CAPÍTULO PRIMERO
Un descarrilamiento había detenido en Three Bridges al tren que sale de la estación Victoria a las cuatro y quince para Lewes. Aunque John Lexman tuvo la suerte de empalmar con el de Beston Tracey, por venir éste retrasado, se había ido ya la camioneta que constituía la única comunicación entre la aldea y el mundo exterior.
—Si puede usted esperar media hora —le dijo el jefe de la estación—, telefonearé al pueblo y haré que Briggs venga a buscarle.
John Lexman contempló el húmedo paisaje y se encogió de hombros.
—Iré andando —contestó lacónicamente.
Dejó la maleta al cuidado del jefe de estación, se abotonó el impermeable, subiéndose el cuello hasta la barbilla, y se lanzó resueltamente a la lluvia para recorrer las dos millas que separaban la minúscula estación férrea de la aldea de Little Beston.
La lluvia era incesante y amenazaba continuar toda la noche. Los altos setos que bordeaban el estrecho camino eran otras tantas cascadas frondosas, y el camino mismo estaba a trechos cubierto de un barro en que el viajero se hundía hasta los tobillos. Lexman se detuvo, cobijado bajo un árbol corpulento, para llenar y encender la pipa, y con su hornillo vuelto hacia abajo continuó la marcha. De no haber sido por el agua, que buscaba todas las grietas y encontraba todos los desconchados de su impermeable coraza, habría obtenido un gran placer de aquel paseo.
El camino de Beston Tracey a Little Beston estaba asociado en su mente con algunas de las más hermosas situaciones de sus novelas. Era en aquel camino donde había concebido El misterio del tílburi. Entre la estación y la casa había tejido la trama que había hecho de Gregory Standish la novela detectivesca más popular del año. Porque John Lexman era un fabricante de ingeniosos argumentos. Si en el mundo literario las personas superiores le consideraban como un fabricante de folletines, le seguía un público numeroso y creciente, a quien fascinaban las novelas espeluznantes y edificantes que escribía, y a quien él mantenía sin aliento en la niebla del misterio hasta llegar al desenlace que tenía planeado.
Pero ninguna idea de libros, argumentos ni novelas ocupaba su mente atormentada mientras marchaba por la desierta carretera hacia Little Beston. Había celebrado dos entrevistas en Londres, una de las cuales, en circunstancias corrientes, le habría llenado de alegría. Había visto a T. X., y T. X. era T. X. Meredith, que algún día llegaría a ser jefe del Servicio de Investigación Criminal, y que al presente era un segundo comisario de Policía encargado en aquel departamento de un trabajo muy delicado.
Con sus modales tempestuosos, T. X. le había sugerido la idea más grande para un argumento que cualquier autor podría desear. Pero no era en T. X. en quien pensaba mientras subía la cuesta en la que estaba edificada la vivienda que en otros tiempos se conoció con el nombre magnífico de Beston Priory.
Lo que embargaba su mente era el recuerdo de la entrevista que la víspera había sostenido con el griego, y John Lexman frunció el ceño al recordarla. Abrió la puertecilla de la verja y entró en el jardín de la casa, haciendo todo lo posible por olvidar la notable y poco edificante discusión que había tenido con el prestamista.
Beston Priory era poco más que un cottage, aunque uno de sus muros era una indudable reliquia de la mansión que un piadoso Howard había construido en el siglo XIII. Era un edificio pequeño y sin pretensiones, de estilo isabelino, con faldones originales y altas chimeneas; sus ventanas enrejadas, sus jardines hundidos y su pequeña pradera le daban cierto aspecto señorial, que era un motivo de gran orgullo para su dueño.
Lexman pasó bajo el porche barbado, abrió la puerta y se detuvo en el vestíbulo, mientras se quitaba el impermeable, que chorreaba.
El vestíbulo estaba a oscuras. Gracie estaría probablemente vistiéndose para cenar, y John decidió no interrumpirla en el estado de ánimo en que se encontraba. Por un largo pasillo llegó a su gabinete, situado en la parte posterior de la casa. En la vieja chimenea ardía un buen fuego de leña, y el confort de la habitación producía una sensación de alivio y comodidad. John se cambió de zapatos y encendió la lámpara de la mesa. Se veía que la habitación era un cubil masculino.
Las sillas tapizadas de cuero, la enorme y completa estantería que cubría toda una pared del despacho, la gran mesa de sólido roble, cubierta de libros y originales a medio terminar, acusaban bien a las claras la profesión de su dueño.
