CAPÍTULO IX
Querido mister Meredith:
No puedo expresarle lo molesto y humillado que me siento ante el desagradable desenlace que tuvo la pequeña broma que quise gastarle. Como sabe usted, y de ello le he dado ya pruebas, siento la mayor admiración por una persona que, trabajando tanto por la Humanidad como usted, ha conquistado tan universal renombre.
Espero que tanto usted como yo olvidaremos este desdichado acontecimiento, y que me dará usted la oportunidad de presentarle las excusas que le debo. Lo estimo indispensable para rehabilitarme ante sus ojos, y por lo menos, reunir los restos dispersos de mi propia estimación.
Me causará usted un placer vivísimo aceptando la semana próxima una cena conmigo y con un hombre interesantísimo, George Gathercole, que acaba de regresar de Patagonia —según carta suya que acabo de recibir—, después de hacer los más notables descubrimientos en aquel país.
Estoy seguro de que tendrá usted un criterio lo suficientemente amplio para no dejar que mi estúpido acceso de mal humor perturbe unas relaciones que siempre he deseado que fueran mutuamente agradables. Si consiente usted en que Gathercole, inconsciente del papel que ha de desempeñar, haga de pacificador entre usted y yo, daré por bien empleada la enorme suma que me ha costado su viaje a Patagonia.
Siempre suyo afectísimo,
Remington Kara.
Kara dobló la carta y la metió en el sobre. Tocó el timbre que tenía sobre la mesa y apareció la muchacha que tanta impresión había causado a T. X. Meredith.
—Que manden esta carta en seguida, miss Holland.
La joven inclinó la cabeza y quedó en pie esperando. Kara se levantó de la mesa y empezó a pasear por la habitación.
—¿Conoce usted a T. X. Meredith? —preguntó repentinamente.
—He oído hablar algunas veces de él —contestó la muchacha.
—Es un hombre singular, un hombre contra el que se mella mi arma favorita.
Ella le miró con interés.
—¿Cuál es su arma favorita, mister Kara?
—El miedo.
Si esperaba que ella le animara a continuar, quedó defraudado. Probablemente no necesitaba tal animación, pues en presencia de sus inferiores sociales era monopolizador.
—Se corta a un hombre la piel a tiras, y puede curar. Se le azota, y puede olvidar este recuerdo. Pero si se le asusta, si se le llena de aprensión y se le deja creer que algo espeluznante le va a ocurrir a él o a alguna persona a quien ame (mejor esto último), entonces se le hace sufrir de un modo que nunca alcanza el olvido. El miedo es un tirano y un déspota, más terrible que el potro de tormento, más eficaz que la picota. El miedo tiene cien ojos, y ve horrores allí donde la vista normal sólo ve cosas ridículas.
—¿Es ése su credo? —preguntó ella serenamente.
—Parte de él, miss Holland —contestó Kara sonriendo.
Ella jugueteó ociosamente con la carta que tenía en la mano.
—¿Y qué puede justificar el uso de tan terrible arma? —preguntó.
—Está ampliamente justificado para conseguir un fin. Por ejemplo: yo quiero algo. No puedo conseguirlo por la vía ordinaria o por el empleo de los métodos corrientes. Es esencial para mí, para mi felicidad, para mi comodidad o para mi amor propio. Si puedo comprarlo, estupendo. Si puedo comprar a personas que tienen influencia para conseguirme ese objeto, tanto mejor. Si puedo adquirirlo por cualquier mérito que yo tenga, utilizo este mérito. Pero en otro caso… —Kara se encogió de hombros.
—Comprendo —dijo la joven moviendo lentamente la cabeza—. Supongo que así es como piensan los chantajistas.
Él frunció el ceño.
—Ésa es una palabra que yo no uso, y que tampoco me gusta oír. Yo asocio el chantaje con una vulgar tentativa para conseguir dinero.
—Que resulta indispensable para la gente que lo emplea —dijo la joven, sonriendo ligeramente—. Y según el método de pensar de usted, está plenamente justificado.
