VI
DIOSES QUE SIEMPRE DEFRAUDAN
En 1978 alguien me presentó por primera vez en Occidente a un intelectual iraní carismático y dotado de una brillante elocuencia. Como escritor y profesor de notable ejecutaría y formación, había desempeñado un importante papel dando a conocer el impopular gobierno del Shah, y más tarde, pero ese mismo año, de las nuevas figuras que muy pronto iban a tomar el poder en Teherán. Por aquel entonces, hablaba respetuosamente del imam Khomeini, y muy pronto iba a asociarse ya de forma pública con los hombres relativamente jóvenes que se movían en torno al imam y que, naturalmente, eran musulmanes pero seguramente no islamistas militantes, como Abol Hassan Bani Sadr y Sadek Ghotbzadeh.
Algunas semanas después de que la revolución islámica de Irán hubiera consolidado su poder en el país, mi conocido (que había regresado a Irán para la toma de posesión del nuevo gobierno) volvió a Occidente como embajador de una importante capital. Lo recuerdo asistiendo y una o dos veces participando con él en debates sobre el Medio Oriente después de la caída del Shah, Lo vi durante el tiempo de la larga crisis de los rehenes, como se la llamó en Norteamérica, y por lo general en ese momento mostraba consternación e incluso rabia contra los rufianes que habían planificado la toma de la embajada y la consiguiente retención de unos cincuenta rehenes civiles. Tuve siempre la inequívoca impresión de que era un hombre honesto, que se había comprometido personalmente en favor del nuevo orden, hasta el punto de defenderlo e incluso servirlo como leal emisario en el extranjero. Yo sabía que era un musulmán practicante, pero de ningún modo un fanático. Se mostró hábil a la hora de responder al escepticismo y los ataques contra su gobierno; todo esto lo hizo, según creo yo, con convicción y el adecuado discernimiento. Aunque no estaba del todo de acuerdo con algunos de sus colegas en el gobierno iraní, yen ese plano veía ciertas cosas en estado de mucha mayor fluctuación, quienes le trataban no tenían duda —yo al menos no tuve ninguna— de que para él el imam Khomeini era, y debió de haber sido, la autoridad en Irán. Era tan leal que en cierta ocasión en que nos encontramos en Beirut me confesó que se había negado a estrecharle las manos a un líder palestino (en ese momento, la OLP y la Revolución Islámica eran aliados) porque el citado líder «había criticado al imam».
Creo que fue unos meses antes de que se produjese la liberación de los rehenes a comienzos de 1981 cuando renunció a su puesto de embajador y volvió a Irán, esta vez como consejero especial del presidente Bani Sadr. La oposición entre el presidente y el imam se había acentuado progresivamente, y naturalmente el presidente terminó perdiendo. Poco después de que Khomeini lo despidiera —o depusiera— del cargo, Bani Sadr salió camino del exilio y así lo hizo también mi amigo, aunque éste tuvo algunas dificultades para abandonar Irán esta vez. Un año después, más o menos, se había convertido en un crítico vocinglero del Irán de Khomeini, atacando al gobierno y al hombre al que antes había servido sobre los mismos escenarios de Nueva York y Londres desde los que antes los había defendido. Sin embargo, no había perdido su sentido crítico del papel de los norteamericanos, y consiguientemente hablaba del imperialismo de los Estados Unidos: sus recuerdos anteriores del régimen del Shah y del apoyo que éste había recibido del gobierno norteamericano se habían consolidado en él.
Por eso yo sentí una mayor tristeza aún cuando, algunos meses después de la guerra del Golfo en 1991, le oí hablar acerca de la guerra, esta vez como defensor de la guerra norteamericana contra Iraq. Como otros muchos intelectuales europeos de izquierda afirmó que en un conflicto entre imperialismo y fascismo se debe optar siempre por el imperialismo. Me sorprendió que ninguno de los formuladores de este, en mi opinión, innecesariamente atenuado par de opciones hubiese captado que habría sido perfectamente posible y hasta deseable tanto por razones intelectuales como políticas rechazar a la vez fascismo e imperialismo.
