XII
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a era bien pasado el mediodía cuando Torsten condujo a su prisionero, encadenado, humillado y vencido por la desesperación, a la presencia de Otir. Los labios de la hermosa boca de Cadwaladr se mantenían firmemente apretados y sus negros ojos ardían de amargura por el hecho de que lo hubieran aherrojado. A pesar de todas sus protestas, Cadwaladr sabía mejor que nadie que Owain no abandonaría la inflexible postura que había adoptado. El tiempo de las vanas esperanzas ya había quedado atrás y la realidad que lo cercaba por todas partes le había bajado los humos. Hubiera sido absurdo resistir, pues al final hubiera tenido que someterse inevitablemente.
—Quiere deciros una cosa —explicó Torsten, sonriendo—. No le gusta vivir encadenado.
—Pues que hable —contestó Otir.
—Te pagaré tus dos mil marcos —dijo Cadwaladr, pronunciando las palabras a través de los dientes fuertemente apretados—. No me queda más remedio, a la vista del poco fraterno trato que me ha dispensado mi hermano. Tendrás que concederme unos cuantos días de libertad para que pueda reunir los bienes y el ganado equivalente, pues no te lo podré pagar todo en plata —añadió en un intento de comprobar qué bajíos le quedaban en medio de aquella inundación de desgracias.
Sus palabras provocaron una sonora carcajada en Torsten y un enérgico movimiento de cabeza de Otir.
—¡De eso ni hablar, amigo mío! No voy a ser tan ingenuo como para volver a fiarme de ti. Tú no darás ni un solo paso fuera de aquí y no te librarás de tus cadenas hasta que mis barcos ya estén cargados y listos para zarpar.
—Entonces, ¿cómo quieres que se resuelva la cuestión del rescate? —preguntó Cadwaladr, torciendo la boca en una mueca de rabia—. ¿Esperas que mis administradores te entreguen mi ganado y mi bolsa por el simple hecho de que tú se lo ordenes?
—Utilizaré a un intermediario de confianza —contestó Otir sin dejarse intimidar por la furia y los desafíos de un hombre al que tenía totalmente en su poder—. Siempre y cuando éste acceda a actuar en tu nombre en este asunto. Ya sabemos, y tú mejor que nadie, que está de acuerdo. Antes de que yo te mande quitar las cadenas bajo la constante vigilancia de mi guardia, tú sacarás tu pequeño sello, sé que lo tienes y que no darías un paso sin él, y me entregarás un mensaje redactado de tal forma que tu hermano sepa que sólo puede proceder de ti. Yo hablaré con un hombre de quien me puedo fiar, independientemente de las diferencias que haya entre nosotros y de que sean más amigos o enemigos. Owain Gwynedd, que no está dispuesto a pagar un rescate para librarte de tu cautiverio, recibirá con agrado la noticia de que piensas pagar honrosamente tus deudas y no te negará su ayuda para que puedas hacer la debida reparación. Owain Gwynedd se encargará de que puedas saldar la cuenta que tienes pendiente conmigo.
—¡No lo hará! —gritó Cadwaladr, enfurecido—. ¿Cómo pretendes que crea que te he entregado voluntariamente mi sello, sabiendo que tú me lo puedes haber arrebatado a la fuerza? ¿Cómo podrá fiarse del mensaje que yo le envíe y estar seguro de que se lo envío libremente sin pensar en que tú no me has obligado, acercándome tu daga a la garganta bajo amenaza de muerte?
—A estas alturas —contestó secamente Otir—, tu hermano me conoce muy bien y sabe que no soy tan insensato como para destruir algo que puede ser beneficioso para mí. Pero, si tienes alguna duda, no te preocupes, le enviaremos a alguien en quien él confía plenamente y este hombre recibirá órdenes directamente de ti y declarará ante Owain que así las recibió y te vio sano y salvo y en tu sano juicio. A través del portador de la noticia, Owain comprenderá que es verdad. Pero no creo que esté todavía dispuesto a verte. Aun así, una vez sepa que tú has decidido pagar tus deudas, será tan fraternalmente magnánimo contigo que reunirá a toda prisa la suma de la deuda. Él quiere que me vaya y yo me iré en cuanto reciba aquello que vine a buscar, tras lo cual te devolveremos a él y él te recibirá con benevolencia.
—Tú no tienes aquí a nadie de estas características —dijo Cadwaladr, curvando el labio en una mueca de desdén—. ¿Por qué iba él a fiarse de uno de los tuyos?