Después de cambiar de zapatos volvió a llenar la pipa, se acercó a la chimenea y quedó contemplando el fuego.
Era hombre de estatura algo mayor que la corriente, más bien delgado, pero con una anchura de espaldas que hacía pensar en un atleta. Por cierto que había llegado hasta la semifinal del campeonato de Inglaterra de boxeo amateur. Tenía el rostro enérgico, fino, pero bien modelado. Sus ojos eran grises y profundos. Sus cejas eran rectas y un poco repulsivas; la boca era grande y generosa. y el saludable color tostado de su cuerpo hablaba de una vida pasada al aire libre.
No había en su aspecto nada del recluso ni del estudiante. En realidad, era el tipo clásico del inglés fuerte y sano, muy parecido a cualquier otro hombre de su clase de los que se encuentran en la mesa de oficiales del Ejército inglés, en la Armada británica o en las lejanas avanzadas del Imperio, donde se ven funcionar las ruedas administrativas de la gran maquinaria.
Sonó un golpecito en la puerta, y antes que él pudiera decir: «¡Adelante!», se abrió aquélla y entró Gracie Lexman.
Con decir de ella que era valiente y dulce queda hecha una breve descripción de su carácter y su encanto. John se adelantó a su encuentro y la besó tiernamente.
—No sabía que habías venido hasta que… —dijo ella, pasando el brazo por debajo del de su marido.
—Hasta que viste el charco que, sin duda, ha formado el impermeable en el vestíbulo —interrumpió él sonriendo.
Ella rió también. Luego se puso seria.
—Me alegro mucho de que hayas venido —dijo—. Tenemos un visitante.
Lexman alzó las cejas.
—¿Un visitante? ¿Quién se ha atrevido a venir en un día como éste?
—Mister Kara —contestó Gracie.
—¿Kara? ¿Y cuanto tiempo lleva aquí?
—Llegó a las cuatro.
No había en la voz de Gracie nada que indicara entusiasmo.
—No alcanzo a comprender por qué no te gusta el amigo Kara —dijo el marido chanceándose.
—Tengo muchos motivos —contestó Gracie en un tono que para lo que ella acostumbraba era algo seco.
—De todos modos —observó John Lexman, después de un momento de reflexión—, su llegada es bastante oportuna. ¿Dónde está?
—En la sala.
La sala de Beston Priory era una habitación de techo bajo, amueblada con arreglo al gusto victoriano. Confortables butacas, un gran piano, una chimenea casi medieval, una alfombra bastante usada, pero acogedora, y dos enormes candelabros de plata: éstos eran los objetos principales que llamaban la atención al recién llegado.
Había en aquella habitación una armonía, un orden sereno y una cualidad calmante que hacía de ella un paraíso de reposo para un literato con los nervios destrozados. Dos floreros de bronce estaban llenos de violetas tempranas; otro brillaba como un sol pálido cuajado de velloritas, y las primeras flores selváticas aromaban la habitación con suave fragancia.
Un hombre se levantó cuando John Lexman entró y cruzó la sala con soltura. Su rostro y toda su figura eran de una belleza singular. Le llevaba medio palmo de estatura al escritor, y se sostenía con tanta gracia que lograba disimular su alta estatura.
—No le pude ver en Londres —dijo—. Por eso me tomé la libertad de venir a donde sabía que había de encontrarle.
Hablaba con la claridad de modulación de quien esta muy familiarizado con las escuelas públicas y universidades de Inglaterra. No se le notaba el menor rastro de acento extranjero, y sin embargo, Remington Kara era griego, y había nacido y había sido parcialmente educado en la región más turbulenta de Albania.
Los dos hombres se estrecharon cordialmente la mano.
—¿Se quedará usted a cenar?
Kara miró sonriendo a Gracie Lexman, que se había sentado a disgusto, con las manos cruzadas sobre la falda y una expresión que no era precisamente de estímulo.
—Si mistress Lexman no tiene nada que objetar… —dijo el griego.
—Encantada de que se quede —contestó ella casi maquinalmente—. Hace una noche horrible y no encontrará usted en esta comarca gran cosa de comer, aunque dudo —añadió sonriendo débilmente— que la comida que yo le pueda servir merezca este nombre.
—Cualquier cosa que usted me dé será más que suficiente —dijo él, haciendo una pequeña reverencia, y se volvió hacia Lexman.
