9

El Teatro era el prostíbulo más famoso de Roma. Se encontraba junto al Tíber, a la altura de la isla Tíberina, junto a las ruinas del antiguo teatro de Marcelo, al que debía originariamente su nombre. Con el paso del tiempo, había adquirido un doble significado.

En el Teatro, el mundo de la nobleza se cruzaba con el mundo de la ambición. Muchas carreras habían iniciado allí su andadura, incontables prostitutas se habían convertido allí en los últimos veinte años en queridas de los obispos, cardenales, aristócratas, militares de alto rango, ricos comerciantes y conocidos artistas que acudían al Teatro y se encaprichaban de alguna de sus mujeres. Los Orsini, los Colonna, los Sforza... Casi todos los miembros masculinos de las principales familias conocían el Teatro en mayor o menor medida. Lo mismo podía decirse, por supuesto, de las prostitutas, y así, acudían allí diariamente jóvenes en busca de cobijo, mujeres procedentes de otros lupanares o muchachas que acababan de llegar a la ciudad. Solo las más hermosas, las más sensuales y también las más inteligentes de entre ellas eran aceptadas. Cualquier prostituta que quisiera trabajar en el Teatro debía tener algo extraordinario: por ejemplo, que fuera particularmente voluminosa, o de formas redondeadas y hermosas; que tuviera los ojos verdes como esmeraldas o una piel tan blanca como la tiza; una mirada inocente o desafiante; una voz tan aguda que taladrara los oídos o profunda como la de un hombre; una aureola alegre, triste o severa. Visto así, cada prostituta del Teatro tenía un papel que interpretar, pero no uno artificial o forzado, sino uno que la naturaleza o el destino le hubiera otorgado. Eran personajes, y el Teatro era su gran escenario, su plataforma al triunfo o la tragedia.

Sin la Signora A, la regente, el Teatro nunca habría ganado aquella fama. Durante treinta años había mantenido en lo más alto un lupanar que nunca había caído en la mediocridad, y los más variopintos y salvajes rumores circulaban en torno al pasado de la Signora. Se decía que había nacido en el Teatro, hija de una prostituta que llegó a ser la amante del hombre más temido de Italia, el hijo del Papa, César Borgia, y que se crió en la misma casa que después dirigiría. Desde entonces, su nebuloso pasado se había convertido en una especie de Ilíada no escrita de las prostitutas, una épica oral en el que las cortesanas ejercían de heroínas, ya fueran trágicas o cómicas, y los prelados y aristócratas cumplían el papel de dioses. Lo cierto era que la Signora se había hecho con la dirección del Teatro a los veintiún años, y que solo ella sabía quién o quiénes eran los propietarios.

Antonia, a quien Carlotta le había ido informando de todo aquello en su camino hacia el lupanar, siempre se había imaginado a la regente de un prostíbulo como a una especie de gigantesco florero: embutida en un vestido lleno de lazos y rosetones, y con la cara pintorrejeada con todos los colores del arco iris. La Signora A no se acercaba a aquella imagen lo más mínimo. Era una mujer enjuta y ya entrada en años, con rasgos secos que no delataban emoción, y el sencillo vestido que llevaba parecía casi tan viejo como ella misma. No había nada de exuberante ni tentador en ella. En medio de la suntuosidad recargada y algo desgastada del recinto, la Signora parecía una isla hecha de roca volcánica.

—¿Carlotta? ¡Carlotta da Rímini! Ha pasado una eternidad desde la última vez que te dejaste ver por aquí —entonces, tras unos instantes de observación, la Signora sentenció—. Como un fresco de Miguel Ángel Buonarroti: con la piel llena de grietas.

A lo cual, Carlotta respondió:

—Y tú, querida, pareces una matrona que acabara de escaparse del Antiguo Testamento.

Antonia no podía creer lo que oía. Nunca habría saludado así ni a su peor enemiga. Afortunadamente, aquel intercambio de insultos constituía una especie de ritual para ellas, y las dos mujeres se abrazaron con afecto. Entre ambas se estableció de inmediato una aureola de discreto cariño, como solo puede producirse entre dos personas que han compartido muchos recuerdos y experiencias.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó la Signora.

