CAPÍTULO III
En las primeras horas de la mañana, una trágica y pequeña partida estaba reunida en el gabinete de Beston Priory. John Lexman, lívido y con la mirada extraviada, estaba sentado en el sofá, con su mujer al lado. La autoridad inmediata, representada por el agente de la aldea, estaba de guardia en el pasillo exterior, mientras T. X., sentado a la mesa, escribía con lápiz en un bloc de cuartillas.
El novelista había referido los acontecimientos de la víspera. Había contado su entrevista con el prestamista antes de la llegada de la carta.
—¿La tiene usted? —interrumpió T. X. John Lexman hizo un signo afirmativo.
—Me alegro —dijo el otro lanzando un suspiro de alivio—. Esto le va a librar de muchas cosas desagradables, mi pobre amigo. Dígame lo que ocurrió después.
—Llegué al pueblo y lo crucé. No había nadie.
»Seguía lloviendo, y no encontré a un ser viviente en toda la noche. Llegué al lugar de la cita cinco minutos antes de la hora señalada. Era la esquina de la carretera de Eastbourne, por el lado de la estación, y allí encontré a Vassalaro, que estaba esperando. Me sentí algo avergonzado de encontrarle en semejantes circunstancias, pero le agradecí mucho que no hubiera venido a casa a promover un escándalo. Lo más ridículo de todo era aquella pistola infernal, que llevaba en el bolsillo de la americana y me daba un golpe en el costado a cada paso, como esforzándose por hacerme comprender mi locura.
—¿Dónde encontró usted a Vassalaro? —preguntó T. X.
—Estaba al otro lado de la carretera de Eastbourne, y la cruzó para venir a mi encuentro. Al principio, estuvo muy tratable, aunque un poco agitado; pero después empezó a conducirse de un modo extraordinario, como si fingiera una cólera que no sentía. Le prometí pagarle una parte importante de la deuda, pero se puso cada vez más furioso, y luego, repentinamente, antes que yo me diera cuenta de lo que estaba haciendo, me apuntó con un revólver a la cabeza, mientras pronunciaba las más extrañas amenazas. Entonces me acordé del consejo de Kara.
—¿Kara? —interrumpió T. X.
—Un hombre que conozco, y que fue el que me presentó a Vassalaro. Es inmensamente rico.
—¡Ya! Siga usted.
—Recordé su advertencia, y quise ver si producía algún efecto en aquel hombrecillo. Saqué la pistola del bolsillo, le apunté e inconscientemente, apreté el gatillo… Con inmenso horror por mi parte sonaron cuatro disparos antes que pudiera recobrar la calma suficiente para soltar la culata. Vassalaro cayó sin decir palabra, y yo me arrodillé a su lado. Vi que estaba gravemente herido y por supuesto, en aquel momento comprendí que nada podría salvarle. Había apuntado a la región del corazón…
Lexman se estremeció, ocultó su cara entre sus manos, y su mujer, rodeándole el hombro con un brazo protector, le murmuró algo al oído. Pronto se repuso, y continuó:
—No estaba muerto del todo; le oí decir algo, pero no distinguí sus palabras. Corrí a la aldea, busqué al agente, se lo conté todo y retiraron el cadáver.
T. X. se levantó y abrió la puerta.
—Entre usted, agente —dijo, y cuando el hombre hizo su aparición le habló—: Supongo que levantaría usted el cadáver con el mayor cuidado y recogería todo lo que hubiera en su inmediata vecindad.
—Sí, señor; recogí su sombrero y su bastón, si es a esto a lo que usted se refiere.
—¿Y el revólver? —preguntó T. X.
—No había ningún revólver, señor. No estaba más que la pistola de mister Lexman.
El agente se registró los bolsillos y sacó el arma, que T. X. tomó y examinó.
—Yo cuidaré del detenido; usted vuelva al pueblo, busque toda la ayuda que necesite y haga un reconocimiento muy cuidadoso del lugar donde murió el hombre y tráigame el revólver, si lo encuentra. Probablemente lo encontrará en alguna zanja al lado de la carretera. Hay una libra esterlina para el hombre que lo encuentre.
El agente saludó y salió.
