IV
PROFESIONALES Y AFICIONADOS
En 1979 el versátil y agudo intelectual francés Regis Debray publicaba un penetrante análisis de la vida cultural francesa titulado Profesores, escritores, celebridades: Los intelectuales de la Francia moderna.[1] Debray mismo había sido en su momento un activista seriamente comprometido con la izquierda que había enseñado en la Universidad de La Habana poco después de la revolución cubana de 1958. Años más tarde, las autoridades de Bolivia lo condenaron a treinta años de prisión por su colaboración con la guerrilla de Che Guevara, aunque sólo estuvo en la cárcel tres años. Vuelto a Francia, Debray se convirtió en analista político semiacadémico y posteriormente en asesor del presidente Mitterrand. Estaba, pues, excepcionalmente bien situado para comprender la relación existente entre los intelectuales y las instituciones, relación que no es nunca estática sino que evoluciona de continuo, mostrando a veces una complejidad sorprendente.
La tesis de Debray en el libro citado es que, entre 1880 y 1930, los intelectuales parisinos estaban vinculados principalmente con la Sorbona; eran refugiados laicos tanto de la Iglesia como del bonapartismo. Durante esa época el intelectual encontró protección en los laboratorios, las bibliotecas y las aulas como profesor y desde esos lugares pudo llevar a cabo importantes avances en el conocimiento. Después de 1930, la Sorbona fue perdiendo paulatinamente su autoridad en favor, entre otros, de nuevas empresas editoriales, como la Nouvelle Revue Française, donde según Debray «la familia espiritual», que abarcaba la intelectualidad y sus editores, puso su cabeza bajo la protección de un techo más hospitalario. Aproximadamente hasta 1960, escritores como Sartre, de Beauvoir, Camus, Mauriac, Gide y Malraux fueron de hecho la intelectualidad que había ido ganándole terreno al profesorado, en razón de que su obra abarcaba ámbitos ilimitados, su credo incluía la libertad, y su discurso estaba a medio camino entre la solemnidad eclesiástica anterior y la estridencia de la publicidad posterior».[2]
En torno a 1968 los intelectuales abandonaron en gran escala el redil de sus editores, y terminaron confluyendo en los medios de comunicación social: como periodistas, directores e invitados de debates publicas, asesores, gerentes, etcétera. En ese momento no sólo dispusieron de una gigantesca audiencia de masas, sino que el trabajo de toda su vida como intelectuales dependió de sus espectadores, de la aceptación u olvido que recibían de esos «otros» que se habían convertido en una audiencia exterior consumista sin rostro. «Al ampliar el área de recepción, los medios de masas han reducido las fuentes de legitimidad intelectual, rodeando la intelectualidad profesional, la fuente clásica de legitimidad, con círculos concéntricos más amplios que son menos exigentes y por lo mismo más fácilmente atraídos… Los medios de masas han echado por tierra el seto de la intelectualidad tradicional, juntamente con sus normas evaluativas y su escala de valores».[3]
Lo que describe Debray es una situación casi enteramente local francesa, resultado de la lucha secular entre las fuerzas seculares, imperiales y eclesiásticas en aquella sociedad a Partir de Napoleón. Es por lo tanto poco probable que el cuadro que él traza de Francia se pueda encontrar en otros países. En Inglaterra, por ejemplo, las grandes universidades antes de la segunda guerra mundial difícilmente podrían describirse en los términos utilizados por Debray. Los mismos profesores de Oxford y Cambridge no eran conocidos en el dominio público principalmente como intelectuales en el sentido francés; y aunque las editoriales británicas eran poderosas e influyentes en el periodo de entreguerras, ellas y sus autores no constituían la «familia espiritual» a que alude Debray en Francia. Ello no obstante, el hecho general es válido: algunos grupos de personas individuales colaboran sistemáticamente con instituciones, de las que a su vez obtienen poder y autoridad. A medida que dichas instituciones suben o bajan en ascendencia, sus intelectuales orgánicos —para emplear la acertada expresión de Gramsci— suben y bajan también.
