V
HABLARLE CLARO AL PODER

Voy a continuar hablando de la especialización y el profesionalismo y de cómo el intelectual afronta la cuestión del poder y la autoridad. A mediados de la década de los 60, poco antes de que la oposición a la guerra de Vietnam se convirtiera en un fenómeno chillón y generalizado, se me acercó un estudiante con apariencia ya de cierta edad, pero todavía sin graduar, para que lo admitiese en un seminario con un número limitado de matrículas de la Universidad de Columbia. Entre otros razonamientos me dijo que era un veterano de guerra, y que concretamente había servido en la fuerza aérea. A través de la charla que mantuvimos me ofreció un vislumbre fascinadoramente espectral de la mentalidad del profesional —en este caso un maduro piloto—, cuyo vocabulario para referirse a su trabajo podríamos calificar de «insidioso». Nunca olvidaré el choque que me produjo cuando, respondiendo a mi insistente pregunta «¿Qué hacía usted en concreto en la fuerza aérea?», me dijo: «¡Adquisición del blanco!». Necesité varios minutos más para comprender que se trataba de un bombardero cuya misión era, naturalmente, bombardear, pero que él había arropado en un lenguaje profesional con el que en cierto sentido pretendía excluir y mistificar las indagaciones un tanto excesivamente directas de alguien plenamente extraño a su mundo de piloto militar. De hecho lo acepté en el seminario a propósito: tal vez porque yo pensaba que podría observarlo de cerca y, como un incentivo añadido, persuadirlo para que destilase aquella espantosa jerga. «¡Adquisición de blanco!, en verdad».

De una farota más coherente y fundamentada, personalmente pienso que los intelectuales que están próximos a la formulación de la política y pueden controlar patronazgos que dan o quitan empleos, sueldos y promociones tienden a estar al acecho de los individuos que no se someten profesionalmente y ante los ojos de sus superiores gradualmente empiezan a transpirar un aire de controversia y no cooperación. Resulta, por lo demás, del todo comprensible Que, si quieres que te hagan un trabajo —digamos que tú y tu equipo tenéis que presentar al Departamento de Estado o al Ministerio de Asuntos Exteriores un informe político sobre Bosnia la próxima semana—, necesitas rodearte de personas leales, que compartan las mismas convicciones y hablen el mismo lenguaje. Siempre he tenido la sensación de que, para un intelectual que representa los tipos de cosas que yo he discutido en estas conferencias, el hecho de encontrarse en esa postura profesional, donde principalmente tu tarea consiste en repartir y ganar recompensas del poder, no es el mejor incentivo para el ejercicio de ese espíritu crítico y relativamente independiente de análisis y de juicio que, desde mi punto de vista, debe ser la contribución del intelectual. En otras palabras, propiamente hablando el intelectual no es un funcionario ni un empleado completamente entregado a los objetivos políticos de un gobierno o corporación importante, o incluso de un gremio de profesionales de igual sentir. En tales situaciones, las tentaciones de prescindir del propio sentido moral, o de pensar enteramente desde dentro de la especialidad, o de circunscribir el escepticismo en favor de la conformidad, son realmente demasiado grandes para cerrar los ojos ante ellas. Muchos intelectuales sucumben de lleno a esas tentaciones, y hasta cierto punto todos lo hacemos. Nadie descansa totalmente en los propios recursos, ni siquiera el mayor de los espíritus libres.

