XIV
![](/epubstore/P/E-Peters/El-Verano-De-Los-Daneses/OEBPS/Images/imagen1.jpg)
ncargaos de él! —ordenó Owain, contemplando con expresión impasible al caído. Las manos de Gwion se movían débilmente entre los pulidos guijarros, vagamente conscientes de su tacto y textura—. No está muerto, lleváoslo y atendedle. No quiero muertes, salvo las que ya no se pueden evitar.
Los hombres se apresuraron a cumplir sus órdenes. Tres de la primera fila, y Cuhelyn en cabeza, se acercaron corriendo a Gwion y le volvieron cuidadosamente boca arriba para quitarle la arena que se le había introducido en la boca y las ventanas de la nariz. Con lanzas y escudos formaron rápidamente unas parihuelas y lo cubrieron con unas capas para transportarlo. Sin que nadie se fijara en él, fray Cadfael se apartó de la orilla y siguió a las parihuelas hasta las dunas. Llevaba encima muy pocos ungüentos y lienzos de lino, pero mejor eso que nada, hasta que pudieran conducir al herido a una cama y lo pudieran atender debidamente.
Owain contempló el charco de ennegrecida sangre que se había formado sobre los guijarros y después levantó la vista hacia el rostro de Otir.
—Es un fiel y leal seguidor de Cadwaladr. Pero ha obrado mal. Si os ha costado algunos hombres, ya le habéis cobrado el precio.
Dos de los que habían acompañado a Gwion yacían junto a la orilla, suavemente mecidos por las olas. Un tercero estaba arrodillado y otros lo estaban ayudando a levantarse. La sangre le manaba de una herida en el hombro y el brazo, pero no corría un peligro mortal. Otir no se tomó la molestia de añadir a la cuenta los tres que ya había colocado a bordo de un barco para enterrarlos en casa. ¿Por qué gastar palabras en quejas ante aquel príncipe que no merecía el menor reproche y no era culpable de aquella locura?
—Me atengo a las condiciones que acordamos vos y yo —dijo—. Ni más ni menos. Eso no es obra vuestra ni decisión mía. Ellos lo decidieron y lo que ha ocurrido es algo entre ellos y yo.
—¡Qué así sea! —dijo Owain—. Y ahora guardad vuestras armas, cargad el ganado e iros de aquí, pues vinisteis sin que yo lo supiera y sin mi consentimiento. A vos os digo en la cara que, si alguna vez volvéis a poner los pies en mi tierra sin ser invitado, os expulsaré hacia el mar. Por esta vez, cobrad vuestra paga e iros en paz.
—Aquí os entrego entonces a vuestro hermano Cadwaladr —replicó Otir con la misma frialdad—. No a vuestras manos sino a las suyas, pues él no formaba parte del trato que concertamos vos y yo.
El caudillo danés se volvió hacia los hombres que todavía sujetaban a Cadwaladr. El galés estaba amargado y se sentía un objeto inútil, pues otros habían resuelto la cuestión, a pesar de que él había sido el núcleo de todo el conflicto. Había guardado silencio con manifiesto desagrado mientras disponían de su persona, sus bienes y su honor, y ahora ya no tenía nada que decir y sólo podía tragarse la furia y la cólera que le subían por la garganta y le quemaban la lengua, mientras sus captores lo soltaban y se apartaban a un lado, dejándole en libertad. Se adelantó con los miembros entumecidos hacia la orilla donde esperaba su hermano.
—¡Cargad vuestros barcos! —dijo Owain—. Sólo tenéis este día para abandonar mis tierras.
Dicho lo cual, dio media vuelta con su caballo y regresó con deliberada lentitud hacia su campamento. Las filas de sus hombres se cerraron en ordenada marcha detrás de él y los magullados y maltrechos supervivientes del malhadado ejército de Gwion recogieron a sus muertos y empezaron a seguirle con paso cansino, dejando únicamente en la ensangrentada playa a los pastores con el ganado y a Cadwaladr solo y aislado de todos, caminando en pos de su hermano cual si estuviera envuelto en una negra nube de desprecio y humillación.
En el lecho de tupida hierba donde lo habían depositado, Gwion abrió los ojos y dijo con un hilillo de voz claramente audible:
—Hay algo que debo decirle a Owain Gwynedd. Tengo que ir a verle.
