CAPÍTULO XXI

EL RELATO DE JUAN LEXMAN

Como, indudablemente, sabrán todos ustedes, soy un novelista cuyo éxito depende de la creación y el desenlace de misterios criminológicos. El jefe superior de nuestra Policía ha tenido la bondad de decirles a ustedes que mis novelas eran algo más que una persecución de lo sensacional, y que en el curso de estas narraciones proponía yo situaciones oscuras, pero posibles, poniendo mi ingenio a contribución, para ofrecer a estos problemas una solución aceptable, no sólo para el público en general, sino para el técnico policiaco.

»Aunque no considero muy seria toda mi obra literaria y, por supuesto, sólo he buscado situaciones e incidentes excitantes, veo ahora, al mirar atrás, que bajo la obra que me pareció vaga y sin propósito determinado, había algo que se parecía mucho a un plan de estudios.

»Ustedes me perdonarán estas consideraciones personales, porque creo necesaria esta explicación. Ustedes, funcionarios policíacos de considerable experiencia y discernimiento, apreciarán el hecho de que yo he conseguido introducirme en la mente de los ficticios criminales que presentaba al lector, por lo que me creo capacitado ahora para seguir el hilo de los pensamientos del hombre que cometió este crimen; pero si no alcanza a tanto mi perspicacia, puedo volver a crear la psicología del matador de Remington Kara.

»Casi todos ustedes conocen los hechos vitales referentes a este hombre. Saben ustedes qué tipo de individuo era; conocen ejemplos de su terrible crueldad; saben que era un borrón en esta Tierra de Dios, un ente perverso que buscaba la satisfacción de esa extraña sed de sangre y dolor ajenos que se encuentra en tan pocos criminales.

A continuación John Lexman describió la muerte de Vassalaro.

—Ahora sé como ocurrió —dijo—. La víspera de Navidad yo había recibido, entre otros varios regalos, una pistola que me enviaba un admirador desconocido. Este incógnito donante no era otro que Kara, que había planeado este crimen unos tres meses antes. Fue él quien me envió la pistola, sabiendo perfectamente que yo jamás usaría semejante arma y que, por tanto, seria muy circunspecto con su manejo. Yo podía haber guardado esta pistola en un armario fuera de todo alcance, y todo su plan, cuidadosamente meditado, se habría venido abajo como un castillo de naipes.

»Pero Kara estaba sistemáticamente en todo. A las tres semanas de haber recibido el arma se hizo una chapucera tentativa de asalto a mi casa durante la noche. Ya entonces me pareció chapucera, porque el asaltante hizo un ruido tremendo y desapareció poco después, sin causar más daño que la rotura de unos cristales en la ventana del comedor. Naturalmente, ello me hizo pensar en la posibilidad de que se repitieran hechos análogos, puesto que mi casa está en las afueras del pueblo, y fue muy natural que sacara la pistola del sitio donde la tenía guardada y la pusiera más a mano. Para asegurarse plenamente de ello, Kara me visitó al día siguiente y oyó de mis labios el relato íntegro del suceso.

»No me habló de pistolas; pero recuerdo ahora, aunque en aquel momento no cayera en ello, que fui yo quien mencionó el hecho de poseer un arma manejable. A los quince días se produjo una segunda tentativa para entrar en mi casa. Digo tentativa, pero tampoco creo que en esta ocasión se tratara de nada serio. El asalto tendía a hacer que yo pusiera la pistola aún más a mano.

»Y nuevamente me visitó Kara al día siguiente, y nuevamente le referí el asalto. Mi silencio no habría sido natural, pues recuerdo que sobre este segundo incidente discutimos largamente mi mujer, los criados y yo.

»Vino después la carta amenazadora estando Kara providencialmente presente. Aquella noche, mientras Kara estaba todavía en mi casa, yo salí a buscar a su chofer. Él se quedó unos momentos con mi esposa, y luego con un pretexto cualquiera, entró en el gabinete. Allí cargó la pistola, la montó y confió a la suerte el que yo no apretara el gatillo hasta tener apuntada a mi víctima. Es indudable que aquí se abandonó demasiado a la suerte, porque antes de regalarme la pistola había mandado sensibilizar el resorte de tal modo que el más ligero contacto bastaba para disparar el percutor, y cómo la pistola era automática y la explosión de un cartucho hacia entrar otro en la recámara y lo disparaba, y así sucesivamente, era muy probable que la casualidad redujera a la nada su plan…, y a mí con él. De lo que sucedió aquella noche están ustedes enterados.

