III
EXILIO INTELECTUAL: EXPATRIADOS Y MARGINALES
El exilio es uno de los más tristes destinos. Antes de la era moderna el destierro era un castigo particularmente terrible, puesto que no significaba únicamente años de vagar sin rumbo lejos de la familia y de los lugares familiares, sino que además lo convertía a uno en una especie de paria permanente, siempre fuera de su hogar, siempre en desacuerdo con el entorno, inconsolable respecto del pasado y amargado respecto del presente y del futuro. Siempre ha existido una asociación entre la idea del exilio y los terrores de ser un leproso, un intocable social y moral. Durante el siglo XX el exilio ha dejado de ser un castigo exquisito —y a veces exclusivo— de individuos especiales —como el gran poeta latino Ovidio, que fue desterrado de Roma a una remota ciudad del Mar Negro— y se ha convertido en un cruel castigo de comunidades y pueblos enteros, a menudo como resultado inadvertido de fuerzas impersonales como la guerra, el hambre, las epidemias.
Dentro de esta categoría se cuentan los armenios, un pueblo dotado de talento pero frecuentemente desplazado que vivía en comunidades esparcidas a través del Mediterráneo oriental (especialmente en Anatolia) y que, después de los ataques genocidas que sufrieron de parte de los turcos, se asentaron en gran número en las cercanías de Beirut, Aleppo, Jerusalén y El Cairo, para verse desplazados de nuevo durante los disturbios revolucionarios que se produjeron después de la segunda guerra mundial. Durante mucho tiempo llamaron profundamente mi atención esas importantes comunidades de expatriados o exiliados que poblaron el paisaje de mi juventud en Palestina y Egipto. Había muchos armenios, naturalmente, pero también judíos, italianos y griegos, que, una vez asentados en la zona de Levante, habían echado profundas y productivas raíces allí —después de todo, estas comunidades produjeron prominentes escritores como Edmond Jabes, Giuseppe Ungaretti, Constantine Cavafy— que iban a ser brutalmente arrancadas después del establecimiento de Israel en 1948 y después de la guerra de Suez de 1956. Para los nuevos gobiernos nacionalistas de Egipto, Iraq y otros países del mundo árabe, los extranjeros simbolizaban la nueva agresión del imperialismo europeo de la posguerra, y consiguientemente se les obligó a marchar. Para muchas comunidades antiguas este sino les resultó particularmente odioso. Algunas de ellas fueron trasladadas a nuevos lugares de residencia, pero muchas otras, para decirlo de alguna manera, fueron reexiliadas.
Está muy popularizada la idea —en realidad, totalmente equivocada— según la cual vivir en el exilio es sinónimo de estar totalmente desligado, aislado y separado sin esperanza de tu lugar de origen. Ojalá fuese cierta esa separación quirúrgicamente limpia, porque en tal caso podrías consolarte al conocer que lo que has dejado detrás de ti es, en cierto sentido, ya impensable y completamente irrecuparable. De hecho, para la mayoría de exiliados la dificultad no radica simplemente en verse obligado a vivir lejos del hogar, sino más bien, teniendo en cuenta cómo es el mundo de hoy, en vivir rodeado de recuerdos de que estás en el exilio, que tu hogar no está de hecho tan alejado de ti, y que el trasiego normal de la vida diaria contemporánea te mantiene en contacto permanente, aunque exasperante e insatisfecho, con el antiguo lugar. El exiliado existe, pues, en un estado intermedio, ni completamente integrado en el nuevo ambiente, ni plenamente desembarazado del antiguo, acosado con implicaciones a medias y con desprendimientos a medias, nostálgico y sentimental en cierto plano, mímico efectivo y paria secreto en otro. Aprender a sobrevivir se convierte en el principal imperativo, con el peligro de que instalarse en el confort y la seguridad excesivos constituye una amenaza frente a la cual hay que mantenerse constantemente en guardia.