—¡Por supuesto que lo tengo! No es mío, ni tuyo ni de Owain, pues sirve bajo otra jurisdicción. Se ofreció voluntariamente como rehén para garantizar tu regreso cuando te fuiste de aquí a parlamentar con tu hermano. Sí, alguien a quien tú abandonaste a su destino y a mi sentido común cuando me arrojaste el desafío a la cara y diste media vuelta, regresando junto a un hermano que te desprecia por esta acción —Otir observó cómo el moreno rostro del príncipe se teñía de escarlata y se alegró de haberle herido—. Él se ofreció voluntariamente como rehén por ti, y tú, en cambio, has vuelto de mala gana y ahora ya no tengo ningún motivo para retenerle aquí. Él es el hombre que será tu emisario ante Owain y el que en tu nombre le pedirá que reúna todo lo que de valor hayas dejado y traiga tu rescate aquí. —Otir se volvió hacia Torsten, el cual había estado escuchando visiblemente complacido toda la conversación—. Ve en busca del joven diácono de Lichfield, Marcos, el muchacho del obispo, y pídele que venga aquí.
Marcos se encontraba en compañía de fray Cadfael, recogiendo algunas ramas secas caídas entre los achaparrados árboles de la loma para encender el fuego, cuando le fueron a buscar. Enderezó la espalda recogiendo la leña en el pliegue de una holgada manga y miró al mensajero con leve sorpresa, aunque sin la menor alarma. Durante aquellos pocos días de cautiverio nominal no se había sentido cautivo en ningún momento y tanto menos en peligro de sufrir alguna desgracia, pero tampoco había imaginado que pudiera tener importancia o interés para sus captores, aparte del valor de transacción que se pudiera atribuir a su humilde persona.
Abriendo los ojos con infantil expresión de curiosidad, preguntó:
—¿Qué puede querer de mí tu capitán?
—Nada malo —dijo Cadfael—. A juzgar por lo que he visto, estos daneses irlandeses tienen más de irlandeses que de daneses después de llevar tanto tiempo viviendo allí. Otir me parece tan cristiano como la mayoría de los habitantes de Inglaterra o Gales y mucho más que algunos que yo me sé.
—Quiere que hagáis una cosa que nos beneficiará a todos —explicó Torsten, esbozando una afable sonrisa—. Venid y oídlo vos mismo.
Marcos apiló la leña junto al hogar de piedras que ellos mismos se habían hecho en su resguardado hueco de arena y siguió a Torsten con curiosidad hasta la tienda abierta de Otir. Al ver a Cadwaladr, rígidamente erguido a pesar de los grilletes y tan tenso como la cuerda de un arco, se detuvo en seco y sintió que se le cortaba la respiración. Era la primera evidencia que tenía del regreso del turbulento fugitivo al campamento y el hecho de verle aherrojado y reducido a la impotencia lo había desconcertado. Miró del cautivo al captor y vio que Otir esbozaba una sonrisa de satisfacción. La fortuna se estaba complaciendo en trastocar todas las cosas.
—Me habéis mandado llamar —se limitó a decir—. Aquí me tenéis.
Otir estudió con indulgencia y con una leve expresión burlona a aquel delgado y joven representante de una Iglesia que, tanto los galeses como los irlandeses y los daneses de Dublín, reconocían como propia. Algún día, cuando transcurrieran algunos años, puede que tuviera que llamar «padre» a aquel muchacho. De momento, le podía llamar «hermano».
—Tal como podéis ver —dijo Otir—, el señor Cadwaladr, por cuyo regreso vos os ofrecisteis como rehén, ha vuelto junto a nosotros. Si ahora accedéis a cumplir un encargo suyo cerca de su hermano Owain Gwynedd, le haréis un favor a él y a todos nosotros.
—Debéis decirme de qué se trata —apuntó Marcos—. Aunque aquí yo no me he sentido privado de libertad en ningún momento. No tengo ninguna queja.
—El propio señor Cadwaladr os lo dirá —contestó Otir, ensanchando su sonrisa de satisfacción—. Se ha declarado dispuesto a pagamos los dos mil marcos que nos había prometido por acompañarle a Abermenai. Desea comunicarle a su hermano cómo se deberá hacer. Él mismo os lo dirá.
Marcos estudió con cierto recelo el enfurruñado rostro de Cadwaladr y el sombrío fulgor de sus ojos.
—¿Es eso cierto?
—Sí —contestó Cadwaladr con voz clara y potente aunque un poco chirriante. Puesto que no había más remedio, aceptaba aquella necesidad si no de buen grado, sí por lo menos con los últimos residuos de dignidad que le quedaban—. Se me exige pagar a cambio de mi libertad. Y he decidido pagar.
