CAPÍTULO XIX
Difícilmente se le ocurriría a alguien asociar a las brigadas de obreros que, bien protegidas las piernas con botas altas hasta los muslos, bajan por la noche a las subterráneas alcantarillas de Londres, con el fornido vicecónsul en Durazzo. Sin embargo, se trataba de un hombre de poca imaginación, que vivía en Lambeth y no tenía idea de que existía un punto llamado Durazzo, aun cuando éste era el culpable de sacar de la cama a aquel cómodo funcionario a las primeras horas de la mañana —no sin gran renuencia por su parte y un uso violento e inmoderado del idioma— para llevar a cabo ciertas investigaciones en los atestados bazares.
Al principio sus esfuerzos fueron en vano, porque había en Durazzo muchos Hussein Effendi. En vista de ello mandó una invitación al cónsul de los Estados Unidos para que bebiera un traguito y le ayudara en sus pesquisas.
—No comprendo por qué demonios resulta ahora el Foreign Office interesado repentinamente por Hussein Efendi —se lamentó.
—Ya sabe usted que el Foreign Office inglés siempre tiene que interesarse por algo —contestó el genial americano—. Pero es que en todos los países ocurre lo mismo. Yo recibo alguna vez las órdenes más raras de Washington. Se me antoja que esto lo hacen simplemente por saber si están bien representados aquí. Y ¿qué ha hecho usted mientras tanto?
—He visto a Hakaat Bey —contestó el funcionario inglés—. No sé lo que habrá hecho éste; yo le he transmitido la orden de mi Gobierno.
Aproximadamente a la misma hora, el hombre de la alcantarilla, en el seno de su hogar, hablaba en voz alta, a tiempo que bebía ruidosamente generosos sorbos de té.
—No te sorprendas —le dijo a su mujer, que le admiraba extática— si me llaman a declarar ante el Juzgado.
—¡Santo Dios! —exclamó la mujer—. ¿Qué ha ocurrido?
El empleado de limpiezas llenó su pipa y contó la historia con gran lujo de detalles. Dio la hora exacta a que había descendido por el pozo de ventilación de la calle Victoria, extendiéndose en consideraciones sobre lo que le había dicho Bill Morgan mientras recorrían el túnel principal, sobre lo que él mismo había dicho a Enrique Cárter cuando se metieron en la alcantarilla de techo bajo, de la curiosa premonición que él tuvo de que iba a hacer un descubrimiento sensacional, y así sucesivamente, hasta llegar a la culminación que por todos los medios había ido retrasando.
T. X. esperó hasta bien avanzada la noche, y a eso de las doce vio recompensada su paciencia con un telegrama que le trajo un empleado del Ministerio de Asuntos Extranjeros. Iba dirigida al ministro y decía así:
«Número 847. —Recibo telegrama de V. E. 63.952, fecha ayer. Hussein Effendi, rico comerciante esta capital, salió para Italia, objeto instalar su hija en convento María Teresa, de Florencia, pues Hussein es cristiano. Ha seguido viaje a París. Puede V. E. dirigirse Rally Teogritis y Compañía, rué de l’Opéra. Le saludo respetuosamente.»
Media hora después, T. X. estaba en comunicación telefónica con París, dando instrucciones al inspector de la Policía británica en la capital francesa. Ya por la mañana recibió un aviso telefónico de París que le causó infinita satisfacción. Muy lentamente, pero con toda precisión, iba reuniendo las hebras de aquel misterio desconcertante y sacando el ovillo. Probablemente los últimos fragmentos los proporcionaría el mismo Hussein Effendi.
A las ocho de aquella noche se abrió la puerta del despacho y apareció el hombre que representaba a T. X. en París. T. X. le saludó con una inclinación, y como era evidente que el recién venido se quedaba en la puerta cual si esperase algo, le dijo:
—Hágale pasar. Lo recibiré a solas.
Entró en el despacho un hombre alto, con levita y fez rojo. Era un hombre de cincuenta y cinco a sesenta años, de fuerte complexión, con un grave rostro moreno orlado de una barbita blanca. Al entrar hizo una ceremoniosa reverencia.
—Supongo que hablará usted francés —le dijo T. X.
El otro se inclinó nuevamente.
—Mi agente le habrá explicado —prosiguió T. X. en francés— que deseo obtener cierta información con objeto de aclarar un crimen cometido en este país. Él le habrá dado la seguridad en mi nombre, y yo lo confirmo ahora, de que ningún perjuicio le parará a usted como consecuencia de lo que me diga.
—Comprendo, excelencia —dijo el turco—. Los americanos y los ingleses siempre han sido buenos amigos míos, y yo he estado con frecuencia en Londres. Por esto tendré un verdadero placer en ayudarle en lo que pueda.
T. X. se dirigió a un armario cerrado que había en un testero del despacho, lo abrió y sacó un objeto, envuelto en papel de seda, que depositó sobre la mesa. El turco presenciaba impasible estas maniobras. Muy lentamente el comisario desenrolló el paquetito y sacó, por último, una navaja larga y estrecha, un verdadero puñal, casi un estilete, manchado y oxidado, con un puño que en sus días de pulcritud había sido de plata cincelada. El detective tomó la daga que estaba sobre la mesa y se la alargó al turco.
—Creo que esto es de usted —le dijo suavemente.
El hombre le dio vueltas entre sus manos, se acercó a la lámpara de la mesa para verlo mejor, y devolvió el arma a T. X.
—En efecto, éste es mi cuchillo.
T. X. sonrió.
—Claro está que yo vi escrito en árabe el rótulo «Hussein Effendi, de Durazzo», cerca de la empuñadura.
El turco inclinó la cabeza.
—Con esta arma —continuó T. X.— se ha cometido en nuestra capital un crimen.