En todo caso, sigue pendiente la cuestión de si existe o puede existir algo parecido a un intelectual independiente y autónomo en sus actuaciones, un intelectual que no se sienta agradecido —y por lo tanto presionado— como miembro de universidades que pagan salarios, de partidos políticos que exigen lealtad a la linea partidista, de grupos de cerebros que, aunque ofrecen libertad para investigar, sutilmente quizás comprometan el juicio y cohíban las voces críticas. Como sugiere Debray, una vez que el círculo de un Intelectual se amplía más allá de un grupo parecido de intelectuales —en otras palabras, cuando la preocupación por agradar a una audiencia o a un empresario sustituye a la dependencia respecto de otros intelectuales para debatir una cuestión y emitir un juicio sobre ella—, algo en la vocación del intelectual resulta, si no eliminado, sí ciertamente inhibido.
Volvemos de nuevo a mi tema principal, la representación del intelectual. Cuando pensamos en un intelectual individual —y el individuo es lo que sobre todo me interesa aquí—, ¿acentuamos la individualidad de la persona al dibujar su retrato o, por el contrario, centramos nuestra atención en el grupo o clase a que pertenece el individuo en cuestión? La respuesta a esta pregunta afecta naturalmente a nuestras expectativas con respecto al mensaje que nos dirija el intelectual: lo que oímos o leemos, ¿es un punto de vista independiente, o representa el parecer de un gobierno, de una causa política organizada, o de un grupo de presión? Las representaciones del intelectual que nos han llegado del siglo XIX tendían a acentuar la individualidad; muy a menudo, el intelectual es, como los personajes Bazarov y Stephen Dedalus de Turgenev y James Joyce respectivamente, una figura solitaria y un tanto huraña, que no se adapta en modo alguno a la sociedad y, consiguientemente, es un rebelde completamente apartado de la opinión establecida. Al aumentar notablemente el número de hombres y mujeres que durante el siglo XX han engrosado ese grupo general que conocemos como los intelectuales, o la intelectualidad —gestores, profesores, periodistas, expertos informáticos o de los gobiernos, miembros de grupos de presión, eruditos, columnistas sindicados, asesores y consultores pagados por sus opiniones—, uno tiene sin duda que preguntarse si realmente puede existir el intelectual individual como voz independiente.
Ésta es una cuestión tremendamente importante y debemos analizarla con una actitud que combine el realismo y el idealismo, y ciertamente sin cinismo. Un cínico, dice Oscar Wilde, es alguien que conoce el precio de todas las cosas, pero el valor de nada. Acusar a todos los intelectuales de ser venales simplemente porque se ganan la vida trabajando en una universidad o para un periódico es una acusación vulgar y en fin de cuentas absurda. Afirmar que el mundo se ha vuelto tan corrompido que todos acaban sucumbiendo ante el dinero seria dar muestras de un cinismo indiscriminado. Por otra parte, es sólo un poco menos comprometido sostener que el intelectual individual debe ser un ideal perfecto, una especie de caballero sin tacha, tan puro y tan noble que desbarata toda sospecha de interés material. Nadie podría superar esa prueba, ni siquiera Stephen Dedalus, el personaje de James Joyce que se presenta tan puro y fogosamente ideal que al final se ve incapacitado y, lo que aún es peor, reducido al silencio.
El hecho es que el intelectual no necesita ser una figura tan incontrovertida y libre de sospecha como para que todos le tomen por un técnico amistoso, y tampoco debería intentar ser una Casandra de dedicación plena, la cual no resultó sólo rigurosamente desagradable sino que, para colmo, nadie le prestó oídos. Todo ser humano está encuadrado en una sociedad, independientemente de lo libre y abierta que ésta sea o de lo bohemio que sea el individuo. En cualquier caso, se da por sentado que el intelectual debe hacerse oír, yen la práctica tiene que suscitar debate y, si ello es posible, controversia. Pero las alternativas no son aquiescencia total o rebelión total.