Salim, el protagonista de la novela de V. S. Naipaul, A Bend in the River, es un ejemplo conmovedor del intelectual moderno en el exilio. Musulmán de África del Este de origen indio, ha abandonado la costa y se ha adentrado en el interior de África, donde ha logrado sobrevivir precariamente en un nuevo Estado que nos recuerda el Zaire de Mobuto. La extraordinaria sensibilidad de Naipaul como novelista le permiten describirnos la vida de Salim en un «recodo del río» como una especie de «tierra de nadie», a la cual llegan los asesores intelectuales europeos (como sucesores de los misioneros idealistas de la época colonial), lo mismo que los mercenarios, los explotadores, y otros restos y desechos del tercer mundo en medio de los cuales se ve forzado a vivir Salim, que gradualmente va perdiendo su propiedad y su integridad en medio de la confusión creciente. Al final de la novela —y éste el propósito ideológico, naturalmente discutible, de Naipaul— los mismos nativos se han convertido en exiliados en su propio país, tan ridículos y absurdos son los caprichos del gobernante de turno, el Gran Hombre, en quien Naipaul pretende simbolizar a todos los regímenes poscoloniales.
Las amplias reordenaciones territoriales que tuvieron lugar después de la segunda guerra mundial dieron lugar a ingentes movimientos demográficos, por ejemplo, los musulmanes de la India que se desplazaron hacia Paquistán después de la partición de 1947, o el gran número de palestinos dispersados durante el establecimiento de Israel para acomodar a judíos procedentes de Asia y de Europa; y estas transformaciones dieron a su vez origen a formas políticas híbridas. En la vida política de Israel no ha habido sólo una política de la diáspora judía sino también una política concurrente y émula del pueblo palestino en el exilio. En los países de nueva fundación como Paquistán e Israel los emigrantes recientes fueron vistos como parte de un intercambio de poblaciones, pero políticamente se los consideró también como minorías anteriormente oprimidas capacitadas para vivir en sus nuevos Estados como miembros de la mayoría. Sin embargo, lejos de calmar las disputas sectarias, la partición y la ideología separatista de los nuevos Estados las han reencendido y a menudo inflamado. Mi preocupación aquí es sobre todo con respecto a los exiliados que en gran parte siguen sin encontrar acomodo, como los palestinos o los nuevos inmigrantes musulmanes a Europa, o los antillanos y los negros africanos en Gran Bretaña; la presencia de estos grupos complica la presunta homogeneidad de las sociedades en que han empezado a vivir recientemente. El intelectual que se considera a sí mismo como parte de una condición más general que afecta a la comunidad nacional desplazada es probable que se convierta en fuente no de aculturación y ajuste, sino más bien de volatilidad e inestabilidad.
Esto no quiere decir que el exilio no conozca maravillas de aclimatación. Estados Unidos se encuentra hoy en la poco habitual posición de haber contado en administraciones presidenciales recientes con dos altos dignatarios —Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski— que fueron (o todavía son, dependiendo de la perspectiva del observador) intelectuales en exilio. Kissinger de la Alemania nazi, Brzezinski de la Polonia comunista. Por otra parte, Kissinger es judío, lo que lo sitúa en la extraordinariamente incómoda posición de poderse contar entre los potenciales inmigrantes a Israel, de acuerdo con la Ley Básica del Retorno de esta nación. Sin embargo, tanto Kissinger como Brzezinski parecen, al menos según las apariencias inmediatas, haber puesto su talento a entera disposición del país de adopción, a cambio de honores, compensaciones materiales e influencia nacional y incluso mundial, todo lo cual está a años luz de la oscuridad marginal en que viven 195intelectuales exiliados del tercer mundo en Europa o los Estados Unidos. En la actualidad, después de haber trabajado para el gobierno durante varias décadas, estos dos prominentes intelectuales asesoran a corporaciones o a otros gobiernos.