Ya he sugerido en la conferencia anterior que un buen método para mantener una relativa independencia intelectual sería el de actuar con la actitud del amateur y no como el profesional. Pero, por un momento vamos a tratar de ser prácticos y personales. En primer lugar, actuar como un amateur significa escoger los riesgos y los resultados inciertos de la esfera publica —una conferencia, un libro o artículo que circulen sin trabas— por encima del espacio cómplice controlado por expertos y profesionales. Durante los dos últimos años diversos medios de comunicación me han pedido con insistencia que aceptase el cargo de consultor asalariado de los mismos. Lo he rehusado siempre, simplemente porque ello supondría verme confinado a una cadena de televisión o a un periódico, y por lo tanto confinado también al lenguaje político y al marco conceptual al uso en ese ámbito. De manera parecida, nunca me han interesado los asesoramientos en relación con o para el gobierno, donde no tienes la menor idea del uso que más tarde se haga de tus informaciones. En segundo lugar, transmitir conocimiento directamente por unos honorarios es muy diferente si, por una parte, una universidad te pide que des una conferencia pública o si, por otra parte, se te invita a hablar únicamente ante un reducido y cerrado círculo de oficiales. Como esto lo he tenido muy claro, siempre he aceptado con gusto las conferencias en universidades y, siempre también, he declinado otras invitaciones. En tercer lugar y con respecto a asuntos más estrictamente políticos, siempre que un grupo palestino me ha pedido ayuda, o una universidad sudafricana que hable contra el apartheid y en favor de la libertad académica, he aceptado sistemáticamente.

En último término, siempre me be movido por causas e ideas que personalmente puedo defender con libertad porque están de acuerdo con los valores y los principios en los que yo creo. Por lo tanto, no me considero atado personalmente por mi formación específica en literatura, lo que equivaldría a autoexcluirme de materias de política pública justamente porque mi titulación académica abarque sólo la enseñanza de la literatura moderna europea y americana. Hablo y escribo acerca de temas más amplios porque como auténtico amateur me siento espoleado por compromisos que sobrepasan ampliamente los estrechos límites de mi carrera profesional. Naturalmente, me esfuerzo conscientemente por adquirir una nueva y más dilatada audiencia para estos puntos de vista, que yo nunca expongo en el contexto de un aula.

Pero ¿cuál es el objetivo real de estas correrías como amateur dentro de la esfera pública? ¿Se siente el intelectual espoleado a la acción intelectual por lealtades primordiales, locales e instintivas —la propia raza, el pueblo a que pertenece o la religión que profesa— o, por el contrario, existe algún cuerpo más universal y racional de principios que pueden, y tal vez lo hacen de hecho, gobernar la forma que tiene uno de hablar y escribir? De hecho, estoy planteando aquí la cuestión básica para el intelectual: ¿Cómo dice uno la verdad? ¿Qué verdad? ¿Para quién y dónde?

Por desgracia, tenemos que empezar confesando que no existe sistema o método lo suficientemente amplio y seguro que le ofrezca al intelectual respuestas directas a estas cuestiones. En el mundo secular —nuestro mundo, el mundo histórico y social construido por el esfuerzo humano— el intelectual únicamente dispone de medios seculares para su trabajo; la revelación y la inspiración, aunque pueden ser perfectamente adecuadas como modalidades de comprensión en la vida privada, resultan desastrosas e incluso bárbaras cuando las utilizan hombres y mujeres de orientación teórica. A decir verdad, me atrevería a afirmar que el intelectual tiene que estar dispuesto a mantener una disputa que dura tanto como su vida con todos los guardianes de la visión o el texto sagrados, cuyas depredaciones han sido legión y cuya pesada mano no soporta la discrepancia y menos aún la diversidad. El principal bastión del intelectual laico es la libertad incondicional de pensamiento y expresión: abandonar su defensa o tolerar falsificaciones de cualquiera de sus fundamentos es de hecho traicionar la llamada del intelectual. Por éste y no por otro motivo, la defensa de Shalman Rushdie, el autor de Versos satánicos, se ha convertido en una cuestión absolutamente central, tanto para la salvaguarda de su vida como para la superación de cualquier otro impedimento contra el derecho a expresar su opinión de periodistas, novelistas, ensayistas, poetas, historiadores.