Lexman habló a continuación del proceso, de su condena y de la vida que hizo en Dartmoor hasta la mañana de su fuga.

—Kara sabía que se había demostrado mi inocencia, y como su odio hacia mí era su gran obsesión, puesto que yo tenía la cosa que él había anhelado —pero que ya no anhelaba, entiendan ustedes—, vio que iban a terminar bruscamente los sufrimientos que había planeado para mí y para mi pobre mujer. A propósito: habría discurrido y puesto en práctica un sistema para atormentarla a ella.

Lexman se volvió a T. X.

—Usted ignora que al mes escaso de mi ingreso en el penal un miserable fue a verla al piso en que habitaba contándole que había salido el día anterior del presidio de Dartmoor y le traía noticias mías. La historia que refirió aquel villano era suficiente para acabar con la energía de la mujer más valiente. Era una historia de malos tratos por parte de brutales vigilantes, de palizas que me daban diariamente para calmar mi locura, de mi desesperación, mi enfermedad… En fin, todo muy bien calculado para sumir en horrible amargura a mi pobre esposa.

»Éste era el sistema de Kara. No herir con el látigo o con el cuchillo, sino profundizar en el corazón con su mala lengua. Cuando se enteró de que me iban a poner en libertad concibió un plan atrevido.

»Por medio de uno de sus agentes descubrió a un vigilante que había tenido algún tropiezo con las autoridades, hombre avaro, de malos antecedentes, y por supuesto, que estaba a punto de ser trasladado a otro sitio por traficar con los presos. La cantidad que Kara ofreció a este hombre fue muy elevada, y el vigilante aceptó.

»Kara había comprado un monoplano, y como ustedes saben, era un excelente aviador. Con esta máquina se trasladó a Devon y aterrizó de madrugada en uno de los sitios más desiertos de los marjales.

»No tengo que contar la historia de mi fuga. Mi narración da comienzo realmente en el momento en que puse los pies en el puente del Mpret. La primera persona a quien quise ver fue, naturalmente, mi mujer. Kara, empero, insistió en que bajase al camarote que me había preparado y cambiara de ropa, y hasta entonces no caí en la cuenta de que llevaba el uniforme de presidiario. Comprendí que tenía que asearme un poco, y no puedo describir el placer que me produjeron una camisa blanda y un traje bien cortado.

Después de vestido, un camarero griego me condujo a un gran salón, donde me esperaba mi mujer.

La voz de Lexman se quebró en un sollozo, y transcurrió un minuto hasta que pudo dominar su emoción, prosiguiendo después:

—Ella siempre sospechó de Kara; pero éste había sabido insistir. Le había detallado su plan y mostrado el avión; pero ni aun entonces se arriesgó a pasar a bordo del yate, y se quedó esperando en una gasolinera que avanzaba paralelamente a aquél, hasta que vio amarar el aeroplano y comprendió, o al menos así lo creyó, que Kara jugaba limpio. La gasolinera había sido alquilada por Kara, y los dos marineros que la tripulaban habían sido probablemente sobornados, lo mismo que el vigilante del presidio de Dartmoor.

»Sólo conocen la alegría de la libertad los que han sufrido los horrores de la privación. Ésta es una afirmación muy vulgar; pero cuando está uno describiendo cosas elementales no hay lugar para sutilezas. El viaje transcurrió sin incidentes. Vimos poco a Kara, que quiso hacer alarde de discreción, y nuestra obsesión era la aprensión de que nos capturara un destructor inglés o nos registraran las autoridades británicas el pasar el estrecho de Gibraltar. Kara había previsto esta posibilidad, y había cargado la suficiente cantidad de carbón para una larga travesía.

