INTRODUCCIÓN

En los Estados Unidos no existe una iniciativa comparable a las Conferencias Reith, a pesar de que son ya varios los autores norteamericanos —Robert Oppenheimer, John Kenneth Galbraith, John Searle— que han participado activamente en estos ciclos desde que en 1948 los inaugurara Bertrand Russell. Yo mismo había escuchado algunas de esas intervenciones por la radio —recuerdo con especial emoción la serie de Toynbee, en 1950— como uno de tantos muchachos que crecía en el mundo árabe, donde la BBC era una parte muy importante de nuestras vidas. Todavía hoy, frases como «Londres ha dicho esta mañana» constituyen un estribillo nada raro en el Medio Oriente. Quienes las usan dan por sentado que «Londres» dice siempre la verdad. No me atrevería a afirmar que esta visión de la BBC es un simple rastro del colonialismo; en cualquier caso, lo que sí es cierto es que tanto en Inglaterra como en el extranjero la BBC goza de un prestigio incomparable en la vida pública, algo que les es negado a las agencias gubernamentales —como la «Voz de América»— y a las mismas cadenas privadas norteamericanas, incluida la CNN. Ello se debe, entre otras razones, al hecho de que los programas del estilo de las Reith Lectures y los numerosos debates y documentales se presentan en la BBC no ya como informaciones oficialmente sancionadas, sino más bien como oportunidades que ponen a disposición de oyentes y telespectadores un enorme abanico de materiales serios y a menudo de categoría.

Me sentí por lo tanto muy honrado cuando Anne Winder, de la BBC, me ofreció la oportunidad de dictar las Reith Lectures de 1993. Por motivos de programación convinimos en fijarlas para la segunda quincena de junio, más bien que en la fecha más tradicional de las mismas, que solía ser enero. Pero, casi desde el momento mismo en que la BBC anunció las conferencias a finales de 1992, surgieron voces críticas, pocas pero persistentes, que no comprendían que se me hubiera invitado a mí en primer lugar. Se me acusó principalmente por mi participación activa en la batalla en favor de los derechos palestinos, lo que al parecer me incapacitaba para todo saber objetivo e incluso para una declaración de principios digna de respeto. Éste fue el primero de una serie de argumentos claramente antiintelectuales e irracionales, todos los cuales vienen a confirmar, irónicamente, la tesis de mis conferencias acerca del papel público del intelectual como francotirador, «amateur», y perturbador del statu quo.

Todas estas críticas son de hecho altamente reveladoras de las actitudes británicas frente al intelectual. Naturalmente, se trata de actitudes que los periodistas atribuyen al público británico, pero la frecuencia con que se repiten otorga a tales ideas cierta credibilidad social ordinaria. Comentado los temas anunciados de mis conferencias —representaciones del intelectual—, un periodista bienintencionado afirma que se trata de algo «ajeno por completo al espíritu británico». Con el término «intelectual» se asocian conceptos como «torre de marfil» y «risa burlona». Esta deprimente línea de pensamiento la subraya también Raymond Williams en una obra reciente, Keywords. donde entre otras cosas afirmar; «Hasta mediados del siglo veinte predominó en inglés el uso peyorativo de términos como intelectuales, intelectualismo e inteligencia, y es evidente que tal uso persiste todavía hoy».[1]

Una de las tareas del intelectual consiste en el esfuerzo por romper los estereotipos y las categorías reduccionistas que tan claramente limitan el pensamiento y la comunicación humanos. Yo mismo desconocía en absoluto las limitaciones que pesaban sobre mí antes de impartir las conferencias. Varios periodistas y comentarís, tas alegaron repetidamente en son de queja que yo era palestino, yeso, como todos sabían, era sinónimo de violencia, fanatismo, asesinato de judíos. Apenas se informó de nada que procediera directamente de mí: se suponía sin más que todo era del dominio público. Por otra parte, The Sunday Telegraph me retrató con tonos grandilocuentes como antioccidental; de mis escritos se puso de relieve su afán por echarle la culpa a Occidente de todos los males del mundo, especialmente de los que afligen al Tercer Mundo.