Éste no es ciertamente un problema que afecte en exclusiva al mundo islámico, sino que también se plantea en los mundos judío y cristiano. La libertad de expresión no puede explorarse fastidiosamente en un territorio e ignorarse en otro. Y es que con autoridades que reclaman para sí el derecho secular a defender el decreto divino no puede discutirse, independientemente de donde se encuentren, mientras que para el intelectual la búsqueda pendenciera de debate es el núcleo de su actividad, el verdadero escenario y marco de lo que los intelectuales hacen realmente sin revelación. Pero, volvamos al punto de partida: ¿Qué verdad y qué principios tendría uno que defender, sostener, representar? Ésta no es la pregunta de Poncio Pilato, una manera de desentenderse de un pleito difícil, sino el comienzo necesario de una inspección del lugar donde se encuentra hoy el intelectual y del traicionero campo inexplorado de minas que lo rodea.

Como punto de partida tomemos el tema, hoy sujeto a acaloradas disputas, de la objetividad, o la exactitud, o los hechos. En 1988 publicó el historiador norteamericano Peter Novick un voluminoso libro que en su mismo título expresaba con una eficacia y un dramatismo ejemplares la perplejidad que suscitaba el tema. Se titulaba That Noble Dream, e iba acompañado de un subtítulo que rezaba: The «Objectivity Question» and the American Historical Professor. Apoyándose en materiales tomados de la investigación histórica de toda una centuria en los Estados Unidos, Novick mostraba cómo el meollo mismo de la investigación histórica —el ideal de objetividad, en virtud del cual un historiador trata de exponer los hechos tan realista y exactamente como le es posible— se había ido convirtiendo gradualmente en un cenagal de exigencias y contraexigencias rivales, pero que, en conjunto, reducían el acuerdo aparente de los historiadores sobre el concepto de objetividad a la más tenue hoja de higuera, ya menudo ni siquiera a eso. Durante la guerra, la objetividad tuvo que estar al servicio de «nuestra» verdad: es decir, de la verdad norteamericana, por oposición a la verdad alemana fascista. En tiempos de paz, era la verdad objetiva de cada uno de los diversos grupos rivales —mujeres, africano-americanos, asiático-americanos, homosexuales, hombres blancos, etcétera— y de las escuelas en competición —marxista, conservadora, deconstruccionista, cultural, etcétera—. Después de constatar semejante aluvión de conocimientos, Novick se pregunta qué posibilidades hay de convergencia en ese campo, y en tono sombrío concluye que «como comunidad amplia de discurso, como comunidad de sabios unidos por afanes comunes, pautas comunes y objetivos comunes, la disciplina de la historia ha dejado de existir… El profesor (de historia) era como se describe en el último versículo del Libro de los Jueces: En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que consideraba recto a sus propios ojos».[1]

Como ya he señalado en mi conferencia anterior, una de las principales actividades de los intelectuales de nuestro siglo ha consistido en poner en tela de juicio, por no decir socavar, la autoridad. En este sentido, y completando los hallazgos de Novick, nos gustaría decir que no sólo ha desaparecido el consenso acerca de lo que; debe entenderse por realidad objetiva, sino que también han sido básicamente eliminadas toda una serie de autoridades tradicionales, incluyendo a Dios. Ha habido una influyente escuela de filósofos, entre los que cabría destacar especialmente a Michel Foucault, que afirman que el hecho mismo de hablar de un autor (como en la frase: «el autor de los poemas de Milton») es ya de por sí una exageración tendenciosa, por no decir ideológica.