No se apreció en el visitante ningún signo de interés ni asombro, ni siquiera de emoción alguna.
—Por la voluntad de Dios —dijo calmosamente—, estas cosas suceden aún en una gran ciudad como Londres.
—El arma era de usted —insinuó T. X.
—Pero mi mano estaba en Durazzo, excelencia —dijo el turco.
Volvió a examinar el puñal.
—¿De modo que ha muerto el Romano Negro? —preguntó.
—¿El Romano Negro? —preguntó T. X., intrigado.
—El griego que llamaban Kara —explicó el turco—. Era el hombre más perverso del mundo.
T. X. se puso en pie, e inclinándose sobre la mesa miró más de cerca al otro.
—¿Cómo ha adivinado usted que se trataba de Kara? —preguntó rápidamente.
El turco se encogió de hombros.
—¿Quién otro podía ser? ¿No publicaron todos sus periódicos la historia?
T. X. se volvió a sentar, chasqueado y un poco furioso consigo mismo.
—Es verdad, Hussein Effendi; pero yo no creo que en Durazzo se lean nuestros periódicos.
—Yo no los he leído, excelencia —replicó el otro fríamente—, ni sabía que Kara hubiera muerto hasta que he visto esta navaja. ¿Cómo ha llegado a manos de usted?
—Se encontró en una alcantarilla, en la que, al parecer, la había arrojado el asesino. Pero si no ha leído usted los periódicos, Hussein Effendi, confiesa usted que sabe quién cometió el crimen.
El turco levantó las manos hasta ponerlas al nivel de sus hombros.
—Aunque soy cristiano, no he olvidado muchos de los sabios proverbios de la religión de mi padre. Y uno de éstos, excelencia, dice: «El malvado ha de morir en las habitaciones del justo; las armas del justo harán perecer al malvado.» Excelencia, yo soy un hombre honrado, que no ha cometido ningún acto deshonroso en su vida. He comerciado con griegos, italianos, franceses, ingleses y también con judíos. Nunca he pretendido robarles ni perjudicarles. Si yo he matado a algunas personas, bien sabe Dios que no lo hice porque deseara su muerte, sino porque su vida era peligrosa para mí y para los míos. Excelencia, haga todas sus preguntas al cuchillo, y verá lo que contesta. Hasta que él hable, yo permaneceré tan mudo como la hoja, porque también está escrito que «el soldado es el esclavo de su espada», y que «el buen cristiano tiene la boca cerrada para los asuntos de su amo».
T. X. sonrió con desilusión.
—Había esperado que usted me ayudara… Lo había esperado y lo había temido. Si usted no quiere hablar, no es misión mía obligarle a ello por amenazas o por la ley. Le agradezco que haya venido aunque su visita haya sido completamente infructuosa, al menos en lo que a mí afecta.
Sonrió nuevamente y ofreció su mano a Hussein Effendi.
—Excelencia —dijo el turco gravemente—, hay en la vida cosas que están mejor solas, y momentos en que la Justicia debe ser tan ciega que no encuentre ningún culpable…, y éste es uno de esos momentos.
Así terminó la entrevista en la que había T. X. fundado tantas esperanzas. El detective, molesto y aburrido, se encaminó a Portman Place, donde había concertado una cita con Belinda Mary.
—¿Dónde va a dar mister Lexman esa famosa conferencia? —le preguntó Belinda a guisa de saludo—. Y dime: ¿sobre qué va a versar?
—Es un tema que tiene para mí supremo interés —contestó T. X. con gravedad—. La ha llamado El misterio de la vela doblada. No hay cerebro dedicado a la persecución de criminales más lúcido que el de John Lexman. Aunque utiliza su genio para fabricar argumentos de novelas, si lo empleara en el noble trabajo policíaco, estoy seguro de que nadie le superaría en el mundo. Está resuelto a dar esta conferencia, y ha repartido gran número de invitaciones. Ha enviado a los jefes de la Policía de casi todos los países del mundo. O’Grady ha salido ya de América y me ha enviado un cable a este efecto. Hasta el jefe de la Policía rusa ha aceptado la invitación, porque, como sabes, este crimen ha causado sensación en todos los círculos policíacos. John Lexman no solamente va a dar una conferencia, sino que nos va a decir quién cometió el crimen y por qué lo cometió.
Belinda reflexionó un momento.
—Y ¿dónde la va a dar?
—¡Ah! Pues no lo sé. ¿Importa mucho?
—Sí que importa —contestó Belinda enfáticamente—. Importa muchísimo, sobre todo si yo quiero que se dé en cierto lugar. ¿Quieres decirle a mister Lexman que dé la conferencia en mi casa?
—¿En Portman Place? —preguntó T. X., sorprendido.
—No. Yo tengo una casa propia. Una casa amueblada que he alquilado en Blackheat. ¿Quieres convencer a mister Lexman para que dé allí la conferencia?
—Pero ¿por qué?
—Mira, no me hagas preguntas, Tommy. Haz lo que te digo.
El detective vio que ella hablaba muy en serio.
—Esta tarde escribiré al amigo Lexman —prometió.
John Lexman contestó por teléfono.
—Preferiría algún sitio fuera de Londres —dijo—, y como parece que miss Bartholomew se interesa por el asunto, ¿puedo ampliar a ella mi invitación? Le prometo que no se escandalizará más de lo que puede escandalizarse una buena mujer del pueblo.
Y así fue cómo el nombre de Belinda Mary Bartholomew se agregó a una selecta lista de jefes de Policía que en aquel momento se dirigían a Londres para oír del hombre que había garantizado la solución de la historia de Kara y su muerte y el desembrollo del misterio que rodeaba al crimen, y el significado de las velas dobladas que en aquel momento estaban guardadas en el museo de Scotland Yard.