—Es cuestión de plano —dijo él con jovialidad—. Desde mi punto de vista, son sórdidos criminales la clase de individuos con quienes T. X. tiene que contender en su trabajo. T. X. es un hombre por el que siento un gran respeto. Probablemente usted volverá a verle, pues él buscará una oportunidad para hacerle a usted una porción de preguntas sobre mí. No necesito decirle…
Kara alzó las cejas e hizo un gesto de simpatía.
—No discutiré los asuntos de usted con ninguna persona —contestó la joven con frialdad.
—Creo que le doy a usted tres libras por semana. Me propongo ascenderla a cinco libras, porque me sirve usted admirablemente.
—Muchas gracias —replicó serenamente la joven—, pero ya estoy muy bien pagada.
Y salió, dejándole un poco asombrado y bastante incomodado.
Rehusar los favores de Remington Kara era para aquel hombre orgulloso algo así como una afrenta. Gran parte de su enemistad con T. X. derivaba de la curiosa indiferencia con que éste había considerado la benévola actitud de Kara en su trato con el detective.
Tocó el timbre, esta vez para su criado.
—Fisher —le dijo—, estoy esperando la visita de un caballero llamado Gathercole, un caballero manco, a quien vas a entretener con cualquier pretexto, porque es muy difícil de retener, y yo necesito absolutamente verle. Ahora voy a salir, y volveré para las seis y media. Haz todo lo posible para impedirle que se vaya hasta mi regreso. Probablemente lo conseguirás mejor llevándole a la biblioteca.
—Muy bien, señor. ¿Va usted a cambiar de ropa?
—No. Saldré tal como estoy. Dame mi abrigo de piel. Este maldito frío me mata. Ten cuidado de que no se apague la estufa, llévame el correo a la alcoba y sírvele el lunch a miss Holland.
El griego era aficionado a hacer amistad con sus criados…, claro está que hasta cierto límite. En sus momentos más generosos se dirigía a su ayuda de cámara llamándole Fred, y en más de una ocasión, y sin motivo aparente, le había dado una propina al pagarle su jornal.
Fisher le acompañó hasta el automóvil, le envolvió las piernas en la manta, cerró la portezuela con cuidado y volvió a la casa. A partir de aquel momento su conducta fue bastante extraordinaria para un criado bien educado. Que volviera al despacho de Kara y pusiera en orden los papeles, era muy natural. No lo era ya tanto que se dedicara a un rápido examen de todos los cajones de la mesa de su amo, aunque esto podría excusarse como un exceso de diligencia, ya que, hasta cierto punto, contaba con la confianza de mister Kara.
Mister Fred Fisher no debió de encontrar gran cosa hasta que dio con el talonario de cheques de mister Kara, que le dijo por las indicaciones de la matriz, que el día anterior había el griego retirado de su Banco seis mil libras en metálico. Este detalle pareció interesarle enormemente, y con los labios apretados y la mirada fija de un hombre que piensa con rapidez, volvió a dejar en su sitio el talonario. Hizo una visita a la biblioteca, donde la secretaria estaba ocupada en sacar copias de la correspondencia de Kara y en contestar cartas de pedigüeños.
Fisher alimentó el fuego de la chimenea, pidió instrucciones deferentemente y volvió a sus registros. Esta vez le tocó el turno a la alcoba. No le llamó la atención la caja incrustada en la pared, pero sí un pequeño bureau en el que Kara guardaba la correspondencia particular de la mañana. Sin embargo, sus pesquisas no obtuvieron resultado.
Al lado de la cama había una mesita con un teléfono, cuya vista, al parecer, le hizo mucha gracia al ayuda de cámara. Aquél era el teléfono privado que Kara había mandado instalar con Scotland Yard…, según había explicado a sus criados.
Fisher se detuvo un momento ante la puerta cerrada de la habitación y contempló sonriendo el monumental cerrojo de acero que abarcaba toda la anchura de la puerta y que ajustaba exactamente en una caja, también de acero, incrustada en la pared. Luego salió de la habitación, y con aire meditabundo bajó las escaleras que conducían al hall.
Estaba a mitad del camino, cuando vino a su encuentro la doncella de Kara.
—Hay un señor que quiere ver a mister Kara. Aquí está su tarjeta.
Fisher leyó el nombre: «George Gathercole, júnior. Travellers Club.»