Brzezinski y Kissinger no son después de todo casos socialmente tan excepcionales como podría parecer, si se recuerda que el escenario europeo de la segunda guerra mundial fue considerado por otros exiliados —por ejemplo, Thomas Mann— como una batalla por el destino occidental, el alma occidental. En esta «guerra justa» —o «buena»— los Estados Unidos desempeñaron el papel de salvador, entre otras formas ofreciendo refugio a toda una generación de sabios, artistas y científicos que huyeron del fascismo occidental hacia las metrópolis del nuevo imperium occidental. En ámbitos científicos como las humanidades y las ciencias sociales Norteamérica se vio enriquecida de esta manera con una importante número de sabios de primerísima categoría. Algunos de ellos, como los grandes filólogos románicos y especialistas en literatura comparada Leo Spitzer y Erich Auerbach, contribuyeron a aumentar el prestigio de las universidades norteamericanas con sus talentos y la experiencia del viejo mundo. Otros, entre ellos científicos como Edward Teller y Werner von Braun, engrosaron las listas de la guerra fría como nuevos americanos dedicados a vencer a la Unión Soviética en la carrera de los armamentos y de la conquista espacial. Tan preponderante fue esta preocupación después de la guerra que, como se ha sabido recientemente, intelectuales norteamericanos bien situados en las ciencias sociales se las arreglaron para reclutar a antiguos nazis conocidos por sus credenciales anticomunistas para trabajar en los Estados Unidos como parte de la gran cruzada.
Junto con el arte mas bien sospechoso del oportunismo político —técnica que, sin adoptar una postura clara, le permite no obstante al interesado sobrevivir sin estrecheces—, en mis dos próximas conferencias abordaré el tema de cómo elabora un intelectual una acomodación con un poder dominante nuevo o emergente. Aquí voy a considerar el caso opuesto, el intelectual que a causa del exilio no puede o, más concretamente, no quiere llevar a cabo la adaptación, prefiriendo permanecer fuera de la corriente principal, inadaptado, no cooperante, resistente. Pero, antes de nada, me gustaría hacer algunas observaciones preliminares.
La primera es que, si bien es cierto que el exilio es una condición real, desde el punto de vista que a mí me interesa ahora es también una condición metafórica. Con ello quiero expresar que mi diagnóstico del intelectual en el exilio se deriva de la historia social y política de desplazamientos y emigraciones con la que abría esta conferencia, pero no se limita a ella. Incluso intelectuales que a lo largo de toda su vida son miembros de una sociedad pueden, por decirlo de alguna manera, dividirse en integrados y marginales: por una parte, aquellos que pertenecen plenamente a la sociedad tal como es, que desarrollan todas sus potencialidades sin un abrumador sentido de disonancia o disenso, que pueden ser etiquetados como «los que dicen sí»; y, por otra parte, «los que dicen no», los individuos en desacuerdo con la sociedad en que viven y por lo mismo marginales y exiliados en lo que se refiere a privilegios, poder y honores. La pauta que fija el curso para el intelectual como marginal está óptimamente ejemplificada por la condición de exiliado, el estado de no considerarse nunca plenamente adaptado, sintiendo siempre como algo exterior el mundo locuaz y familiar habitado por los nativos, tendiendo siempre —por decirlo de alguna manera— a evitar e incluso mostrar antipatía a los adornos de la acomodación y el bienestar nacional. En este sentido metafísico, el exilio para el intelectual es inquietud, movimiento, estado de inestabilidad permanente y que desestabiliza a otros. Te ves imposibilitado para retroceder a una determinada condición anterior y tal vez más estable de sentirte en casa; y, por desgracia, tampoco puedes llegar nunca a sentirte plenamente a gusto con tu nuevo hogar o situación.
