II
MANTENIENDO A RAYA A PUEBLOS Y TRADICIONES
El conocido libro de Julien Benda sobre la traición de los intelectuales (La trahison des cleres) da la impresión de que los intelectuales viven en una especie de espacio universal, no limitado ni por fronteras nacionales ni por la identidad étnica. En 1927 a Benda le resultaba claro que el hecho de interesarse por los intelectuales significaba interesarse sólo por los europeos (a pesar de Que Jesús es uno de los no europeos de Quien nuestro autor habla favorablemente).
Desde entonces las cosas han cambiado notablemente. En primer lugar, Europa y Occidente en general han dejado de ser quienes fijan de manera indiscutida las pautas para el resto del mundo. El desmantelamiento de los grandes imperios coloniales después de la segunda guerra mundial incapacitó a Europa para seguir irradiando intelectual y políticamente sobre lo que se solía llamar las zonas oscuras de la Tierra. Con el advenimiento de la guerra fría, el resurgir del tercer mundo, y la emancipación universal que implica, si no realiza plenamente, la presencia de las Naciones Unidas, las naciones y tradiciones no europeas parecen haberse hecho acreedoras de una seria consideración.
En segundo lugar, la increíble aceleración tanto de los transportes como de las comunicaciones ha desarrollado una nueva conciencia de lo que se ha dado en llamar «diferencia» y «alteridad»; en palabras sencillas esto significa Que si alguien empieza a hablar de los intelectuales no puede hacerlo de una manera tan general como antes, dado que por ejemplo los intelectuales franceses muestran una historia y un estilo completamente diferentes que sus colegas chinos. En otras palabras, hablar hoy de los intelectuales significa hablar específicamente de las variaciones nacionales, religiosas e incluso continentales del tema, porque cada una de dichas variaciones parece requerir una consideración independiente. Por ejemplo, los intelectuales africanos o árabes están arraigados en contextos históricos muy particulares de cada grupo, con sus propios problemas, patologías, triunfos y peculiaridades.
En cierta medida, esta reducción del campo visual y geográfico de nuestra consideración de los intelectuales se ha debido también a la fantástica proliferación de los estudios especializados, que de manera completamente justificable ha seguido las huellas del papel creciente de los intelectuales en la vida moderna. En la mayoría de las bibliotecas dignas de este nombre de universidades y centros de investigación de Occidente lino puede encontrar miles de títulos acerca de los intelectuales de diferentes países; para dominar la información acerca de cada uno de esos grupos una persona necesitaría años de estudio. Por otra parte, los intelectuales se sirven naturalmente de muchos lenguajes diferentes, algunos de los cuales —como el árabe y el chino— establecen una relación especial entre el discurso intelectual moderno y antiguas tradiciones, habitualmente muy ricas. Aquí también un historiador occidental que trate seriamente de entender a los intelectuales de esas otras tradiciones diversas de la suya se verá obligado a pasarse años aprendiendo sus lenguajes. Sin embargo, a pesar de esta diferencia y alteridad, a pesar de la inevitable erosión del concepto universal de lo que significa ser un intelectual, parece innegable que algunas nociones generales acerca del intelectual individual —que es lo que a mi me interesa aquí— tienen un alcance que sobrepasa la aplicación local en sentido estricto.
La primera de estas nociones que vaya discutir ahora es la de nacionalidad y ese desarrollo espúreo de la misma que es el nacionalismo. Ningún intelectual moderno —y esto es aplicable a figuras importantes como Noam Chomsky y Bertrand Russell y a individuos menos famosos— escribe en esperanto, es decir, en una lengua destinada o a pertenecer a todo el mundo o, si se prefiere, a ningún país y tradición en particular. Todos y cada uno de los intelectuales individuales nacen dentro de una lengua y por lo general pasan el resto de sus vidas en el contexto de esa misma lengua, que es el principal medio de la actividad intelectual. Naturalmente, los lenguajes son siempre nacionales —griego, francés, árabe, inglés, alemán, etcétera—, aunque uno de los aspectos principales que yo querría señalar aquí es que el intelectual se ve obligado a utilizar un idioma nacional no sólo por razones obvias de conveniencia y familiaridad, sino que también abriga la esperanza de imprimir en el idioma en cuestión un sonido particular, un acento especial y, finalmente, un perspectiva que le es propia.