En cualquier caso, esta pequeña historia resume uno de los dilemas a que debe hacer frente el intelectual contemporáneo cuyos intereses en lo que yo he llamado la esfera pública no es meramente teórico y académico sino que implica también participación directa en la misma. ¿En qué medida debería implicarse un intelectual? ¿Debería uno vincularse a un partido, ponerse al servicio de una idea tal como la encarnan procesos, personalidades y cargos políticos actuales, y por lo tanto convertirse en un verdadero creyente? O, después de todo, ¿hay tal vez alguna manera más discreta —pero no menos seria y comprometida— de intervenir sin tener que sufrir la pena del rechazo y la desilusión posteriores? La propia lealtad a una causa, ¿hasta dónde le obliga a uno a permanecer coherentemente fiel a ella? ¿Puede uno conservar la independencia de mente y, al mismo tiempo, no pasar por las angustias de la retractación y la confesión públicas?
No es pura coincidencia que la historia del peregrinaje de mi amigo iraní hacia la teocracia islámica y su posterior abandono de la misma se parezca mucho a una conversión cuasi religiosa, seguida a lo que parece de un cambio radical realmente dramático en la fe y de una contraconversión. Y es que, tanto si lo veía como defensor de la revolución islámica, y a continuación como un soldado intelectual en sus mas, o como un crítico franco, alguien que la había abandonado casi con disgusto y repugnancia, yo nunca dudé de la sinceridad de mi amigo. Resultó tan convincente en el primer papel como en el segundo: apasionado, inteligible, brillantemente eficaz como actor en un debate.
Yo no debería pretender aquí haberme mantenido neutral como observador externo a lo largo de la dura experiencia vivida por mi amigo. Como nacionalista palestino, durante la década de los setenta hice causa común con él contra el papel descaradamente intervencionista desempeñado por los Estados Unidos, que, tal como nosotros veíamos las cosas, sostenía al Shah y apaciguaba y apoyaba a Israel injusta y anacrónicamente. Veíamos a nuestros dos pueblos como victimas de políticas cruelmente insensibles: supresión, desapropiación, empobrecimiento. Naturalmente, ambos éramos exiliados, aunque debo confesar que incluso entonces yo estaba ya decidido a quedarme donde estaba para el resto de mi vida. Cuando el equipo de mi amigo venció, por decirlo de alguna manera, yo salté de alegría, y no sólo porque, finalmente, él podía volver a casa. Desde la derrota árabe de 1967, el éxito de la revolución iraní —resultado de una alianza improbable del clero y de la gente común que confundió completamente incluso a los más sofisticados expertos marxistas del Medio Oriente— fue el primer golpe importante a la hegemonía occidental en la región. Ambos lo celebramos como una victoria.
Por lo que a mí se refiere, tal vez debido a mi calidad de intelectual laico estúpidamente obstinado, Khomeini mismo nunca me cayó excesivamente simpático, incluso antes de que se pusiese de manifiesto su personalidad oscuramente tiránica e inflexible como gobernante supremo. No siendo un adepto o miembro de partido por naturaleza, nunca me afilié formalmente a ninguno. Ciertamente, me había acostumbrado a ser periférico, a estar fuera del círculo de poder, y tal vez porque yo carecía absolutamente de talento para ocupar una posición dentro de ese círculo encantado, racionalicé las virtudes de la marginalidad. Nunca pude creer completamente en los hombres y las mujeres —porque eso es lo que ellos eran después de todo, simplemente hombres y mujeres— que mandaban ejércitos, dirigían partidos y países, ejercían una autoridad básicamente absoluta. El culto al héroe, e incluso la noción misma de heroísmo aplicada a la mayor parte de los dirigentes políticos, siempre me ha dejado frío. Cuando observaba cómo mi amigo se adhería a un bando, lo abandonaba y luego volvía a él, a menudo con grandes ceremonias de vinculación y rechazo (como entregar y luego recuperar su pasaporte occidental), yo experimentaba una extraña alegría por el hecho de que, siendo un palestino con ciudadanía norteamericana, estaba en mejores condiciones para identificarme con mi destino, sin otras alternativas mejores que envidiar, para el resto de mi vida.