De rodillas a su lado, Cadfael estaba tratando de restañar con los pocos lienzos de lino que tenía a mano y unas gruesas mantas dobladas, la sangre que se escapaba a borbotones de la enorme herida que tenía el joven en el costado por debajo del corazón. Cuhelyn, arrodillado y sosteniendo sobre su regazo la cabeza de Gwion, le estaba secando la espuma de sangre que se le escapaba de la boca abierta y el sudor que le empapaba la fría y pálida frente que ya presagiaba la cercanía de la muerte.
—Tenemos que conducirle al campamento —le dijo Cuhelyn a Cadfael en un susurro—. Habla en serio. Hay que hacerlo.
—No podemos llevarle a ninguna parte —contestó Cadfael también en voz baja—. Si lo levantamos, se nos morirá en las manos.
Los pálidos labios entreabiertos de Gwion esbozaron algo que parecía y era sin ninguna duda una levísima sonrisa.
—Entonces Owain tendrá que venir a mí —dijo el joven, hablando con el mismo tono apagado que ellos habían utilizado—. Él dispone de más tiempo que yo y sé que vendrá. Es algo que le gustará saber y nadie más le puede decir.
Cuhelyn apartó los enmarañados bucles que cubrían las sudorosas sienes de Gwion, por temor a que le molestaran, ahora que ya casi no disfrutaba de ninguna comodidad. Su mano se movió con sumo cuidado. Ya no quedaba en él la más mínima hostilidad. A su divergente manera, ambos jóvenes habían sido amigos. El parecido seguía siendo el mismo y cada uno de ellos era como la imagen del otro confusamente reflejada en un espejo.
—Yo iré a buscarle. Ten paciencia y no te quepa duda de que vendrá.
—¡Date prisa! —dijo Gwion, tratando de sonreír.
Ya de pie y con la mano extendida hacia la brida de su caballo, Cuhelyn pareció dudar.
—¿No quieres que venga Cadwaladr?
—No —contestó Gwion, apartando el rostro con una mueca de dolor.
El último quite de la espada de Otir, que jamás había tenido intención de matar, cayó justo en el momento en que Owain se había lanzado furiosamente al galope para separar a los contendientes y Gwion había bajado la espada y la guardia, abriendo su costado al acero enemigo. Ahora la cosa no tenía remedio, estaba hecha y no se podía deshacer.
Cuhelyn se alejó a toda prisa en medio de una polvareda de arena y no abandonó el galope hasta que llegó a los prados de la loma y dejó las dunas a su espalda. Nadie hubiera podido cumplir con más apasionada celeridad el vehemente encargo de Gwion que el joven Cuhelyn, el cual había perdido, aunque sólo durante un breve período, la capacidad de ver su propio rostro reflejado en el de su contrario. Eso también pertenecía al pasado.
Gwion permanecía tendido con los ojos cerrados, tratando de reprimir un dolor que, a juicio de Cadfael, no debía ser muy intenso, pues el joven ya estaba casi fuera de su alcance. Juntos esperaron. Gwion procuraba no moverse, pues la inmovilidad parecía reducir la hemorragia y conservar la poca vida que le quedaba y que todavía necesitaba. Con el agua recogida en el casco de Cuhelyn, Cadfael limpió las frías gotas de sudor que se habían condensado en la frente y sobre el labio de su paciente.
Ya no se escuchaba el menor clamor desde la orilla, sólo un rápido intercambio de voces, el movimiento de los hombres ocupados en sus tareas y los mugidos y ocasionales bramidos de las bestias que estaban siendo empujadas por los bajíos hacia las rampas de los barcos. Iba a ser una travesía muy dura e incómoda para ellas, apretujadas en los profundos pozos de los barcos, pero, en cuestión de pocas horas, volverían a tener a su disposición unos verdes y excelentes pastos y agua clara en abundancia.
—¿Vendrá? —preguntó Gwion, súbitamente inquieto.
—Vendrá.
Ya se estaba acercando. Momentos después oyeron el apagado rumor de los cascos de los caballos y apareció Owain Gwynedd, seguido por Cuhelyn. Ambos desmontaron en silencio y Owain contempló el joven y devastado cuerpo sin acercarse demasiado a él, temiendo que los oídos embotados fueran todavía lo suficientemente agudos como para poder oír lo que no debían.
—¿Vivirá?
Cadfael sacudió la cabeza sin decir nada. Owain se arrodilló en la arena y se inclinó hacia el joven.