En presencia de arremetida tan formidable, no parece acertado dar marcha atrás para volver o bien al gesto de retorcerse con impotencia las manos o bien a las reafirmaciones forzadas de valores tradicionales, como pretende hacer en su conjunto el movimiento neoconservador. Pienso que, sin faltar a la verdad, se puede afirmar que la crítica de la objetividad y de la autoridad ha significado un logro positivo al poner de relieve cómo, en el mundo secular, los seres humanos construyen sus verdades, y que, por ejemplo, la así llamada verdad objetiva de la superioridad del hombre blanco construida y mantenida por los imperios coloniales clásicos europeos también descansaba sobre el dominio violento de los pueblos africanos y asiáticos, los cuales —cosa que también es verdad— combatieron esa «verdad» impuesta particular con el fin de sustituirla con su propio orden independiente. Y así ahora todos se adelantan y ofrecen visiones del mundo nuevas y a menudo violentamente opuestas: uno oye interminables discursos acerca de los valores judeocristianos, de los valores centroafricanos, de las verdades islámicas, de las verdades orientales, de las verdades occidentales, completando cada uno su discurso con un programa completo para excluir a todos los demás. En la actualidad, la intolerancia y violenta agresividad hacia fuera existentes son de tal magnitud que ningún sistema está en condiciones de controlarlas.

El resultado es una ausencia casi completa de valores universales, a pesar incluso de que muy a menudo la retórica sugiere, por ejemplo, que «nuestros» valores (independientemente de cuáles sean) son de hecho universales. Una de las estratagemas intelectuales más mezquinas consiste en pontificar acerca de los abusos en la cultura de otros al tiempo que se excusan exactamente las mismas prácticas en la propia cultura. El ejemplo clásico en esta materia nos lo ofrece el brillante intelectual francés del siglo XIX Alexis de Tocqueville, que, para muchos de nosotros que hemos sido educados en la creencia de los valores liberales clásicos y democráticos occidentales, personificó esos valores casi al pie de la letra. Habiendo escrito un informe valorativo sobre la democracia en América, en el que entre otras cosas criticaba los malos tratos infligidos por los americanos a los indios y a los esclavos negros, más tarde tuvo que abordar el tema de la política colonial francesa en Argelia desde finales de la década de 1830 y durante la década siguiente, cuando, bajo el mando del mariscal Bugeaud, el ejército francés de ocupación llevó a cabo una salvaje guerra de pacificación contra los musulmanes argelinos. Pero, repentinamente, cuando se lee lo que Tocqueville escribe sobre Argelia, uno se da cuenta de que las mismas normas en virtud de las cuales había puesto reparos humanitarios a las malas acciones de los americanos quedan ahora en suspenso a la hora de juzgar las acciones de los franceses. No es que él no alegue sus razones. Lo hace, pero se trata de blandas exculpaciones que no tienen otra finalidad que justificar el colonialismo francés en nombre de lo que él llama orgullo nacional. Las masacres no le conmueven: los musulmanes —afirma Tocqueville— pertenecen a una religión inferior y deben ser disciplinados. Dicho brevemente, de manera premeditada se niega que el evidente universalismo de su lenguaje para América tenga aplicación a su propio país. Francia, a pesar de que ésta pone en práctica las mismas políticas inhumanas.[2]

Hay que añadir, sin embargo, que Tocqueville (y por lo que a este tema se refiere también John Stuart Mill, cuyas encomiables ideas acerca de las libertades democráticas en Inglaterra él mismo dijo que no las aplicaba a la India) vivió durante una época en que las ideas de una norma universal de conducta internacional implicaban de hecho el derecho del poder europeo y de las representaciones europeas de otros pueblos a dominar, ¡tan fútiles y secundarios parecían entonces los pueblos no blancos del mundo! Por otra parte, según los occidentales del siglo XIX, no existían en África ni en Asia pueblos independientes que estuvieran en condiciones de desafiar la brutalidad draconiana de las leyes que unilateralmente aplicaban los ejércitos coloniales a las razas de piel negra o morena. Éstas estaban destinadas a ser mandadas. Frantz Fanon, Aimé Césaire y C.L.R. James, por mencionar a tres grandes intelectuales negros antiimperialistas, no vivieron y escribieron hasta entrado el siglo XX, razón por la cual lo que ellos y los movimientos de liberación de que formaban parte plasmaron cultural y políticamente al establecer el derecho de los pueblos colonizados al mismo trato no estaba todavía al alcance de Tocqueville o de Mill. En todo caso, este cambio de perspectivas sí está al alcance de los intelectuales contemporáneos, que a menudo no han sacado las inevitables conclusiones de que, si deseas defender una justicia humana básica, debes hacerlo con todos los hombres, y no selectivamente con el pueblo que tu grupo, tu cultura o tu nación señalan como aceptable.