Durante catorce años presté servicio a mi pueblo como miembro independiente del Parlamento palestino en el exilio, el Consejo Nacionai Palestino. En total, el número de sesiones a las que yo asistí equivalían aproximadamente a una semana. Yo me mantenía en el Consejo como un acto de solidaridad, incluso de desafío, porque en Occidente yo sentía que simbólicamente era importante presentarse a sí mismo como palestino de esa manera, como alguien que se vinculaba personal y públicamente con la lucha contra la política de Israel y para conseguir la autodeterminación palestina. Rechacé todos los ofrecimientos que se me hicieron para ocupar cargos oficiales; nunca me afilié a ningún partido o facción. Cuando, durante el tercer año de la intifada, me sentí molesto por la política palestina oficial en los Estados Unidos, di a conocer ampliamente mis puntos de vista en el mundo árabe. Nunca abandoné la lucha, ni, obviamente, me puse de parte de los israelíes o americanos, negándome a colaborar con los poderes que todavía hoy veo como los principales autores de las calamidades de nuestro pueblo. De manera parecida, nunca aprobé las políticas de los países árabes, y ni siquiera acepté invitaciones oficiales de su parte.
Estoy perfectamente preparado para reconocer que estas posturas mías, tal vez excesivamente protestatarias, son prolongaciones de las consecuencias esencialmente imposibles y generalmente negativas de ser palestino: carecemos de soberanía territorial, y únicamente contamos con minúsculas victorias y el espacio apenas suficiente para celebrarlas. Tal vez son también la racionalización de mi negativa a ir tan lejos como han hecho muchos otros en mi entrega personal completa a una causa o partido, recorriendo el camino hasta el final con convencimiento y compromiso. Simplemente, no he sido capaz de hacerlo, prefiriendo conservar la autonomía a la vez del francotirador y del escéptico más bien que la cualidad, para mí vagamente religiosa, que comunica el entusiasmo del convertido y del auténtico creyente. Encuentro que este sentido de distanciamiento crítico me ha sido útil (no sé exactamente en qué medida) después que se anunciaran las negociaciones entre la OLP e Israel en agosto de 1993. Me pareció que la euforia transmitida por los medios de comunicación, por no decir nada de las declaraciones oficiales de felicidad y satisfacción, estaba en contradicción con la cruel realidad de que los líderes de la OLP simplemente se habían rendido a Israel. Decir estas cosas en aquel momento le ponía a uno en una minoría muy reducida, aunque yo creí que debía hacerlo por razones intelectuales y morales. Curiosamente, las experiencias iraníes que he relatado ofrecen ciertos puntos de comparación directa con otros episodios de conversión y retractación pública que salpican la experiencia intelectual durante el siglo XX; episodios de este tipo se han producido tanto en el mundo occidental como en el Oriente Medio y sobre algunos que yo conozco mejor me gustaría reflexionar aquí.
No quiero resultar equívoco o mostrarme excesivamente ambiguo en mi punto de partida: personalmente estoy contra la conversión y la fe en un dios político, del tipo que sea. Considero que ambas conductas —la conversión y la fe— no se compaginan con el intelectual. Esto no quiere decir que el intelectual tenga que quedarse al borde del agua, mojando ocasionalmente el dedo de un pie, pero permaneciendo seco la mayor parte del tiempo. Todo lo que yo he escrito en estas conferencias pone de relieve lo importante que es para el intelectual el compromiso apasionado, el riesgo, la exposición, la entrega a determinados principios, la vulnerabilidad para debatir y dejarse implicar en causas mundanas. Por ejemplo, la diferencia que anteriormente señalé yo entre un intelectual profesional y otro amateur descansa precisamente en que el profesional reclama distanciamiento por motivos profesionales y pretende la objetividad, mientras que el amateur no actúa movido ni por recompensas ni por completar un determinado currículo profesional, sino por el compromiso personal con ideas y valores en la esfera pública. Con el paso del tiempo, el intelectual se vuelve hacia el mundo político en parte porque, al contrario que la academia o el laboratorio, ese mundo está animado por consideraciones de poder e interés, que de manera clara y evidente mueven a toda una sociedad o nación, y que, como fatalmente anunció Marx, arrancan al intelectual de cuestiones relativamente discretas de interpretación para meterlo en otras mucho más significativas de cambio y transformación social.