»Pasamos una terrible tormenta en el Mediterráneo, pero después nada sucedió hasta que llegamos a Durazzo. Desembarcamos disfrazados, porque Kara nos dijo que el cónsul inglés podía vernos y meternos en un lío. Llevábamos vestidos turcos; Gracie, un velo pesado, y yo, un caftán viejo y grasiento, con el cual mi rostro demacrado y mal afeitado pasaba inadvertido.

»La casa de Kara estaba, y está, a unas dieciocho millas de Durazzo. No está en la carretera principal, sino que tiene acceso por senderos montañosos que serpentean entre las colinas del sudeste de la capital. El país es salvaje y sin cultivar. Tuvimos que atravesar pantanos y enormes lagunas a medida que subíamos de terraza en terraza y llegábamos a los senderos que cruzan las montañas.

»El palacio de Kara, pues realmente lo es, se ve desde el mar. Está edificado en la península Acroceraunia, cerca del cabo Linguetta; por sus alrededores, el país está más poblado y mejor cultivado. En los valles se ven campos de maíz y centeno. El palacio está construido en una meseta elevada. Se llega a él por dos veredas, que pueden ser, y han sido, bien defendidas en otros tiempos contra las tropas del sultán, o contra las cuadrillas de las aldeas rivales, que han pretendido siempre apoderarse de aquella fortaleza.

»Los skipetars, muchedumbre ávida de sangre, sin piedad ni sentimiento alguno, eran lo bastante fieles a su jefe, Kara. Éste les pagaba tan bien que no tenía objeto el robarle; además, los mantenía ocupados en pequeñas razzias, que él o sus agentes organizaban de cuando en cuando. El estilo del palacio era árabe más que turco.

»Cuando penetré por las puertas me di cuenta por primera vez de la importancia de Kara. Había una veintena de criados, todos orientales, perfectamente educados, silenciosos y solícitos. Kara nos llevó a su habitación.

»Era un enorme aposento, con divanes adosados a todo lo largo de las paredes, y una gigantesca alfombra en el suelo. Debo decir que durante todo el viaje su actitud hacia mí había sido perfectamente amistosa, y con respecto a Gracie se había conducido con exquisita consideración y tacto.

»Apenas habíamos llegado a su habitación se volvió hacia mí, y con la bonhomía que había observado en todo el viaje me preguntó si quería ver mi alcoba.

»A mi respuesta afirmativa batió palmas, y un gigantesco criado albanés apartó las cortinas de la puerta, hizo la tradicional reverencia, y Kara le habló en un lenguaje que yo supuse sería turco.

—Él le enseñará el camino —me dijo Kara con su más afable sonrisa.

»Seguí al criado, y apenas había transpuesto el umbral de la habitación me vi cogido por cuatro hombres, que me derribaron al suelo y me metieron un trapo sucio en la boca antes que yo me diera cuenta de lo que ocurría.

»Al comprender la ruin traición del hombre, mis primeros frenéticos pensamientos fueron para Gracie y su seguridad personal. Luché contra mis aprehensores, pero eran muchos contra mí, y me arrastraron por el pasillo, abrieron una puerta y me arrojaron a una habitación desmantelada. Debí de estar en el suelo una media hora, y al cabo de este tiempo entraron tres hombres acompañados de otro de edad madura llamado Salvolio, que era italiano o griego.

»Hablaba bastante bien el inglés, y me explicó con suma claridad mi situación. Volví a la habitación de donde había salido, y encontré a Kara sentado en una de esas enormes butacas que tanto le gustaban y fumando un cigarrillo. Frente a él, aún vestida con sus ropas turcas, estaba mi pobre Gracie. No la habían atado, según vi con cierto alivio; pero cuando se levantó al entrar yo e hizo ademán de venir a mi encuentro, la echó atrás, sin ceremonias un guardián que estaba en pie a su lado.

»—John Lexman —dijo Kara—, está usted en el comienzo de una gran desilusión. Tengo pocas cosas que decirle, pero son las suficientes para que se sienta usted a disgusto.

»Fue entonces cuando me enteré por primera vez de que se había firmado mi perdón y reconocido mi inocencia.

»—Como me ha costado mucho apoderarme de ustedes dos, no voy a permitir que mis planes queden sin realizar, y mi plan consiste en hacerles a ustedes la vida imposible.