En segundo lugar —y yo mismo no puedo por menos de sorprenderme al hacer esta observación—, como exiliado, el intelectual tiende a ser feliz con la idea de infelicidad, de tal suerte que una insatisfacción próxima a la melancolía, una especie de malhumor gruñón, puede convertirse no sólo en estilo de pensamiento sino también en una nueva morada, siempre que sea temporal. El intelectual como Tersites que desvaría, tal vez. Un destacado prototipo histórico de lo que yo pretendo decir aquí es Jonathan Swift, una poderosa figura del siglo XVIII. Swift no superó nunca la pérdida de influencia y prestigio en Inglaterra después que los Tories dejaron el gobierno en 1714 y pasó el resto de su vida como exiliado en Irlanda. Figura casi legendaria de amargura y rabia —saeve indignatio, afirmó de sí mismo en su epitafio—, Swift se enfurecía al considerar la situación de Irlanda, aunque la defendió frente a la tiranía británica. Sus notables obras irlandesas Viajes de Gulliver y Cartas del mercero muestran una mente estimulada, si no ya favorecida, por tan productiva congoja.
En cierta medida, en su etapa inicial también fue una figura de exiliado intelectual V. S. Naipaul, el ensayista y escritor de viajes, residente de cuando en cuando en Gran Bretaña, aunque siempre de un lado para otro, visitando en repetidas ocasiones sus raíces caribeñas e indias, saltando por encima de las ruinas del colonialismo y del poscolonialismo, juzgando implacablemente las ilusiones y las crueldades de los nuevos Estados y de los nuevos verdaderos creyentes.
Un exiliado incluso más riguroso y decidido que Nalpaul es Theodor Wiesengrund Adorno. Fue un hombre adusto, pero enormemente fascinante, y para mí la conciencia intelectual predominante de mediados de siglo. Toda su carrera bordeó y combatió los peligros del fascismo, del comunismo y del consumismo de masas occidental. Al contrario que Naipaul, que se ha movido en y fuera de sus antiguos hogares en el tercer mundo, Adorno fue completamente europeo, un hombre conformado enteramente por lo mejor de elevadas culturas que poseía admirable competencia profesional en filosofía, música (fue alumno y admirador de Berg y Schoenberg), sociología, literatura, historia, y análisis cultural. De procedencia parcialmente judía, abandonó su patria, Alemania, a mediados de la década de 1930,poco después de la llegada de los nazis al poder. Primeramente se dirigió a Oxford, donde enseñó filosofía; en esta ciudad inglesa escribió, además, un libro extraordinariamente difícil sobre Husserl. Con su melancolía splengleriana y su dialéctica metafísica en el mejor estilo hegeliano, Adorno no parece haber sido muy feliz allí, rodeado como estaba por filósofos positivistas y del lenguaje ordinario. Volvió temporalmente a Alemania, pero, como miembro del Instituto de Investigación Social de la Universidad de Francfort, no tuvo más remedio que salir precipitadamente, por motivos de seguridad, hacia los Estados Unidos. Se instaló primeramente en Nueva York (1938-1941) y luego en el sur de California.
Aunque Adorno volvió a Francfort en 1949 para reanudar su antigua docencia, los años pasados en Norteamérica lo habían marcado para siempre con las improntas del exilio. Aborrecía el jazz y todo lo que supiese a cultura popular; tampoco parece haber estado muy interesado en el paisaje; por lo que sabemos, se mantuvo tenazmente aferrado a su propio camino; y por lo tanto, habiendo crecido en una tradición filosófica marxista-hegeliana, todo lo relacionado con la influencia mundial del cine, la industria, los hábitos de vida cotidiana, la enseñanza realista y el pragmatismo americanos lo sacaban de sus casillas. Naturalmente, Adorno estaba ya claramente predispuesto para ser un exiliado metafísico antes de instalarse en los Estados Unidos: ya se mostraba muy crítico con lo que se consideraba gusto burgués en Europa; por ejemplo, en música sus modelos están representados por las extraordinariamente difíciles obras de Schoenberg, obras cuyo destino ha sido el de permanecer honorablemente desconocidas, imposibles de escuchar. Paradójico, irónico, crítico implacable: Adorno fue el intelectual Quintaesenciado, que rechazaba todos los sistemas, los que nos favorecían a nosotros y los que les favorecían a ellos, con idéntica aversión. Para él, la vida alcanzaba su grado máximo de falsedad en la agregación —el todo es siempre lo inauténtico, dijo en cierta ocasión— y esto —continuaba— realzaba más si cabe aún la subjetividad, la conciencia del individuo, lo que no podía ser reglamentado en la sociedad totalmente dirigida.