Todos y cada uno de los intelectuales que trabajan de oficio en la articulación y representación de determinados puntos de vista, ideas o ideologías aspiran lógicamente a que el resultado de su trabajo sea eficaz en una sociedad. El intelectual que afirma escribir únicamente para sí, o por puro afán de aprender o de hacer ciencia abstracta, no se le puede ni se le debe creer. Como dijo en cierta ocasión el gran escritor de nuestro siglo lean Genet, desde el momento mismo en que publicas ensayos en una sociedad has entrado a formar parte de la vida política; por eso, si no quieres ser político, no escribas ensayos o pronuncies conferencias.
El núcleo del fenómeno de la conversión radica en la adhesión, no simplemente en el alistamiento, sino en el servicio y, aunque a uno no le gusta la palabra, la colaboración. Difícilmente puede darse un ejemplo más desprestigiado y desagradable de este tipo de casas en Occidente en general, y de manera particular en los Estados Unidos, que lo sucedido durante la guerra fría, cuando legiones de intelectuales se decidieron a participar en lo que se consideró la batalla los corazones y las mentes de la gente en todo el mundo. En 1949 Richard Crossman editó un libro que se haría famoso y que compendiaba el aspecto extrañamente maniqueo de la guerra fría intelectual; se titulaba The God That Failed; esta expresión y su marchamo explícitamente religioso han sobrevivido cuando ya nadie se acuerda del contenido real del libro, del que sin embargo me interesa hacer un breve resumen aquí.
Presentado como un testimonio en favor de la inocencia de prominentes intelectuales occidentales —entre otros se incluía a Ignazio Silone, André Gide, Arthur Koestler y Stephen Spender—, The God Tnat Failed les ofreció a cada uno de ellos la oportunidad de narrar sus experiencias del camino hacia Moscú, el inevitable desencanto que siguió, y el posterior retomo y aceptación de la fe no comunista. Crossman concluye su introducción al libro afirmando en enfáticos términos teológicos: «El Diablo vivió en otro tiempo en el cielo, y quienes no se han encontrado con él probablemente no reconocerán a un ángel cuando lo vean».[1] Esto, naturalmente, no es sólo política sino, paralelamente, una puesta en escena de la moralidad. La batalla por la inteligencia se ha transformado en una batalla por el alma, con implicaciones para la vida intelectual que han sido muy nocivas. Así sucedió ciertamente en la Unión Soviética y sus satélites, donde los juicios de escarmiento, las purgas masivas y un gigantesco sistema penitenciario ejemplificaron los horrores de la prueba tras el telón de acero.
En Occidente, a muchos de los antiguos camaradas se les exigió arrepentimiento público, bastante bochornoso cuando implicaba a nombres famosos como los que recoge el libro The God That Failed, y mucho peores cuando —en los Estados Unidos de manera especialmente llamativa— tales confesiones daban lugar a histeria masiva; para algunos, como yo mismo que llegué del Oriente Medio a los Estados Unidos todavía en edad escolar en la década de los cincuenta, cuando el macartismo estaba en su apogeo, este fenómeno contribuyó a modelar una intelectualidad mistificadoramente malintencionada, obsesionada hasta el día de hoy por una amenaza interna y externa desoladoramente exagerada. Se trató de una crisis autoinducida completamente desalentadora, que vino a significar el triunfo del maniqueísmo obtuso sobre el análisis racional y a la vez autocrítico.
Muchas carreras de entonces se asentaron no en el rendimiento intelectual sino en el esfuerzo por demostrar los males del comunismo, sobre el arrepentimiento, o la información acerca de amigos o colegas, o colaborando una vez más con los enemigos de antiguos amigos. Sistemas completos de discurso se derivaron del anticomunismo, desde el supuesto pragmatismo del final de la escuela ideológica hasta su efímero heredero de hace unos años, la escuela del fin de la historia. Lejos de ser una defensa pasiva de la libertad, el anticomunismo organizado condujo agresivamente en los Estados Unidos al apoyo encubierto por parte de la CIA de grupos por lo demás irreprochables como el Congreso de Libertad Cultural —que se vio implicado no sólo en la distribución mundial de The God That Failed sino también en el apoyo financiero a publicaciones como Encounter—, la infiltración en los sindicatos, organizaciones estudiantiles, Iglesias y universidades.