»No levantaba la voz, y hablaba en su tono habitual, suave y medio en broma.

»—Le odio a usted por dos cosas: la primera es por haberse apoderado de la mujer que yo quería. Para un hombre de temperamento, esto es un crimen imperdonable. Yo nunca he deseado a las mujeres ni como amigas ni como diversión. Yo soy una de las pocas personas en el mundo que se bastan a sí mismas. Resultó que yo quise a su esposa, y ella me rechazó, al parecer, porque le prefirió a usted.

»Me miró burlonamente.

»—En este momento está usted pensando que yo la quiero ahora, y que para vengarme voy a conducirla a mi harén. Nada más lejos de mis pensamientos. El Romano Negro no se satisface con los residuos de un pobre hombre como usted. Los odio a ustedes dos por igual, y a ambos les tengo preparada una experiencia más terrible que todo lo que pueda crear su imaginación elástica. ¿Entiende usted lo que esto significa? —me preguntó sin perder la calma.

»Yo no contesté. No me atreví a mirar a Gracie, hacia la que él se volvió entonces.

»—Me parece que usted ama a su marido —le dijo—. Pues bien: su amor va a ser sometido a una severa prueba. Va usted a verle reducido a la condición de mísero pingajo. Va usted a verle brutalizado hasta un nivel inferior al del ganado en los campos. A ninguno de ustedes dos consentiré la menor alegría, el menor descanso del ánimo. Desde este momento son ustedes esclavos; ¿qué digo?, peor que esclavos.

»Batió palmas nuevamente. La entrevista había terminado, y a partir de aquel momento sólo vi a Gracie una vez.

John Lexman se calló y ocultó el rostro entre sus manos.

—Me llevaron a un calabozo subterráneo horadado en la roca viva. Se parecía en muchos aspectos al calabozo del castillo de Chillón. Lo he llamado subterráneo, y lo era por un lado, pues el palacio estaba construido en una suave pendiente en una de las colinas.

»Me ataron unas cadenas a las piernas y me dejaron abandonado. Una vez al día me traían un poco de carne de cabra y un cacillo de agua, y una vez a la semana entraba Kara en el calabozo, se sentaba en un escabel, fuera del reducido radio de acción que me dejaba la cadena, y hablaba.

»¡Dios mío, qué cosas decía! ¡Qué cosas describía!

»¡Qué horrores relataba! Y siempre era Gracie el centro de sus descripciones. No puedo describirlas. No admiten repetición.

John Lexman se estremeció violentamente y cerró los ojos.

—Ésta era su arma. No me hacía ver las torturas de mi esposa, no me daba la prueba tangible de sus sufrimientos… Se limitaba a sentarse y hablar, describiendo con notable claridad de lenguaje, que parecía increíble en un extranjero, las diversiones que él mismo había presenciado.

»Pensé enloquecer. Dos veces quise arrojarme sobre él, y las dos veces la cadena me dio un tirón violento y me hizo caer al suelo. En una ocasión trajo al carcelero para que me azotara; pero sufrí el tormento con tal flema que no le causó satisfacción. Les he dicho que solamente vi una vez a Gracie, y así es como sucedió.

»Fue después de los azotes. Kara, que era un verdadero demonio, en un ataque de rabia planeó su venganza por mi indiferencia. Trajeron a Gracie a mi presencia, y el látigo que a mí se me había aplicado en vano fue aplicado a las espaldas de ella. No puedo decirles a ustedes más sobre esto; pero me arrepentí con toda mi alma de no haber demostrado mis sufrimientos para dar a aquel perro la satisfacción que había buscado. ¡Dios mío! ¡Fue horrible!

»Cuando llegó el invierno me solían sacar, con las piernas encadenadas, para cortar madera en el bosque. No había motivos para que me hicieran trabajar así; pero la verdad era, como descubrí por Salvolio, que a Kara le había parecido que mi mazmorra era demasiado abrigada. La colina de atrás la protegía de los vientos, y aun en las noches más frías no llegaba a ser insoportable. Luego, Kara estuvo ausente algún tiempo. Debió de venir aquí a Inglaterra, y regresó hecho una verdadera furia. Uno de sus grandes planes se había torcido, y pagó su fracaso haciéndome sufrir más.