A los pocos minutos estaban enfrascados en una discusión literaria, y Gracie aprovechó la ocasión para salir de la sala. La conversación derivó de los libros en general a los libros de Lexman en particular.
—Los he leído todos, uno por uno —dijo Kara. John hizo un gesto.
—¡Pobre! —exclamó sardónicamente.
—Por el contrario, no hay motivo para compadecerme —objetó Kara—. En usted se ha frustrado un gran criminal, Lexman.
—Muchas gracias.
—Me refiero al ingenio que demuestran los argumentos de sus novelas. Algunas de ellas me desconciertan y me molestan. Si no adivino la solución de sus misterios antes de llegar a la mitad, me encolerizo un poquito. Claro está que en la mayor parte de los casos conozco la solución antes de llegar al quinto capitulo —John le miró sorprendido y algo picado.
—Tengo a gala asegurar que es imposible adivinar el desenlace de mis novelas hasta llegar al último capítulo —dijo.
Kara hizo un signo de asentimiento.
—Eso será en el caso del lector vulgar; pero usted olvida que yo soy un investigador. Yo sigo todas las hebras del misterio que usted deja sueltas.
—Debería usted conocer a T. X. —dijo John, lanzando una carcajada y levantándose para atizar el fuego.
—¿Quién es T. X.?
—T. X. Meredith. El individuo más ingenioso que pueda usted echarse a la cara. Está en el departamento de Investigación Criminal.
En los ojos de Kara brilló una mirada de interés, y habría proseguido la discusión si en aquel momento no hubiesen anunciado la cena.
No fue una comida particularmente jovial, porque Gracie, como de costumbre, no se unió a la conversación, y Kara y su marido tuvieron que suplir las deficiencias. Ella experimentaba una curiosa sensación de depresión, algo así como si sintiera aproximarse un mal cuya naturaleza no podía definir. Una y otra vez, en el curso de la comida, se esforzó en recordar los acontecimientos del día al objeto de descubrir la razón de su desasosiego.
Por lo general, cuando seguía este método encontraba las causas triviales de las que derivaba la aprensión; pero en esta ocasión le extrañó ver que no llegaba a ninguna solución. Sus cartas por la mañana habían sido agradables; ni su casa ni sus criados le habían dado ningún disgusto, y aunque sabía que John había experimentado un pequeño trastorno económico desde su infausta especulación con las acciones de minas de oro, en Rumanía, y casi sospechaba que había tenido que pedir dinero prestado para hacer frente a sus pérdidas, el éxito de su última novela era tan prometedor, que Gracie, probablemente con una visión más clara de la importancia de aquellos apuros de dinero, estaba menos preocupada por el problema que su marido.
—Supongo que tomarán el café en el despacho —dijo Gracie—, y sé que me dispensarán. Tengo que hablar con mistress Chandler de una cosa tan prosaica como el lavado de la ropa.
Hizo una pequeña inclinación a mister Kara, y salió del comedor después de dar a John una palmadita en el hombro.
La mirada de Kara siguió su graciosa figura hasta que hubo desaparecido.
—Quiero hablar con usted, Kara —dijo John Lexman—, si me quiere conceder cinco minutos.
—Y también cinco horas si le hace falta —contestó el otro obsequiosamente.
Entraron juntos en el despacho; la doncella llevó el café y unos licores, dejó la bandeja en una mesita cercana a la chimenea y desapareció. Durante un rato la conversación versó sobre temas generales. Kara, que era un franco admirador del confort de la habitación, y que lamentaba su propia incapacidad para lograr con el dinero la comodidad que John había obtenido a poca costa, se dedicó a pasar revista al despacho, mientras su huésped corregía una prueba que corría prisa.
—Supongo que aquí será imposible tener luz eléctrica —observó Kara.
—Completamente imposible. Pero nos arreglamos con estas lámparas.
—No hablo de las lámparas —dijo el griego haciendo un gesto—. Aborrezco estas velas.
Señaló con la mano la mesilla de la chimenea, encima de la cual seis enormes velas de cera blanca salían de dos candelabros de pared.
—¿Por qué aborrece usted las velas? —preguntó el otro sorprendido.
Kara tardó en contestar, y se encogió de hombros.
—Si estuviera usted atado a una silla, y al lado de esa silla hubiera un barrilito de pólvora negra, y clavada en ese barril un vela cuyo pabilo encendido bajaba un poco cada minuto… ¡Oh Dios mío!