Obviamente, muchas de las cosas realizadas con éxito en nombre del anticomunismo han sido narradas por quienes las apoyaban como un movimiento. Otros rasgos menos admirables son, en primer lugar, la corrupción de la discusión intelectual abierta y la proliferación del debate cultural basado en un sistema de reglas evangélicas y en último término irracionales (los progenitores de la actual «corrección política») y, en segundo lugar, ciertas formas de automutilación en público que continúan hasta nuestros días. Estas dos últimas cosas han estado acompañadas de hábitos despreciables de reunir recompensas y privilegios de un equipo, sólo para que el mismo individuo cambie de bando, y después recoger recompensas de un nuevo patrón.
De momento, me gustaría subrayar la estética particularmente desagradable de la conversión y la retractación, cómo para la persona afectada la declaración pública de asentimiento y la subsiguiente apostasía produce una especie de narcisismo y exhibicionismo en el intelectual que ha perdido contacto con el pueblo y los procesos a los que supuestamente estaba sirviendo. Yo mismo he repetido varias veces en estas conferencias que, idealmente, el intelectual representa emancipación e ilustración, pero nunca como abstracciones o como apáticos y distantes dioses a los que se ha de prestar servicio. Las representaciones del intelectual —las ideas que él/ella representa y la forma de representárselas a una audiencia— están vinculadas siempre, y así deben permanecer, a una experiencia permanente en la sociedad, experiencia de la cual forman parte orgánica: del pobre, del marginado, de quien no tiene voz, del que no está representado, del impotente. Estas experiencias son igualmente concretas y permanentes, y no pueden sobrevivir si se las transfigura y después congela en credos, declaraciones religiosas o métodos profesionales.
Tales transfiguraciones cortan la conexión viva existente entre el intelectual y el movimiento o proceso de que forma parte. Además, hay que contar siempre con el peligro espantoso de pensar que uno mismo —los propios puntos de vista, la propia rectitud, las posiciones explícitamente adoptadas— es lo único importante. Releer los testimonios recogidos en las páginas de The God That Failed es para mí una experiencia depresiva. Quiero preguntar: ¿Por qué como intelectual creíste en un dios, el que sea? Y además, ¿quién te dio derecho a imaginar que tu antigua fe y el posterior desencanto de la misma fueron tan importantes? De por sí, la fe religiosa me parece perfectamente comprensible y profundamente personal: es más bien cuando un sistema dogmático total, en el que una parte es ingenuamente buena y la otra irreductiblemente mala, sustituye al proceso, al toma y da del intercambio vital, cuando el intelectual laico experimenta la maladada e inapropiada intrusión de un ámbito con otro. La política se convierte en entusiasmo religioso —como sucede hoy en la antigua Yugoslavia—, con el resultado de limpiezas étnicas, masacres en masa e interminables conflictos cuya sola visión nos deja horrorizados.