—Gwion… estoy aquí. No gastes palabras, no es necesario.
Los negros ojos de Gwion, un poco deslumbrados por los rayos del sol, se abrieron inmediatamente y le reconocieron. Cadfael humedeció los resecos labios y éstos se entreabrieron, tratando de hablar.
—Sí, es necesario. Hay algo que debo decir.
—Te repito por lo que más quieras —dijo Owain— que las palabras no son necesarias. Pero, si tienes que hablar, te escucho.
—Bledri de Rhys… —dijo Gwion, deteniéndose para respirar—. Tú exiges saber quién lo mató. No acuses a nadie. Fui yo.
Esperó con resignada paciencia algún comentario más bien de incredulidad que de indignación, pero no lo hubo. Sólo un silencio de reflexión y aceptación que pareció prolongarse indefinidamente hasta que la serena voz de Owain, más comedida que nunca, preguntó:
—¿Por qué? Era un hombre fiel a mi hermano, igual que tú.
—Lo había sido —contestó Gwion, estremeciéndose en una breve carcajada que le contrajo la boca en una mueca mientras un hilillo de sangre se escapaba de sus labios y le bajaba por la mandíbula. Cadfael se apresuró a secárselo—. Me alegré de su llegada a Aber. Yo conocía los proyectos de mi señor y estaba deseando unirme a él y le hubiera dicho todo lo que sabía acerca de vuestras fuerzas y vuestros movimientos. Era justo que así fuera. Ya os había dicho que era enteramente leal a vuestro hermano y vos lo sabíais. Pero no podía irme, pues había dado mi palabra.
—¡Y la habías cumplido hasta entonces! —añadió inmediatamente Owain.
—En cambio, Bledri no había empeñado la suya y podía irse. Le revelé todo lo que había averiguado en Aber, las fuerzas que vos podíais reunir y cuánto tiempo emplearíais para trasladaros a Carnarvon, todo lo que señor Cadwaladr necesitaba saber para organizar su defensa. Antes de que oscureciera, saqué un caballo de las cuadras y se lo dejé atado entre los árboles estando las puertas todavía abiertas. Como un estúpido… no dudé ni por un instante de que Bledri mantendría su lealtad. ¡Escuchó con atención todo lo que yo le dije y me hizo creer que estaba de mi parte!
—¿Cómo esperabas sacarle del llys una vez cerradas todas las puertas? —preguntó Owain, utilizando el mismo tono apacible que hubiera empleado para preguntar algo relacionado con alguna tarea cotidiana.
—Hay medios… yo llevaba mucho tiempo en Aber. No todo el mundo es cuidadoso con las llaves. Durante la espera, él se dedicó a observar todos los detalles de vuestra corte y a sopesar las posibilidades, comportándose de tal manera que nadie pudiera sospechar nada acerca de sus intenciones. ¡Las intenciones que yo imaginaba! —exclamó Gwion con amargura. La voz se le quebró momentáneamente, pero en seguida sacó fuerzas de flaqueza y siguió adelante—. Cuando fui a decirle que ya había llegado la hora y me disponía a acompañarle a la puerta, me lo encontré desnudo en su cama. Con total desvergüenza me dijo que no pensaba ir a ninguna parte, que no era tan necio como para eso tras haber visto por sí mismo vuestra fuerza y vuestro poder. Se quedaría tranquilamente en Aber y esperaría a ver hacia dónde soplaban los vientos. Si soplaran favorables a Owain Gwynedd, se convertiría en un hombre de Gwynedd. Le recordé su lealtad y se burló de mí. Entonces lo golpeé —añadió Gwynedd, haciendo una mueca—. Puesto que él no iba a hacerlo, comprendí que, para mantener mi fidelidad a Cadwaladr, no me quedaría más remedio que romper el juramento que os había hecho a vos y ocupar el lugar de Bledri. Él había cambiado de chaqueta y yo me vería obligado a matarle dado que, para ganarse vuestro favor, no dudaría en traicionarme. Antes de que recuperara plenamente el conocimiento, le asesté una puñalada en el corazón.
La trémula tensión de su cuerpo pareció suavizarse levemente mientras lanzaba un profundo suspiro. Ya había cumplido casi todo lo que la verdad le exigía. El resto era una carga muy liviana.