John quedó pasmado al ver que la frente de su huésped se cubría de gotitas de sudor.
—Pero eso es espeluznante —comentó. El griego se limpió la frente con un pañuelo de seda, y la mano que sostenía este pañuelo temblaba visiblemente.
—Fue algo más que espeluznante —dijo.
—Pero ¿cuándo y dónde ha ocurrido eso?
—En Albania. Fue hace muchos años, pero los canallas están enviándome continuamente recuerdos del hecho.
No intentó explicar quiénes eran los canallas ni en qué circunstancias pasó por aquella experiencia. Cambió rápidamente de conversación.
Se dedicó a examinar la estantería, que ocupaba todo un testero del despacho, deteniéndose de cuando en cuando para ver de cerca algún título. Al poco tiempo extrajo un volumen.
—El Brasil inexplorado, por George Gathercole. ¿Conoce usted a Gathercole?
John, que estaba llenando la pipa, asintió.
—He hablado una vez con él. Es un individuo taciturno, muy parco de palabra, y como todos los que han visto y hecho cosas grandes, muy renuente a hablar de sí mismo.
Kara hojeó el libro con indiferencia.
—Yo no le conozco —dijo, volviendo a colocarlo en su sitio—. Sin embargo, el nuevo viaje que ha emprendido lo ha hecho, en cierto modo, por cuenta mía.
—¿Por cuenta de usted?
—Sí. Ha ido a la Patagonia por mí. Cree que hay allí oro… Por supuesto, ya habla de ello en su libro sobre los sistemas orográficos de América del Sur. Me interesaron sus teorías, y he sostenido con él una larga correspondencia. Como resultado de ella ha accedido a hacer un reconocimiento geológico por cuenta mía. Le envié dinero para los gastos, y salió para la Patagonia.
—¿Y dice usted que no le conoce personalmente? —preguntó Lexman muy sorprendido.
—No, no le conozco.
—Pues eso no es…
—No es propio de mí, iba usted a decir. Con franqueza, no lo es; pero se trata de un hombre realmente extraordinario. Le invité a cenar conmigo antes que saliera de Londres, y en respuesta recibí un telegrama de Southampton diciéndome que ya estaba en camino.
Lexman hizo un gesto de comprensión.
—Debe de ser una vida interesantísima —observó—. Y seguramente durará mucho su viaje, ¿no?
—Tres años —contestó Kara, continuando el examen de la biblioteca.
—Envidio a esos hombres que pueden viajar por todo el mundo —dijo John, lanzando bocanadas de humo al techo—. Para ellos es la vida.
Kara se volvió. Quedó inmediatamente detrás, del escritor, y éste no pudo verle la cara. Había, empero, en su voz una seriedad inusitada, una vehemencia tranquila a la que no estaba acostumbrado.
—¿De qué se queja usted? —preguntó con su enunciación lenta y penosa—. Tiene usted su propio trabajo creador, la más fascinadora rama del trabajo humano. En cambio, el otro está ligado a las cosas reales. Usted tiene un margen infinito de todos los mundos que su imaginación le proporciona. Usted crea hombres y los destruye. Usted da vida a problemas fascinadores, confunde y desconcierta a diez o veinte mil personas, y luego, con una sola palabra, aclara usted el misterio.
John rió de buena gana.
—Algo hay de eso, sí, algo hay.
—Y en cuanto al resto de su vida —continuó Kara bajando la voz—, creo que tiene usted lo que hace a la vida digna de ser vivida…, una esposa incomparable.
Lexman giró sobre su asiento y se encontró con la mirada del otro, en la cual apreció algo que le dejó sin aliento.
—No veo… —balbució.
Kara sonrió.
—Ha sido una impertinencia, ¿verdad? —preguntó zumbonamente—. Pero no debe usted olvidar, mi querido amigo, que yo pensaba casarme con su esposa. No creo que fuera un secreto. Y cuando perdí la esperanza, pensé de usted unas cosas que no es agradable recordar.
Había recobrado su calma, y continuó su paseo alrededor de la habitación.
—Recuerde usted que soy griego, y el griego moderno es filósofo como el antiguo. Recuerde usted también que soy un niño mimado de la suerte, y desde pequeño he tenido todo lo que se me ha antojado.
—En efecto, es usted un hombre afortunado —dijo el otro, volviendo a apoyarse en la mesa y cogiendo la pluma.
Durante un momento Kara no replicó, luego hizo como que decía algo, se reprimió y soltó la carcajada.