Sin embargo, el problema particular del intelectual radica en el hecho de que en cada una de las sociedades dominadas por hábitos de expresión existe ya con anterioridad a él mismo una comunidad lingüística, una de cuyas principales funciones es preservar el statu quo, y asegurar que las cosas marchen sin sobresaltos, sin cambios y sin desafíos. George Orwell habla de este tema en tono muy convincente en un ensayo sobre «la política y el idioma inglés». Clisés, metáforas manidas, escritura perezosa, afirma Orwell, son otros tantos casos de «decadencia del lenguaje». El resultado es que la mente está paralizada y permanece inactiva mientras el lenguaje que tiene el efecto de la música de fondo en un supermercado resbala sobre la conciencia, seduciéndola a aceptar pasivamente determinadas ideas y sentimientos sin previo examen.
La preocupación de Orwell en el ensayo citado, escrito en 1946, era la intrusión gradual en las mentes inglesas de ciertos demagogos políticos. «El lenguaje político —afirma Orwell— de todos los partidos políticos, de los conservadores a los anarquistas —aunque con ciertas modalidades propias de cada uno—, responde a la intención de hacer que las mentiras parezcan verdades y los asesinatos acciones respetables, y de dar una apariencia de solidez al puro viento».[1] El problema, sin embargo, es más amplio y al mismo tiempo más cotidiano que ése, y podemos verlo ilustrado observando brevemente cómo el lenguaje de hoy tiende a formas más generales, más colectivas y corporativistas. Tomemos el periodismo como ejemplo que hace al caso. En los Estados Unidos cuanto mayor es el alcance y el poder de un periódico más estrechamente se le identifica con el sentido de una comunidad más amplia que un grupo reducido de escritores profesionales y lectores. La diferencia entre un periódico de formato reducido y el New York Times es que este último aspira (y así es considerado generalmente) a ser el periódico que levanta acta de la vida nacional, reflejando sus editoriales no sólo la opinión de unos pocos hombres y mujeres sino, supuestamente, también la verdad percibida de y para toda la nación. Por el contrario, el periódico de formato reducido pretende cautivar la atención inmediata de los lectores por medio de artículos sensacionalistas y una tipografía llamativa. Cualquier artículo que se publica en el New York Times aparece dotado de una sobria autoridad, sugiriendo que ha estado precedido que amplia investigación, cuidados, reflexión y juicio ponderado. El recurso editorial de usar la primera persona de plural se refiere directamente, como es natural, a los editores mismos, pero simultáneamente sugiere una identidad nacional corporativa, como cuando se dice «nosotros, el pueblo de los Estados Unidos». Durante la guerra del Golfo el debate público de la crisis, especialmente en televisión, pero también en la prensa, presuponía la existencia de este «nosotros» nacional, que repetían informadores, personal militar y los mismos ciudadanos de a pie, como cuando preguntaban: «¿Cuándo vamos a empezar nosotros la guerra por tierra?», «¿Hemos tenido nosotros bajas?».
El periodismo se limita a clarificar y fijar aquello que normalmente está implicado en la existencia misma de un lenguaje como el inglés, a saber, una comunidad nacional, una identidad o yo nacionales. En Culture and Anarchy (1869) Matthew Arnold llegó a afirmar que el Estado era el mejor yo de la nación, y una cultura nacional la expresión de lo mejor quintaesenciado que se ha dicho o pensado. Lejos de constituir una evidencia por sí mismos, estos mejores yoes y mejores pensamientos son, en opinión de Arnold, lo que los «hombres de cultura» se supone que articulan y representan. Nuestro autor parece estarse refiriendo a lo que yo he dado en llamar intelectuales, esos individuos cuya capacidad de pensamiento y de juicio los predispone para representar el mejor pensar —la cultura misma— y para hacer que el mismo termine imponiéndose. Arnold es lo suficientemente explícito en este tema afirmando que, como se supone, todo esto se produce para beneficio no de algunas clases individuales o de pequeños grupos de personas, sino para el conjunto de la sociedad. Como en el moderno periodismo, también aquí se da por sentado que el papel de los intelectuales no debe ser otro que el de ayudar a una comunidad nacional a experimentar mejor el sentido de una identidad común, y más en concreto de una identidad verdaderamente elevada.
