y de puntillas hacia la escalera, en cuyo final se detuvo. Tras un instante, oyó sonidos del tipo que esperaba: golpes ligeros y sordos, como los que producen objetos de madera al dejarlos sobre un suelo de piedra; después pasos y lamentos ligeros provocados por un esfuerzo. De nuevo, un objeto de madera colocado.

Dejó el ala del servicio, oteó con precaución la sala de estar, que se encontraba vacía, dejó pasar un momento y se escurrió discretamente hasta la puerta del dormitorio de Maddalena.

—Imagino —le dijo a la doncella, que había descolgado el cuadro y se encontraba encaramada a una silla a punto de alcanzar los sacos de monedas del escondrijo— que os habéis subido ahí a pasar el polvo.