Coincidiendo con el declive de la administración de Reagan un intelectual norteamericano desencantado de la izquierda llamado Russell Jacoby publicó un libro que desencadenó un fuerte debate, en su mayoría aprobatorio. Se titulaba «Los últimos intelectuales» (The Last Intellectuals) y defendía la tesis irrecusable de que en los Estados Unidos «el intelectual no académico» había desaparecido completamente, no dejando en su lugar otra cosa que un puñado de tímidos y laberínticos profesores de universidad, a los que en la sociedad nadie les prestaba mucha atención.[4] El modelo de Jacoby para el intelectual de antaño estaba representado por unos cuantos personajes que, en su mayor parte, habían vivido en Greenwich Village (el equivalente local del Barrio Latino de París) a comienzos de siglo y se los había conocido con el nombre de los intelectuales de Nueva York. En su mayoría habían sido judíos, de tendencias izquierdistas (aunque predominantemente anticomunistas), y habían conseguido vivir de su pluma. Entre las figuras de la generación anterior se incluían hombres y mujeres como Edmund Wilson, Jane Jacobs, Lewis Mumford, Dwight McDonald; sus homólogos algo posteriores eran Philip Rahv, Alfred Kazin, Irving Howe, Susan Sontag, Daniel Bell, William Barrett y Lionel Trilling. Según Jacoby, las preferencias de estas personas habían disminuido por diversas coyunturas sociales y políticas de la posguerra: la huida hacia las afueras de las ciudades (el punto de vista de Jacoby era que el intelectual es una criatura urbana), las irresponsabilidades de la llamada generación Beat, que fueron los pioneros de la idea de abandonar y desentenderse de la condición que tenían señalada en la vida; la expansión de la universidad; y la inclinación al campus universitario de la anterior izquierda independiente norteamericana.
El resultado de todo esto es que el intelectual de hoy tiende a ser un profesor de literatura herméticamente encerrado en sí mismo, con ingresos fijos y seguros y apenas interesado en abordar el mundo exterior al aula. Tales individuos, alega Jacoby, escriben una prosa esotérica y bárbara puesta principalmente al servicio de la promoción académica y no del cambio social. Mientras tanto, la ascendencia de lo que se ha dado en llamar el movimiento neoconservador —intelectuales que pasaron a ocupar una posición prominente durante la presidencia de Reagan pero que en muchos casos eran intelectuales independientes en la línea de la antigua izquierda, como el comentarista social Irving Kristol y el filósofo Sidney Hook— ha traído consigo toda una cohorte de nuevas publicaciones periódicas que promocionan un programa social abiertamente reaccionario, o por lo menos conservador (Jacoby menciona en particular la revista trimestral de extrema derecha The New Criterion). Estas fuerzas, dice Jacoby, fueron y siguen siendo muy asiduas a la hora de cortejar a escritores jóvenes, a potenciales líderes intelectuales, que en algunos casos pueden reemplazar a militantes más antiguos. Si en su día la New York Review of Books, la publicación más prestigiosa de los intelectuales liberales en Norteamérica, actuó como pionera de atrevidas ideas que proponían escritores jóvenes y radicales, ahora se había hecho acreedora de «UD récord deplorable» asemejándose en su decadente anglofilia «a los tés de Oxford más bien que a las delicias de Nueva York». Jacoby concluye que la New York Review «nunca educó o prestó atención a los intelectuales norteamericanos más jóvenes. Durante un cuarto de siglo se retiró de la banca cultural sin hacer ningún tipo de inversiones. Hoy la operación tiene que apoyarse en capital intelectual importado, principalmente de Gran Bretaña». Todo esto se ha debido en parte «no a un paro parcial, sino al cierre definitivo de los centros urbanos culturales antiguos».[5]
Jacoby insiste una y otra vez en su idea del intelectual como «un alma incorregiblemente independiente que no responde a nadie». Todo lo que tenemos ahora, dice, es una generación perdida, que ha sido reemplazada par técnicos del aula enjarretados e ininteligibles en su lenguaje, alquilados por alguna comisión, deseosos de agradar a diversos patrones y agencias, ufanos de sus credenciales académicas y de una autoridad social que no promueve el debate sino que se limita a establecer reputaciones y a intimidar a los inexpertos. Éste es un cuadro muy sombrío, pero ¿responde a la verdad? ¿Es cierto lo que dice Jacoby sobre la razón de la carestía actual de intelectuales, o de hecho podemos ofrecer nosotros un diagnóstico más acertado?