Pero fue su exilio norteamericano lo que le llevó a producir la gran obra maestra de Adorno, Minima Moralia, un conjunto de 153 fragmentos publicados en 1953 con el subtítulo de Reflections from Damaged Life. La forma episódica e intrigantemente excéntrica de este libro, que no es ni una autobiografía ordenada ni una reflexión temática ni siquiera una exposición sistemática de la visión del mundo de su autor, nos recuerda una vez más las peculiaridades de la vida de Bazarov tal como nos las presenta. Turgenev en la novela Padres e hijos, dedicada a describir la vida en Rusia a mediados de la década de 1860. A Bazarov, el prototipo del intelectual nihilista moderno, Turgenev nos lo presenta fuera de todo contexto narrativo; aparece brevemente, para desaparecer en seguida. Lo vemos brevemente con sus ancianos padres, pero es evidente que él mismo ha cortado deliberadamente con ellos. De este hecho deducimos que, debido a que su vida transcurre de acuerdo con diferentes normas, el intelectual no tiene una historia, sino sólo una especie de efecto desestabilizador; provoca conmociones sísmicas, desconcierta a la gente, pero él no puede ser explicado convenientemente ni por su entorno familiar ni por sus amigos.
De hecho, nada dice Turgenev mismo de todo esto: hace Que suceda ante nuestros ojos, como para indicarnos Que el intelectual no es sólo un ser que se diferencia de padres e hijos, sino que sus modos de vida, sus procedimientos a la hora de comprometerse con esta última son necesariamente alusivos y únicamente pueden representarse de forma realista como una serie de realizaciones discontinuas. Parece, pues, que Minima Moralia de Adorno sigue la misma lógica, aunque representar al intelectual adecuadamente después de Auschwitz, Hirosima, el desencadenamiento de la guerra fría y el triunfo de Norteamérica resulta una tarea mucho más enrevesada que diseñar el personaje de Bazarov como lo hizo Turgenev a mediados del siglo pasado.
El núcleo de la representación Que hace Adorno del intelectual como exiliado permanente, escabulléndose de lo antiguo y de lo nuevo con igual maestría, es un estilo de escritura que resulta amanerado y elaborado en extremo. Ante todo es fragmentario, abrupto, discontinuo; no existen ni plan argumental, ni orden predeterminado que se haya de seguir. La conciencia del intelectual aparece, representada como algo incapaz de estar en reposo en sitio alguno, constantemente en guardia frente a los halagos del éxito, que, para la conciencia retorcida de Adorno, significa tratar conscientemente de no ser comprendido fácil e inmediatamente. Tampoco es posible refugiarse en la absoluta privacidad, puesto que, como dirá el mismo Adorno en un momento muy posterior de su vida, la esperanza del intelectual no es que él quiera influir de algún modo sobre el mundo, sino que algún día en algún lugar alguien vaya a leer lo que él escribió exactamente como lo escribió.
El fragmento número 18 de Minima Moralia capta de manera casi perfecta el significado del exilio. «Morar, en el sentido exacto del término —dice Adorno—, es ahora imposible. Las residencias tradicionales en las que hemos crecido se han vuelto intolerables: cada rasgo de comodidad lleva la contrapartida de una traición de conocimiento, cada vestigio de abrigo el pacto anticuado de los intereses de familia». Esto por lo que se refiere a la vida de antes de la guerra de gentes crecidas con anterioridad al nazismo. Pero el socialismo y el consumismo americano no son mejores: allí «la gente vive, si no en tugurios, en bungalows que mañana pueden ser chozas de hojas, carromatos, coches, campamentos, o al aire libre». De esta manera, afirma Adorno, «la casa es algo del pasado (es decir, está superada)… El mejor modo de comportarse frente a todo esto parece, no obstante, la actitud del no alineado, de quien se mantiene en suspenso… El no sentirse en casa en el propio hogar forma parte de la moralidad».