—No sé si lo soy —dijo.
Y luego añadió con repentina energía:
—¿Qué es lo que le ha sucedido a usted con ese tal Vassalaro?
John se levantó y se acercó al fuego, quedando en pie mirando a las llamas, con las piernas muy separadas y las manos cruzadas a la espalda. Kara tomó su actitud por una elocuente respuesta.
—Ya le previne a usted contra Vassalaro —dijo, inclinándose sobre la estufa para encender su cigarrillo con un cucurucho de papel—. Querido Lexman, mis compatriotas son gentes muy desagradables de tratar en ciertos asuntos.
—Al principio, estuvo muy obsequioso —dijo Lexman, como hablando consigo mismo.
—Y ahora no lo está, claro. Así es como se portan los prestamistas. Hizo usted una tontería muy grande con ir a él. Yo podía haberle prestado el dinero.
—Había varias razones que me impedían solicitar de usted un préstamo —contesto calmosamente Lexman—, y creo que usted acaba de citar la principal al decirme lo que yo sabía ya que usted quiso casarse con mi mujer.
—¿Qué cantidad es? —preguntó Kara, examinando sus uñas bien cuidadas.
—Dos mil quinientas libras —contestó John con una risita nerviosa—, y en este momento no tengo dos mil quinientos chelines.
—¿Esperará él?
John Lexman se encogió de hombros.
—Óigame, Kara —dijo repentinamente—: no crea que voy a reconvenirle, pero lo cierto es que por mediación de usted conocí a Vassalaro, de modo que sabe usted perfectamente qué clase de hombre es.
El griego hizo un gesto afirmativo.
—Puedo decirle a usted que ha estado muy antipático —continuó Lexman—. Tuve ayer una entrevista con él en Londres, y está claro como el día que se dispone a armarme un escándalo. Confié en el éxito de mi última obra, y muy idiotamente le hice una porción de promesas de pago que ahora no puedo cumplir.
—¡Ya! —dijo Kara—. ¿Y está enterada de esto mistress Lexman?
—Un poco.
John paseó inquieto por la habitación, con las manos a la espalda y la barbilla en el pecho.
—Naturalmente, no le he dicho lo peor, es decir, lo inconveniente que ha estado Vassalaro.
Se detuvo y dio media vuelta.
—¿Sabe usted que me amenazó con matarme? —preguntó.
Kara sonrió.
—No se ría usted, que no es cosa de risa —dijo Lexman colérico—. Me faltó poco para cogerle por el cuello y patearle.
—No me reía de usted —contestó Kara, apoyando su mano en el brazo de John—. Me reía al pensar en Vassalaro amenazando a alguien. Es el cobarde más grande del mundo. ¿Qué fue lo que le indujo a dar ese paso tan radical?
—Dijo que necesita con toda urgencia el dinero, y es posible que sea verdad. Como vi que la rabia y la ansiedad le habían puesto fuera de sí, le apliqué el castigo que se merecía.
Kara se detuvo ante la chimenea, mirando con sonrisa paternal al escritor.
—No comprende usted a Vassalaro —dijo—. Repito que es el mayor cobarde del mundo. Muchas amenazas de muerte, pero no tiene usted más que sacar un revólver para verle caer al suelo. A propósito: ¿tiene usted un revólver?
—Eso es una tontería —contestó Lexman con aspereza—. Yo no puedo embarcarme en esa clase de melodrama.
—No es tontería —insistió Kara—. Cuando viaje usted por el Mediterráneo y tenga que tratar con griegos de clase inferior tendrá que emplear métodos que, por lo menos, le causarán gran impresión. Si le pega usted a uno de estos griegos, nunca lo perdonará, y probablemente le clavará un cuchillo a usted o a su mujer. Pero si a su melodrama contesta con otro melodrama y saca el revólver en el momento psicológico, conseguirá usted el efecto buscado. ¿Tiene usted un revólver?
John se acercó a la mesa, abrió un cajón y extrajo de él una browning pequeña.
—A esto se reduce todo mi arsenal —dijo—. Nunca la he disparado. Me la envió como regalo de Pascua un admirador desconocido.
—Es un curioso regalo —dijo Kara examinando el arma.
—Supongo que el equivocado donante juzgó por mis novelas que yo vivía en un verdadero museo de revólveres, bastones de estoque y drogas venenosas —dijo Lexman, recobrando parte de su buen humor—. Al regalo acompañaba un tarjeta.