En primer lugar, personalmente considero equivocado echarle la culpa a la universidad, o incluso a los Estados Unidos. Francia conoció un breve período de tiempo, poco después de la segunda guerra mundial, en que un puñado de prominentes intelectuales independientes —como Sartre, Camus, Aron y de Beauvoir— parecieron representar la idea clásica —no necesariamente la realidad— de intelectuales heredada de sus grandes (aunque, por desgracia, a menudo míticos) prototipos del siglo XIX, entre los cuales me atrevo a mencionar a Ernest Renan y a Wilhelm von Humboldt. Pero, de lo que no dice nada Jacoby es del hecho de que el trabajo intelectual en el siglo XX no ha girado básicamente en torno a debates públicos y a elevadas polémicas del tipo de las defendidas por Julien Benda y que tan bien ejemplificaron Bertrand Russell y algunos intelectuales bohemios de Nueva York, sino también en torno a la critica y el desencanto, el desenmascaramiento de falsos profetas y el esfuerzo por bajar de su pedestal a antiguas tradiciones y nombres sacrosantos.
Por otra parte, el hecho de ser un intelectual no está en contradicción con la condición de académico o, lo que sería lo mismo, de pianista. El brillante pianista canadiense Glenn Gould (1932-1982) fue un artista de la grabación contratado por importantes corporaciones a lo largo de todo su vida activa: esto no le impidió ser un intérprete iconoclasta y comentarista de la música clásica con enorme influencia sobre la manera de ejecutar una pieza y de juzgar una actuación. Por el mismo motivo, intelectuales académicos —por ejemplo, historiadores— han reformulado completamente el pensamiento acerca de cómo escribir la historia, la estabilidad de las tradiciones y el papel del lenguaje en la sociedad. Estoy pensando en Ene Hobsbawm y E. P. Thompson en Inglaterra, o en Hayden White en Norteamérica. El trabajo de todos estos autores ha tenido gran difusión fuera de la universidad, aunque sin duda nació y creció fundamentalmente dentro de sus mures.
Por lo que se refiere a la idea de que los Estados Unidos tienen especial responsabilidad en la adulteración de la vida intelectual, no me queda más remedio que ponerla en tela de juicio. En efecto, miremos hacia donde miremos, incluida Francia, el intelectual ha dejado hoy de ser un bohemio o filósofo de café, y se ha convertido en una figura completamente diferente, con múltiples tipos de interés, y cuyas diversísimas representaciones varían de forma dramática. Como he tratado de sugerir a lo largo de mis conferencias, el intelectual no representa algo que se parezca a una estatua, sino una vocación individual, una energía, una fuerza obstinada que se compromete como una voz entregada y reconocible en el lenguaje y la sociedad con un amplísimo abanico de asuntos, todos ellos relacionados al fin y al cabo con una combinación de ilustración y emancipación o libertad. La amenaza particular que hoy pesa sobre el intelectual, tanto en Occidente como en el resto del mundo, no es la academia, ni las afueras de la gran ciudad, ni el aterrador mercantilismo de periodistas y editoriales, sino más bien una actitud que yo definiría con gusto como profesionalismo. Por profesionalismo entiendo yo el hecho de que, como intelectual, concibas tu trabajo como algo que haces para ganar la vida, entre las nueve de la mañana y las cinco de la tarde, con un ojo en el reloj y el otro vuelto a lo que se considera debe ser la conducta adecuada, profesional: no causando problemas, no transgrediendo los paradigmas y límites aceptados, haciéndote a ti mismo vendible en el mercado y sobre todo presentable, es decir, no polémico, apolítico y «objetivo».