—Aquí y allí.

—Lo último que oí de ti fue que te habías conseguido un obispo. ¿Es que te ha abandonado? —la Signora no parecía particularmente preocupada.

Su voz serena recordaba a una abuela que hablara con una de sus treinta y cuatro nietas y que, a pesar de ser capaz de soltar el comentario más lacerante sin previo aviso, podía entender mejor que nadie los sentimientos de su joven pariente.

—Ahora mismo estoy sola —respondió Carlotta, concisa.

—¿Te lo puedes permitir?

—En realidad, no.

—Entiendo, quieres volver a empezar en el Teatro. Ya no eres ni la más joven ni la más bella, Carlotta, y lo sabes. Sin embargo, volveré a aceptarte. Durante los años en los que trabajaste aquí te hiciste admiradores que todavía me preguntan por ti.

—En realidad estoy aquí por una razón bien distinta, Signora A.

Carlotta miró a Antonia, que se había mantenido en un segundo plano.

—Permíteme que te presente a mi amiga Antonia Bender.

Los oscuros ojos grises de la Signora adoptaron, de improviso, una expresión profundamente inquisitiva.

—El vestido es indiscutiblemente espantoso. ¿Se lo has dado tú, Carlotta? En lo que a ropa se refiere, siempre has tenido demasiada predilección por los colores vivos. El pelo está bastante decente, lástima que solo sea de un rubio pajizo. Sin embargo, puede corregirse con un brillo rojizo. Lo que más me gusta son las pecas: le hacen parecer joven y fresca, como una inocente muchacha del campo, como una campesina. Bueno, en realidad hoy en día las campesinas ya no son en absoluto inocentes, pero da igual, lo importante es que lo parezca. No tenemos a nadie aquí que tenga pecas. Podría necesitarlas.

Antonia, mientras tanto, observaba a la Signora mientras ésta la examinaba. Le gustó la franqueza y la falta de rodeos con la que se expresaba aquella mujer, que no se guardaba ninguna crítica, y aunque la Signora apenas tenía expresión, sintió que no había ningún hombre frío e insensible que pudiera hacerle mella.

Carlotta sonrió.

—Signora A, no he traído a Antonia para tratar de colocártela. Antonia es artista.

—Eso también puede decirse de la mitad de mis chicas. Son todas artistas del colchón.

Antonia decidió que aquel era el momento para introducirse en la conversación.

—Soy pintora de vidrieras.

—Oh, pero si puedes hablar... —dijo la Signora, observando a Antonia con su críptica mirada—. Y no solo sabes pronunciar con corrección. ¿De dónde es tu acento?

—Alemán.

—Qué pena. Las alemanas no son lo suficientemente exóticas. Te haremos escocesa, ¿de acuerdo? Una escocesa católica que ha huido de la persecución protestante. Resultaría maravillosamente trágico.

Antonia quiso aclarar el malentendido, pero la Signora A se le adelantó.

—Lo sé, tesoro, no eres una de nosotras, hace tiempo que me he dado cuenta. Solo os estaba gastando una broma —le pellizcó una mejilla a la muchacha, si bien siguió sin adoptar ninguna expresión. Después, se volvió de nuevo a Carlotta—. Pues bien, ¿qué os trae por aquí?

—¿Podemos hablar a solas, Signora A? —preguntó Carlotta mirando de reojo a dos viejas, quizá antiguas muchachas de la casa, que ahora fregaban el suelo—. Se trata de Maddalena. ¿Has oído que anoche...?

El adusto rostro de la Signora A mostró reflejó conmoción durante un breve instante, pero se recobró rápidamente.

—Sí —repuso—. Vamos aquí al lado.