Se diría que todo lo que yo había escrito de hecho en una ya larga lista de libros —incluyendo Orientalism y Culture and Imperialism— había pasado desapercibido a los ojos de mis críticos. (En el último de los libros citados mi pecado imperdonable radica en el hecho de sostener que la novela de Jane Austen Mansfield-Park, un libro que por lo demás merece el mismo aprecio sincero que no "dudo en otorgar a toda la obra de esta autora, tenía también algo que ver con la esclavitud y las plantaciones de azúcar británicas en Antigua, fenómenos ambos que la autora menciona, como no podía ser menos, específicamente. Mi punto de vista era que, de la misma manera que Austen habla de líos en Inglaterra y en las colonias británicas de ultramar, sus lectores y críticos actuales deben expresar su propio punto de vista sobre estas materias, después de haber concentrado su atención durante demasiado tiempo en los primeros con olvido de los segundos). Mis libros intentaban combatir la construcción de ficciones como «Este» y «Occidente», para no hablar de conceptos raciales tales como «razas sometidas», «orientales», «arios», «negros» y otros por el estilo. Lejos de alentar un sentido de inocencia primigenia ofendida en países que habían sufrido en repetidas ocasiones los estragos del colonialismo, afirmé una y otra vez que todas esas abstracciones míticas eran mentiras, lo mismo que las múltiples retóricas de censura a que aquéllas daban lugar. Las culturas están demasiado entremezcladas, sus contenidos e historias son demasiado interdependientes e híbridos, para someterlas a operaciones quirúrgicas que aíslen oposiciones en gran escala, básicamente ideológicas, como «Oriente» y «Occidente».

Incluso críticos bienintencionados de mis conferencias —comentaristas que parecían estar realmente familiarizados con lo que yo había dicho— dieron por sentado que mis afirmaciones acerca del papel del intelectual en la sociedad contenían un mensaje autobiográfico velado. ¿Qué pensaba yo —se me preguntó— de intelectuales de derechas como Wyndham Lewis o William Buckley? ¿Por qué, según usted, todo intelectual tiene que ser un hombre o una mujer de izquierdas? Mis críticos pasaron por alto el hecho de que Julien Benda, en quien yo me apoyo (tal vez paradójicamente) con cierta frecuencia, era claramente de derechas. De hecho, en mis conferencias traté sobre todo de hablar de los intelectuales como personajes cuyos pronunciamientos públicos no pueden ser ni anunciados de antemano ni reducidos a simples consignas, tomas de postura partidistas ortodoxas o dogmas fijos. Lo que yo quise sugerir era que las verdades básicas acerca de la miseria y la opresión humanas debían defenderse independientemente del partido en que milite un intelectual, de su procedencia nacional y de sus lealtades primigenias. Nada desfigura la actuación pública del intelectual tanto como el silencio oportunista y cauteloso, las fanfarronadas patrióticas, y el repudio retrospectivo y autodramatizador.

El esfuerzo por atenerme a un patrón Universal y único en el tratamiento del tema desempeña un importante papel en mis reflexiones sobre el intelectual. O más bien la interacción entre universalidad y lo local y, subjetivo, el aquí y ahora. El interesante libro de John Carey The Intellectuals and the Masses: Pride and Prejudice among the Literary Intelligentsia 1880-1939[2] fue publicado en América después de que yo hubiese redactado el texto de mis conferencias, pero considero que sus conclusiones, en conjunto decepcionantes, pueden verse como complementarias de los mías. Según Carey, intelectuales británicos como Gissing, Wells y Wyndham Lewis vieron con malos ojos la aparición de las modernas sociedades de masas, lamentando cosas como «el hombre común», los suburbios, el gusto burgués; en cambio, esos mismos autores promovieron la aristocracia natural, los «mejores» tiempos antiguos y la cultura de calidad. Para mí, el intelectual apela a un público —no lo flagela— tan amplio como sea posible, que constituye su audiencia natural. Para el intelectual el problema no radica tanto, como parece suponer Carey, en la sociedad de masas en su conjunto, sino más bien en los privilegiados, los expertos, los corrillos y los profesionales, que, siguiendo las modalidades definidas al comienzo de este siglo por el erudito Walter Lippmann, moldean la opinión pública, la hacen conformista, estimulan a poner toda la confianza en una pequeña banda superior de hombres sabelotodo en el poder. Los privilegiados promueven intereses especiales, pero los intelectuales deberían ser los primeros en cuestionar el nacionalismo patriótico, el pensamiento corporativo, y el sentimiento de superioridad clasista, racial o sexual.

La universalidad implica el riesgo de traspasar las cómodas certezas Que nos ofrecen el entorno inmediato en que nos movemos, la lengua que hablamos, la propia nacionalidad, las cuales a menudo nos escudan frente a la realidad de los otros. También implica la búsqueda y el esfuerzo por alcanzar una norma o patrón únicos para la conducta humana cuando se abordan materias como la política exterior y social. Así, si condenamos un acto de agresión gratuito realizado por un enemigo, también deberíamos ser capaces de condenar a nuestro propio gobierno cuando invade un país vecino más débil. No existen reglas que les permitan a los intelectuales saber qué es lo que tienen que decir o hacer; para el auténtico intelectual laico tampoco existen dioses a los que servir y de los cuales se puedan obtener orientaciones seguras.