—¿Conoce usted el manejo? —preguntó Kara.
—Nunca me he preocupado de ello. Creo que se monta tirando del cañón hacia atrás; pero como mi admirador no me envió municiones, nunca lo he usado.
Sonó una llamada en la puerta.
—Es el correo —explicó John.
La doncella le presentó una carta en la bandeja, y el escritor la cogió haciendo un gesto de disgusto.
—Es de Vassalaro —dijo cuando la muchacha hubo salido.
El griego cogió a su vez la carta y la examinó. Sin hacer comentarios se la devolvió a John. Éste desgarró el sobre y extrajo media docena de hojas de papel amarillo, de las cuales sólo una estaba escrita. La misiva era muy breve:
Necesito verle esta noche sin falta. Nos encontraremos en el cruce de las carreteras de Beston Tracey y Eastbourne. Estaré a las once en punto, y si quiere conservar la vida le aconsejo que me haga entrega importante a cuenta de la deuda.
Vassalaro.
John leyó la carta en voz alta.
—Debe de estar loco para escribir una carta así —comentó—. Voy a su encuentro para darle una lección de educación que es probable que nunca olvide.
—Debería usted llevar la pistola —le aconsejó Kara, sorprendido.
John Lexman consultó su reloj.
—Dispongo de una hora, pero necesitaré veinte minutos, por lo menos, para llegar al cruce con la carretera de Eastbourne.
—¿Va usted a verle? —preguntó Kara, sorprendido.
—Naturalmente. No puedo dejarle que venga a mi casa y haga una escena, cosa muy propia de ese animalucho.
—¿Y le pagará usted? —preguntó suavemente el griego.
John no contestó. Probablemente habría en la casa hasta diez libras, y al día siguiente pensaba cobrar un cheque de otras treinta. Lexman miró de nuevo la carta. Estaba escrita en un papel de contextura inusitada. La superficie era áspera, casi como el papel secante, y en algunos sitios se había corrido la tinta, absorbida por la porosa superficie. Las cuartillas en blanco habían sido metidas evidentemente por un hombre tan apresurado que no reparó en la extravagancia.
—Conservaré esta carta —dijo John.
—Creo que hará usted bien. Probablemente, Vassalaro ignora que ha quebrantado la ley al escribirle a usted cartas amenazadoras, y este documento puede ser un arma poderosa en manos de usted en ciertas eventualidades.
Había una pequeña caja de caudales en un rincón del despacho, y John la abrió con una llave que sacó del bolsillo. Tiró de uno de los cajones de acero, sacó los papeles que había en él, puso en su lugar la carta, empujó el cajón y cerró la tapa. Durante todo este tiempo Kara había estado observándole con extraordinaria atención, como si aquello le interesara más de lo corriente. Poco después se despidió.
—Me gustaría ir con usted a su interesante cita —dijo—, pero, desgraciadamente, tengo que hacer en otra parte. Le aconsejo nuevamente que lleve la pistola, y a la menor señal de intenciones sangrientas por parte de mi admirable compatriota sáquela y dispare al vacío; no tendrá usted necesidad de hacer más.
Gracie se levantó del piano cuando Kara entró en la salita, y murmuró unas expresiones convencionales de sentimiento porque la visita hubiera sido tan breve. Pero Kara, hombre singularmente libre de ilusiones, comprendió que no había sinceridad en aquellas palabras. Los tres quedaron charlando un rato.
—Voy a ver si su mecánico se ha dormido —dijo John saliendo de la habitación.
Hubo un silencio embarazoso entre los dos que quedaron.
—Creo que no le hace a usted mucha gracia verme —dijo Kara con franqueza, y la joven se ruborizó ligeramente.
—Siempre me alegro de verle, mister Kara, lo mismo que a cualquiera de los amigos de John —contestó con firmeza.
Él inclinó la cabeza.
—Ser amigo de John es algo —dijo, y luego pareció recordar alguna cosa—. Quería llevarme un libro… Su esposo seguramente no se molestará por ello.
—Yo se lo buscaré.
—No permitiré que usted se moleste —protestó el griego—. Yo conozco el sitio.
Sin esperar el permiso de la joven, Kara salió, dejando a Gracie con la desagradable sensación que se comportaba como si estuviera en su casa. No estuvo ausente más de un minuto, y volvió con un libro bajo el brazo.
