CAPÍTULO X

La joven sintió que las piernas se le doblaban, y creyó que estaba a punto de desmayarse. Se dominó con un esfuerzo violento, y si la cara que vio el griego estaba pálida, había en sus ojos negros una firme resolución.

—Permítame, miss Holland —dijo Kara en su tono más suave.

Le arrancó, más que le tomó, la cajita de la mano, la colocó cuidadosamente en el cajón, lo empujó, lo cerró y examinó la llave después de sacarla. Luego cerró la puerta del arca.

—Está visto que tendré que comprar una caja nueva.

Kara no había soltado la muñeca de la joven, ni lo hizo hasta que la hubo conducido a la biblioteca. Entonces dejó libre a su secretaria y se situó entre ella y la puerta, con los brazos cruzados y una sonrisa cínica y despectiva en su rostro encantador.

—Puedo adoptar varias resoluciones —dijo silabeando despacio—. Puedo entregarla a la Policía… cuando regresen los criados, a quienes usted ha alejado tan hábilmente. O bien puedo tomarme la justicia por mi mano.

—En lo que a mí respecta —dijo la joven fríamente—, puede usted entregarme a la Policía.

Miss Holland se apoyó en el borde de la mesa y le miró sin demostrar temor ninguno.

—No me gusta la Policía —observó Kara, y entonces sonó un golpecito en la puerta.

Kara se volvió, entreabrió la puerta, cuchicheó con alguien y al cabo de un momento la cerró y depositó sobre la mesa una hoja de sellos de Correos.

—Decía que no me agrada la Policía, y prefiero mis propios métodos. En este caso particular es evidente que la Policía no me serviría, porque usted no la teme, y probablemente está al servicio suyo. ¿Tengo razón al suponer que es usted cómplice de mister T. X. Meredith?

—No conozco a mister T. X. Meredith —replicó ella con calma—, y no estoy de ningún modo al servicio de la Policía.

—Sin embargo —insistió él—, no parece que le asusta mucho, y esto me impide caer en la tentación de entregarla a usted en las manos de la ley. A ver, déjeme pensar…

Frunció los labios mientras reflexionaba sobre el problema.

Ella estaba medio sentada, medio en pie, mirándole sin demostrar aprensión, pero con un corazón que empezaba a flaquear. Durante tres meses había representado una comedia, y el esfuerzo había sido mayor de lo que ella misma se confesaba. Ahora había llegado el momento culminante, y he aquí que flaqueaba. Esta idea era lo más enloquecedor de todo. No era el miedo a la detención ni al castigo lo que la atormentaba; era la desesperación del fracaso, juntamente con una sensación de desamparo contra aquel hombre siniestro.

—Si yo mandase detenerla, su nombre aparecería en todos los periódicos, naturalmente, y con toda seguridad las revistas gráficas publicarían su retrato —dijo Kara, y quedó esperando la respuesta en actitud expectante.

Ella se echó a reír.

—Eso no me asusta —replicó.

—Ya lo veo —dijo él, y avanzó hacia ella, pero ligeramente desviado, como si se dirigiera a la ventana.

Llegaba a la altura de la joven, cuando repentinamente dio un cuarto de vuelta y la cogió en sus brazos. Antes que ella se diera cuenta, el hermoso griego se había inclinado y le había dado un beso en plena boca.

—Si grita usted, la besaré otra vez —dijo—. Además perderá el tiempo, porque he mandado a la cocinera a comprar más sellos… a la central de Correos.

—¡Suélteme! —jadeó ella.

Por primera vez él vio el terror pintado en su rostro, y experimentó aquella loca sensación de triunfo, aquella intoxicación de poder que había asociado a los días rojos de su vida accidentada.

—Está usted asustada —le dijo, medio susurrando las palabras—. Ahora es cuando está asustada, ¿verdad? Si grita usted, la besaré más, ¿me entiende?

—Por el amor de Dios, suélteme —murmuró ella.

Kara la sintió temblar entre sus brazos y de pronto, la soltó con una risita burlona. Ella se dejó caer destrozada en la silla que había al lado de la mesa.

—Ahora va usted a decirme quién la envió aquí —dijo con voz dura— y para qué vino. Nunca sospeché de usted. Me pareció una de esas extrañas criaturas que se encuentran en Inglaterra, una mujer que prefiere ganarse la vida a lo más sencillo y vulgar, que es buscarse un marido. Y durante todo este tiempo ha estado usted espiándome… Muy lista, muy lista.

La joven pensaba con rapidez. Fisher volvería al cabo de cinco minutos. Sin saber por qué, confiaba en la capacidad y buena voluntad de Fisher para salvarla de una situación que ella sabía peligrosísima para su seguridad. Estaba horriblemente asustada. Conocía a aquel hombre mucho mejor de lo que él sospechaba, y sabía que no sentía escrúpulos por nada. Nada le detendría, pues carecía del sentido del honor y de la más elemental benevolencia.

Kara debió de adivinarle los pensamientos, pues se acercó a ella y quedó en pie a su lado.

—No se encoja usted, mi joven amiga —dijo sonriendo—. Va usted a hacer lo que yo le diga, y lo primero de todo acompañarme abajo. Vamos, levántese.

La ayudó a ponerse en pie, medio levantándola, medio arrastrándola, y la sacó de la habitación. Juntos bajaron a la cocina subterránea sin pronunciar palabra. Si la joven esperaba zafarse y escapar a la calle, quedó chasqueada. La mano que la sujetaba era una mano de acero, y miss Holland comprendió pronto que la salvación no podía venir en aquella dirección.

—¿Adónde me lleva usted? —preguntó al fin cuando llegaron a la cocina.