En tales circunstancias, el terreno social no es sólo diverso, sino, además, muy difícil de negociar. Así Ernest Gellner, en un ensayo titulado La trahison de la trahison des clercs, arremete contra el platonismo acrítico de Benda, pero sus conclusiones finales nos dejan realmente perplejos: resultan menos claras que las de Benda, menos valientes que las de Sartre que él critica, menos útiles incluso Que las de algunos que afirman seguir un dogma puro y duro. «Lo que yo estoy diciendo es que la tarea de no cometer (la trahison des clercs) es mucho más difícil de lo que podría hacemos creer un modelo absolutamente simplificado de la situación de trabajo del Intelectual».[3] La huera advertencia de Gellner, lo mismo que el insolente y cínico ataque de Paul Johnson contra todos los intelectuales («Una docena de personas escogidas al azar en la calle son probablemente capaces de ofrecer puntos de vista tan sensatos sobre temas de moral y política como una muestra representativa de los intelectuales»),[4] nos lleva a la conclusión de que eso que se llama vocación intelectual no puede existir, cosa que debemos celebrar.

No comparto esta opinión. En primer lugar, porque es posible ofrecer una descripción coherente de esa vocación; en segundo lugar, porque en el mundo proliferan como nunca antes los profesionales, los expertos, los consultores; en una palabra, los intelectuales, cuya misión principal es la de revestir de autoridad las iniciativas en que participan, al tiempo que obtienen por ello importantes beneficios. Existe un conjunto de opciones concretas que los intelectuales han de afrontar, y esto es lo que yo trato de describir en mis conferencias. En primer lugar está, naturalmente, la idea de que todos los intelectuales representan algo para sus audiencias, y al hacerlo así se representan a sí mismos para sí mismos. Tanto si es usted un profesor de universidad, un ensayista bohemio o un consultor del Ministerio de Defensa, actúa usted de acuerdo con una idea o representación que usted tiene de sí mismo al hacer eso que hace: ¿Piensa de sí mismo que está ofreciendo una orientación «objetiva» a cambio de dinero? ¿O tal vez cree usted que lo que enseña a sus alumnos tiene el valor de la verdad? ¿O ocaso se tiene a sí mismo por una personalidad que aboga por una perspectiva excéntrica pero coherente?

Todos nosotros vivimos en una sociedad, y formamos parte de una nación con su propia lenguaje, tradición e historia. ¿Hasta qué punto están los intelectuales al servicio de esas situaciones fácticas y en qué medida se rebelan contra ellas? Lo mismo se puede decir de la relación de los intelectuales con determinadas instituciones (universidad, Iglesia, gremio profesional) y con las potencias mundiales, que en nuestro tiempo han controlado a la intelectualidad hasta un grado extraordinario. Los resultados son, como señala Wilfred Owen, que «los escribas empujan a todo el mundo / y se hacen voceros de la fidelidad al Estado». Por eso, en mi opinión, el principal deber del intelectual es la búsqueda de una independencia relativa frente a tales presiones. Comprenderá así el lector por qué describo al intelectual como exiliado y marginal, como aficionado, y como el autor de un lenguaje que se esfuerza por decirle la verdad al poder.

Una de las ventajas —y a la vez de las dificultades— anejas a las Conferencias Reith es el hecho de que uno se ve inexorablemente obligado a expresar su pensamiento en los treinta minutos que dura la emisión: una conferencia semanal a lo largo de seis semanas. Por otra parte, uno se dirige directamente a una audiencia viva gigantesca, mucho mayor que la que normalmente suelen tener ante sí intelectuales y profesores de universidad. Tratándose de un tema tan complejo y potencialmente inacabable como el mío, esta situación me obligaba con especial urgencia a ser tan preciso, inteligible y conciso como fuera posible. Al preparar el texto de mis conferencias para su publicación en forma de libro he tratado de conservarlas básicamente como salieron de mi boca, añadiendo sólo referencias o ejemplos ocasionales; es decir, he tratado de preservar lo mejor que me ha sido posible tanto la inmediatez como la obligada concisión del original, de forma que el texto ni se ha inflado artificialmente ni se han diluido o matizado de cualquier otra manera mis principales puntos de vista.