Por consiguiente, el problema fundamental reside en cómo reconciliar la propia identidad y las realidades de las propias cultura, sociedad e historia con la realidad de otras identidades, culturas y pueblos. Esto no se puede conseguir limitándose a afirmar la propia preferencia por lo que ya forma parte de uno mismo: las arengas encendidas en torno a las glorias de «nuestra» cultura o los triunfos de «nuestra» historia no son dignas del intelectual, especialmente hoy día cuando tantas sociedades se componen de diferentes razas y grupos con su propia historia como para oponerse a cualquier fórmula simplificadora. Como yo mismo he tratado de mostrar aquí, el ámbito público en el que los intelectuales hacen sus representaciones es extraordinariamente complejo, y contiene rasgos poco confortables, pero el significado de una intervención eficaz en ese ámbito debe apoyarse en la convicción insobornable del intelectual en un concepto de justicia y equidad que tiene en cuenta las diferencias entre naciones e individuos, sin que por otra parte les asigne jerarquías, preferencias y evaluaciones ocultas. En la actualidad, todos y cada uno profesamos un lenguaje liberal de igualdad y armonía universales. El problema que se le plantea al intelectual es el de hacer que estas nociones se apliquen en situaciones en que el foso existente entre la profesión de igualdad y justicia, por una parte, y la realidad más bien nada edificante, por la otra, es muy grande.

Esto se puede demostrar con especial facilidad en las relaciones internacionales, motivo por el cual yo he insistido tanto en ellas a lo largo de estas conferencias. Un par de ejemplos recientes me bastan para ilustrar lo que quiero decir. Durante el período inmediatamente posterior a la invasión ilegal de Kuwait por parte de Iraq la discusión pública en Occidente se centró con toda razón en la inaceptabilidad de la agresión que con extrema brutalidad pretendió eliminar la existencia de Kuwait. Pero, tan pronto como se conoció con claridad que la intención de los norteamericanos era de hecho usar la fuerza militar contra Iraq, la retórica pública estimuló procesos en las Naciones Unidas que pudieran asegurar la aprobación de resoluciones —basadas en la carta de las Naciones Unidas— pidiendo sanciones y el posible uso de la fuerza contra Iraq. De los pocos intelectuales que se opusieron tanto a la invasión por parte de Iraq como al posterior uso de la fuerza, básicamente norteamericana, en la operación Tormenta del Desierto, nadie que yo sepa citó ninguna prueba o trató de hecho de excusar a Iraq por su invasión.

Pero lo que se señaló con toda razón en aquel momento fue lo notablemente debilitado que resultó el pleito de los norteamericanos contra Iraq cuando la administración de Bush, con su enorme poder, presionó a las Naciones Unidas hacia la guerra, ignorando las numerosas posibilidades de una retirada negociada de la ocupación antes del 15 de enero, fecha del comienzo de la contraofensiva, y rechazó que se discutieran otras resoluciones de las Naciones Unidas sobre otras ocupaciones e invasiones de territorio ilegales en las que habían participado los mismos Estados Unidos o alguno de sus más estrechos aliados. Naturalmente, lo que de verdad estaba en juego en el Golfo, por lo que a los Estados Unidos se refiere, era el petróleo y el poder estratégico, no los principios profesados por la administración de Bush, pero lo que comprometió el debate intelectual a lo largo y ancho del país, en sus reiteraciones de la inadmisibilidad de adquirir unilateralmente un territorio por la fuerza, fue la ausencia de una aplicación universal de la idea. Lo que nunca les pareció relevante a los numerosos intelectuales norteamericanos que apoyaron la guerra fue el hecho de que poco antes los Estados Unidos mismos hubieran invadido y ocupado durante algún tiempo el Estado soberano de Panamá. Seguramente, si uno criticó a Iraq ¿se deduce de ahí que los Estados Unidas merecían la misma crítica? Nada de eso: «nuestros» motivos eran más elevados, Saddam era un Hitler, mientras que «nosotros» actuamos movidos por motivos en gran parte altruistas y desinteresados, y por lo tanto ésa fue una guerra justa.