Sin embargo, apenas ha alcanzado Adorno una conclusión evidente, le da la vuelta: «Pero la tesis de esta paradoja conduce a la destrucción, un pasar por alto indiferente cosas que necesariamente se vuelve también contra la gente; y la antítesis, no articulada hasta entonces, es una ideología para aquellos que con una mala conciencia desean conservar lo que tienen. Una vida errada no puede vivirse rectamente».[1]
En otras palabras, no hay salida posible, incluso para el exiliado que trata de permanecer en suspensión, puesto que ese estado de interinidad puede convertirse a su vez en una rígida posición ideológica, una especie de morada cuya falsedad queda cubierta por la pátina del tiempo, ya la cual uno puede acostumbrarse con excesiva facilidad. Sin embargo, Adorno insiste. «La comprobación recelosa es siempre saludable», especialmente donde de lo que se trata es de la escritura del intelectual. «Para un hombre que ha dejado de tener una patria, el escribir se convierte en lugar para vivir», aunque incluso así —y ésta es la pincelada final de Adorno— no puede descuidarse el rigor en el análisis de uno mismo:
«La exigencia de que uno se endurezca a sí mismo contra la autocompasión implica la necesidad técnica de oponerse a cualquier relajamiento de la tensión intelectual con la máxima vigilancia, y de eliminar cualquier cosa que haya empezado a incrustarse en la obra (o escrito) o a amontonarse ociosamente; esto, que en un estadio anterior podría haber servido, como habladuría, para generar la cálida atmósfera estimuladora del crecimiento, es ahora dejado atrás como algo insulso y rancio. Al final, al escritor no se le permite vivir en su escritura».[2]
Estas palabras destilan una melancolía y terquedad típicas. Adorno el intelectual en el exilio, amontonando sarcasmo sobre la idea de que la propia obra pueda ofrecer cierta satisfacción, un tipo de vida alternativo que esté en condiciones de representar un ligero respiro de la ansiedad y marginalidad anejas al hecho de no «morar» en absoluto. De lo que Adorno no habla es sin duda de los placeres del exilio, esas diversas adaptaciones vitales y ángulos raros de visión que el mismo puede aportar en ocasiones y que estimulan la vocación del intelectual, tal vez sin aliviar la última ansiedad o sentimiento de amarga soledad. En este sentido, aun siendo verdad que el exilio es la condición que caracteriza al intelectual como persona que se mantiene como figura marginal privada de las ventajas anejas al privilegio, al poder y al hecho de «sentirse en casa» (si se nos permite usar esta expresión), también es muy importante poner de relieve que dicha condición comporta ciertas recompensas y, por qué no decirlo, privilegios. Así, aunque no se te otorguen premios ni seas invitado a formar parte de todas esas asociaciones honoríficas autoaduladoras que sistemáticamente excluyen a los picapleitos comprometedores que no se adaptan plenamente a la línea partidista, tú estás obteniendo una serie de cosas positivas del exilio y la marginalidad.
Una de ellas es, naturalmente, el placer de sorprenderse, de no dar nunca nada por asegurado, de aprender a conformarse en circunstancias de precaria inestabilidad que podrían confundir o aterrorizar a la mayoría de las personas. Una vida intelectual gira fundamentalmente en torno al conocimiento y la libertad. Sin embargo, estos valores adquieren significado no como abstracciones —como en el enunciado más bien banal «tienes que adquirir una buena educación para que puedas disfrutar de una buena vida»— sino como experiencias a las que uno ha sobrevivido de hecho. Un intelectual es como un náufrago que aprende a vivir en cierto sentido con la tierra firme, no sobre ella, no como Robinson Crusoe, cuya meta; es colonizar su pequeña isla, sino más bien como Marco Polo, cuyo sentido de lo maravilloso nunca le abandona y es siempre un viajero, un huésped provisional, no un aprovechado, conquistador, o invasor.