—No he contado con Lexman para llevármelo, pero me interesa mucho el autor. ¡Ah! ¿Está usted aquí? —se volvió a John, que entraba en aquel momento—. ¿Me presta usted este libro sobre México? Se lo devolveré mañana.
Marido y mujer quedaron en la puerta viendo cómo se alejaba la luz del automóvil, y luego volvieron en silencio a la sala.
—Estás preocupado, querido —dijo ella, apoyando su mano en el hombro de su marido. Él sonrió débilmente.
—¿Es por el dinero? —preguntó ella con ansiedad.
Durante un momento él estuvo tentado de contarle lo de la carta. Pero resistió a la tentación, comprendiendo que ella no le dejaría ir si conociera la verdad.
—No es cosa de importancia. Tengo que ir a Beston Tracey al encuentro del último tren. Espero que me traigan unas pruebas.
Le repugnaba mentir a su esposa, aunque se tratara de una mentira tan inocente como aquélla.
—Me parece que no has pasado una velada agradable —dijo—. Kara no ha estado muy animado.
Ella le sonrió pensativamente.
—No ha cambiado mucho —contestó despacio.
—Y es un muchacho encantador, ¿verdad? —preguntó John en tono admirativo—. No comprendo qué fue lo que viste en un individuo como yo, cuando tenías un hombre no solamente rico, sino probablemente el más guapo del mundo.
Gracie se estremeció ligeramente.
—He conocido un lado de mister Kara que no puede llamarse precisamente hermoso —observó—. ¡John, me da miedo ese hombre!
Él la miró asombrado.
—¿Qué te da miedo? ¡Santo Dios, Gracie, qué cosas dices! Yo creo que sería capaz de hacer por ti cualquier cosa.
—Eso es precisamente lo que me da miedo —contestó ella en voz baja.
Tenía para aquel temor un motivo que no descubrió. Dos años antes había tenido el primer encuentro con Remington Kara en Salónica. Recorría ella los Balcanes con su padre en viaje de placer —aquél fue el último viaje del famoso arqueólogo—, y en una comida ofrecida por el cónsul americano había conocido al hombre que tanta influencia había de tener en su vida.
Muchas eran las historias que se contaban de aquel griego, de rostro jovial, de magníficas proporciones e ilimitada riqueza. Se decía que su madre era una señora americana capturada por bandidos albaneses y vendida a uno de los jefes de Albania, que se enamoró de ella y en obsequio suyo se convirtió al protestantismo. El hijo había sido educado en Yale y Oxford; era dueño de una inmensa fortuna, y virtualmente rey de un distrito montañoso a cuarenta millas de Durazzo. Allí reinaba como monarca absoluto, habitando una hermosa casa que le había construido un arquitecto italiano, y cuyos muebles y ornamentos habían sido importados de los centros más lujosos del mundo.
En Albania le llamaban Kara Rumo, que significa el Romano Negro, sin que para ello hubiera motivo aparente, pues su piel era tan blanca como la de un sajón, y los rizos de su cabellera eran casi de oro.
Se había enamorado de Gracie Terrell. Al principio, sus intenciones habían sido motivo de diversión para la muchacha, y luego llegó una época en que tuvo verdadero miedo, pues el fuego y la pasión del hombre eran inconfundibles. Ella le había dicho con toda claridad que no debía albergar esperanzas de ver correspondido su amor, y en una escena cuyo recuerdo todavía la hacía estremecer, él le habla revelado parte de su naturaleza selvática y temeraria. No le volvió a ver al día siguiente, pero dos días después, cuando ella volvía del Bazaar, de un baile dado por el gobernador general, su coche fue detenido, a ella la arrancaron a la fuerza de su interior y sus gritos fueron ahogados con una tela impregnada de un líquido de notable dulzura aromática. Los asaltantes estaban a punto de introducirla en otro carruaje cuando apareció en escena una patrulla de marinos de guerra ingleses, que, sin conocer la nacionalidad de la joven, la rescataron de sus aprehensores.
A Gracie no le cupo la menor duda sobre la complicidad de Kara en aquella tentativa medieval de conquistar una esposa, pero de esta aventura no había contado nada a su marido. Hasta que se casó estuvo constantemente recibiendo valiosos presentes, que ella devolvía con igual constancia a la única dirección que conocía: a la posesión de Kara en Lemazzo. Pocos meses después de su boda supo por los periódicos que aquel «representante de la alta sociedad griega» había comprado una casa enorme cerca de la plaza Cadogan, en Londres, y después, con gran angustia suya, vio que Kara había iniciado amistad con su marido…, aun antes que terminara la luna de miel.