Se encontraban en una habitación sin ventanas. La Signora A no se molestaba en encender velas o lámparas de aceite, por lo que la única luz penetraba a través de la puerta que llevaba a un patio cercado por muros antiguos y vigilado por dostilos. Probablemente habían abierto la puerta para airear el cuarto, que aún olía con claridad a los sudorosos y animados negocios que había acogido la noche anterior. Un par de tumbonas bajas guarnecidas con pellejos de cabra o de oveja bastaron para que Antonia entendiera rápidamente el propósito de la habitación: allí era donde se entonaba a los clientes con vino y coqueteo. A ello también contribuía la barra junto a la que se encontraban, así como los cuatro pequeños barriles colocados en robusto cajón de madera en la pared. La Signora A se apoyó desde el otro lado de la barra sobre la placa que la cubría. Su aspecto delataba, repentinamente, un profundo cansancio, aunque bien pudiera deberse a la deficiente iluminación. La luz lateral procedente de la puerta arrojaba numerosas sombras sobre su accidentado rostro.

—Maddalena odiaba esta sala, casi la temía. Le costaba respirar, incluso le daban ataques de pánico, porque le recordaba a la bodega en la que la encerraban de niña. Odiaba la oscuridad. Muchas veces tuve que calmarla, cogerle de la mano y hablarle con dulzura, mientras atravesábamos la sala de una puerta a otra. Tardé un año en lograr que pudiera entrar aquí sola —la Signora A se sumió en un breve silencio antes de continuar—. Así era con todo. Siempre le llevaba de la mano el primer día. Cuando llegó al Teatro, era solo una criada apestosa y harapienta a la que habían echado a la calle por ladrona. Sin embargo, de un solo vistazo, entendí que era lo suficientemente inteligente como para llegar a lo más alto.

Carlotta se apoyó en la barra de una manera que a Antonia le pareció muy habilidosa y habituada, como si de un momento a otro fuera a servir a un cliente dos vasos de vino.

—¿La elegiste de inmediato como amante del Papa?

—No, por supuesto que no. Por aquel entonces aún era papa Pablo III, y tenía tantas queridas que presentarle aMaddalena me habría parecido un auténtico derroche. La habría tratado como a una golosina: la habría saboreado un par de veces, y al día siguiente ya se habría olvidado de ella. También era imposible predecir quién sería Papa después de él... Pensad en León X, hace treinta años, que prefería a los muchachitos. Lo único que yo sabía era que ella tenía el potencial para hacer que un hombre importante ardiera como el fuego. Quizá un Medici, o un conde d'Esté, o un príncipe extranjero. Así que la instruí. Enseño a cada una de mis chicas a leer y escribir, para que no parezcan cabezas de chorlito ante los grandes señores. Las lavo, las acicalo, me preocupo de que conserven los dientes y le digo cómo deben cuidarse para mantenerse sanas, les inculco el sentido del estilo, les explico cuáles son sus puntos fuertes... Sin embargo, con Maddalena me esmeré particularmente. Por ejemplo, de mí aprendió cómo comportarse en la mesa, aprendió a utilizar un vocabulario más amplio para poder expresarse a la perfección. Le convertí en una dama y le hice sentir que podía conseguir casi cualquier cosa si seguía mis instrucciones.

La imagen mental que Antonia se estaba creando de la Signora A iba tomando forma. Era como una gallina clueca, como una dueña en una pensión de prostitutas. Gramática, higiene personal, buenas maneras, aquellas eran las materias inculcadas, y probablemente ninguna de sus protegidas saldría a despertar la admiración y el deseo de los hombres en la sala común hasta no haber aprendido todas las lecciones. Había iniciado a incontables mujeres, les había rescatado de las calles, les había ofrecido apoyo económico y durante muchos años, les había instruido. Las había reformado, con el propósito de conseguirles las relaciones más ventajosas. Finalmente, cuando ese objetivo se había cumplido, las había visto marchar a un futuro incierto.

—¿Y lo hizo? —preguntó Antonia—. ¿Maddalena siguió vuestros consejos, Signora?