O considérese la invasión soviética de Afganistán, igualmente equivocada e igualmente condenable. Pero aliados de los Estados Unidos como Israel y Turquía han ocupado ilegalmente territorios antes de que los rusos entrasen en Afganistán. De manera parecida otro aliado de Estados Unidos. Indonesia, masacró literalmente a cientos de miles de timoreses en una invasión ilegal realizada a mediados de la década de 1970; hay pruebas que demuestran que los Estados Unidos conocieron estas acciones y apoyaron los horrores de la guerra en Timor Oriental, pero pocos intelectuales norteamericanos, ocupados como siempre con los crímenes de la Unión Soviética, dejaron oír su voz en contra.[3] Pero, en el pasado reciente, descuella sobre todo la masiva invasión norteamericana de Indochina, con el resultado de clara destructividad ejercida contra pequeñas sociedades, principalmente campesinas, que hoy se tambalean. El principio aquí parece haber sido que los expertos profesionales en la política exterior y militar de los Estados Unidos centraran su atención en el esfuerzo por ganar una guerra contra la otra superpotencia y sus satélites en Vietnam o Afganistán, y nos importan un pimiento nuestras propias malas acciones. Tales son los caminos de la Realpolitik.

Ciertamente así están las cosas. Pero mi pregunta sería: el hecho de que el intelectual contemporáneo viva en un tiempo ya de por sí confuso por la desaparición de lo que al parecer eran normas morales objetivas y una autoridad prudente, ¿hace simplemente aceptable o bien apoyar a ciegas la conducta del propio país y pasar por alto sus crímenes, o decir de forma más bien indolente «Creo que todos lo hacen, y así están las cosas en el mundo»? Lo que deberíamos ser capaces de decir es más bien que los intelectuales no son profesionales desnaturalizados por su adulador servicio a un poder que muestra fallos fundamentales, sino que —insisto— son intelectuales con una actitud alternativa y más normativa que de hecho los capacita para decirle la verdad al poder.

Y no me refiero al decir esto a ciertos truenos que, como los del Antiguo Testamento, proclamen que todos somos pecadores y básicamente malos. Me estoy refiriendo a algo mucho más modesto y sin duda más efectivo. Hablar de coherencia en el mantenimiento de patrones de conducta internacional y apoyar los derechos humanos no es mirar hacia el interior en busca de una luz que nos guíe y que recibiríamos cada uno por inspiración o intuición profética. La mayoría de los países, si no todos, han firmado la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada y proclamada en 1948 y reafirmada por todos y cada uno de los nuevos Estados miembros de las Naciones Unidas. Existen convenciones igualmente solemnes sobre las reglas de la guerra, sobre el trato que se debe dar a los prisioneros, sobre los derechos de los trabajadores, las mujeres, los niños, los inmigrantes y los refugiados. Ninguno de esos documentos habla para nada de razas o pueblos descalificados o menos iguales. Todos tienen derecho a las mismas libertades.[4] Naturalmente, estos derechos son violados diariamente, como vemos que sucede hoy con el genocidio en Bosnia. Para un oficial de los gobiernos norteamericano, o egipcio, o chino, a estos derechos, en el mejor de los casos, se les presta atención «prácticamente», no coherentemente. Pero esas son las normas del poder, las cuales no coinciden precisamente con las del intelectual, cuyo rol consiste como mínimo en aplicar las mismas pautas y normas de conducta ya aceptadas colectivamente sobre el papel por el conjunto de la comunidad internacional.