El razonamiento de Arnold esconde el temor de que al hacerse más democrática, con más personas que exigen el derecho al voto y a hacer aquello que les guste, la sociedad vaya resultando más fraccionada y más difícil de gobernar. De ahí la necesidad implícita que sienten los intelectuales de sosegar a las personas, de mostrarles que las mejores ideas y las mejores obras de la literatura representaban una manera de pertenecer a una comunidad nacional, la cual a su vez excluía lo de «hacer aquello que a uno le guste» a que aludía Arnold. Esto sucedía en la década de 1860.
Para Benda, en la década de 1920 los intelectuales corrían el peligro de seguir las orientaciones de Arnold demasiado a la letra. Al mostrarle al francés lo grandes que eran la ciencia y la literatura francesas, los intelectuales estaban enseñando también a los ciudadanos que el hecho de pertenecer a una comunidad nacional era un fin en sí mismo, especialmente si esa comunidad era una gran nación como Francia. Benda, en cambio, proponía que los intelectuales dejasen de pensar en términos de pasiones colectivas y que por el contrario se concentrasen en los valores trascendentales, aplicables Universalmente a todas las naciones y pueblos. Como yo mismo he afirmado hace un momento, Benda daba por sentado que estos valores eran europeos y no indios o chinos. Por lo que se refiere al tipo de intelectuales que merecían su aprobación, también ellos eran varones europeos.
Al parecer, no existe un camino que nos permita traspasar las fronteras y los cercados levantados a nuestro alrededor por naciones o por otros tipos de comunidades (como Europa, África, el Occidente, o Asia) que comparten un mismo lenguaje y todo un conjunto de características tácitas, de prejuicios y de formas fijas de pensar. Nada es más habitual en el discurso público que expresiones como «los ingleses», «los árabes», «los americanos», «los africanos», sugiriéndose con cada una de ellas no sólo una entera cultura sino una actitud mental específica.
Hoy día es del todo habitual que, al abordar temas relacionados con el mundo islámico —con más de mil millones de personas en él, docenas de sociedades diferentes, media docena de lenguas importantes entre las cuales se incluyen el árabe, el turco y el persa, que en su conjunto se hablan en más de un tercio del globo—, los intelectuales universitarios norteamericanos o británicos hablen reductivamente y, en mi opinión, con escaso sentido de responsabilidad, de algo llamado «islam». Al usar esta única palabra parecen contemplar el islam como un objeto sencillo, en torno al cual se pueden hacer grandes generalizaciones que abarcan milenio y medio de historia musulmana, y acerca del cual se emiten de la manera más desconsiderada juicios sobre la compatibilidad entre el islam y la democracia, el islam y los derechos humanos, el islam y el progreso.[2]
Si tales discusiones fuesen simplemente animadversiones ilustradas de sabios individuales que, como Mister Casaubon, el personaje de George Eliot, se afanan en la búsqueda de una «clave para todas las mitologías», uno podría echarlas en el olvido como simples divagaciones esotéricas. Lo grave del caso es que tales manifestaciones se produzcan en el contexto de la superación de la guerra fría propiciado por el predominio de los Estados Unidos en la alianza occidental, en un momento en que el fundamentalismo islámico empieza a ser considerado con cierta unanimidad como la nueva amenaza que ha sustituido al comunismo. Aquí el pensamiento corporativista no ha convertido a los intelectuales en las mentes individuales críticas y escépticas que yo he tratado de describir —es decir en individuos que no aceptan el consenso sino que lo ponen en tela de juicio por motivos racionales, morales, políticos y simplemente metodológicos—, sino más bien en un coro que se hace eco de la visión política dominante, haciéndola avanzar precipitadamente por el camino de un pensamiento más corporativista y, gradualmente, de un sentir cada vez más irracional por el que «nosotros» nos percibimos amenazados por «ellos». El resultado es intolerancia y miedo, más bien que conocimiento y comunidad.
Por desgracia, es sumamente fácil repetir fórmulas colectivas, puesto que el simple hecho de usar un lenguaje nacional (y el hablante no suele disponer de otra alternativa) tiende a entregarle a uno a lo que tiene más a mano, convirtiéndole en usuario habitual de expresiones tópicas y metáforas populares para hablar de «nosotros» y de «ellos que siguen teniendo curso legal en numerosas instancias, entre ellas el periodismo, la enseñanza universitaria y los medios destinados a facilitar la inteligibilidad en la vida de la comunidad. Todo esto forma parte del mantenimiento de una identidad nacional. Sentir, por ejemplo, que vienen los rusos, o que nos amenaza la invasión económica japonesa, o que el islam militante se ha puesto en marcha, no es una simple experiencia de alarma colectiva, sino también una manera de consolidar «nuestra» identidad como asediada y en peligro. Cómo hacer frente a estos hechos es sin duda una cuestión importante para el intelectual en este momento. El hecho de la nacionalidad, ¿compromete al intelectual individual, que para mi propósito es aquí el centro de la atención, con el talante público por razones de solidaridad, lealtad primordial o patriotismo nacional? ¿O tal vez se pueda abogar con mejores razones en favor de la tesis que ve en el intelectual un disidente del conjunto corporativo?