Pero volvamos a Sartre. En el momento mismo en que parece estar defendiendo la idea de que el hombre (ninguna mención de la mujer) es libre para escoger su propio destino, afirma también que la situación —una de las palabras favoritas de Sartre— puede impedir de hecho el pleno ejercicio de esa libertad. Sin embargo, añade Sartre, es erróneo afirmar que el medio ambiente y la situación determinan unilateralmente al escritor o al intelectual: existe más bien un movimiento constante de avance y retroceso entre ellos. En su profesión de fe como intelectual publicada en 1947, ¿Qué es literatura?, Sartre utiliza el término «escritor» con preferencia a «intelectual», aunque es evidente que está hablando del papel del intelectual en la sociedad, como se demuestra en el siguiente (todo en masculino) pasaje:
«Soy un autor, ante todo, por mi libre intención de escribir. Pero inmediatamente después viene el hecho de que yo me convierto en un hombre a quien otros hombres consideran escritor, es decir, alguien que tiene que responder a determinada exigencia y ha sido investido de una determinada función social. A cualquier juego que él desee jugar, debe hacerlo teniendo en cuenta las representaciones que otros tienen de él. Él puede desear modificar el carácter que uno le atribuye al hombre de letras (o intelectual) en una sociedad dada; pero, con el fin de cambiarlo, debe empezar introduciéndose en él. Así, pues, el público interviene, con sus hábitos, su visión del mundo y su concepción de la sociedad y de la literatura dentro de esa sociedad. Él rodea al escritor, lo limita, y sus exigencias imperiosas o furtivas, sus rechazos y sus huidas, son los hechos concretos a partir de los cuales puede construirse una obra».[6]
Sartre no afirma que el intelectual sea una especie de rey-filósofo retirado a quien, como tal, se le debe idealizar y venerar. Por el contrario —y esto es algo que los que actualmente se lamentan de la carestía de intelectuales tienden a omitir—, el intelectual está constantemente sometido no sólo a las exigencias de su sociedad, sino también a modificaciones del todo sustanciales en el status de intelectuales como miembros de un grupo aparte. Al dar por sentado que el intelectual tiene que disponer de soberanía, o de una especie de autoridad ilimitada sobre la vida moral y mental en una sociedad, los críticos de la situación contemporánea simplemente se niegan a ver la enorme cantidad de energía que se ha empleado en resistir, e incluso atacar, la autoridad recientemente, con los cambios radicales que se han producido en la autorrepresentación del intelectual.
La sociedad actual sigue señalando límites y rodeando al escritor, unas veces con premios y recompensas, a menudo denigrando o ridiculizando el trabajo intelectual, y más a menudo aún afirmando que el verdadero intelectual tendría que limitarse a ser un hábil profesional en su campo. No recuerdo que Sartre haya dicho nunca que el intelectual debería mantenerse necesariamente fuera de la universidad: de hecho, afirmó que el intelectual nunca lo es más que cuando está rodeado, lisonjeado, presionado, intimidado por la sociedad para ser una cosa o la otra, porque sólo entonces y a partir de esa experiencia puede llevarse a cabo el trabajo intelectual. Cuando en 1964 Sartre rechazó el Premio Nobel, actuaba precisamente de acuerdo con sus principios.
¿Cuáles son estas presiones en la actualidad? ¿Y cómo encajan con lo que yo he venido llamando profesionalismo? Quiero discutir aquí cuatro formas de presión que, tal como yo veo las cosas, suponen un desafío para la ingenuidad y la voluntad del intelectual. Ninguna de 'ellas es exclusiva de una sociedad determinada. A pesar de su omnipresencia, cada una de ellas puede verse contraatacada por lo que podríamos llamar «actitud de aficionado», el deseo de actuar movidos no por el provecho o las recompensas sino por amor y por un inextinguible interés por el cuadro más amplio, por establecer conexiones que traspasen líneas y barreras, por negarse a quedar atrapado en una especialidad, por prestar atención a las ideas y los valores más allá de los límites que impone una profesión.
La primera de estas presiones se llama especialización. Cuanto más arriba llega uno en el sistema educativo actual, más limitado queda a un área relativamente estrecha de conocimiento. Nadie puede, naturalmente, poner objeciones a la competencia como tal, pero cuando ésta implica pérdida de visión de todo lo que cae fuera del campo inmediato de la propia especialidad —pongamos por caso, la poesía amorosa de comienzos de la época victoriana— y el sacrificio de la propia cultura general en aras de un conjunto de autoridades e ideas canónicas, entonces la competencia no es digna del precio que hemos de pagar por ella.