—Este caso me parece sobrenatural, fantástico —comentó T. X. volviendo a la mesa—. ¿No aprecia usted los detalles inusitados, Lexman? No es inusitado para usted deber dinero, como tampoco lo es que el usurero exija la devolución; pero en este caso la exige antes del vencimiento y además, la exige con amenazas. No es corriente que los prestamistas persigan a sus clientes con un revólver en la mano. Otro rasgo peculiar es que, si quería sacarle el dinero con amenazas de escándalo, ¿por qué eligió como punto de cita una carretera oscura y poco frecuentada, en vez de venir a la casa de usted, donde la presión moral había por fuerza de ser mayor? Y también, ¿por qué le escribió a usted una carta amenazadora, que indudablemente le colocaba a él bajo la ley, y en cambio, podía ser para usted una eximente en caso de que las cosas pasaran a mayores?
Se golpeó los dientes con la punta del lápiz, y de pronto dijo:
—Me gustaría ver esa carta.
John Lexman se levantó del sofá, se acercó a la caja, la abrió, y estaba tirando del cajón de acero en el que había guardado el valioso documento, cuando T. X. notó su expresión de sorpresa.
—¿Qué ocurre? —preguntó apresuradamente el detective.
—Este cajón está extraordinariamente caliente —contestó John, mirando alrededor como para medir la distancia entre la caja y la chimenea.
T. X. tocó la parte delantera del cajón. Efectivamente, estaba muy caliente.
—Ábralo —dijo T. X., y Lexman introdujo la llave y tiró.
Al hacerlo, todo el contenido del cajón ardió en llama repentina. Esta llama se extinguió inmediatamente, dejando sólo una pequeña espiral de humo, que salió de la caja y se extendió por la habitación.
—No toque a nada —dijo apresuradamente el detective.
Sacó cuidadosamente el cajón y lo colocó bajo la luz. En el fondo no había más que unas cenizas blancas arrugadas.
—Ya veo —dijo lentamente el comisario.
Veía algo más que aquel puñado de cenizas; veía el peligro mortal en que se encontraba su amigo. Aquello era una prueba en favor de Lexman destruida irremediablemente.
—La carta fue escrita en un papel sometido previamente a un tratamiento químico, en virtud del cual se desintegró en el momento en que se la expuso al aire. Probablemente, si usted hubiera tardado cinco minutos más en guardar la carta en el cajón, la habría usted visto arder ante sus ojos. De todos modos, ya estaba consumiéndose antes que usted abriera el cajón. ¿Dónde se encuentra ese sobre?
—Kara lo quemó —contestó Lexman en voz baja—. Recuerdo que lo cogió de la mesa y lo echó al fuego.
T. X. hizo un gesto.
—Bueno; queda la otra mitad de la prueba —dijo.
Y media hora después el agente del pueblo volvía y declaraba que, a pesar de un registro minucioso, no había podido descubrir el arma del muerto.
Por la mañana, John Lexman ingresó en la cárcel de Lewes, acusado de homicidio voluntario.
Un telegrama hizo venir de Londres a Mansus, y T. X. le recibió en el gabinete de Beston Tracey.
—Le he mandado llamar, Mansus, porque tengo la ilusión de que es usted más listo que la mayoría de mi personal, lo cual no es decir mucho.
—Le estoy muy agradecido, señor, por haberme dejado bien ante el jefe superior.
T. X. le interrumpió con un gesto.
—El deber de todo jefe —le dijo en tono de oráculo— es ocultar la incompetencia de sus subordinados. Sólo empleando métodos por el estilo puede observarse la decencia de la vida pública. Ahora, escuche usted con atención.
En el más breve espacio de tiempo posible le dio un esquema del caso desde el principio hasta el fin.
—Las pruebas contra mister Lexman son tremendas —añadió—. Pidió a este hombre dinero prestado, y en los bolsillos del cadáver se hallaron documentos firmados por Lexman. No me explico por qué el usurero llevaba encima aquellos papeles. De todos modos, dudo mucho de que mister Lexman pueda inducir a un Jurado a aceptar su versión. Nuestra única probabilidad de éxito es encontrar el revólver del griego… No creo que haya una gran probabilidad, pero si queremos triunfar, hemos de empezar ahora mismo la busca.
Antes de salir celebró una entrevista con Gracie. Las negras sombras que rodeaban los ojos de la mujer hablaron de una noche de insomnio. Estaba inusitadamente pálida y sorprendentemente serena.
—Creo que debo decirle unas cuantas cosas que sé —dijo, mientras se encaminaba a la sala y cerraba la puerta cuando hubieron entrado.
—Y que supongo se refieren a mister Kara —añadió T. X.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó ella, sorprendida.
—No sé nada.
El detective vaciló un momento y estuvo a punto de caer en la petulancia de declarar su omnisciencia, pero, comprendiendo la angustia de mistress Lexman, contuvo su natural deseo.