—¿Lo habéis decidido libremente? —preguntó Marcos en tono dubitativo.
—Sí. Aparte de lo que podéis ver, no he recibido la menor amenaza. Pero no seré libre hasta que se pague el rescate y los barcos estén cargados y listos para zarpar. Y, como yo no puedo ir personalmente a reunir y transportar mi ganado ni a sacar de mis arcas lo que falte para completar la cantidad, quiero que mi hermano se encargue de hacerlo en mi nombre y a la mayor brevedad posible. Le enviaré mi autorización por medio vuestro y mi sello será la prueba.
—Si ése es vuestro deseo —dijo Marcos—, gustosamente transmitiré vuestro mensaje.
—Es mi deseo. Si vos le decís que lo habéis oído de mis propios labios, Owain os creerá. —Sus labios estaban en aquellos momentos fuertemente apretados en un visible esfuerzo por contener la amargura y la rabia que sentía, pero su mente estaba decidida. Más adelante puede que se vengara y exigiera otro pago para resarcirse de aquella pérdida, pero ahora lo que más necesitaba era la libertad. Se sacó de un bolsillo de la manga su sello personal y lo mostró, no a Otir que estaba contemplando la escena con una radiante sonrisa, sino a Marcos—. Llevádselo a mi hermano, decidle que lo habéis recibido directamente de mí y pedidle que se apresure a hacer lo que necesito.
—Cumpliré fielmente vuestro encargo —añadió Marcos.
—Decidle en mi nombre que envíe a alguien a Rhodri Fychan en Llanbadarn. Era mi administrador y lo seguirá siendo si alguna vez recupero lo que era mío. Él sabrá donde encontrar lo que queda de mi tesoro y, cumpliendo las órdenes confirmadas por mi sello, lo entregará. Si la suma no fuera suficiente, deberá completarla con ganado. Rhodri sabe dónde me guardan los rebaños. Hay más que suficiente. Dos mil marcos es la suma. Decidle a mi hermano que se dé prisa.
—Lo haré —asintió Marcos, poniendo inmediatamente manos a la obra.
Él fue quien se despidió de todos en su calidad de embajador sin esperar a que Otir le diera permiso para retirarse. Hizo una rápida reverencia, pronunció una breve despedida y se retiró. Por una extraña razón, el espacio de la tienda y el que la rodeaba quedó curiosamente vacío tras la desaparición de su menuda y delgada figura.
Fue a pie, pues la distancia era de aproximadamente un cuarto de legua. Antes de media hora le transmitiría el mensaje a Owain Gwynedd y pondría en marcha los acontecimientos que permitirían a Cadwaladr recuperar su libertad ya que no sus tierras, salvando a Gwynedd de la amenaza de una guerra y de la opresiva presencia de un enemigo extranjero.
Antes de partir, hizo sólo una breve pausa para explicar a Cadfael la naturaleza de la misión que le habían encomendado.
Fray Cadfael se dirigió con aire pensativo al lugar donde Heledd estaba avivando el fuego del hogar de piedra para preparar la cena. Estaba pensando en todo lo que acababa de averiguar, pero no podía por menos que reconocer lo bien que le estaba sentando a la muchacha aquella vida de ocio en un campamento militar. El sol había conferido a su piel un hermoso color dorado con suaves tonalidades aceitunadas que realzaban su cabello oscuro, sus ojos negros y sus labios intensamente rojos. Jamás se había sentido tan libre en toda su vida como se sentía ahora en su cautiverio. El resplandor la envolvía como un lienzo dorado y poco importaba que tuviera un desgarrón en la manga o que el dobladillo de su vestido estuviera manchado y arrugado.
—Hay una noticia que podría ser buena para todos nosotros —le dijo Cadfael, contemplando con satisfacción sus ágiles movimientos—. Al parecer, Turcaill no sólo ha regresado sano y salvo de su incursión de anoche, sino que ha traído consigo a Cadwaladr.
—Lo sé —dijo Heledd, deteniendo por un instante el movimiento de sus manos mientras contemplaba con una sonrisa el fuego del hogar—. Los vi regresar antes del amanecer.
—¿Y cómo no nos dijisteis nada?
—Por nada del mundo lo hubiera hecho. Con ello hubiera revelado más de lo que estaba dispuesta a revelar.
¿Cómo hubiera podido decir que se había levantado antes del amanecer esperando el feliz regreso de la pequeña embarcación?