Nunca solidaridad por delante de la crítica es la lacónica respuesta. El intelectual siempre tiene la posibilidad de escoger, o bien poniéndose de parte de los más débiles, los peor representados, los olvidados o ignorados, o bien alineándose con el más poderoso. No estará de más recordar aquí que los lenguajes nacionales no son en sí mismos una realidad puramente externa a los hablantes, dispuesta a su alrededor para el uso, sino que deben ser asimilados para que el hablante los use. Por ejemplo, un articulista norteamericano que escribiera durante la guerra de Vietnam, al utilizar los términos «nosotros» y «nuestro» se apropiaba de dos pronombres neutrales y los asociaba conscientemente o bien con la invasión criminal de una lejana nación del Sudeste asiático, o bien, —y esta segunda alternativa le resultaría seguramente mucho más difícil— con aquellas voces solitarias de los disidentes, para los cuales la guerra de los norteamericanos era imprudente e injusta. Esto no significa oposición por el simple afán de oposición. De hecho significa plantear cuestiones, distinguir entre unas cosas y otras, recuperar para la memoria todas aquellas cosas que el juicio y la acción colectivos tienden a pasar por alto o a toda prisa. Con respecto al consenso sobre la identidad grupal o nacional, la tarea del intelectual consiste en mostrar cómo el grupo no es una entidad natural o de origen divino, sino una realidad construida, manufacturada, e incluso en algunos casos un objeto inventado, con una historia de luchas y conquistas tras él que a veces es importante explicar. En los Estados Unidos, Noam Chomsky y Gore Vidal han llevado a cabo esta tarea con un esfuerzo generoso.
Uno de los ejemplos más aproximados de lo que yo pretendo decir aquí se encuentra en el ensayo de Virginia Woolf A Room of One’s Own, un texto crucial para el intelectual moderno feminista. Habiéndosele pedido que diera una conferencia sobre las mujeres y la novela, Woolf decide al comienzo que para actuar así, más allá de enunciar su conclusión —que una mujer debe disponer de dinero y de una habitación propia si se dispone a escribir novela—, debe convertir la proposición en un argumento racional, y esto a su vez la introduce en un proceso que la autora describe con las siguientes palabras: «Lo único que uno puede hacer es mostrar cómo ha llegado a sostener cualquiera de las opiniones que de hecho sostiene». En palabras de Woolf, la exposición de su argumento es una alternativa al relato directo de la verdad, puesto que en cuestiones donde entra de por medio el tema del sexo la controversia sustituye fácilmente al debate: «Uno tiene que limitarse a ofrecer a sus oyentes la posibilidad de que éstos saquen sus propias conclusiones al observar las limitaciones, prejuicios e idiosincrasias de quien les habla). Esto, naturalmente es conciliador desde el punto de vista táctico, pero no deja de entrañar riesgos personales. Esta combinación de vulnerabilidad y argumentación racional le suministra a Woolf una apertura perfecta a través de la cual puede introducir su tema, no como una voz dogmática que suministra las ipsissima verba, sino como un intelectual que representa al «sexo débil» olvidado, con un lenguaje perfectamente adecuado para el oficio. De esta manera, el efecto de A Room of One’s Own es diferenciar del lenguaje y del poder de lo que Woolf llama patriarcado una nueva sensibilidad para el lugar, subordinado y sobre el que generalmente no se reflexiona pero que está escondido, de las mujeres. De ahí las espléndidas páginas acerca de la Jane Ansten que escondió su manuscrito, o la furia soterrada con respecto a Charlotte Bromé, o las impresionantes reflexiones sobre la relación existente entre macho —es decir, lo dominante— y hembra —es decir, los valores secundarios y obstruidos—.