Afortunadamente, sus visitas habían sido pocas, pero la creciente intimidad entre John y aquel hombre extraño e indisciplinado había sido un motivo de constante angustia para ella.
En aquella hora intempestiva, ¿comunicaría a su marido todos sus temores y sus sospechas?
Durante algún tiempo estuvo pensándolo. Y nunca estuvo más cerca de confiarse plenamente a su marido que cuando él se sentó en el gran butacón, al lado del piano, algo absorto en sus meditaciones. Si hubiera estado menos inquieto, ella le habría hablado. En aquellas circunstancias ella derivó la conversación a su última novela, la novela del gran misterio que, si no había de hacer su fortuna, significaría un aumento considerable en sus ingresos.
A las once menos cuarto John miró el reloj y se levantó. Ella le ayudó a ponerse el abrigo. Durante algún tiempo el escritor estuvo indeciso.
—¿Olvidas algo? —preguntó Gracie.
¿Seguiría el consejo de Kara? En ninguna circunstancia era agradable encontrarse con un hombrecillo feroz que le había amenazado de muerte, y marchar desarmado a su encuentro era tentar a la Providencia. Naturalmente, todo ello era ridículo: ridículo el pedir el préstamo, ridículo el haber especulado con las acciones… ¡El consejo de Kara!
En seguida reparó en la coincidencia y sin embargo, Kara no le había insinuado directamente que comprara las acciones rumanas de minas de oro, limitándose a hablar con entusiasmo de sus propios proyectos. Reflexionó un momento, y luego entró despacio en el gabinete, abrió el cajón de la mesa, sacó la siniestra browning y se la guardó en el bolsillo.
—No tardaré, querida —dijo, y después de besar a su esposa salió a la oscuridad de la noche.
Kara se retrepó en la lujosa profundidad de su automóvil, tarareando una cancioncilla, y el mecánico avanzó cautamente por el incierto camino. Seguía lloviendo, y Kara tuvo que frotar el vaho del cristal de la ventanilla para ver por dónde iba. De vez en vez miraba como si esperara ver a alguien, y luego recordó sonriendo que había cambiado su plan original y había fijado como punto de cita la sala de espera de Lewes.
Fue allí donde encontró a su hombrecillo, con el abrigo subido hasta las orejas, en pie ante un fuego moribundo. Dio un respingo al ver entrar a Kara, y a una señal de él salió de la sala.
Aquel hombre no era, evidentemente, inglés. Tenía la cara cetrina, las mejillas hundidas y una barba irregular, casi hirsuta.
Kara abrió la marcha hasta el final del oscuro andén, y entonces habló:
—¿Has cumplido mis instrucciones? —preguntó sin preámbulos.
Hablaba en árabe, idioma en que le contestó el otro.
—Se ha hecho todo lo que has ordenado, effendi —respondió humildemente.
—¿Tienes un revolver?
El hombre afirmó con la cabeza y se dio unos golpecitos en el bolsillo.
—¿Cargado?
—Excelencia —protestó el otro, sorprendido—, ¿para qué sirve un revólver si no está previamente cargado?
—Entiendo que no vas a disparar contra ese hombre —dijo Kara—. No harás más que enseñarle el arma. Para mayor seguridad, descárgala ahora.
El hombre obedeció, asombrado, y sacó los cartuchos.
—Dámelos —dijo Kara alargando la mano.
Se guardó en el bolsillo los pequeños cilindros, y luego de examinar el revólver lo devolvió a su interlocutor.
—Le amenazarás —continuó—. Le apuntarás con el revólver al corazón. No necesitas hacer nada más.
El hombre empezó a sentirse a disgusto.
—Haré lo que ordenas, effendi, pero…
—No hay peros —cortó rudamente Kara—. Llevarás a cabo mis instrucciones sin objetar nada. Lo que ocurra ya lo verás. Yo estaré cerca. Tengo interés en que se me obedezca.
—Pero ¿y si él dispara? —persistió el otro.
—No disparará —contestó Kara en todo tranquilizador—. Además, su pistola no está cargada. Ahora puedes irte. Tienes mucho que andar. ¿Conoces el camino?
El hombre hizo un signo afirmativo. Kara volvió a su enorme limousine, que le esperaba a cierta distancia de la estación. Cambió en griego breves palabras con el mecánico, y éste se llevó la mano a la gorra.