—Yo le recibiré —dijo con repentina animación.
Encontró al visitante en pie en el hall.
Era un hombre que habría llamado la atención solamente por lo excéntrico de su traje y la suciedad de su aspecto. Llevaba un abrigo muy raído y un sombrero de copa brillante, y, evidentemente, nuevo. Cuando llegó el criado se estaba estirando, con movimientos nerviosos, de una sucia barba que le cubría toda la parte inferior de la cara, hablando consigo mismo y lanzando despectivas miradas al retrato de Remington Kara, que pendía sobre la chimenea. Llevaba en la nariz unos quevedos sostenidos por un milagro de equilibrio, y dos gruesos volúmenes bajo el brazo. Fisher, que tenía grandes cualidades de observador, descubrió bajo el abrigo una sucia chaqueta azul, un pantalón con enormes rodilleras y dos grandes botas negras.
El visitante miró al criado.
—Tenga esto —ordenó perentoriamente señalando los dos volúmenes que traía bajo el brazo.
Fisher se apresuró a obedecer, y observó, con cierto asombro, que el visitante no hacía ademán de ayudarle, bien soltando los libros, bien levantando la mano. Accidentalmente, el criado le apretó la manga, y recibió una impresión desagradabilísima, porque el antebrazo era evidentemente artificial. Dentro de la manga había una superficie de madera, y aquella invalidez del visitante quedó confirmada cuando le alargó a Fisher la mano derecha para que le quitara el guante.
—¿Dónde está Kara? —gruñó luego.
—No tardará en volver, señor.
—¡Ah! ¿No está en casa? Entonces no le espero. ¿A quién se le ocurre salir precisamente hoy? ¿No ha tenido tres años para hacerlo?
—Mister Kara le espera, señor. Me dijo que estaría de vuelta a las seis, lo más tarde.
—A las seis, ¿eh? —exclamó el otro, irritado—. ¿Y qué demonios voy a hacer yo hasta las seis?
Se dio un tremendo tirón de la barba.
—¿A las seis? Bueno; dígale a mister Kara que vine. Déme esos libros.
—Pero, señor, yo le aseguro… —balbució Fisher.
—Déme esos libros —rugió el otro.
Con gran destreza se sacó la mano izquierda del bolsillo, encorvó el codo, manipulando en algún mecanismo, y colocó en el antebrazo los libros que de muy mala gana le entregó el criado.
—Dígale a mister Kara que volveré cuando me convenga, ¿entiende? Cuando me convenga. Buenos días.
—Señor, si quisiera usted esperar un momento…
—¡Al diablo la espera! Le digo que he esperado tres años. Dígale a mister Kara que cuando quiera verme me espere él.
Con esto salió, e innecesariamente dio un portazo tremendo. Fisher entró en la biblioteca. La joven estaba cerrando unas cartas y levantó la vista cuando él entró.
—Me temo, miss Holland, que me he metido en un lío muy serio.
—¿De qué se trata?
—Ha venido un caballero a quien mister Kara tenía mucho interés en ver.
—Mister Gathercole —dijo en seguida la muchacha.
—El mismo, señorita. Pues no he conseguido que se quede.
Ella frunció los labios pensativamente.
—Mister Kara se pondrá muy furioso, pero no veo qué habría podido usted hacer. ¿Por qué no me llamó a mí?
—No me dio ocasión, señorita. Pero si vuelve, le haré pasar aquí en el acto.
—Conforme —dijo miss Holland.
—¿Necesita usted algo, señorita? —preguntó Fisher desde la puerta.
—¿A qué hora dijo mister Kara que volvería?
—A las seis.
—Tengo aquí una carta importante que hay que llevar.
—¿Quiere que pida por teléfono un botones?
—No, no me parece conveniente. La podría llevar usted mismo.
Kara tenía la costumbre de emplear a Fisher como mensajero confidencial cuando la ocasión lo requería.
—Iré con mucho gusto, señorita.