—Fui a buscar el caballo, pero el caballo ya no estaba. Poco después llegó el mensajero y ya no pude hacer nada. Todo había sido en vano. ¡Había asesinado a un hombre inútilmente! Lo que me encomendaron que hiciera por Bledri de Rhys, a quien yo había matado, lo hice como penitencia. Lo que ocurrió después, ya lo sabéis. ¡Es justo que así sea! —añadió Gwion casi hablando consigo mismo más que con los demás, aunque éstos le oyeron con toda claridad—: Él murió sin absolución y así tendré que morir yo.
—Eso no será necesario —dijo Owain con distante compasión—. Quédate un poco más en este mundo y vendrá mi capellán, pues ya le he mandado llamar.
—Llegará demasiado tarde —dijo Gwion, cerrando los ojos.
Sin embargo, aún vivía cuando el capellán de Owain, tras obedecer con presteza la orden, escuchó la postrera confesión del moribundo, guiando su entumecida lengua y sus labios en su último acto de contrición. Cadfael, presente hasta el final, no estuvo muy seguro de que el penitente hubiera escuchado las palabras de la absolución, pues, una vez el capellán las hubo pronunciado, no hubo respuesta ni se percibió el menor estremecimiento en el pálido rostro ni en los curvados párpados que cubrían los ardientes ojos negros. Gwion había hecho su última declaración ante el mundo sin temer demasiado lo que pudiera ocurrirle en el otro en el que estaba a punto de entrar. Había vivido lo bastante como para no dudar de la absolución que tanto necesitaba ni de la clemencia y el perdón de Owain, libremente otorgados aunque jamás se hubieran manifestado con palabras.
—Mañana —dijo fray Marcos— tendremos que emprender el camino de regreso a casa. Hemos rebasado con creces el tiempo de que disponíamos.
Se encontraban en la linde de los campos del exterior del campamento de Owain, contemplando el mar. Allí las dunas no eran más que una estrecha franja dorada que se elevaba por encima de la pendiente que bajaba a la playa. Bajo el suave sol de la tarde, el mar mostraba unas vagas tonalidades azules que se transformaban a lo lejos en un tono verde claro, mientras que la alargada y sumergida península de los alfaques parecía despedir unos pálidos reflejos a través del agua. En los profundos canales intermedios, los barcos de carga daneses se estaban convirtiendo poco a poco en unos barquitos de juguete cuyo oscuro color contrastaba con la claridad del agua, mientras navegaban impulsados por la brisa hacia sus playas de Dublín. A lo lejos, las embarcaciones ligeras, surcaban veloz y suavemente las aguas rumbo a casa.
El peligro ya había pasado. Gwynedd estaba liberado, las deudas se habían saldado y los hermanos volvían a estar juntos, aunque todavía no se hubieran reconciliado. El conflicto hubiera podido resultar mucho más sangriento y doloroso. Aun así, varios hombres habían muerto.
Al día siguiente, el campamento sería desmantelado. Los campesinos regresarían a sus granjas junto con sus bestias, y se entregaría de nuevo al imperturbable cuidado de sus tierras y sus rebaños, como una y otra vez habían hecho sus antepasados, cediendo momentáneamente el terreno a los invasores enemigos en la certeza de que podrían esperar y ser más duraderos que ellos. Cuando llegaba un enemigo, los galeses dejaban sus humildes moradas y se trasladaban a las colinas, sabiendo que más adelante volverían y las podrían reconstruir.
El príncipe regresaría con sus fuerzas a Carnarvon y allí despediría a sus hombres de Arfon y Anglesey antes de dirigirse a Aber. Corrían rumores de que Cadwaladr regresaría con él y quienes le conocían, añadían que muy pronto recuperaría, si no todas sus tierras, por lo menos una parte, pues, a pesar de todo, Owain quería profundamente a su hermano menor y no podía retirarle mucho tiempo su favor.
—Y Otir ha cobrado su deuda —dijo Marcos, calibrando las ganancias y las pérdidas.
—Se le había prometido.
—No lo lamento. Hubiera podido resultar mucho más caro.
En efecto, a pesar de que los dos mil marcos no pudieran devolver la vida a los tres jóvenes guerreros de Otir que ahora estaban siendo conducidos a Dublín para su entierro, ni a los seguidores de Gwion recogidos muertos a la orilla del mar, ni a Bledri de Rhys en su fría y calculada deslealtad, ni al propio Gwion en su inquebrantable y destructora lealtad, la una tan fatal como la otra. Todas aquellas muertes tampoco podrán devolver la vida a Anarawd, asesinado el año anterior en el sur por instigación de Cadwaladr, aunque no a sus manos.