Cuando Woolf describe cómo esos valores masculinos se encuentran ya de hecho implantados cuando una mujer echa mano de la pluma para escribir, está describiendo también la relación que se establece cuando el intelectual individual empieza a escribir o hablar. Hay siempre una estructura de poder e influencia, una historia masificada de valores e ideas ya articulados, y también —lo cual es de la máxima importancia para el intelectual— una parte baja, constituida por ideas, valores y gente que, como las mujeres escritoras de que habla Woolf, no han dispuesto nunca de una habitación propia. Como dijo Walter Benjamin, «todo aquel que emerge victorioso participa hasta el día de hoy en la procesión triunfal en la que los gobernantes del momento avanzan por encima de aquellas que yacen postrados». Esta visión más bien dramática de la historia coincide con la de Gramsci, para el cual la misma realidad social está dividida entre gobernantes y gobernados. Pienso que la principal opción a que tiene que hacer frente el intelectual es si se alía con la estabilidad de los vencedores y gobernantes o —y ésta es sin duda la senda más difícil— si considera esa estabilidad como un estado de emergencia que para los menos afortunados entraña el peligro de extinción total y, consiguientemente, toma en consideración la experiencia misma de subordinación a la vez que la memoria de voces y personas olvidadas. Como afirma Benjamin, «articular el pasado históricamente no significa reconocerlo “de la manera que fue”… Significa aferrar fuertemente una memoria (o presencia) tal como fulgura en un momento de peligro».[3]
Una de las definiciones canónicas del intelectual moderno es la que nos ofrece el sociólogo Edward Shils. Suena así:
«En todas y cada una de las sociedades… hay algunas personas con una sensibilidad inhabitual para lo sagrado, una conciencia fuera de lo común sobre la naturaleza del universo en que se mueven y sobre las leyes que gobiernan su sociedad. En toda sociedad hay una minoría de personas que, más que el común de sus congéneres, permanecen a la búsqueda y desean estar en comunión frecuente con símbolos que, por una parte, son más generales que las situaciones concretas inmediatas de la vida diaria y, por la otra, aparecen más alejados en sus referencias tanto temporales como espaciales. Esta minoría experimenta la necesidad de exteriorizar la búsqueda en discursos orales y escritos, en expresiones poéticas o plásticas, en la reminiscencia o la evocación escrita de la historia, en la realización de rituales y actos de culto. Esta necesidad interior de penetrar más allá de la pantalla de la experiencia concreta inmediata marca la existencia de los intelectuales en todas las sociedades».[4]
Esto es, en parte, una repetición de lo dicho por Benda —los intelectuales son una especie de minoría clerical— y, en parte, una descripción sociológica general. A lo dicho aquí Shils añade más tarde que los intelectuales se sitúan en dos extremos: o bien están en contra de las normas dominantes, o bien, de una manera básicamente acomodaticia, trabajan para ofrecer «orden y continuidad en la vida pública». En mi opinión sólo la primera de estas dos posibilidades expresa verdaderamente el papel del intelectual moderno (el de poner en tela de juicio las normas dominantes), precisamente porque las normas dominantes aparecen hoy tan íntimamente vinculadas con la nación —por haber sido ella quien las ha impuesto desde arriba—, la cual es siempre triunfalista, siempre adopta una postura autoritaria, exige siempre lealtad y sumisión más bien que investigación intelectual y reconsideración crítica, como proponían Woolf y Benjamín.