—Se aferró a mis consejos como un náufrago a un madero. Aunque, para ser sincera, al principio no creyó ni una sola palabra de lo que le dije: no tenía la más mínima confianza en sí misma. Es algo que solo podía entenderse si se la comparaba con las otras muchachas del Teatro; jóvenes exóticas, jóvenes con los ojos oscuros, jóvenes cuya belleza saltaba a la vista. La belleza de Maddalena era del tipo que uno solo percibía la segunda o la tercera vez que se la contemplaba. Sé que suena extraño. Tenía una nariz un poco grande, que comenzaba casi al inicio del cabello, y los pechos muy pequeños. El secreto de Maddalena, no obstante, era su mirada fría, su atractivo rubio y frío, que la recubría como un escudo protector. Los hombres interesados en un amorío rápido sueñan con sensualidad oriental, y eso es lo que buscan, sin complicaciones y sin encontrar ningún placer en mujeres como ella. Sin embargo, yo sabía que había hombres a los que la gélida mirada de Maddalena haría caer a sus pies. Esos hombres llegan como conquistadores que pretenden atravesar el fuego, pero se queman bajo una mirada de hielo, y antes de que se den cuenta, acaban mendigando cariño. Por supuesto también hay hombres de carácter particularmente fuerte para los que Maddalena resultaba igualmente atractiva, pero ese tipo de hombres no suele acudir a prostíbulos. Los que vienen aquí son, en su mayoría, criaturas débiles, y un hombre así se desmoronó ante ella.

La Signora retiró algunos vasos y jarras de encima de la barra y los sumergió en una tina de bronce para fregarlos. Sin necesidad de que Antonia o Carlotta inquirieran más, continuó:

—Hablo de Laurenzio Massa, el chambelán del recién elegido Papa. Nunca olvidaré el momento en que se conocieron. Massa no había estado nunca en el Teatro, apuesto a que incluso era su primera visita a un lupanar. Maddalena se encontraba justo ahí, donde estáis sentadas las dos, junto a la barra. Un hombrecillo bajito y gordo entró dando trompicones como un ganso bien cebado. La miró... y estuvo perdido. Soy capaz de reconocer cuando un hombre está fascinado o enamorado. Massa se enamoró.

—¿Y Maddalena? —preguntó Carlotta.

—Ella, por supuesto, se relacionó con él, igual que antes se había relacionado con otros. Siempre le cobró. Se encontraron aquí siete u ocho veces. Sin embargo, ella no solo no correspondía sus sentimientos sino que, por el contrario, no le podía soportar.

—¿Se portó mal con él?

—¿Ella? Comía de su mano, siempre que la cuenta que él le pagara lo permitiera. Me estuve preguntando desde el principio cómo un monje como Massa, aun cuando fuera ayuda de cámara del Pontífice, podía permitirse frecuentar el Teatro. No se iba sin gastar al menos trescientos denarios. Massa no es un obispo, por lo que no recibe prebendas, y no he oído hablar de ninguna familia opulenta que lleve el apellido Massa. Hacía lo que podía, pero no era suficiente. Ella nunca se dio a él por entero, siempre esperaba algo a cambio. Cada beso que él recibía, debía mendigarlo.

En la voz de la Signora podía percibirse un creciente tono que delataba su orgullo.

—No me había equivocado con ella. Era tremendamente inteligente y había puesto en práctica cada una de mis lecciones. Cuanto más fría se mostraba, cuanto más le rehuía, más sumiso y dependiente estaba él. Jugaba con él como una gata con un ratón. Sin embargo, como era de prever, le abandonó a la primera oportunidad. No duró mucho, y un candidato nuevo ofrecía más dinero por ella: el cardenal Quirini. Vino hasta mí y preguntó específicamente por Maddalena.

—¿Había oído de ella por ti?

—Según los rumores, el propio Massa había ido hablando de su hermosa cortesana por el Vaticano. Quirini le escuchó. Massa y él son enemigos acérrimos, algo que explicaba su interés en la todavía desconocida Maddalena. Quiso jugarle una mala pasada a su competidor, y puesto que un cardenal luce más que un ayuda de cámara... A mí me pareció bien. Maddalena se convirtió, de hecho, en la querida de Quirini, y abandonó el Teatro para instalarse en un ático que el propio cardenal le pagaba, en la via Santa Maria Minerva, frente al Panteón. Estaba bien equipado, yo misma visité allí a Maddalena en un par de ocasiones. Sin embargo, no había modelado a Maddalena durante años para que se conformara con una habitación. Era evidente que si Quirini no ofrecía más, más tarde o más temprano la perdería. Se había marcado el objetivo de ser ya una mujer rica e independiente para cuando cumpliera los treinta. Desde que comenzó a relacionarse con el papa Julio, parecía que iba a cumplir su sueño. Estaba en lo más alto, en el lugar al que pertenecía.