Era la ocasión anhelada por Fisher, que había estado discurriendo alguna excusa para salir de la casa. Miss Holland le entregó el sobre, en el cual Fisher leyó: «Mister T. X. Meredith, Squire. Sección de Servicios Especiales. Scotland Yard. Whitehall». El criado la guardó cuidadosamente en el bolsillo y salió de la biblioteca para cambiarse de ropa. Aunque la casa era grande, Kara no tenía una servidumbre muy numerosa. Una doncella y un criado componían todo su cuerpo de servicio de puertas adentro. El cocinero y los demás criados necesarios para la marcha de la casa eran contratados durante el día.
Kara había anticipado su regreso del campo, y aparte de Fisher, la única persona que había en la casa, además de la secretaria, era una criada, de edad madura, que servia a la mesa y hacía las funciones de ama de llaves.
Miss Holland estaba, al parecer, absorta en la lectura de las cartas que había escrito, pero tenía la mente muy lejos de la correspondencia esparcida ante ella. Oyó cerrarse la puerta de la calle, y al asomarse a la ventana vio a Fisher alejarse, y no le perdió de vista hasta que dobló la esquina. Luego atravesó el hall y entró en la cocina.
No era aquélla la primera visita que hacia a la gran habitación subterránea, de techo abovedado, que rara vez se usaba en aquella época, pues Kara no daba ya comidas.
La camarera, que también era cocinera, se levantó al entrar miss Holland.
—¡Qué placer verla a usted en la cocina, señorita! —dijo sonriendo.
—Me pareció que estaba usted demasiado sola, mistress Beale —contestó la muchacha mirándola con simpatía.
—¡Sola, señorita! No sabe usted lo que yo paso sentada aquí horas y horas. Sólo de ver esa puerta me entran escalofríos…
La mujer señalaba al extremo opuesto de la cocina, a una sólida puerta de madera sin pintar.
—Ésa es la bodega de mister Kara… Nadie entra ahí más que él. Sé que entra a veces porque mi hermano, que es policía, me ha enseñado un truco, que es pegar un papelito muy pequeño en la puerta, y me lo encuentro roto a la mañana siguiente.
—Mister Kara guarda ahí algunos documentos privados —dijo la joven—. Me lo ha dicho él mismo.
—No sé, no sé —dijo la mujer en tono de duda—. Me gustaría que la tapiara, como tapió el sótano de abajo. Yo sufro aquí angustias del infierno, esperando que de un momento a otro se abra la puerta y salga el espectro del viejo lord, que murió en África.
Miss Holland rió de buena gana.
—Pues ahora va usted a hacerme el favor de salir a la calle —dijo—. No tengo sellos.
Mistress Beale obedeció con apresuramiento, y la muchacha subió al hall.
De nuevo acechó desde la ventana esta segunda figura, que desapareció al doblar la esquina.
Tan pronto como la hubo perdido de vista, miss Holland desplegó una actividad inusitada. Sacó de su bolso un estuche pequeño, que abrió. En su interior había una llavecita de acero, nueva. Pasó rápidamente al pasillo, entró en la alcoba de Kara y marchó en derechura a la caja.
A los dos segundos la tenía abierta y estaba examinando su contenido. Era un arca grande, del tipo corriente, dotada de cuatro cajones de acero. Dos de éstos estaban abiertos, y no había en ellos nada interesante: guardaban cuentas relacionadas con las posesiones de Kara en Albania.
Los dos de arriba estaban cerrados. La joven se había preparado para esta contingencia, y una segunda llave fue tan eficaz como la primera. Un registro del primer cajón no produjo el resultado que ella esperaba. Volvió a colocar los papeles en él, lo cerró y dedicó su atención al segundo. Le temblaba un poco la mano al abrirlo; aquélla era su última esperanza.
Este cajón postrero contenía cierto número de estuches de joyas que casi lo llenaban. Ella los apartó uno tras otro, y al fondo encontró lo que buscaba y lo que le había tenido embargada la atención durante los pasados tres meses.
Era una cajita cuadrada, forrada de cuero rojo. Oprimió con dedo tembloroso el botón del resorte y al abrirla, lanzó un pequeño grito de alegría.
—¡Por fin! —exclamó en voz alta, y entonces una mano la cogió por la muñeca y al volverse, muerta de terror, se encontró con el rostro sonriente de Kara.