—Hoy apenas os he visto. Al parecer, no han sufrido ningún daño y eso es lo más importante. ¿Por qué? ¿Cuáles serán las consecuencias? ¿Por qué es tan bueno para todos nosotros?
—Pues porque este hombre ha recapacitado y ha accedido a pagarles a los daneses lo que les prometió. Marcos ha sido enviado a Owain en nombre de su hermano y con su sello como garantía para que el príncipe reúna el precio del rescate y lo pague. Otir lo tomará, se irá y dejará en paz a Gwynedd.
Ahora la joven sí prestó la debida atención a las palabras de Cadfael, arqueando las cejas y deteniendo brusca e imprevistamente el movimiento de sus manos.
—¿Ya ha cedido? ¿Y está dispuesto a pagar?
—Marcos me lo ha dicho y ya se ha puesto en camino. Nada podría ser más cierto.
—¡Y se irán! —dijo Heledd en un susurro sin apenas entreabrir los labios. Dobló las rodillas, las rodeó con sus brazos y permaneció sentada en el suelo sin sonreír ni fruncir el ceño, calibrando fríamente el significado de aquel cambio de la situación para bien y para mal—. ¿Cuánto tiempo creéis que tardarán en transportar el ganado hasta aquí desde Ceredigion, Cadfael?
—Tres días por lo menos —contestó éste, observando la forma en que la joven archivaba metódicamente aquel dato en los más recónditos rincones de su mente para utilizarlo cuando fuera preciso.
—Eso significa tres días como máximo —dijo Heledd—, pues Owain se dará prisa en librarse de ellos.
—Y vos os alegraréis de recupera la libertad —dijo Cadfael, tanteando suavemente las regiones en las que la verdad tenía por lo menos dos caras y él no podía saber exactamente cuál de ellas estaba vuelta hacia él y cuál estaba apartada.
—Sí, ¡me alegraré! —contestó Heledd, contemplando el suave oleaje de la superficie gris azulada del mar con una leve sonrisa en los labios.
Gwion había llegado sin que nadie se lo impidiera al puesto de vigilancia a través del cual su señor había sido secuestrado. Estaba a punto de cruzar el umbral cuando el guardia le impidió el paso con su lanza y le preguntó con aspereza:
—¿No eres Gwion, el fiel seguidor de Cadwaladr?
Gwion reconoció que sí, más perplejo que alarmado. Habían reforzado la vigilancia tras la incursión de la víspera y aquel centinela ignoraba los propósitos de Owain y no tenía la menor intención de que le echaran una bronca por dejar entrar y salir a la gente sin preguntar.
—Lo soy. El príncipe me ha dado libertad de quedarme o de irme según prefiera. Pregúntaselo a Cuhelyn. Él te lo dirá.
—Tengo unas noticias más recientes para ti —dijo el guardia sin moverse—. El príncipe ha ordenado hace un rato que te buscaran y, si todavía estabas en el campamento, te condujeran a su presencia.
—Que yo sepa, nunca cambia de idea tan bruscamente —señaló Gwion en tono desconfiado—. Me dijo claramente que no tenía nada contra mí y que le importaba un pimiento que me quedara o me fuera. E incluso que viviera o muriera.
—Aun así, parece que te necesita para algo. No temas, él jamás ha amenazado a nadie. Ve a verle. Quiere hablar contigo. Es lo único que sé.
No tendría más remedio que hacerlo. Gwion se encaminó hacia la achaparrada granja, haciendo toda suerte de vanas conjeturas. Owain no podía haberse enterado de lo que todavía no era más que un vago proyecto, a pesar de que él había permanecido largo rato en compañía de Ieuan de Ifor para discutir los detalles y los medios, y todo lo que Ieuan sabía acerca de la disposición del campamento danés. Demasiado rato, por desgracia. Se hubiera tenido que ir en seguida, antes de que tuvieran tiempo de impedírselo. A aquella hora ya hubiera podido enviar a su mozo al sur para que fuera en busca de las fuerzas y estar de vuelta en el campamento antes de que le echaran en falta. La planificación se hubiera podido dejar para más adelante. Ahora ya era demasiado tarde, estaba atrapado. Y, sin embargo, nada se había perdido. Owain no podía saberlo. Sólo lo sabían el propio Gwion y Ieuan, y éste aún no había hablado con ninguno de aquellos valientes a los que él conocía ni con ningún amante de las aventuras. El reclutamiento aún no se había llevado a cabo. Por consiguiente, lo que Owain quería de él no podía tener nada que ver con su proyecto.