Naturalmente, existen cuestiones de patriotismo y lealtad para con el propio pueblo. Y, naturalmente, el intelectual no es un autómata sin complicaciones que lance a través del tablero leyes y reglas concebidas matemáticamente. Y, naturalmente, el temor y las limitaciones normales de tiempo, atención y capacidad que tiene uno como voz individual actúan con temible eficacia. Pero, si bien es cierto que tenemos razón al lamentar la desaparición de un consenso acerca de lo que constituye la objetividad, este hecho no nos deja completamente a merced de una subjetividad autoindulgente, Refugiarse en una profesión o nacionalidad (ya lo he dicho antes) es simplemente refugiarse; no es responder a las incitaciones que todos recibimos al leer las noticias de la mañana.

Nadie puede levantar la voz en todas las ocasiones y sobre todos los ternas. Pero, en mi opinión, existe un deber especial de dirigirse a los poderes constituidos y autorizados de la propia sociedad, los cuales son responsables ante la ciudadanía, en particular cuando esos poderes están implicados en una guerra manifiestamente desproporcionada e inmoral, o en programas deliberados de discriminación, represión y crueldad colectiva. Como dije en mi segunda conferencia, todos vivimos dentro de fronteras nacionales, usamos lenguas nacionales, nos dirigimos (la mayor parte del tiempo) a nuestras comunidades nacionales. Para un intelectual que vive en Norteamérica, hay una realidad a la que tiene que hacer frente, a saber, que nuestro país es por encinta de todo una sociedad inmigrante sumamente diversificada, con recursos y logros fantásticos, pero también con un conjunto temible de injusticias internas e intervenciones externas que no podemos ignorar. Aunque no estoy en condiciones de hablar por los intelectuales de otros países, seguramente la cuestión básica sigue siendo relevante, con la diferencia de que en esos otros países el Estado en cuestión no es un poder global como los Estados Unidos.

En todas estas instancias el significado intelectual de una situación se llega a percibir comparando los hechos conocidos y a nuestro alcance con una norma, también conocida y a nuestro alcance. Esta tarea no es fácil, teniendo en cuenta que se requieren documentación, investigación y pruebas para salvar el obstáculo de la documentación, habitualmente parcial, fragmentaria y necesariamente inexacta, que se nos ofrece. De todos modos, creo que en la mayoría de casos es posible comprobar si de hecho se ha cometido una masacre, o se ha producido un encubrimiento oficial, la primera obligación es determinar qué ha ocurrido, y después por qué, no como acontecimientos aislados sino como parte de una historia que se va desvelando y que dentro de sus amplios contornos incluye a la propia nación como actor, la incoherencia del análisis político exterior habitual realizado por apologistas, estrategas y planificadores es que se concentra en los otros como los objetos de una situación y raramente en «nuestra» implicación y en los efectos de la misma. Y más raramente aun se llega a comparar con una norma moral.

En una sociedad de masas tan dirigida como la nuestra, decir la verdad persigue principalmente el objetivo de proyectar un estado de cosas mejor y que corresponda más de cerca a un conjunto de principios morales —paz, reconciliación, eliminación del sufrimiento— aplicados a hechos conocidos. El filósofo pragmatista norteamericano C. S. Pierce habla aquí de abducción y es un procedimiento que ha usado con eficacia el conocido intelectual contemporáneo Noam Chomsky.[5] Al escribir y al hablar, uno no pretende ciertamente mostrar a los demás lo justo que es, pero, al tratar de inducir un cambio en un clima moral de acuerdo con el cual la agresión es vista como tal, el castigo injusto de pueblos o de individuos o bien se evita con antelación o se desiste de él, el reconocimiento de los derechos y de las libertades democráticas se establece como norma para todos, y no individualmente para unos pocos elegidos. Naturalmente, hemos de admitir que estos objetivos son Idealistas y a menudo irrealizables; y, en cierto sentido, no son directamente relevantes para el tema que estoy discutiendo aquí, habida cuenta que, como ya he dicho antes, en su comportamiento individual el intelectual tiende en general a echarse para atrás o simplemente a seguir la línea que le trazan.