Irónicamente, muy a menudo el antiguo convertido y el nuevo creyente son igualmente intolerantes, igualmente dogmáticos y violentos. Estos últimos años, además, el giro desde la extrema izquierda hacia la extrema derecha ha dado como resultado una aburrida industria que dice aspirar a la independencia y la ilustración pero que, especialmente en los Estados Unidos, se limita a reflejar la ascendencia del reaganismo y del thatcherismo. La rama norteamericana de esta manera particular de autopromocionarse se ha bautizado a sí misma como Segundos Pensamientos, partiendo de la idea de que los supuestos «primeros pensamientos», que serian los correspondientes a la tumultuosa década de los sesenta, habían sido al mismo tiempo radicales y equivocados. En cuestión de unos meses, a finales de la década de los ochenta, Segundos Pensamientos aspiró a convertirse en un movimiento, alarmantemente bien subvencionado por mecenas de la derecha como las fundaciones Bradley y Olin. Los empresarios específicos fueron David Horowitz y Peter Collier, de cuyas plumas fluye una verdadera corriente de libros, parecidos entre sí como una gota a otra; la mayor parte de estas publicaciones contiene las revelaciones de antiguos radicales que, por fin, han visto la luz y, en palabras de uno de ellos, se han convertido en decididamente pro-americanos y anticomunistas.[2]
Si los radicales de la década de los sesenta, con sus polémicas contra la guerra de Vietnam y su antiamerikanismo (pronunciaban siempre american con «k»: amerikan), eran dogmáticos y autodramatizadores en sus creencias, los seguidores de Segundos Pensamientos son igualmente vociferantes y dogmáticos. El único problema, naturalmente, es que ahora no hay mundo comunista, ni imperio del mal, aunque tampoco parecen existir límites a la autoexpurgación y piadosa recitación de fórmulas penitenciales acerca del pasado resultante. En el fondo, pues, lo que realmente se celebraba era el paso de un dios a otro nuevo. Lo que en su día fue un movimiento basado en parte en idealismo entusiástico y en la insatisfacción por la situación del momento, lo han simplificado y remodelado retrospectivamente los Segundos Pensadores, para los cuales no se trataba en realidad de otra cosa que de —son sus palabras— humillación ante los enemigos de América y ceguera criminal para la brutalidad comunista.[3]
En el mundo árabe, el intrépido, aunque etéreo y en ocasiones destructivo, nacionalismo panárabe del periodo de Nasser, llegado a su fin durante la década de los setenta, ha sido reemplazado por un conjunto de credos locales y regionales, la mayor parte de ellos administrados estridentemente por regímenes minoritarios impopulares y sin ideas. En este momento se ven amenazados por toda una legión de movimientos islámicos. En cada país árabe se ha mantenido en pie, sin embargo, una oposición laica y cultural; los escritores, artistas, comentaristas políticos e intelectuales más dotados forman generalmente parte de ella, aunque constituyen una minoría y muchos de ellos han sido reducidos al silencio o enviados al exilio.
Un fenómeno más vergonzoso es el poder y la riqueza de los Estados del petróleo. Gran parte de la atención sensacionalista que los medios de comunicación occidentales dedican a los regímenes Baas de Siria e Iraq han tendido a pasar por alto la presión más silenciosa e insidiosa al conformismo ejercida por gobiernos que disponen de enormes cantidades y ofrecen a académicos, escritores y artistas espléndidos patronazgos. Esta presión se hizo particularmente llamativa durante la crisis y la guerra del Golfo. Antes de la crisis, apoyaron y defendieron de forma poco crítica el arabismo intelectuales progresistas que se creían los continuadores de la causa del nasserismo y del impulso antiimperialista y a favor de la independencia de la Conferencia de Bandung, así como el movimiento de los no alineados. Inmediatamente después de la invasión de Kuwait por parte de Iraq se produjo un realineamiento de intelectuales. Se ha sugerido que secciones enteras de la industria egipcia de publicaciones, juntamente con numerosos periodistas, cambiaron de manera poco menos que repentina de opinión. Antiguos nacionalistas árabes empezaron de pronto a entonar las alabanzas de Arabia Saudita y de Kuwait, odiados enemigos del pasado y ahora nuevos amigos y amos.
Probablemente se repartieron lucrativas recompensas para que se produjese el mencionado giro de ciento ochenta grados, pero los Segundos Pensadores árabes descubrieron también sus apasionados sentimientos en torno al islam, así como las singulares virtudes de alguna que otra dinastía reinante del Golfo. Sólo uno o dos años antes, muchos de ellos (incluidos los regímenes del Golfo que subvencionaban a Saddam Hussein) habían promovido celebraciones y festivales en honor de Iraq, cuando este país mantuvo a raya al antiguo enemigo del arabismo, «los persas». El lenguaje de aquellos tempranos días era acrítico, altisonante, emocional, y apestaba a culto de los héroes y efusión cuasi religiosa. Cuando Arabia Saudita invitó a George Bush y a sus ejércitos, estas voces se convirtieron. Ahora destilaban un rechazo formal y mucho más reiterativo del nacionalismo árabe (convertido por ellas en un burdo remedo), alimentado por un apoyo acrítico de los actuales gobernantes.