La Signora se estaba dejando arrastrar completamente por el orgullo de la creadora que ve cumplirse todas las ambiciones de su protegida. Durante un instante, Maddalena pareció surgir de los embelesados ojos de la Signora, y estar viviendo una existencia feliz.

Sin embargo, aquella ilusión se vino abajo tan pronto Carlotta pronunció las siguientes palabras:

—Parece que alguien lo veía de otra manera.

La Signora A volvió a introducir las copas en el agua de fregar.

Si hubiera seguido haciendo caso de lo que le dije... Pero no supo luchar lo suficiente, no fue culpa suya. Tengo la impresión de que ella ya estaba harta de todo y solo quería marcharse. Probablemente por eso se metió en ese negocio.

—¿En qué negocio? —preguntó Carlotta.

—Ella nunca hizo más que alusiones vagas. No me quito de encima la sospecha que esa Porzia tuvo algo que ver en todo esto.

—¿Quién es Porzia?

—Una ramera callejera del Trastevere, una auténtica verdulera, analfabeta y ordinaria. Lo peor de todo es que Maddalena la conoció aquí, en el Teatro.

—¿Cómo pudo ser?

—Esa Porzia venía aquí de vez en cuando. En las tardes de invierno suelo darles a las prostitutas callejeras de la otra orilla del río un vaso de vino caliente. Esas pobres criaturas se congelan hasta morir. Hace casi exactamente cuatro meses, el primer día de Adviento, Maddalena vino a visitarme, y conoció a Porzia por casualidad. Las dos estuvieron charlando un buen rato fuera, en el patio. Evidentemente fue algo que me sorprendió: Maddalena siempre había evitado hablar con las otras prostitutas mientras residió aquí, porque despreciaba las amistades que eran todo fachada y en las que la envidia y la traición asomaban entre bastidores. Esas eran palabras textuales suyas. Desde que había ascendido, esa decisión se había reforzado aún más. Yo era su única amiga. El que alguien como Maddalena tratara con alguien como Porzia era asombroso, y poco después me daría motivos para la preocupación. En cuanto descubrí que Porzia iba y venía por la villa de Maddalena, me surgió la sospecha de que aquella mujer le había introducido en algún tipo de negocio, o que Porzia había invertido en algo y le había pedido ayuda. A día de hoy sigo sin saber de qué se trataba; solo sé que Maddalena está muerta y que esa ordinaria de Porzia...

En aquel momento, una jarra de cristal estalló en la mano de la señora. Asustada, e incapaz de reaccionar, miró al agua de fregar en el que se iba dibujando una mancha de sangre.

Antonia, por el contrario, actuó con celeridad. Debido a su trabajo, se había cortado miles de veces y sabía lo que hacer para detener la hemorragia. Vertió agua fría de una jarra sobre la herida, le extrajo un par de esquirlas, limpió de nuevo la llaga y la vendó provisionalmente con un paño recién lavado.

—Esto debería servir en un principio. El corte no es profundo, pero debéis preocuparos de ir a ver a un doctor, Donna.

Por primera vez en toda la conversación, la muchacha vio sonreír a la Signora.

—No, querida niña, trátame de tú. Y llámame Signora A, como todas.

—Encantada, Signora A. Volviendo a Porzia: ¿Cuál es su apellido y dónde se la puede encontrar?

—No sé su apellido: las prostitutas solo necesitan un nombre de pila, ¿entiendes? Aparte de que ronda la zona del Trastevere, no sé nada sobre ella.

—¿Cuándo estuvo aquí por última vez?

—Hará una semana, aproximadamente. Refrescó por la noche. Sin embargo, estos días en los que hace calor... Algunas veces la he visto junto al Tíber, en el puente que lleva al Trastevere.

—¿Te importaría, Signora A, que trabajara aquí una temporada... sirviendo bebidas? No pediría ningún salario. Para Carlotta y para mí es importante encontrar a esa Porzia, nos podría dar información esencial. Quizá vuelva por aquí o la vuelvas a ver en el puente.

La Signora A miró alternativamente a Carlotta y a Antonia.