Desde mi punto de vista, nada es más reprensible que esos hábitos mentales en el intelectual que inducen a la evitación, esa actitud característica de abandonar una postura difícil y basada en principios que se sabe que es la correcta, pero que uno decide no mantener. No deseas aparecer excesivamente politizado; te preocupa parecer liante; necesitas la aprobación de un jefe o de una figura con autoridad; quieres conservar la reputación de ser una persona equilibrada, objetiva, moderada; esperas que se te llame para una consulta, para formar parte de un consejo o comisión prestigiosa y, de esa manera, seguir dentro del grupo que representa la corriente principal; esperas que algún día te harás acreedor a una distinción honorífica, un premio importante, tal vez incluso una embajada.

Para un intelectual estos hábitos mentales son corruptores par excellence. Si algo puede desnaturalizar, neutralizar y, finalmente, matar una vida intelectual apasionada es la intertorización de tales hábitos. Personalmente los he encontrado en una de las cuestiones contemporáneas más candentes, Palestina, donde el temor de pronunciarse acerca de una de las mayores injusticias de la historia moderna ha encadenado, cegado y amordazado a muchos que conocen la verdad y están en condiciones de contribuir a ella. Porque, a pesar del abuso y el envilecimiento que todo defensor declarado de los derechos palestinos y de la autodeterminación se atrae con su actitud, la verdad está para que alguien la proclame, concretamente un intelectual seguro de sí mismo y compasivo. Esto se ha hecho más cierto aún si cabe después de la Declaración de Principios de Oslo firmada el 13 de septiembre de 1993 por la OLP e Israel. La gran euforia producida por este pequeñísimo avance dejó en la penumbra el hecho de que, lejos de salvaguardar los derechos palestinos, este documento garantizaba en realidad la prolongación del control israelí sobre los Territorios Ocupados. Enunciar estas críticas significaba de hecho tornar postura en contra de la «esperanza» y la «paz».[6]

Finalmente, una palabra sobre la modalidad de la intervención intelectual. El intelectual no escala una montaña o se sube a un púlpito y proclama desde las alturas. Como es obvio, deseas pronunciar tu discurso donde mejor pueda ser oído; y también deseas que la presentación de dicho discurso se produzca de tal manera que influya con un proceso continuo y actual, por ejemplo, en favor de la paz y la justicia. Sí, la voz del intelectual es solitaria, pero su resonancia se debe únicamente al hecho de asociarse libremente con la realidad de un movimiento, las aspiraciones de un pueblo, la prosecución común de un ideal compartido. El oportunismo ordena que en Occidente, muy dado a criticar por todo lo alto, por ejemplo, el terrorismo o los excesos palestinos, denuncies estos hechos en voz alta y, a continuación, te deshagas en elogios de la democracia israelí. Y es que tienes que decir algo bueno acerca de la paz. La responsabilidad intelectual, naturalmente, ordena que debes decir todas esas cosas a los palestinos, pero que tu principal esfuerzo debe concentrarse en Nueva York. París y Londres en torno al tema que en esos lugares puede resultar más influyente, promoviendo la idea de la libertad palestina y de la superación del terrorismo y del extremismo de todos los implicados en el caso, y no sólo del partido más débil y más fácil de vapulear.

Decirle la verdad al poder no es un idealismo al estilo del personificado por Pangloss: es sopesar cuidadosamente las alternativas, escoger la correcta, y luego exponerla inteligentemente donde pueda hacer el máximo bien y provocar el cambio adecuado.