—Owain ha enviado un correo al canónigo Meirion en Aber para tranquilizarle con respecto a su hija —dijo Marcos—. A estas horas ya debe saber que la chica está a salvo con su prometido. El príncipe lo envió en cuanto Ieuan la condujo anoche al campamento.
El tono de voz de Marcos, pensó Cadfael, era cuidadosamente imparcial, como si éste tuviera especial empeño en permanecer al margen, abstenerse de juzgar nada y contemplar con el mismo distanciamiento las dos caras de un complicado problema que no le correspondía a él resolver.
—¿Y cómo se ha comportado la joven durante estas últimas horas? —preguntó Cadfael.
Aunque Marcos hubiera optado por no participar en los acontecimientos, no podía por menos que haberlos observado.
—Está muy serena y tranquila. Gusta a Ieuan y gusta al príncipe, pues se comporta con obediencia y sumisión, tal como se tiene que comportar una novia. Dice Ieuan que ella estaba totalmente aterrorizada cuando él la arrancó del campamento danés. Pero ahora ya se le ha pasado el miedo y está tranquila.
—Me pregunto si la sumisión y la obediencia son propias de la naturaleza de Heledd —dijo Cadfael—. ¿Cuándo la hemos visto así desde que salió con nosotros de San Asaf?
—Mucho ha llovido desde entonces —contestó Marcos, esbozando una pensativa sonrisa—. A lo mejor, ya está cansada de las aventuras y no lamenta aceptar un buen matrimonio con un hombre honrado. Vos mismo la habéis visto. ¿Acaso habéis observado algo que os induzca a dudar de ello?
En honor a la verdad, Cadfael no hubiera podido decir que había observado en ella el menor indicio de insatisfacción. La joven sonreía y servía serenamente a Ieuan, rodeada por una especie de resplandor que no hubiera podido proceder de una mujer desdichada. Cualesquiera que fueran los pensamientos que albergaba en su mente, estaba claro que éstos no la turbaban ni inquietaban. Heledd contemplaba el camino que se abría ante ella con inequívoco placer.
—¿Habéis hablado con ella? —preguntó Marcos.
—Aún no he tenido ocasión.
—Podéis intentarlo ahora, si queréis. Se está acercando.
Cadfael volvió la cabeza y vio a Heledd avanzando con paso ligero hacia ellos por la cima de la duna con el rostro dirigido hacia el norte. La joven sólo se entretuvo un momento a su lado, cual un pájaro que hubiera detenido su vuelo y estuviera planeando en el aire.
—Fray Cadfael, me alegro de que estéis a salvo. No os había vuelto a ver desde que nos separaron junto a la brecha de la empalizada —la muchacha miró hacia el mar donde los barcos daneses no eran más que unos negros puntos sobre las relucientes aguas y los siguió con la mirada como si los contara—. Se han ido tranquilamente con su plata y su ganado. ¿Lo habéis visto?
—Sí —contestó Cadfael.
—Jamás me maltrataron —dijo Heledd, contemplando la lejana flota con una leve y nostálgica sonrisa en los labios—. Gustosamente los hubiera ido a despedir, pero a Ieuan no le pareció muy seguro.
—Bueno, la verdad es que la partida no fue muy pacífica que digamos —señaló Cadfael con la cara muy seria—. ¿Y adónde vais ahora?
La joven se volvió a mirarles con inocencia.
—Me he dejado una cosa en el campamento danés —explicó mientras en sus iris de profundo color violeta se encendían unos misteriosos destellos—. Voy a buscarlo.
—¿Y Ieuan os ha dado permiso?
—Cuento con su autorización y aprobación —contestó Heledd—. Ahora ya se han ido.
Se habían ido y ahora la novia que tantos sinsabores le había costado a Ieuan podía regresar a las desiertas dunas en las que había permanecido prisionera durante algún tiempo, aunque jamás se hubiera sentido esclavizada. Marcos y Cadfael la miraron mientras reanudaba su decidida marcha por la linde de los campos. La distancia era apenas de un cuarto de legua.
—No os habéis ofrecido a acompañarla —dijo Marcos con solemne semblante.