—La voy a poner a buen recaudo —contestó Kara—. He decidido que, después de todo, la Policía puede intervenir en el caso, y voy a encerrarla a usted en la bodega hasta que venga un agente.

La gran puerta de madera sin barnizar se abrió, descubriendo una segunda puerta, que también abrió Kara. La joven observó que ambas puertas estaban forradas de acero: la exterior por dentro y la interior por fuera. No tuvo tiempo de hacer más observaciones, porque Kara la empujó a la oscuridad. Luego encendió una luz.

La muchacha hizo una frenética tentativa para escapar y recibió un fuerte empujón. Kara abrió la segunda puerta en el momento en que ella lanzaba un penetrante alarido, y el griego se volvió y cogiéndola por el cuello con una mano, le tapó la boca con la otra.

—Esto no la puede coger de sorpresa —le siseó al oído.

Ella vio su cara contorsionada de rabia. Vio a Kara transfigurado por una cólera demoníaca, vio aquel rostro encantador, casi divino, hendido de arrugas y con la expresión de un odio increíble, y ya no vio más, porque perdió toda conciencia y cayó al suelo desmayada.

Cuando recobró el sentido se encontró echada en una superficie plana, una especie de camilla. De un saltó quedó sentada. Kara se había ido y la puerta estaba cerrada. La bodega estaba seca y limpia, y tenía las paredes estucadas. Daban luz dos lámparas eléctricas junto al techo. Había una mesa, una silla y un pequeño lavabo, y era evidente que el aire se renovaba por ventiladores invisibles. Sin duda alguna, aquello era una cárcel, y en sus primeros momentos de pánico la joven se preguntó si Kara habría utilizado anteriormente con este objeto aquel calabozo subterráneo.

En el extremo más distante había otra puerta, que la joven empujó suavemente al principio, y luego con fuerza, sin conseguir moverla un milímetro. Aún conservaba su bolso de muaré negro, que pendía de los barrotes de la cama, y en él no encontró nada más formidable que un cortaplumas, un pequeño bote de sales y unas tijeras. Éstas últimas las había estado usando en recortar los párrafos de los periódicos que hablaban de los movimientos de Kara.

Aquellas tijeras podían constituir un arma utilísima, y la muchacha arrolló su pañuelo a los ojos para manejarlas mejor y las colocó sobre la mesa al alcance de su mano. Durante todo el tiempo tenía la vaga impresión de que había oído algo relacionado con aquella bodega, algo cuyo conocimiento podía serle muy útil si lograba recordar.

Y de pronto, recordó que existía una bodega interior, que según mistress Beale, nunca se usaba y estaba tapiada. Tenía acceso desde el exterior por una escalera de caracol. En aquella dirección debía de haber un camino. ¿Y no podría existir alguna relación entre las dos bodegas?

Se dedicó a hacer un examen más completo del lugar. El piso era de hormigón, cubierto con una ligera estera de junquillo. La joven arrolló ésta cuidadosamente, empezando desde la punta. Así dejó al descubierto una mitad del suelo, sin descubrir la existencia de ninguna trampa. Intentó llevar la mesa al centro de la habitación para continuar enrollando la estera, pero vio que estaba fija a la pared, y al arrodillarse descubrió que la habían lijado después de puesta la estera.

Aquella disposición obedecía seguramente a una causa, y la joven dio unos golpecitos en el suelo con los nudillos. Los latidos de su corazón se aceleraron, porque los golpes produjeron unos sonidos huecos. Ella se levantó, sacó del bolso el cortaplumas y cortó cuidadosamente los finos junquillos. Tenía que dejarlo todo como estaba, y para ello había que trabajar con primor.

Pronto quedó la trampa al descubierto. Había una argolla de hierro fija a la trampilla, y de ella tiró la joven con todas sus fuerzas. La trampa cedió sin gran esfuerzo y giró hacia atrás, como si tuviera un contrapeso en el otro extremo, lo que resultó ser verdad. Miss Holland se inclinó y miró al vacío. Abajo se veía una débil claridad: la reflexión de una luz distante. De allí arrancaba una escalera de caracol, y después de un segundo de vacilación la joven metió las piernas en la cavidad y empezó a descender.

Se encontró en otro sótano algo mayor que el de encima. La claridad que había visto provenía de una habitación interior que debía de estar situada debajo de la cocina. Miss Holland se encaminó a ella con cuidado, andando de puntillas. La primera de las habitaciones en que entró estaba bien amueblada. Tenía una gruesa alfombra en el suelo, sillas confortables, una pequeña estantería ocupada por libros y una lámpara de mesa. Aquél debía de ser el despacho subterráneo de Kara, donde guardaba sus preciosos documentos. A aquella habitación daba otra más interior que tampoco tenía puerta. La joven entró en ella, y cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la semioscuridad vio que era un cuarto de baño coquetonamente acomodado.

Aquella habitación tampoco tenía ninguna luz, recibiéndola de la cámara más lejana. Cuando la joven pisaba cautamente la gruesa alfombra del suelo tropezó con algo duro. Se inclinó, pasó la mano por la alfombra y sus dedos encontraron una gruesa cadena de hierro. La muchacha quedó maravillada, casi espantada. Retrocedió hasta la entrada de la primera habitación, aterrada ante lo que podría ver. Y entonces le llegó de la tercera cámara un ruido que le hizo estremecerse verdaderamente horrorizada.

Era un suspiro largo y tenebroso. La joven apretó los dientes, avanzó resueltamente hacia la entrada y quedó con los ojos muy abiertos, helada de espanto ante una dantesca visión.

—¡Dios poderoso! —gimió—. ¡En Londres!… ¡Y en el siglo veinte!…