Para los intelectuales árabes, las cosas se han complicado ulteriormente debido a la nueva prominencia de los Estados Unidos como mayor potencia extranjera en el Oriente Medio. Lo que en su día había sido un antiamericanismo automático e irreflexivo —dogmático, basado en tópicos, ridículamente simple— se convirtió ahora repentinamente en proamericanismo. En muchos periódicos y revistas a través de todo el mundo árabe, pero especialmente en aquellos que, como era de todos conocido, tenían las subvenciones del Golfo siempre a mano, las criticas contra los Estados Unidos descendieron en picado y en ocasiones hasta fueron eliminadas; este fenómeno coincidió con las prohibiciones de rigor de criticar a uno u otro de los regímenes de la zona, que prácticamente fueron deificados.
Un grupo muy pequeño de intelectuales árabes descubrió de pronto el nuevo papel que podían desempeñar en Europa y los Estados Unidos. En su día habían sido marxistas militantes, trostkistas y defensores del movimiento palestino. Después de la revolución iraní, algunos se habían hecho islamistas. Cuando los dioses huyeron o fueron expulsados, estos intelectuales quedaron mudos, a pesar de que alguno intentó calculadoramente encontrar aquí o allí nuevos dioses a los que servir. Uno de ellos en particular, un hombre que en su día había sido un fiel trotskista, más tarde abandonó la izquierda y volvió, como hicieron otros muchos, al Golfo, donde se dedicó al floreciente negocio de la construcción. Se había representado a sí mismo justamente antes de la crisis del Golfo y se convirtió en critico apasionado de un régimen árabe en particular. Nunca escribió con su verdadero nombre, sino que usó una retahíla de seudónimos para proteger su identidad (y sus intereses); atacó indiscriminada e histéricamente a la cultura árabe como un todo, y de tal manera lo hizo que consiguió atraer sobre él la atención de los lectores occidentales.
En la actualidad, todo el mundo sabe que intentar expresar alguna crítica contra la política de los Estados Unidos o de Israel en los medios de comunicación occidentales predominantes resulta sumamente difícil; por el contrario, decir cosas que parezcan hostiles hacia los árabes como pueblo y cultura, o hacia el islam como religión, resulta irrisoriamente fácil. De hecho existe una guerra cultural entre los portavoces de Occidente y los del mundo musulmán y árabe. En una situación tan candente, lo más difícil para un intelectual es mantener el sentido crítico, negarse a adoptar un estilo retórico que sea el equivalente verbal del bombardeo en alfombra, y en cambio centrarse en temas como el apoyo norteamericano a regímenes clientelares impopulares, que para una persona que escribe en los Estados Unidos son tal vez más sensibles a la discusión crítica.
Por otra parte, se tiene naturalmente la certeza virtual de hacerse con una audiencia si, como intelectual árabe, apoyas apasionadamente —servilmente incluso— la política de los Estados Unidos, atacas a sus críticos y, si resulta que son árabes, inventas pruebas que demuestren su villanía; en el caso de que sean norteamericanos, confeccionas historias y situaciones que muestren su duplicidad; alargas historias sobre los árabes y los musulmanes que tengan el efecto de desacreditar su tradición, desfigurar su historia, acentuar sus debilidades, que naturalmente abundan. Por encima de todo, atacas a quienes hayan sido declarados oficialmente enemigos de los Estados Unidos: Saddam Hussein, baasísmo, nacionalismo árabe; movimiento palestino, visiones árabes de Israel. Y, naturalmente, esto te hace cosechar los esperados encomios: eres calificado de valiente, franco, apasionado, etcétera, etcétera. Naturalmente, el nuevo dios es Occidente. Los árabes, dices tú, deberían intentar parecerse más a Occidente, deberían mirar a Occidente como a fuente y punto de referencia. Adiós la historia de lo que realmente hizo Occidente. Adiós los resultados destructivos de la guerra del Golfo. Nosotros, árabes y musulmanes, somos los enfermos, nuestros problemas son nuestros y de nadie más, totalmente autoinfligidos.[4]
Acerca de todos estos tipos de conducta habría que destacar varias cosas. En primer lugar, aquí no aparece el universalismo por ningún lado. Puesto que sirves acríticamente a un dios, todos los demonios se encuentran siempre en el otro bando: esto era así cuanto militabas en el trostkismo y lo sigue siendo ahora que te retractas de tu antigua militancia. No piensas de la política en términos de interrelaciones, o de historias comunes como, por ejemplo, la prolongada y complicada dinámica que ha vinculado a árabes y musulmanes con Occidente; y viceversa. El análisis intelectual auténtico prohíbe que a una parte se le ponga la etiqueta de inocente, y a la opuesta la de mala. En realidad, el concepto mismo de parte es, cuando se discute sobre culturas, muy problemático, desde el momento que la mayor parte de las culturas no son pequeños envoltorios resistentes al agua, completamente homogéneas, en su totalidad dios o diablo. Pero si tu ojo está pendiente de tu amo, no puedes pensar como un intelectual, sino sólo y exclusivamente como un discípulo y acólito. En el reverso de tu mente se encuentra el pensamiento que tú debes elegir, y no rechazar.