—Por supuesto que puedes trabajar aquí, niña. Solo que no lo entiendo. ¿Información? ¿Es que estáis buscando al asesino de Maddalena?

—Digamos —contestó Carlotta antes de que lo hiciera Antonia—, que estamos recopilando pistas para alguien que lo busca. En cualquier caso, Signora A, esto debe permanecer entre nosotras. Ninguna de las chicas, nadie en absoluto, debe saber nada de todo esto.

La Signora asintió.

—Podéis contar conmigo. En los últimos veinte años varias de mis chicas han desparecido o las han encontrado muertas, y cada vez que me enteraba era un mal trago. Tú y yo sabemos, Carlotta, cómo reacciona la policía romana ante el asesinato de una prostituta, cómo ignoran nuestras muertes... Si esta vez atraparan al asesino, serviría para compensar a todas las demás muchachas, y también, particularmente, a mí.

—Pero, ¿en qué estabas pensando? —preguntó Carlotta con severidad—. Aprobé que me acompañaras, pero nunca hablamos de que acabaras de camarera en un prostíbulo.

La Signora A había ido al médico para que le curaran el corte, y Antonia y Carlotta se habían quedado solas bajo la turbia luz del salón de alterne.

—Estamos buscando a Porzia, ¿no? De momento es nuestra única pista.

—Soy yo la que busca a Porzia.

—Tendremos más éxito si nos repartimos la búsqueda. Tú puedes buscarla en el Trastevere porque ya te lo conoces bien y sabes a quién debes preguntar. Yo permaneceré en el Teatro, y espero que la Signora A la encuentre finalmente. Además, así puedo enterarme de si alguna de las chicas sabe algo más aparte de lo que nosotras ya conocemos, que tampoco sería imposible, ¿verdad?

Antonia se aproximó a la tina de cobre, tiró el agua manchada de sangre al patio de los dos tilos y retiró los fragmentos de cristal de la jarra rota.

—Antonia en un lupanar. Sandro Carissimi va a reventar de rabia cuando se entere —profetizó Carlotta pero, al ver la sonrisa picara de la muchacha, continuó—. De eso se trata precisamente, ¿no es verdad? No tiene nada que ver con Porzia.

—También tiene que ver con Porzia. Soy una persona curiosa y quiero saber qué es lo que hay detrás de todo esto. Sin embargo, tienes razón: no tengo ganas de esperar a que el señor jesuita decida si me quiere o no me quiere, y si, en caso de que así sea, qué va a hacer conmigo. Así pues, voy a obligarle a salir de su coraza.

—Cuando le obligaste a salir de su coraza esta mañana, destrozó tu vidriera favorita, ¿o ya se te ha olvidado?

—Ahora ya no tendrá nada a mano que pueda romper.

—El truco que quieres utilizar es el más viejo del mundo.

—¿Y precisamente por qué es tan viejo? Porque funciona.

—Tengo un mal presentimiento.

Antonia acarició el hombro de Carlotta.

—Mira, Carlotta, sé que tienes buena intención y que estás preocupada. Para mí eres como una hermana, pero precisamente por eso sabes por qué hago esto por lo que estamos discutiendo. Acabo de perder a mi padre y es algo doloroso, pero así es como funciona en el mundo y hay que conformarse con ello. Sin embargo, lo de Sandro... Soy como una viuda sin cadáver, ¿entiendes lo que te quiero decir? Llevo luto por alguien que ni está muerto, ni es mi marido ni mi amante. Cada día que he pasado en esta ciudad me he sentido culpable por un amor imposible que no me ofrece ninguna esperanza, ni un cuerpo, ni una promesa, ni un futuro. Solo la culpabilidad que me crea un monje. No me quedan más que dos opciones, Carlotta: o abandono a Sandro y me marcho de Roma... o lucho por él. ¿Qué harías tú en mi lugar? ¿Qué harías tú si, después de haber estado con tantos hombres como has estado, hubieras encontrado a uno que significara más para ti que todos los demás juntos?

Carlotta observó a Antonia durante un largo rato. Las sombras de los tilos bailaban sobre su rostro.

—Espero —suspiró finalmente— que sepas lo que estás haciendo.