Debido a que el exiliado ve las cosas en función de lo que ha, dejado detrás y, a la vez, en función de lo que le rodea aquí y ahora, hay una doble perspectiva que nunca muestra las cosas aisladas. Cada escena o situación en el país de acogida evoca necesariamente su contrapartida en el país de procedencia. Intelectualmente esto significa que una idea o experiencia se ve siempre contrapuesta con otra, haciéndolas aparecer por lo mismo a ambas en ocasiones bajo una luz nueva e impredecible: de esta yuxtaposición obtiene uno una mejor y tal vez más universal idea de cómo pensar, por ejemplo, acerca de un tema relacionado con los derechos humanos en una situación por comparación con otra. Personalmente he experimentado que la mayoría de los alarmistas y en buena parte desacertados debates en torno al fundamentalismo islámico en Occidente han sido intelectualmente odiosos precisamente porque en ellos faltaba la comparación con los fundamentalismos judío y cristiano, ambos igualmente prevalentes y reprensibles en mi propia experiencia del Medio Oriente. Lo que habitualmente se tiene por la simple emisión de un juicio contra un enemigo declarado, en la perspectiva doble —o del exiliado— lleva a un intelectual occidental) a ver un campo mucho más amplio, con la exigencia ahora de tomar un postura laica (o no) frente a todas las tendencias teocráticas, y no sólo contra las elegidas convencionalmente en un determinado momento.
Una segunda ventaja para lo que es de hecho el punto de vista del exilio para un intelectual es que tiendes a ver las cosas no simplemente como ellas son sino como han venido a ser. Contemplas las situaciones como contingentes, no como inevitables; las ves como el resultado de una serie de opciones históricas llevadas a cabo por hombres y mujeres, como hechos de sociedad realizados por seres humanos, y no como realidades naturales o sobrenaturales, y por lo tanto inmutables, permanentes e irreversibles.
El prototipo por excelencia para este tipo de postura intelectual nos lo ofrece el filósofo italiano del siglo XVIII Giambattista Vico, que durante mucho tiempo ha sido uno de los personajes a quien más he admirado. Vico fue un oscuro profesor de Nápoles, escasamente dotado para sobrevivir y en pugna con la Iglesia y su entorno inmediato. Su gran descubrimiento, debido en parte a su soledad, es que el camino más adecuado para comprender la realidad social es entenderla como un proceso generado a partir del punto en que se origina, punto que siempre se puede fijar en circunstancias sumamente humildes. Esto, afirma Vico en su gran obra Principios de una nueva ciencia, significa ver las cosas como desarrollos a partir de comienzos precisos, de la misma manera que el ser humano adulto es el desarrollo de un bebé balbuciente.
Vico sostiene que éste es el único punto de vista que se puede adoptar acerca del mundo secular, que, como él repite incansablemente, es una realidad histórica, con sus propias leyes y procesos, y no divinamente ordenada. Esto impone respeto, pero no reverencia, por la sociedad humana. Miras al más excelso de los poderes en función de sus comienzos, y el punto adonde haya podido llegar; no te sientes avergonzado por tan augusta personalidad, o por la ilustre institución que a un nativo —alguien que siempre ha visto (y por lo tanto venerado) su grandeza, pero no sus orígenes humanos obligatoriamente humildes de los que se deriva— a menudo le impone silencio y mudo servilismo. El intelectual en exilio es necesariamente irónico, escéptico, incluso travieso, pero no cínico.