Por ejemplo, en el estudio de la literatura, que constituye el campo de mi interés particular, la especialización ha significado un creciente formalismo técnico y una disminución progresiva del sentido histórico de las experiencias que realmente intervienen en la creación de una obra literaria. Especialización significa pérdida de visión del esfuerzo brutal que conlleva la creación tanto de arte como de conocimiento; como resultado, te incapacitas para ver el conocimiento y el arte como una serie de opciones y decisiones, compromisos y alineamientos, y únicamente los percibes en función de teorías o metodologías impersonales. Ser especialista en literatura significa con excesiva frecuencia cerrarse a la historia o la música, o la política. Al final, como intelectual plenamente especializado en literatura, te has convertido en una persona domada y que acepta todo lo que permitan los considerados líderes en ese campo. Así, pues, la especialización mata tu sentido de la curiosidad y del descubrimiento, elementos ambos imprescindibles en la puesta a punto del intelectual. En último análisis, ceder a la especialización es —así lo he sentido yo siempre— pereza, puesto que terminas haciendo lo que otros te dicen, ya que después de todo ésa es tu especialidad.
Si la especialización es una especie de presión instrumental general presente en todos los sistemas educativos hoy en vigor, la pericia y el culto del perito o experto avalado con el certificado correspondiente son presiones más particulares en el mundo de la posguerra. Ser un experto significa que así lo han certificado las autoridades competentes; éstas te instruyen en el uso del lenguaje adecuado, en la citación de las autoridades adecuadas, en la forma de mantenerte dentro del territorio adecuado. Esto es así especialmente cuando se trata de áreas de conocimiento sensibles y/o aprovechables. Recientemente se ha discutido en más de una ocasión acerca de algo que se ha dado en llamar la «corrección política», una insidiosa expresión aplicada a los académicos humanistas que, según se repite a menudo, no piensan independientemente sino más bien de acuerdo con normas establecidas por una camarilla de izquierdistas; se supone que tales normas son abiertamente sensibles a problemas como el racismo, el sexismo y otros por el estilo, en lugar de dejar que la gente participe en esos debates de una manera supuestamente «abierta».
La verdad es que la campaña contra la corrección política ha estado dirigida principalmente por algunos conservadores y otros defensores a ultranza de los valores de la familia. Aunque algunas de las cosas que dicen tienen cierto mérito, especialmente cuando tratan de comprender la clara negligencia de la jerga irreflexiva, su campaña pasa por alto totalmente la asombrosa conformidad y corrección política en temas relacionados, por ejemplo, con el ejército, la seguridad nacional, la política exterior y económica. Otro ejemplo: en cuestiones relativas a la Unión Soviética, en la inmediata posguerra estabas obligado a aceptar incuestionablemente las premisas de la guerra fría, la total maldad de la Unión Soviética, etcétera, etcétera. Durante un período de tiempo algo mayor, aproximadamente desde mediados de la década de los 40 hasta mediados de la década de los 70, la idea norteamericana oficial daba por sentado que en el tercer mundo libertad significaba simplemente libertad del comunismo: esta convicción se imponía al parecer coma algo indiscutido; y con ella iba aparejado el concepto, interminablemente elaborado por legiones de sociólogos, antropólogos, científicos de la política y economistas, según el cual «desarrollo» era algo no ideológico, derivado del Occidente, con implicaciones como despegue económico, modernización, anticomunismo y una cierta devoción entre algunos líderes políticos a las alianzas formales con los Estados Unidos.
Para los Estados Unidos y algunos de sus aliados, como Gran Bretaña y Francia, estos puntos de vista acerca de la defensa y la seguridad implicaron con frecuencia la aplicación de políticas imperialistas, en el contexto de las cuales la represión de las resistencias y una oposición implacable al nacionalismo nativo (visto siempre como tendencia favorable al comunismo y a la Unión Soviética) trajeron consigo indecibles desastres en la forma de costosas guerras e invasiones (Vietnam, por ejemplo), apoyo indirecto a invasiones y masacres (por ejemplo, las llevadas a cabo por aliados de Occidente como Indonesia, El Salvador e Israel), regímenes satélites con economías grotescamente distorsionadas. Mostrarse en desacuerdo con todo esto significó de hecho obstruir un mercado controlado por expertos hecho a medida para promover el esfuerzo nacional. Si, por ejemplo, no eras un politólogo formado en el sistema de una universidad norteamericana con un sano respeto de la teoría del desarrollo y de la seguridad nacional, no sólo no se te escuchaba sino que, en algunos casos, no se te permitía hablar con la disculpa de tu impericia.