Aún estaba estudiando y rechazando las distintas posibilidades, cuando entró en la sala de techo de vigas de la granja y se inclinó en cautelosa reverencia ante el príncipe sentado al otro lado de una tosca mesa de caballete.
Hywel se encontraba al lado de su padre, mientras que otros dos capitanes del príncipe permanecían de pie un poco apartados como si tuvieran que ser testigos de un acontecimiento todavía inexplicable para Gwion, pues la única persona que había en la estancia era aquel diácono bajito y delgado de Lichfield con su raído hábito negro, su círculo de alborotado cabello pajizo alrededor de la tonsura y sus grandes ojos grises tan sinceros y serenos como siempre. Los ojos miraron a Gwion y éste apartó la cabeza, temiendo que le leyeran el pensamiento. La benévola expresión de aquellos ojos le atacaba un poco los nervios. ¿Qué podía tener aquel pequeño clérigo que ver con cualquier asunto que tuvieran pendiente Owain, Cadwaladr y los invasores daneses? Sin embargo, si se tratara de algo totalmente distinto, ¿qué relación podía tener con él y por qué le habían mandado llamar?
—Me alegro de que no nos hayas dejado, Gwion —dijo Owain—, pues ahora podrás hacer algo por mí y también por tu señor.
—Lo haré de mil amores —contestó Gwion sin poder creerlo.
—Aquí el diácono Marcos acaba de llegar, enviado por Otir el danés, el cual retiene como prisionero a mi hermano y señor tuyo —explicó Owain—. Me ha venido a decir de parte de Cadwaladr que éste ha accedido a pagar la suma prometida para saldar su deuda y librarse del cautiverio.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Gwion, palideciendo intensamente a causa del sobresalto—. No lo creeré si no se lo oigo decir a él directamente.
—En tal caso, tú y yo pensamos lo mismo —dijo secamente Owain—, pues no esperaba que mi hermano recapacitara tan pronto. Tú tienes sobrados motivos para conocer mi opinión acerca de este asunto. Preferiría que mi hermano cumpliera su palabra y pagara lo que me prometió. Pero yo tampoco acepto recibir de labios de otra persona unas instrucciones que le dejarán en la indigencia. Otir es un hombre justo. De labios de mi hermano no podrás oír su voluntad, pues no será libre hasta que pague la deuda. Pero la podrás oír de labios de fray Marcos que la recibió de él y dará fe de que Cadwaladr se encuentra a salvo y se la manifestó libremente y en pleno uso de sus facultades mentales.
—Doy fe —dijo Marcos—. Sólo lleva prisionero un día y está aherrojado, pero, dejando eso aparte, nadie le ha puesto la mano encima ni ha proferido la menor amenaza contra su cuerpo o su vida. Él lo dice y yo le creo, pues jamás se cometió la menor violencia contra mi persona ni contra los demás rehenes que ahora se encuentran en poder de los daneses. Él me dijo lo que se debería hacer. Y me entregó personalmente su sello para que sirviera de garantía. Ya se lo he entregado al príncipe, cumpliendo sus instrucciones.
—¿Y cuál es el contenido del mensaje? Tened la amabilidad de repetirlo —pidió cortésmente el príncipe—. Por nada del mundo quisiera que Gwion pudiera pensar que os he presionado o he tergiversado vuestras palabras.
—Cadwaladr ruega al señor Owain, su hermano —dijo Marcos, clavando sus valientes ojos claros en el rostro de Gwion— que envíe a toda prisa a alguien a Llanbadarn donde se encuentra su administrador Rhodri Fychan, el cual sabe dónde se guarda lo que resta de su tesoro, y le diga que su señor le ordena enviar a Abermenai dinero y cabezas de ganado por valor de dos mil marcos para su entrega a los daneses que sirven a las órdenes de Otir, tal como les prometió en el acuerdo que cerró con ellos en Dublín. A tal fin, envía su sello como garantía.
Se produjo un largo silencio cuando la clara y serena voz terminó su exposición. Gwion permaneció inmóvil, luchando contra la furia de la negación, la desesperación y la cólera que albergaba en su interior. No era posible que un alma tan orgullosa e inflexible como la de Cadwaladr se hubiera sometido con semejante rapidez. Y, sin embargo, hasta los hombres más arrogantes y exaltados valoran por encima de todo su vida y su libertad, y son capaces de comprarlas aunque sea con humillación y deshonra cuando la amenaza está cerca y abandona el reino de la imaginación para pasar al de la realidad. Sin embargo, el hecho de que primero se hubiera arrastrado a sus pies y hubiera accedido a reunir con vergonzosa prisa el precio que ellos le exigían… eso era una auténtica indignidad. Con sólo esperar unos cuantos días, el desenlace hubiera sido muy distinto. Sus hombres estaban muy cerca y no hubieran permitido que permaneciera encadenado por mucho tiempo, aunque su hermano y todos los demás le hubieran abandonado. Dios mío, dame dos días más, rezó en silencio Gwion detrás de su moreno e impenetrable semblante, para que yo pueda sacarle de allí a la fuerza y él reúna a los suyos, recupere sus propiedades y vuelva a ser el orgulloso Cadwaladr que siempre fue.