Es más, en muchas culturas los intelectuales de hoy ante todo cuestionan los símbolos de que habla Shils, sin Que apenas se comuniquen directamente con ellos. Se ha producido, pues, un desplazamiento desde el consenso y la aceptación patrióticos hacia el escepticismo y el rechazo. Para un intelectual norteamericano como Kirkpatrick Sale todo el discurso del descubrimiento perfecto y de la oportunidad ilimitada Que ha servido para garantizar como excepcional el caso norteamericano en el establecimiento de una nueva república y que fue celebrado en 1992 presenta fallos inaceptables, por la sencilla razón de que el pillaje y el genocidio que destruyeron el anterior estado de cosas fue un precio demasiado alto que se hubo de pagar.[5] Tradiciones y valores que en su día fueron tenidos por sagrados aparecen ahora como algo hipócrita y racialmente fundamentado. En muchas universidades norteamericanas el debate en torno al canon —independientemente de su estridencia en ocasiones idiota o de su fatua vanidad— revela una actitud mucho más inestable frente a símbolos nacionales, tradiciones sagradas e ideas noblemente incontrovertibles. Por lo que se refiere a culturas como la islámica o la china, con sus fabulosas continuidades y sus símbolos básicos inmensamente seguros, no faltan intelectuales, como Ali Shariati, Adonis, Kamal Abu Deeb, los integrantes del movimiento «4 de Mayo», que perturban provocadoramente la calma imponente y el retraimiento inviolado de la tradición.[6]
Pienso que esto mismo se puede afirmar de países como los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, donde en fechas recientes se ha puesto abiertamente en tela de juicio la idea misma de identidad nacional por las insuficiencias que lleva anejas, y no precisamente por intelectuales sino por una realidad demográfica apremiante. En la actualidad hay en Europa comunidades de inmigrantes de las antiguas colonias que creen que conceptos como «Francia», «Gran Bretaña» y «Alemania», tal como se fueron formando en el periodo comprendido entre 1800 y 1950, simplemente las excluye. Por otra parte, en todos esos países han tomado nuevo impulso determinados movimientos feministas y homosexuales que también ponen en tela de juicio las normas patriarcales y fundamentalmente masculinas que han regido la sociedad hasta ahora. En los Estados Unidos, un número creciente de inmigrantes recientes, así como una población nativa gradualmente más chillona y visible —los indios olvidados que se vieron expropiados de sus tierras y cuyo entorno fue o bien completamente destruido o totalmente transformado por la expansión de la república— han unido sus voces a las de las mujeres, los afroamericanos y las minorías sexuales para desafiar la tradición que durante dos siglos ha bebido en las fuentes de los puritanos de Nueva Inglaterra y de los propietarios de esclavos y plantaciones del Sur. En respuesta a esta situación se ha producido un resurgir de las invocaciones a la tradición, al patriotismo y a valores básicos o familiares como los denominó el Vicepresidente Dan Quayle; pero todos estos valores están asociados con un pasado que hoy únicamente se podría recuperar a costa de negar o degradar en cierta medida la experiencia vital de aquellos que, según la célebre expresión de Aimé Césaire, desean un lugar en la cita de la victoria.[7]
Incluso en un amplio número de países del tercer mundo, el clamoroso antagonismo existente entre los poderes del statu quo del Estado nacional y las poblaciones menos favorecidas aprisionadas dentro, pero sin representación o totalmente discriminadas por él, le ofrece al intelectual una oportunidad real para oponerse a la marcha hacia adelante de los vencedores. La situación en el mundo árabe-islámico es aún más complicada. Países como Egipto y Túnez que, a partir de la independencia, han estado gobernados durante mucho tiempo por partidos nacionalistas laicos que en la actualidad han degenerado en grupos de presión y camarillas, se ven súbitamente desgarrados por grupos islámicos, los cuales, con buena dosis de razón, afirman recibir su mandato de los oprimidos, de los pobres de las ciudades, de los campesinos sin tierras, de todos aquellos que no tienen otra esperanza que un pasado islámico restablecido o reconstruido. Muchas personas están dispuestas a luchar hasta la muerte por estas ideas.