Finalmente, como está en condiciones de confirmar cualquier exiliado, una vez que has dejado tu hogar, a cualquier lugar adonde vayas a parar, no puedes limitarte a reanudar la vida y convertirte sin más en otro ciudadano del nuevo lugar. O, si lo haces, el esfuerzo probablemente llevará aparejada toda una serie de inconvenientes, por lo que difícilmente merecerá la pena. Puedes perder mucho tiempo lamentando lo que has perdido, envidiando a tus convecinos que siempre han vivido en su hogar, cerca de sus allegados, en el lugar donde han nacido y crecido sin haber tenido nunca que experimentar no sólo la pérdida de lo que en un momento fue suyo sino, sobre todo, el recuerdo atormentador de una vida a la que ellos no pueden ya volver. Por otra parte, como dijo Rilke en cierta ocasión, en las circunstancias en que ahora vives te puedes convertir en un principiante, lo que te permite un estilo no convencional de vida y, sobre todo, una carrera diferente, a menudo muy extraña.
Para el intelectual, la marcha al exilio significa verse liberado de su carrera normal, en la que «hacerlo lo mejor que se pueda» y seguir los pasos establecidos son los principales mojones de su camino. El exilio significa que tú vas a estar siempre marginado, y que lo que haces como intelectual has de inventarlo, porque no puedes seguir una senda prescrita. Si eres capaz de experimentar ese destino no como una privación y como algo que debe lamentarse, sino como una especie de libertad, como un proceso de descubrimiento en el que realizas cosas de acuerdo con tu propia pauta, porque diversos intereses cautivan tu atención, y porque el objetivo particular que te pones a ti mismo te dice que ése es un placer incomparable. Algo así fue la odisea de C.L.R. James, el ensayista e historiador de Trinidad que llegó a Inglaterra como un jugador de cricket entre las dos guerras mundiales y cuya autobiografía intelectual, Beyond a Boundary, fue un relato de su vida en el cricket, y del cricket en el colonialismo. Otra de sus obras incluía The Black Jacobins, una conmovedora historia de la rebelión de los esclavos negros en Haití a finales del siglo XVIII capitaneada por Toussaint L’Ouvèrture: fue un orador y activista político en Norteamérica; escribió un estudio sobre Herman Melville —Mariners; Renegades, and Castaways— y diversas obras sobre panafricanismo, además de docenas de ensayos sobre cultura y literatura populares. Un currículo extraño, desarreglado, probablemente nada parecido a lo que hoy llamaríamos una sólida carrera profesional, y sin embargo ¡qué exuberancia e inmenso autodescubrimiento contiene!
La mayoría de nosotros no estamos seguramente en condiciones de emular el destino de exiliados como Adorno o C.L.R. James, pero su importancia para el intelectual contemporáneo es, no obstante, muy significativa. El exilio es un modelo para los intelectuales que se sienten tentados, e incluso acosados y presionados, por las gratificaciones de la acomodación, del decir «sí», de la instalación. Aunque uno no sea emigrante o expatriado en sentido estricto, podrá de todos modos pensar como si lo fuese, imaginarse e investigar a pesar de las barreras, y siempre estará en condiciones de apartarse de la autoridades centralizadoras en dirección de los márgenes, donde se pueden ver cosas que habitualmente les pasan por alto a los espíritus que nunca han viajado más allá de lo convencional y lo confortable.
Una situación de marginalidad, que puede parecer irresponsable o frívola, te libera de tener que proceder siempre con precaución, temeroso de echar por tierra los planes de alguien, ansioso acerca de otros miembros inquietantes de la misma corporación. Naturalmente, nadie está libre en todo momento de apegos y sentimientos. Tampoco estoy pensando aquí en el llamado intelectual independiente, que alquila o vende su capacidad técnica al mejor postor. Afirmo, sin embargo, que ser tan marginal e indomesticado como quien vive en un exilio real es para un intelectual mostrarse excepcionalmente sensible al viajante más bien que al potentado, a lo provisional y arriesgado más bien que a lo habitual, a la innovación y al experimento más bien que al statu quo autoritativamente garantizado. El intelectual exílico no responde a la lógica de lo convencional sino a la audacia aneja al riesgo, a lo que representa cambio, a la invitación a ponerse en movimiento y no a quedarse parado.