En segundo lugar, tu propia historia al servicio de anteriores dueños es ignorada o demonizada, naturalmente; pero ello no debe provocar en ti las mínimas dudas sobre ti mismo, ni estimular en ti ningún deseo de cuestionar la premisa de servir ruidosamente a un dios, y a continuación dar impulsivamente un bandazo para hacer lo mismo con un nuevo dios. Lejos de eso: de la misma manera que en el pasado te habías inclinado de un dios a otro, continúas haciendo eso mismo en el presente, un tanto más cínicamente, es verdad, pero en definitiva con el mismo resultado.
Por el contrario, el verdadero intelectual es un ser secular. Aunque muchos intelectuales pretenden que sus representaciones son de cosas más elevadas o valores últimos, la moralidad empieza con su actividad en este nuestro mundo secular: dónde tiene lugar, al servicio de qué intereses está, cómo concuerda con una ética coherente y universalista, cómo distingue entre poder y justicia, qué revela de las propias opciones y prioridades. Esos dioses que siempre defraudan, al final exigen del intelectual una especie de certeza absoluta y una visión total e inconsútil de la realidad que únicamente reconoce a discípulos o enemigos.
Personalmente, lo que me llama la atención como mucho más interesante es la pregunta acerca de cómo conservar un espacio en la mente abierto para la duda y para una medida de ironía atenta y escéptica (preferiblemente también autoironía). Sí, tú tienes convicciones y emites juicios, pero unas y otros han llegado finalmente a formalizarse por obra de otros, y en virtud de un sentido de asociación con otros intelectuales, un movimiento que se expande como las raíces de la hierba, una historia ininterrumpida, un conjunto de vidas vividas. Por lo que se refiere a abstracciones u ortodoxias, el problema que plantean es que todas ellas son patrones que de continuo necesitan conciliación y, a la vez, lucha. La moralidad y los principios de un intelectual no deberían constituir una especie de caja de engranajes sellada que impele al pensamiento y la acción en una sola dirección, y es accionada únicamente con una fuente de gasolina. El intelectual tiene que ir de acá para allá, ha de disponer del espacio en que se mantiene erguido y responde a la autoridad, puesto que el sometimiento mudo a la autoridad en el mundo de hoy es una de las mayores amenazas para una vida intelectual activa y moral.
Es difícil hacer frente a esa amenaza en uno mismo, y más difícil aún encontrar una vía para ser coherente con tus creencias y, al mismo tiempo, permanecer lo suficientemente libre como para crecer, cambiar la propia mente, descubrir cosas nuevas, o redescubrir aquello que tiempo atrás habías dejado apartado. El aspecto más duro de la existencia de un intelectual es representar lo que profesas a través de tu trabajo e intervenciones, sin convertirte en una institución, o una especie de autómata que actúa a instancias de un sistema o método. Todo aquel que ha experimentado el gozo de haber tenido éxito en este terreno y también en el esfuerzo por mantenerse alerta y fume apreciará lo raro que resulta esa convergencia. Pero la única manera de conseguirlo siempre es no olvidar que, como un intelectual, eres tú quien tiene que escoger entre representar activamente la verdad de la mejor manera que te sea posible y permitir pasivamente que un amo o una autoridad te dirija. Para el intelectual laico, esos dioses siempre defraudan.