Pero, después de todo, el islam es la religión de la mayoría, y limitarse a afirmar que «el islam es el camino», allanando la mayor parte de los desacuerdos y de las diferencias —por no decir nada de la interpretación ampliamente divergente del mismo islam—, no es, tal como yo veo las cosas; el papel del intelectual. Y es que el islam es una religión y una cultura, y desde ambos puntos de vista es una realidad compleja y muy alejada del monolitismo. Sin embargo, en la medida en que es la fe y la identidad de una mayoría amplia de personas, el intelectual en ningún caso debe limitarse a entrar en él en busca de coros que canten las excelencias del islam, sino que más bien debe introducir en el din, en primer lugar, una interpretación del islam que ponga de relieve su naturaleza compleja y heterodoxa —como pregunta Adonis, el poeta e intelectual sirio, ¿islam de los gobernantes, o islam de los poetas y sectas disidentes?—; en segundo lugar, el intelectual debe pedirles a las autoridades islámicas que hagan frente a los desafíos de las minorías no islámicas, de los derechos de las mujeres, de la modernidad misma, con finura humana y nuevas y sinceras valoraciones, y no con cantos dogmáticos o seudopopulares. Para el intelectual en el islam el meollo de todo esto radica en la puesta al día de la ijtihad, la interpretación personal, y no en una obediencia borreguil a ulemas llenos de ambición política o a demagogos carismáticos. Siempre, sin embargo, el intelectual se siente acosado e implacablemente desafiado por el problema de la lealtad. Todos nosotros sin excepción pertenecemos a algún tipo de comunidad nacional, religiosa o étnica: nadie, independientemente de que lo admitamos o no, está por encima de los vínculos orgánicos que conectan al individuo con la comunidad familiar, y naturalmente con la nacionalidad. Para un grupo emergente y acosado —pongamos por caso, los bosnios o los palestinos en la actualidad— el sentimiento de que tu propio pueblo está amenazado con la extinción política y a veces con la destrucción física real te compromete a trabajar en su defensa, a hacer todo lo que esté a tu alcance para protegerlo, o a luchar contra los enemigos nacionales. Éste es, naturalmente, un nacionalismo defensivo; sin embargo, como se desprende del análisis realizado por Franz Fanon de la situación durante el apogeo de la guerra de liberación de Argelia (1954-1962) contra los franceses, unirse al coro de voces que aprueban el nacionalismo anticolonialista tal como lo encarnan un partido y sus líderes no es suficiente, la cuestión del fin está siempre presente e, incluso en el fragor de la batalla, conlleva el análisis de las opciones. ¿Estamos luchando precisamente para quedar libres nosotros mismos del colonialismo, un fin necesario, o tal vez estamos pensando acerca de lo que haremos cuando el último policía blanco nos deje?
Según Fanon, el objetivo del intelectual nativo no puede ser simplemente el de remplazar al policía blanco con otro policía nativo, sino más bien lo que él mismo llamó, inspirándose en Aimé Césaire, la invención de nuevas almas. En otras palabras, aunque la supervivencia de la comunidad en períodos de extrema necesidad nacional es un valor inestimable al que el intelectual está obligado a contribuir, la lealtad hacia la lucha del grupo para la superveniencia no puede llegar tan lejos en el intelectual que embote su sentido crítico o reduzca los imperativos del mismo, que son siempre los de ir más allá del problema de la supervivencia para plantear cuestiones de liberación política y críticas del liderazgo, presentar alternativas que a menudo se ven marginadas o rechazadas como irrelevantes para la batalla principal que se tiene entre manos. Incluso entre los oprimidos hay también vencedores y perdedores, y la lealtad del intelectual no tiene que restringirse únicamente a unirse a la marcha colectiva: grandes intelectuales como Tagore en la India y José Martí en Cuba fueron ejemplares desde este punto de vista, no renunciando nunca a su sentido crítico por causadel nacionalismo, aunque ambos continuaron siendo nacionalistas.
La interacción entre los imperativos de la colectividad y el problema del alineamiento intelectual no ha sido tan trágicamente problemática y controvertida en ningún otro país como en el Japón moderno. La restauración Meiji de 1868 que reimplantó al emperador tuvo como consecuencia inmediata la abolición del feudalismo, con lo cual se inició la carrera deliberada de construir una nueva ideología artificial. Esto condujo desastrosamente al militarismo fascista y al desastre nacional, que culminó con la derrota del Japón imperial en 1945. Como ha sostenido el historiador Carol Gluck, la «ideología imperial» (tennosei ideorogii) fue una creación de los intelectuales durante el período Meiji, y si bien originalmente se nutría del sentido de indefensión nacional, incluso de inferioridad, en 1915 se convirtió en un nacionalismo hecho y derecho, predispuesto simultáneamente para un militarismo extremo, para la veneración del emperador y una suerte de nativismo que subordinaba el individuo al Estado.[8] Por otra parte, esta mentalidad imperial denigraba a otras razas, hasta el punto de que en la década de 1930 permitió la matanza caprichosa de chinos en nombre de shido minzeku, la idea de que los japoneses eran la raza dirigente.