Y es que, en fin de cuentas, la «pericia» de que aquí hablamos tiene, estrictamente hablando, poco que ver con conocimiento. Algunos de los escritos que Noam Chomsky dedicó al tema de la guerra de Vietnam son sin duda, por los objetivos que persiguen y la precisión con que están redactados, mucho más interesantes que escritos similares debidos a expertos cualificados. Pero, así como Chomsky se saltó los límites que le imponían ciertos conceptos ritualizados como patrióticos —que incluían la idea de que «nosotros» habíamos acudido para ayudar a nuestros aliados, o que «nosotros» estábamos defendiendo la libertad contra golpistas apoyados por Moscú o Pekín— y urgó en los motivos reales que dirigían la intervención norteamericana, los expertos en cuestión, que deseaban ser llamados de nuevo a consulta, o hablar en el Departamento de Estado, o trabajar para la Comisión de Fronteras, nunca se aventuraron por ese terreno. Chomsky ha contado la historia de cómo, siendo él un lingüista, ha sido invitado en ocasiones a exponer sus teorías a matemáticos, que normalmente le han escuchado con respetuoso interés a pesar de su ignorancia relativa de la jerga matemática. Sin embargo, cuando trata de exponer la política exterior norteamericana desde una postura crítica, los considerados expertos en política exterior tratan de evitar sus intervenciones con la disculpa de que carece de la acreditación necesaria como experto en dicha política. Apenas se refutan sus argumentos; simplemente se afirma que él mantiene una postura que no le permite intervenir en el debate o el consenso.
La tercera presión del profesionalismo es la inevitable tendencia al poder y la autoridad que muestran los profesionales, a los requerimientos y prerrogativas del poder, a trabajar directamente para el poder como funcionarios. Durante el período en que los Estados Unidos compitieron con la Unión Soviética por la hegemonía mundial, el programa de actuaciones de la seguridad nacional norteamericana determinó las prioridades y la mentalidad de la investigación universitaria en proporciones verdaderamente alarmantes. Otro tanto sucedía en la Unión Soviética, pero en Occidente nadie se hacía ilusiones sobre la libertad de investigación allí. Sólo ahora empezamos a tomar conciencia del alcance que tuvo entonces este fenómeno: el Departamento de Estado y el Departamento de Defensa norteamericanos proporcionaron más dinero que cualquier otro donante particular para la investigación universitaria en ciencia y tecnología. Así fue de manera especialmente llamativa para el Instituto Tecnológico de Massachussers y para la Universidad Stanford, que durante décadas se beneficiaron de ingentes sumas de dinero por este concepto.
Pero también se dio el caso de que, durante ese mismo periodo, los fondos del gobierno para el programa antes mencionado de seguridad nacional subvencionaron también algunos departamentos universitarios de ciencias sociales e incluso de humanidades. Naturalmente, esto —o algo parecido— ocurre en todas las sociedades. En los Estados Unidos, sin embargo, este fenómeno presentó algunas peculiaridades dignas de mención, como, por ejemplo, el que en algunos casos la investigación contra la guerrilla desarrollada para apoyar la política de países del tercer mundo —en el Sudeste Asiático, América Latina, y principalmente el Oriente Medio— se aplicó directamente en actividades encubiertas, sabotajes e incluso guerra abierta. Para que pudieran llegar a feliz término algunos contratos —como el famoso Proyecto Camelot, emprendido por un grupo de sociólogos para el ejército a comienzos de 1964 y en el que se pretendía estudiar, por una parte, el colapso de diversas sociedades esparcidas por todo el mundo y, al mismo tiempo, la forma de evitar dicho colapso— se aplazaron las cuestiones relativas a la moralidad y justicia de los mismos.