—No soy tan insensato. Pero dale un poco de ventaja —contestó Cadfael de forma reflexiva y serena— y creo que tú y yo la podremos seguir sin ser vistos.
—¿Queréis decir que seremos una compañía más grata a la vuelta? —preguntó Marcos.
—Dudo que vuelva —reconoció Cadfael.
Marcos asintió con la cabeza sin sorprenderse demasiado.
—Yo también lo he pensado.
La marea estaba bajando, pero aún no había dejado al descubierto la larga y estrecha lengua de arena que se extendía como una mano y su correspondiente muñeca hacia la costa de Anglesey. Su dorada palidez se transparentaba a través del agua de los bajíos cuya superficie aparecía punteada aquí y allá por suaves montecillos y tenaces penachos de hierba. En su punto extremo, donde unas formaciones rocosas se proyectaban hacia arriba formando los nudillos de la mano, las achaparradas barrillas se levantaban cual ásperos cabellos erizados con las raíces orladas de amarilla arena. Cadfael y Marcos permanecieron de pie en lo alto de la suave elevación de las dunas, contemplando, tal como hicieran tantas veces, la revelación constantemente repetida todas las noches aunque no hubiera testigos. Incluso se apartaron un poco para que sus siluetas resultaran menos visibles en caso de que ella levantara la vista. Pero no lo hizo. Estaba contemplando bajo la luz del ocaso las aguas verde pálido que le llegaban casi hasta las rodillas mientras avanzaba por el angosto sendero dorado en dirección al trono de roca rodeado por el mar. Se había recogido la falda todavía arrugada y manchada del viaje y de la vida al aire libre, y caminaba inclinada hacia adelante para contemplar las frías aguas que se estremecían alrededor de sus piernas rompiendo sus suaves perfiles en una especie de temblor incorpóreo como si flotara sobre el agua en lugar de vadearla. Se había quitado todas las horquillas del cabello y éste formaba una negra y ondulante nube sobre sus hombros, ocultando el ovalado rostro que mantenía inclinado sobre el agua para mirar por dónde pisaba. Se movía despacio y con la lánguida gracia de una bailarina. Si tenía alguna cita en aquel lugar, había llegado temprano y lo sabía. Pero, puesto que no había incertidumbre, el tiempo era una bendición e incluso la espera podía convertirse en un placer anticipado.
De vez en cuando, se detenía para que el agua no se moviera y entonces se inclinaba para contemplar el trémulo ardor de su rostro brillando en cada ola que retrocedía hacia el mar. Era una marea muy suave y apenas se percibía el menor soplo de viento. Sin embargo, a aquella hora los barcos de Otir ya debían de encontrarse a medio camino de Dublín.
La joven se sentó en el trono de roca, se escurrió el agua del dobladillo de la falda y miró hacia el mar, esperando sin impaciencia y sin dudas. En otra ocasión, se había sentido inmensamente sola y abandonada en aquel mismo lugar. Ahora, en cambio, parecía la serena propietaria de todo lo que la rodeaba, dulce compañera del mar y del cielo. La órbita del sol estaba declinando hacia el oeste y sus dorados rayos le iluminaban el rostro y el cuerpo.
La pequeña embarcación apareció repentinamente por el norte, surgiendo con su oscura y estrecha silueta, de su escondrijo en la elevada línea costera situada más allá de los arenales al otro lado del estrecho. Habría estado aguardando la hora del ocaso costa arriba frente a Anglesey. Observando la escena con atención, Cadfael comprendió que no se había cerrado ningún trato ni concertado ninguna cita. No habían tenido tiempo de intercambiarse tan siquiera una palabra cuando ella había sido arrebatada del campamento. Sólo una certeza interior les había mantenido unidos en la esperanza de que la embarcación aparecería y ella estuviera allí, aguardando. Ambos estaban absolutamente seguros el uno del otro. Tras recuperarse de la sorpresa y aceptar el hecho de su inocente secuestro, Heledd había asimilado los acontecimientos sabiendo muy bien cómo terminarían. De ahí que se hubiera comportado con absoluta sumisión y serenidad para borrar cualquier sombra de sospecha y que incluso hubiera fingido, probablemente con profundo dolor, en un afán de ofrecerle a Ieuan de Ifor el fugaz placer de su presencia, antes de que éste tuviera que pagarlo con una pérdida perpetua. La hija del canónigo Meirion sabía muy bien lo que quería y lo había buscado con implacable tenacidad y sin la menor compasión, tras convencerse de que ninguno de sus parientes y señores estaría dispuesto a ayudarla a alcanzar su deseo.