Así, si bien es verdad que personalmente tengo poco que añadir que pueda cambiar las ideas expuestas aquí, me gustaría que esta introducción le proporcionase al lector un contexto mejor definido. Al subrayar el papel del intelectual como francotirador, he pensado en lo impotente que uno se siente a menudo frente al poderoso entramado de autoridades sociales —medios de comunicación, gobierno y corporaciones, etcétera—, que eliminan cualquier posibilidad real de cambio. El hecho de no pertenecer deliberadamente a esas autoridades implica no poder llevar a cabo ningún cambio directo y, por desgracia, en ocasiones verse relegado al papel de testigo mudo de horrores que de otro modo nadie recordaría. En un estudio reciente realmente conmovedor sobre el dotado ensayista y novelista afroamericano James Baldwin, Peter Dailey muestra con singular crudeza esta condición de «testigo» con todo su pathos y ambigua elocuencia.[5]

Y pocos pondrán en duda que figuras como Baldwin y Malcolm X definen el tipo de trabajo que más ha influido en mis propias representaciones de la conciencia del intelectual. El espíritu de oposición representa para mí un valor superior a la acomodación, porque la aventura, el interés y el reto de la vida intelectual van ligadas al rechazo del statu quo en un momento en que la lucha en favor de los grupos marginados y en situación de desventaja parece series tan poco favorable. Mis compromisos anteriores en la política palestina no han hecho más que intensificar este sentimiento: Tanto en Occidente como en el mundo árabe el foso que separa a ricos y a pobres se agranda cada día, y los Intelectuales que hoy influyen en la opinión pública reaccionan ante semejante situación con una pretenciosa indiferencia que a mi me horroriza. ¿Qué podría ser menos atractivo y menos verídico un par de años después del gran conflicto que la tesis de Fukuyama sobre el «fin de la historia» o la interpretación de Lyotard de la «desaparición» de los «grandes relatos»? Lo mismo se podría afirmar de los empecinados pragmáticos y realistas que combinaron ficciones absurdas como el Nuevo Orden Mundial o «el choque de civilizaciones».

No quisiera que nadie malentendiese mis palabras. Los intelectuales no tienen por qué ser amargadas plañideras. Nada más alejado de semejante modelo que disidentes tan encomiados y vitales como Noam Chomsky o Gore Vidal. Dar testimonio de una situación deteriorada cuando uno mismo no está en el candelero público es sin duda una actividad monótona y monocromática, que implica, por una parte, lo que en cierta ocasión Foucault llamó una «erudición implacable», decidida a explorar detenidamente fuentes alternativas, exhumar documentos enterrados y recuperar historias olvidadas (o dejadas de lado) y, por otra parte, un sentido de lo dramático y de lo rebelde, aprovechando al máximo las escasas oportunidades que uno tiene de hablar, cautivando la atención del auditorio, superando a los adversarios en ingenio y fuerza dialéctica. En torno a los intelectuales que no tienen prebendas que proteger ni territorio que consolidar o guardar hay algo fundamentalmente perturbador; de ahí que en ellos la autoironía abunde más que la pomposidad, la franqueza más que los rodeos y los titubeos. No se debe pasar por alto en todo caso la ineludible realidad de que tales representaciones no les van a ganar a los intelectuales ni amigos en las altas instancias ni tampoco honores oficiales. La condición de estos intelectuales es la soledad, sin duda, aunque siempre será preferible este destino a dejar gregariamente que las cosas sigan su curso habitual.

Quiero expresar mi deuda de gratitud con Anne Winder, de la BBC, y a su ayudante Sarah Ferguson. Como encargada de la producción de estas conferencias, A. Winder me guió con sabiduría y competencia a lo largo de todo el proceso. Los posibles fallos que detecte el lector son, naturalmente, enteramente míos. Desde aquí le agradezco profundamente sus desvelos. En Nueva York, Shelley Wanger, de Pantheon, me ayudó desinteresadamente en los problemas editoriales. Muchas gracias también para ella. Por su interés en estas conferencias y la generosidad que mostraron al publicar extractos de las mismas, quiero mencionar aquí a dos amigos entrañables, Richard Poirier, editor de Raritan Review, y Jean Stein, editor de Grand Street. La sustancia de estas páginas está constantemente iluminada y vigorizada por el ejemplo de muchos intelectuales sensibles y buenos amigos míos. Si no traigo aquí a colación la lista de sus nombres es para evitarles molestias y posibles compromisos. De todos modos, a algunos los cito expresamente en mis conferencias. Les envío un saludo y les agradezco su solidaridad y magisterio. La doctora Zaineb Istrabadi me ayudó con competencia en todas las fases de la preparación de las conferencias, cosa que le agradezco de todo corazón.

EWS

Nueva York, febrero de 1994