Tampoco esto ha sido todo. Poderes centralizadores de la sociedad civil norteamericana como los partidos Republicano y Democrático, la industria y determinados grupos de presión como los creados o mantenidos por los fabricantes de armas y las compañías petrolíferas y tabacaleras, e importantísimas fundaciones como las instituidas por Rockefeller, Ford o Mellon, todos sin excepción se sirven de expertos académicos para llevar adelante programas de investigación y estudio que promueven determinadas actuaciones comerciales y políticas. Esto, naturalmente, forma parte de lo que se considera conducta normal en un sistema de libre mercado, y es un fenómeno que está presente por doquier en Europa y el Lejano Oriente. Hay donaciones y becas que otorgan grupos de expertos, además de permisos sabáticos y subvenciones para publicar libros, así como promoción y reconocimiento profesionales.
Todo lo que gira en torno del sistema es legítimo y, como yo mismo he dicho, es aceptable de acuerdo con las pautas de competencia y la respuesta del mercado que gobiernan la conducta en el contexto del capitalismo avanzado en una sociedad liberal y democrática. Es indudable que dedicamos mucho tiempo a lamentar las restricciones que algunos sistemas totalitarios de gobierno imponen al pensamiento y a la libertad intelectual; en cambio, hemos sido mucho menos reiterativos al considerar las amenazas que se ciernen sobre el intelectual individual provenientes de un sistema que premia el conformismo intelectual, así como la participación complaciente en objetivos que no han sido fijados por la ciencia sino por el gobierno. Por consiguiente la investigación y las autorizaciones tienen que controlarse para obtener y conservar una cota mayor del mercado.
En otras palabras, el ámbito para la representación intelectual individual y subjetiva, para plantear cuestiones y desafiar la sabiduría de una guerra o de un gigantesco programa social que subvenciona contratos y concede premios ha disminuido dramáticamente si lo comparamos con la situación de hace un siglo, cuando Stephen Dedalus pudo decir que su deber como intelectual era el de no servir a ningún poder o autoridad. No quiero sugerir ahora, como han hecho algunos —más bien sentimentalmente, en mi opinión—, que deberíamos volver a una época en que ni las universidades eran tan grandes, ni las oportunidades que las mismas ofrecían tan pródigas como las de ahora. Tal como yo veo las cosas, la universidad occidental, y ciertamente la norteamericana, está todavía en condiciones de ofrecerle al intelectual un espacio casi utópico en el que la reflexión y la investigación pueden ir de la mano, aunque bajo nuevas coerciones y presiones.
Por lo mismo, el problema que se le plantea al intelectual es el de tratar de entenderse con las secuelas de la profesionalización moderna tal como las hemos discutido aquí, no pretendiendo que dichas secuelas no están ahí, o negando su influencia, sino presentando un conjunto diferente de valores y prerrogativas. Personalmente, me gusta resumir esta última alternativa en una palabra: amateurismo, literalmente una actividad impulsada por la solicitud y la afección, más bien que por el provecho, el egoísmo y la estrecha especialización.
El intelectual debería ser hoy un amateur o aficionado, alguien que considera que el hecho de ser un miembro pensante y preocupado de una sociedad le habilita para plantear cuestiones morales que afectan al fondo mismo de la actividad desarrollada en su seno, incluso de la más técnica y profesionalizada, en la medida en que dicha actividad compromete al propio país, su poder, sus modos de interactuar con sus ciudadanos y con otras sociedades. Por otra parte, el espíritu del intelectual que actúa como amateur puede penetrar y transformar la rutina meramente profesional con que nos comportamos la mayoría de nosotros en algo mucho más vivo y radical. En lugar de hacer lo que se da por sentado que uno tiene que hacer, uno puede preguntar por qué lo hace, qué ventajas obtiene de ello, cómo es posible reconectarlo con un proyecto personal y con pensamientos originales.
Cada intelectual tiene una audiencia y unos votantes. El problema es si esa audiencia está ahí para que obtener satisfacción, y por lo mismo como un cliente al que se debe hacer feliz, o bien para que el intelectual la desafíe, y por lo mismo inducida a una oposición total o movilizada para una mayor participación democrática en la sociedad. En ambos casos, no nos ocupamos de la autoridad y el poder, ni tampoco de la relación del intelectual con ellos. ¿Cómo debe dirigirse el intelectual a la autoridad: cómo un suplicante profesional, o como su concencia no recompensada y amateur?