La pequeña y rápida embarcación dragón de Turcaill, moviendo los remos al unísono, se acercó a la orilla, pero no hasta el punto de quedar varada en la playa. Permaneció un instante inmóvil con los remos en suspenso como un pájaro detenido en el aire en pleno vuelo y entonces Turcaill saltó por la borda y avanzó con el agua hasta la cintura hacia la minúscula isla rocosa. Su cabello claro como el lino, tan rubio y resplandeciente como el de Owain Gwynedd, brillaba casi con reflejos rojizos bajo los rayos carmesí del sol poniente. Cuando Cadfael y Marcos volvieron a mirarla, Heledd ya se había levantado y adentrado en el mar. La fuerza de la marea parecía arrastrarla hacia adentro con la falda flotando sobre la superficie del agua. Turcaill se acercó a ella desde un lugar donde el agua era más profunda y, cuando ambos se encontraron a medio camino, ella se arrojó en sus brazos y él la levantó y estrechó contra su corazón. No hubo grandes manifestaciones de júbilo, sólo un distante y breve eco de unas risas que el aire transportó hasta los dos espectadores de las dunas. No fue necesario nada más, pues aquellas criaturas marinas jamás habían albergado la menor duda con respecto al inevitable desenlace.
Turcaill se había vuelto de espaldas para regresar a la embarcación, llevando a Heledd en sus brazos mientras la marea, bajando con mayor rapidez de la que estaba empleando el sol en declinar, se retiraba ante él en iridiscentes surtidores de salpicaduras y pequeños arco iris alrededor de sus pies desnudos. Levantó sin el menor esfuerzo a la muchacha por encima de la borda de su dragón y él saltó a continuación. En cuanto recuperó el equilibrio, la joven se volvió hacia él y lo abrazó. Marcos y Cadfael oyeron su dulce y cantarina risa tan ligera y delicada como el canto de un pájaro en la distancia, pero, al mismo tiempo, tan clara y penetrante como un carillón de campanas.
El largo y sinuoso banco de remos suspendido en el aire, volvió a sumergirse en el agua. La pequeña serpiente se movió y avanzó velozmente en medio de una cremosa espuma hacia un pasillo de los arenosos alfaques cuyas azules aguas ya permitían entrever los dorados niveles inferiores, si bien su profundidad era todavía más que suficiente para el veloz viajero. La embarcación se fue haciendo cada vez más pequeña, cual una hoja arrastrada por una impetuosa corriente rumbo a Irlanda y al Dublín de los reyes daneses y los navegantes impacientes. Turcaill se llevaba a una compañera digna de él y juntos engendrarían una formidable estirpe capaz de dominar los inquietos océanos en las generaciones futuras.
El canónigo Meirion ya no tendría que temer que su hija se presentara de nuevo y pusiera en peligro su situación con el obispo, su buena fama y su medro. Por mucho que la quisiera y le deseara lo mejor, el canónigo esperaba con toda su alma que su hija disfrutara de su buena fortuna lejos de su vista, aunque no de su mente. Su deseo se había cumplido. Ya no tendría que preocuparse por la felicidad de la chica, pensó Cadfael, contemplando la esplendorosa partida. La muchacha había conseguido lo que quería, un hombre elegido por ella misma. Con tal condición, estaría dispuesta a cumplir las exigencias de su padre. Sus propias exigencias eran muy distintas y no era probable que se arrepintiera de su decisión.
La pequeña mancha negra navegando velozmente rumbo a casa ya no era más que un punto oscuro sobre la fulgurante superficie del mar.
—Ya se han ido —dijo fray Marcos dando media vuelta con una sonrisa en los labios—. Y nosotros nos podemos ir también.
Habían superado con creces el tiempo que les había sido asignado. Diez días todo lo más, había dicho Marcos. Después, fray Cadfael regresaría sano y salvo a su herbario y a sus quehaceres habituales entre los enfermos. Sin embargo, puede que el abad Radulfo y el obispo De Clinton dieran por bien empleados aquellos días a la vista del resultado. Cabía incluso la posibilidad de que el obispo Gilberto se alegrara de poder conservar a su lado al enérgico y capacitado canónigo y de saber que la inoportuna hija de Meirion se encontraba allende los mares y, por tanto, ellos se podrían olvidar de su escandaloso matrimonio. Todo el mundo celebraba la satisfactoria solución de un asunto que hubiera podido acabar en derramamientos de sangre.