Uno de los episodios más vergonzosos de la historia moderna de los intelectuales se produjo durante la segunda guerra mundial cuando, como ha descrito John Dower, intelectuales japoneses y norteamericanos se unieron a la batalla del insulto nacional y racial a escala ofensiva y extremadamente envilecedora.[9] Después de la guerra, según Masao Miyoshi la mayoría de los intelectuales japoneses llegaron a la convicción de que la esencia de su nueva misión no era precisamente el desmantelamiento de la ideología tennosei (es decir, corporativista), sino la construcción de una subjetividad individualista liberal —shutaisei— destinada a competir con Occidente, aunque por desgracia se vio condenada, en palabras de Miyoshi, «a la extrema vacuidad consumista, en la que el acto de comprar a solas sirve para confirmar y reasegurar a los seres individuales». Miyoshi nos recuerda, sin embargo, que la atención que los intelectuales prestaron en la posguerra al tema de la subjetividad incluyó también el planteamiento de cuestiones de responsabilidad por la guerra, como en las obras del escritor Maruyama Masao, que efectivamente habló de una «comunidad de penitencia» de los intelectuales.[10]
En épocas oscuras los miembros de una determinada nacionalidad confían a menudo en que un intelectual represente, hable claro y dé testimonio de los sufrimientos de sus connacionales. Los intelectuales prominentes, para usar la descripción que Oscar Wilde hace de sí mismo, se encuentran siempre en relación simbólica con su tiempo: en la conciencia pública ellos representan logros, fama y reputación, aspectos todos que pueden movilizarse a favor de una contienda actual o de una comunidad empeñada en la lucha. En sentido inverso, prominentes intelectuales se ven a menudo obligados a cargar con el peso del oprobio de su comunidad, ya sea porque alguna facción dentro de esta última asocia al intelectual con la parte equivocada (esto, por ejemplo, ha sido relativamente frecuente en Irlanda, pero también en algunas capitales de Occidente durante los años de la guerra fría, cuando procomunistas y anticomunistas traficaban con calamidades), o porque otros grupos se movilizaban para un ataque. Ciertamente, Wilde sufrió en su propia carne la afrenta de todos los pensadores de vanguardia que se han atrevido a desafiar las normas de la sociedad burguesa. En nuestro propio tiempo un hombre como Elie Wiesel se ha convertido en símbolo de los sufrimientos de los seis millones de judíos exterminados en el holocausto nazi.
A estas tareas terriblemente importantes de representar el sufrimiento colectivo del propio pueblo, dar testimonio de sus afanes, reafirmar su presencia duradera y reforzar su memoria, debe añadirse algo que, en mi opinión, sólo un intelectual tiene la obligación de realizar. Después de todo, muchos novelistas, pintores y poetas, como Manzoni, Picasso o Neruda, han encarnado la experiencia histórica de sus pueblos respectivos en obras estéticas, que a su vez han terminado siendo reconocidas como grandes obras maestras. Al intelectual le incumbe, creo yo, la tarea de universalizar explícitamente la crisis, de darle un alcance humano más amplio a los sufrimientos que haya podido experimentar una nación o raza particular, de asociar esa experiencia con los sufrimientos de otros.
Es insuficiente limitarse a afirmar que un pueblo ha sido desposeído, oprimido o masacrado, que le han negado sus derechos y su existencia política, sin hacer simultáneamente lo que hizo ganen durante la guerra de Argelia, asociando todos aquellos horrores con aflicciones de parecida naturaleza que sufrían otros pueblos. Esto de ninguna manera significa una pérdida de la especificidad histórica, sino que más bien nos pone en guardia contra la posibilidad de que una lección aprendida sobre la opresión en un lugar pueda ser olvidada o violada en otro lugar o tiempo. Y precisamente porque representas los sufrimientos que sobrellevó tu pueblo y que tú mismo puedes haber sobrellevado también, tú no estás libre del deber de manifestar que tu propio pueblo puede estar ahora cometiendo crímenes parecidos con sus víctimas.
Por ejemplo, los boers sudafricanos se vieron a sí mismos como víctimas del imperialismo británico; pero esto trajo consigo que, después de haber sobrevivido a la «agresión» británica durante la guerra de los boers, éstos, como comunidad representada por Daniel François Malan, se consideraron autorizados para imponer su experiencia histórica implantando, por medio de las doctrinas del Partido Nacional, lo que resultó ser el apartheid. En algunas ocasiones a los intelectuales les resulta, pues, más fácil y más popular adoptar actitudes vindicativas y autojustificadoras que los ciegan para no ver el mal cometido en nombre de su propia comunidad étnica o nacional. Esto es particularmente frecuente durante períodos de emergencia y crisis, cuando la adhesión a una bandera —por ejemplo, durante la guerra de las Malvinas o de Vietnam— significaba que el debate sobre la justicia de una guerra se interpretaba como sinónimo de traición. Pero, aunque nada pueda hacerlo más impopular, un intelectual está obligado moralmente a manifestarse contra semejante gregarismo y a condenar el precio en vidas humanas.