—En realidad, no sé nada —prosiguió—, pero adivino mucho.
Ella empezó, sin preliminares:
—Debo decirle a usted, en primer lugar, que una vez mister Kara me pidió que me casara con él, y por razones que en seguida le daré, estoy horriblemente asustada de ese hombre.
Sin omitir detalle, Gracie refirió al detective el encuentro en Salónica, la cólera extravagante de Kara y el rapto frustrado.
—Y John, ¿está enterado de todo eso? —preguntó T. X.
Gracie movió tristemente la cabeza.
—¡Ojalá se lo hubiera confesado! ¡Cómo siento no habérselo dicho! —exclamó Gracie, retorciéndose las manos en un éxtasis de dolor y arrepentimiento.
El detective la miró un momento con simpatía. Luego preguntó:
—¿Discutió mister Kara alguna vez con usted los asuntos económicos de su esposo?
—No. Nunca.
—¿Cómo conoció John a Vassalaro?
—De eso sí estoy enterada. La primera vez que vimos a mister Kara en Inglaterra, fue con ocasión de que estábamos en Babbacombe, veraneando… Bueno, era más bien una prolongación de nuestra luna de miel. Mister Kara se alojaba en el mismo hotel. Creo que mister Vassalaro estaba ya allí antes; de todos modos, se conocieron, y después de la presentación de Kara a mi marido, lo demás es fácil de comprender.
Hizo una pausa, y luego preguntó con exaltación:
—¿Puedo hacer algo en favor de John?
T. X. movió la cabeza.
—En lo que respecta a su historia, no creo que mejorase usted la situación contándosela. No hay ninguna hebra que pueda relacionar a Kara con este asunto, y únicamente lograría usted causarle un gran dolor a John. Yo he de hacer todo lo que esté en mi mano.
Gracie le estrechó la mano con calor, y en aquel momento algo pareció infundir en T. X. Meredith un nuevo valor, una nueva fe y una mayor resolución para aclarar aquel inquietante misterio.
Encontró a Mansus esperándole en un automóvil, fuera, y a los pocos minutos estaban en el lugar de la tragedia. Allí se había congregado un pequeño grupo de espectadores, que contemplaban con morboso interés el sitio donde se había encontrado el cadáver. Había un policía local, y en él delegó T. X. la desagradable tarea de mantener a distancia a sus paisanos. El terreno había sido ya registrado a conciencia. Las dos carreteras se cruzaban casi en ángulo recto, y en uno de los cuatro ángulos de la cruz así formada, el seto de zarzas estaba roto, abriendo el paso a un campo que, evidentemente, se había utilizado como terreno de pastos de una vaquería adjunta. Se había hecho una tentativa chapucera para cerrar el boquete con alambre de pinchos; pero a pesar de ello, se podía pasar por encima sin ninguna dificultad. A este boquete dedicó T. X. su principal atención. Se habían registrado cuidadosamente todos los campos sin resultado; las cuatro zanjas, que eran simplemente acequias de comunicación a los lados de las carreteras, y solamente el seto roto y su maraña de zarzas ofrecía esperanza de que una nueva investigación no sería infructuosa.
—¡Caramba! —exclamó repentinamente Mansus, e inclinándose recogió algo del suelo.
T. X. lo cogió con los dedos.
Era inconfundiblemente un cartucho de revólver. El detective señaló el sitio donde se había encontrado, clavando su bastón en el suelo, y continuaron su búsqueda, pero sin éxito.
—Me temo que no encontraremos nada más —dijo T. X., después de transcurrida media hora de pesquisas inútiles.
Estaba en pie, con la mano en la barbilla y el ceño fruncido, reflexionando.
—Mansus —dijo—, supongamos que hubiese habido aquí tres personas: Lexman, el usurero, y un testigo. Y supongamos que esta tercera persona, por algún motivo que no conocemos, tuviera interés en ver lo que ocurría entre los dos hombres y quisiera espiar sin que le vieran. ¿No parece presumible que si fue él quien preparó la entrevista eligiera este sitio como punto de observación, ya que el seto le permitiría ver sin ser visto?
Mansus reflexionó:
—Igual podría haber elegido cualquiera de los otros dos setos, que le ofrecían iguales condiciones de seguridad —dijo al cabo de una larga pausa.
T. X. hizo un gesto de asombro.
—Ha demostrado usted que sabe discurrir; estoy conforme con usted. Recuerde siempre esto, Mansus: que ha habido una ocasión en su vida en que T. X. Meredith ha pensado exactamente lo mismo que usted.