Lo más importante ahora era recuperar la cordura de la existencia cotidiana y dejar que las viejas inquinas y los rencores se perdieran poco a poco en la oscuridad del pasado. Cadwaladr sería sometido a un período de prueba y recuperaría el favor de su hermano, pues Owain no podría rechazarle. Gwion, el que más había perdido, sería honrosamente enterrado sin que nadie recordara demasiado su lealtad al señor que tan amargamente le había decepcionado. Cuhelyn se quedaría en Gwynedd y con el tiempo se alegraría de no haber tenido que cometer un asesinato para vengar la muerte de Anarawd, por lo menos en la persona de Bledri de Rhys. Los príncipes, que pueden delegar en otras manos las tareas más ignominiosas, suelen escapar a los juicios humanos, pero no al definitivo.
Por su parte, Ieuan de Ifor se resignaría a perder la engañosa imagen de una esposa sumisa y obediente, cosa que Heledd jamás hubiera podido ser. Apenas la había visto ni había hablado con ella y, por consiguiente, la pérdida no podía haberle partido el corazón aunque su dignidad hubiera quedado gravemente maltrecha. Había en Anglesey muchas mujeres agradables que podrían consolarle. Bastaría con que mirara un poco a su alrededor.
Y ella… ella ya tenía lo que quería y estaba donde deseaba estar, no donde otros la habían querido colocar por la fuerza. Owain se rio de buena gana al enterarse, aunque tuvo la delicadeza de mostrar un semblante severo en presencia de Ieuan. En Aber había alguien que tendría la última palabra en la historia de Heledd.
La última palabra, tan pronto como el canónigo Meirion hubo escuchado y digerido la historia de la elección de su hija, se produjo tras un profundo suspiro de alivio por la seguridad de la joven… ¿o acaso fue por su propia liberación?
—Vaya, vaya —dijo Meirion, entrelazando y separando los dedos de sus largas manos—. Hay un mar de por medio. —No cabía duda de que tal circunstancia sería un alivio para los dos—. ¡Jamás volveré a verla! —añadió de inmediato con una mezcla de dolor y satisfacción.
Cadfael nunca acabaría de entender del todo al canónigo Meirion.
Llegaron a la frontera del condado a primera hora del anochecer del segundo día y, siguiendo el viejo principio según el cual daba igual que a uno le ahorcaran por una oveja que por un cordero, se desviaron para pernoctar en casa de Hugo Berengario en Maesbury. Los caballos agradecerían el descanso y Hugo se alegraría de conocer de primera mano lo que había acontecido en Gwynedd y de saber lo bien que se llevaba el obispo normando con su rebaño galés. Por si fuera poco, ambos clérigos podrían disfrutar del placer de pasar unas cuantas horas en compañía de Aline y Gil en un ambiente doméstico cuya contemplación les resultaba tanto más placentera por cuanto ellos mismos habían renunciado voluntariamente a ella junto con todo lo que había más allá de la orden.
Cadfael había hecho unos incautos comentarios en tal sentido, acomodado al amor de la lumbre en la sala de Hugo, mientras el pequeño Gil jugueteaba sentado sobre sus rodillas.
—¿Renunciar vos al mundo? —dijo Hugo, soltando una sonora carcajada—. ¿Tras haberos pasado tantos días brujuleando por el extremo más occidental de Gales? Será un prodigio que consigan manteneros encerrado en la abadía más de uno o dos meses después de semejante excursión. Más de una vez os he visto inquieto tras una semana de estricta observancia. Y más de una vez me he preguntado si algún día no saldréis hacia la hospedería de San Gil y acabaréis en Jerusalén.
—¡Oh, no, eso ni hablar! —replicó Cadfael con serena certeza—. Es cierto que de vez en cuando noto un hormigueo en los pies y quisiera echarme a los caminos —dijo, evocando unos recuerdos que perduraban en su mente y a su manera le resultaban reconfortantes y satisfactorios por más que pertenecieran a un pasado que jamás se volvería a repetir y ya no era deseable—. Pero, bien mirado —añadió profundamente convencido—, puestos a recorrer un camino, el de casa es tan bueno como cualquier otro.