—Pienso cumplir cuanto antes el encargo que él me ha confiado —añadió Owain sin que Gwion apenas le escuchara, pues estaba distraído con sus propios pensamientos—, para redimir a la mayor brevedad posible su persona y su buena fama. Mi hijo Hywel se pondrá inmediatamente en camino hacia el sur. Pero, aprovechando que estás aquí y deseas con toda tu alma servir a tu señor, tú, Gwion, escoltarás a Hywel, y tu presencia será una ulterior garantía para que Rhodri Fychan comprenda que es Cadwaladr quien se lo ordena y recuerde que los que le sirven están obligados a obedecer. ¿Irás?
—Iré.
¿Qué otra cosa hubiera podido decir? Ya estaba decretado. Era otra manera de rechazarle, pero sin dejar por ello de atarle con aquella alusión a su inquebrantable lealtad. Ahora, en nombre de aquella lealtad, tendría que colaborar en la tarea de despojar a su señor de gran parte de lo que todavía le quedaba cuando hacía apenas un momento ya se estaba preparando para acudir con sus huestes en su rescate sin necesidad de que Cadwaladr sufriera aquella pérdida tan ignominiosa. Sin embargo, había accedido a ir, aceptando lo inevitable. Puede que aún tuviera oportunidad de establecer contacto con sus hombres, antes de que los barcos daneses levaran anclas con sus despojos y se hicieran triunfalmente a la mar rumbo a Dublín.
Se pusieron en camino antes de una hora. Hywel de Owain y Gwion encabezaron la marcha con una escolta de diez hombres armados y bien montados, portando una autorización para requisar cabalgaduras de relevo por el camino. Cualesquiera que fueran los sentimientos de Owain con respecto a su hermano, estaba claro que no quería que éste permaneciera mucho tiempo prisionero… ni que dejara de pagar su deuda. Nadie sabía cuál de las dos cosas era más importante para él.
Los tres días vaticinados por Cadfael transcurrieron en medio de un torbellino de actividad en otros lugares; pero en los dos campamentos contrarios las horas pasaron muy despacio como si todo el mundo contuviera la respiración. Hasta los guardias que vigilaban las empalizadas se relajaron un poco, pues no esperaban ningún ataque, ahora que la cuestión estaba a punto de resolverse sin necesidad de empuñar las armas. Sólo Ieuan de Ifor parecía inquieto por la espera, temiendo que las negociaciones fracasaran, que los prisioneros siguieran prisioneros, las deudas no se pagaran y las bodas se aplazaran insoportablemente.
Mientras transcurrían las horas, se dedicó a hablar con sus amigos más audaces, les describió cómo se había acercado dos veces de noche por los guijarrales y la arena aprovechando la bajamar para espiar las defensas de los daneses y les explicó que había un lugar en el que era posible acercarse desde el mar al amparo de los arbustos y los matorrales. Aunque Cadwaladr se hubiera sometido, aquellos jóvenes y exaltados galeses aún no habían dado su brazo a torcer. Lamentaban amargamente que los invasores de Irlanda no sólo pudieran zarpar sin ninguna pérdida, sino que además se llevaran unos cuantiosos beneficios a cambio de su incursión. Pero ¿no sería demasiado tarde ahora que ya había corrido la voz de que Hywel se dirigía al sur con órdenes de reunir la suma y pagarle a Otir lo que éste exigía y el propio Cadwaladr había accedido a entregarle?