»En los primeros tiempos solía venir una vez por semana; ahora venía casi todos los días. Por lo general, llegaba por la tarde, y una noche me sorprendió que me despertara para mostrárseme en pie ante la puerta, con una linterna en la mano y el inevitable cigarrillo en la boca. Siempre llevaba el traje albanés cuando estaba en el campo; la faldilla de tonelete y la chaqueta suaba de los montañeses, con cuyas prendas aumentaba, si cabe. su demoníaco aspecto. Dejó la linterna en el suelo y se apoyó contra la pared.

»—Me temo que su mujer empieza a derrumbarse Lexman —dijo—. No es la fuerte mujer inglesa que yo había pensado.

»No le contesté. Sabía por amarga experiencia que si convertía en diálogo su monólogo, aumentarían mis sufrimientos.

»—He mandado a buscar un médico a Durazzo —continuó—. Claro está que habiéndome tomado todas esas molestias no voy a resignarme a que la muerte se lleve a mis prisioneros. Esta mañana me ha pedido verle tres veces.

»—Kara —le dije con toda la tranquilidad de que fui capaz—, ¿qué ha hecho ella para merecer este infierno?

»Él lanzó una bocanada de humo, y la contempló ascender hacia el techo del calabozo.

»—¿Qué ha hecho? —preguntó sin dejar de mirar el anillo de humo. Siempre recordaré todas las miradas, los gestos y hasta la entonación de su voz—. Pues ha hecho todo lo que una mujer puede hacer por un hombre como yo. Me ha hecho sentirme pequeño. Hasta la primera repulsa de esa mujer, yo tenía todo el mundo a mis pies, Lexman. Hacía todo lo que quería. Si doblaba el dedo meñique, la gente corría detrás de mí, y esto ha sido lo que ella me ha arrebatado. ¡Oh! —se apresuró a decir—. No es que yo esté enamorado. Nunca la he querido mucho, ha sido un capricho pasajero; pero ella ha sabido matar mi confianza, en mí mismo. A partir de su desaire me ha faltado la gran seguridad, absolutamente indispensable para mí, en los momentos decisivos de mis asuntos; cuando más confiado estaba en mi capacidad para llevar a cabo mis planes surgía la visión de esa maldita mujer y sentía un desfallecimiento momentáneo, y el recuerdo de mi derrota convertía todas mis esperanzas de triunfo en promociones de fracaso. La he odiado y la odio todavía —añadió con repentina vehemencia—. Si muere la odiaré más aún, porque perdurará para siempre como una amenaza para mis pensamientos y desbaratará mis planes durante toda la eternidad.

»Y se sentó en cuclillas, con los codos en las rodillas y sus puños cerrados debajo del mentón —¡oh, qué bien me lo represento!—, y se quedó mirándome.

»—Yo podía haber sido rey en este país —dijo—. Con el soborno y la muerte podía haberme abierto paso hasta el trono de Albania. ¿No comprende usted lo que esto significa para un hombre como yo? Aún no está todo perdido; y si yo puedo conservar viva a su esposa, si puedo verla perdida la razón y reducida a mísero guiñapo esquelético que se arrodille temblando cuando yo me acerque a ella, podré recobrar acaso la perdida confianza en mí mismo. Créame usted: su esposa tendrá el mejor médico que yo pueda conseguir para ella.

»Kara salió del calabozo, y en mucho tiempo no le volví a ver. Una mañana me envió una nota, en la que me decía lacónicamente que mi esposa había fallecido.

John Lexman se levantó de su asiento y paseó por la habitación con la cabeza hundida sobre el pecho.

»—A partir de aquel momento sólo viví para una cosa: para castigar a Remington Kara. Y le he castigado, señores.

Quedó en pie en el centro de la habitación, y con el puño cerrado se golpeó fuertemente el pecho.

—Yo fui quien mató a Remington Kara —dijo, motivando el pasmo de todos los presentes, menos uno.

Desde el primer momento, T. X. estaba enterado.