Mansus sonrió débilmente.
—Naturalmente, desde el punto de vista del observador, éste era el peor sitio posible; por ello, quienquiera que viniera aquí, si es que alguien vino, sembrando balas de revólver, debió de elegir este sitio sólo porque era accesible desde otra dirección. Evidentemente, no pudo bajar de la carretera y trepar sin llamar la atención del griego, que estaba esperando a mister Lexman. Podemos suponer que, más adelante, en la carretera, existe una puerta en esta valla; podemos suponer que el hombre penetró por esa puerta, recorrió el campo por el lado del seto, y en algún sitio entre éste y la puerta tiró su cigarro.
—¿Su cigarro? —preguntó Mansus sorprendido.
—Su cigarro —repitió T. X., echando a andar a lo largo del seto.
Desde el sitio en que estaban veían la puerta que daba a la carretera a unos cien metros de distancia. A una docena de metros de la puerta, T. X. encontró lo que buscaba: un cigarro medio consumido. Estaba empapado de agua de lluvia, y el detective lo recogió con la mayor solicitud.
—Excelente cigarro, si es que yo entiendo de esto —observó—. La punta no está mordida, sino cortada, y lo fumaron con boquilla.
Llegaron a la puerta y entraron en el terreno acotado. De la puerta partía otro camino que T. X. y Mansus siguieron hasta llegar a otro cruce, inclinándose el ramal de la izquierda en dirección al Sur, hacia la carretera principal de Eastbourne, y al del Oeste en dirección del ferrocarril Lewes-Eastbourne. La lluvia había borrado mucho de lo que T X. andaba buscando; pero pronto encontró el detective una débil huella de un neumático de automóvil.
—Aquí es donde dio la vuelta y volvió —observó el detective, andando despacio hacia el camino de la izquierda—, y aquí es donde estuvo parado. Hay grasa que goteó del motor.
Se inclinó y siguió adelante en la actitud de un bailarín ruso.
—Y aquí están las cerillas que encendió el chofer. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis; como la noche era tempestuosa, podemos suponer que gastó dos en cada cigarro; esto hace tres cigarrillos. Aquí hay una colilla, Mansus, fíjese…, Gold Flake. Un cigarrillo Gold Flake tarda unos doce minutos en consumirse en tiempo normal, pero solamente unos ocho en tiempo borrascoso. El coche, por tanto, estuvo parado aquí unos veinticuatro minutos… ¿Qué piensa usted de esto, Mansus?
—Magníficamente razonado, T. X. —contestó el otro con calma—, si da la casualidad de que este coche es el que usted busca.
—Busco cualquier coche viejo —contestó T. X.
No encontró más huellas de neumáticos, aunque siguió con el mayor cuidado la pequeña senda hasta que llegó a la carretera principal. Después de esto era inútil seguir las pesquisas, porque la lluvia había caído sin interrupción durante la noche y las primeras horas de la mañana. El detective y su auxiliar llegaron a la estación férrea con el tiempo justo para coger el tren de la una para Londres.
—Va usted a ir como una bala a la plaza Cadogan, y me va a detener, ipso facto, al mecánico de mister Kara —dijo T. X.
—Muy bien. ¿De qué se le acusa?
Cuando T. X. daba una orden en el cumplimiento de su deber, para Mansus se habían acabado las sorpresas.
—Dígale usted lo primero que se le ocurra. Probablemente algo le vendrá a la imaginación de aquí a que lleguemos a Londres. En realidad, va usted a encontrarse con que el chofer ha sido llamado urgentemente a Grecia, y probablemente habrá salido en el tren de esta mañana para el Continente. En este caso, nada podremos hacer, porque el barco habrá salido ya de Dover y lo habrá desembarcado en Boulogne; pero si por casualidad le echa usted el guante, no le suelte hasta que yo vuelva.
Aquel día fue de mucho ajetreo para T. X., y hasta anochecido no pudo regresar a Beston Tracey, donde le esperaba un telegrama que decía así: «Nombre del chofer es Goole. Ha sido camarero English Club de Constantinopla. Salió para Oriente tren esta mañana temprano. Su madre, enferma.»
—¡Su madre, enferma! —dijo despectivamente T X.—. ¡Qué pobre pretexto! Yo creí que Kara habría encontrado algo mejor que esto.
Estaba en el despacho de John Lexman cuando se abrió la puerta y la doncella anunció a mister Remington Kara.