De ninguna manera, pensó Ieuan. Gwion se había ido con ellos y, en algún lugar situado entre el campamento y Ceredigion, el joven tenía a unos cien hombres que estaban deseando entrar en combate por Cadwaladr. Ninguno de ellos consentiría que a su señor le despojaran de dos mil marcos y tanto menos que éste tuviera que arrastrarse a los pies de los daneses. No lo aceptarían aunque Cadwaladr hubiera caído tan bajo como para someterse. Ieuan había hablado con Gwion antes de que éste se fuera. Durante su camino hacia el sur, el joven aprovecharía la primera oportunidad que se le ofreciera para apartarse de sus compañeros y reunirse con sus hombres. Al regresar al norte, en caso de que lo hubieran vigilado estrechamente a la ida y no le hubiera sido posible establecer contacto, Hywel le estaría agradecido por su participación en los tratos con Rhodri Fychan en Llanbadarn y nadie se fijaría demasiado en lo que hiciera. Por el camino podría adelantarse y desviarse. Les bastaría una oscura noche durante la bajamar, para acercarse al campamento de los daneses y liberar a Heledd y a Cadwaladr de su cautiverio. Después, Otir no tendría más remedio que zarpar a toda prisa y regresar con las manos vacías a Dublín.
Entre los jóvenes seguidores de Owain había muchos más partidarios de resolver los asuntos por la vía violenta que de buscar un medio de salir del atolladero sin pérdidas humanas. Algunos habían manifestado abiertamente la opinión de que Owain se había equivocado, permitiendo que su hermano pagara las deudas por su cuenta. Cierto que los juramentos se tenían que cumplir, pero los vínculos de la sangre y el parentesco estaban por encima de los juramentos. Los jóvenes lo escuchaban todo en silencio, pero la idea de irrumpir en el campamento danés y empujar a Otir y a sus hombres hacia sus embarcaciones a punta de espada estaba adquiriendo cada vez más fuerza en sus mentes. Estaban hartos de permanecer sentados todo el día mano sobre mano sin hacer nada. ¿Qué mérito tenía salir del peligro por medio del dinero y los compromisos?
La imagen de Heledd ardía en la memoria de Ieuan, el cual no podía quitarse de la cabeza la figura de la joven morena recortándose contra el cielo en lo alto de una duna. Dos veces la había visto allí y había contemplado sus ágiles movimientos y el orgulloso porte de su cabeza. Poseía una gracia incomparable y él no podía creer que una mujer como ella, sola en un campamento lleno de hombres, pudiera permanecer indemne hasta el final, sin que nadie la codiciara. Era algo contrario a la naturaleza humana. Cualquiera que fuera la autoridad de Otir, alguien la desafiaría. Ahora temía además que, una vez en poder del botín que tan mansamente les iban a entregar, los daneses zarparan, llevándose consigo a Heledd, tal como en el pasado se habían llevado a otras muchas galesas, las cuales se habían pasado el resto de sus vidas viviendo como esclavas al servicio de algún danés de Dublín.
Él no hubiera movido ni un solo dedo por Cadwaladr a quien sólo le debía sinsabores. Sin embargo, por odio a los invasores y por la recuperación de Heledd, se hubiera atrevido, en caso necesario, a asaltar el campamento danés con un puñado de héroes. De todos modos, mejor sería esperar el regreso de Gwion con sus cien seguidores. Así pues, Ieuan se pasó el primer día y el segundo esperando pacientemente y vigilando el sur por si viera alguna señal.
En el campamento de Otir los días pasaron muy despacio, pero en medio de una atmósfera de confianza tal vez excesiva, pues la estrecha vigilancia que habían mantenido desde un principio también pareció atenuarse levemente. Los barcos de carga con sus velas cuadradas y sus pozos listos para recibir el botín, fueron acercados a la orilla para vararlos con más facilidad cuando llegara el momento, y sólo las pequeñas y rápidas embarcaciones dragón permanecieron en el resguardado fondeadero. Otir no tenían ninguna razón para dudar de la buena fe de Owain y, por consiguiente, había mandado quitar las cadenas a Cadwaladr aunque Torsten vigilaba constantemente al prisionero, presto para intervenir al menor movimiento sospechoso. Nadie se fiaba de Cadwaladr, pues todos le conocían.
Cadfael contempló el paso de las horas con absoluta serenidad. Aún quedaba espacio para que las cosas se torcieran aunque nada parecía presagiarlo. Lo malo era que, cuando dos grupos armados se encontraban enfrentados a tan escasa distancia, bastaba una chispa para que se encendiera la hostilidad latente entre ambos. La sola espera podía hacer que la quietud resultara siniestra y él echaba de menos la apacible compañía de Marcos. Lo que más le entretuvo durante aquel intermedio fue el comportamiento de Heledd.
La joven cumplía la rutina que ella misma se había impuesto durante su cautiverio sin aparente impaciencia ni inquietud, como si todo estuviera predeterminado y ya aceptado y ella no pudiera modificarlo y no hubiera nada que la pudiera deleitar o turbar. Si acaso, se mostraba un poco más taciturna que de costumbre, pero no debido a la tensión o la aflicción, sino más bien al convencimiento de que no valía la pena gastar palabras hablando de cuestiones que ya estaban decididas. Su actitud hubiera podido interpretarse como una consecuencia de la resignación a un destino en el que no podía influir, de no haber sido por el inalterable esplendor estival que había transformado su gracia en belleza y por el intenso brillo de sus ojos cuando éstos contemplaban la cinta del guijarral de la playa y el balanceo de los barcos que, anclados frente a la orilla, se mecían impulsados por la fuerza de la marea. Cadfael no la seguía asiduamente y tampoco la vigilaba demasiado. Si la joven tenía algún secreto, él no quería saberlo. En caso de que se lo quisiera revelar, ya lo haría. Y, si necesitara algo de él, se lo pediría. Su integridad física allí estaba plenamente asegurada. Lo único que esperaban todos aquellos inquietos jóvenes era cargar sus barcos y llevarse cuanto antes las ganancias a Dublín, librándose de un compromiso que hubiera podido terminar en un desastre, dada la imprevisible naturaleza de su aliado.
Así estaba finalizando el segundo día en los dos campamentos.
Ante la autoridad de Hywel de Owain y el envarado y rígido testimonio de Gwion, que tan visiblemente aborrecía tener que reconocer la capitulación de su señor, Rhodri Fychan en sus tierras de Ceredigion, no tuvo motivo para dudar de las instrucciones que había recibido. Aceptó la necesidad con un encogimiento de hombros y le entregó a Hywel la mayor parte de los dos mil marcos en monedas. Tuvo que desprenderse, además, de unas cuantas acémilas que transportarían la plata y que también formarían parte del precio del rescate. El resto, dijo con resignación, lo podrían recoger en los pastos norteños que había junto al territorio de Ceredigion, cerca de la frontera de Gwynedd, donde se encontraban los rebaños de Cadwaladr que habían sido trasladados a aquel lugar cuando Hywel lo había expulsado de su castillo y sus propiedades más de un año atrás. Los pastores de Rhodri se habían encargado de apacentar allí los rebaños de Cadwaladr desde que éste fuera expulsado de sus tierras.
Gwion se ofreció para adelantarse a sus compañeros en su camino hacia el norte, y recoger aquel ganado que necesariamente tendría que desplazarse más despacio y dirigirse inmediatamente con él a Abermenai. Los jinetes los podrían alcanzar fácilmente en cuanto hubieran cargado la plata y, de esta manera, no se perdería tanto tiempo en el viaje de vuelta. Un mozo de la casa de Rhodri le acompañó, alegrándose de poder hacer aquella excursión, para dar testimonio de que contaban con la autorización del propio Cadwaladr a través de su administrador y podían llevarse unas trescientas cabezas de ganado de los rebaños y conducirlas al norte.
Todo estaba saliendo mejor de lo que él hubiera podido esperar. Durante el camino hacia el sur, Gwion no había podido apartarse para preparar la huida. Ahora, al regresar al norte, le sería mucho más fácil. En cuanto cruzaran la frontera de Gwynedd, seguidos lentamente por las bestias y sus pastores, nada le impediría adelantarse con la excusa de avisar a Otir para que tuviera preparados los barcos, dejando que el ganado y los pastores le siguieran hasta Abermenai con la mayor rapidez posible.
Eran las primeras horas de la mañana del segundo día cuando salió y ya había anochecido cuando llegó al campamento donde había dejado apostados a sus cien hombres. Éstos se habían alimentado de los frutos que les ofrecía la campiña circundante y por este motivo no habían provocado las iras que suelen suscitar los ejércitos en los habitantes de las regiones que atraviesan. Los hombres se alegraron de poder reanudar la marcha.
Sin embargo, les pareció oportuno esperar a que amaneciera. Se encontraban reunidos en un claro del bosque un poco apartado de los caminos. Allí pasarían una noche más y emprenderían la marcha con las primeras luces del alba, pues, a partir de aquel momento, sólo podrían desplazarse a la mayor velocidad que les permitieran sus pies y, aunque lo hicieran a marchas forzadas, jamás podrían adelantar a los jinetes. Los pastores de Cadwaladr tendrían que dejar descansar el rebaño durante la noche, por cuyo motivo no habría peligro de que los alcanzaran. Gwion durmió unas cuantas horas, alegrándose de haber hecho todo lo que se podía hacer.
De noche, por el camino real que discurría a menos de un cuarto de legua del campamento del bosque, Hywel y su escolta montada les dejaron atrás.