IX
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n la granja abandonada en la que Owain había instalado su cuartel general, a cosa de media legua del límite exterior del campamento de Otir, Cadwaladr expuso toda la retahíla de sus agravios, aunque lo hizo con una cierta moderación, pues hablaba en presencia no sólo de su hermano, sino también de Hywel, contra el cual sentía tal vez la mayor y más amarga animosidad y de una media docena de capitanes de Owain, con los que no quería enemistarse y cuya simpatía le interesaba conservar. Aun así, no pudo refrenar por entero su indignación. Por otra parte, el comedimiento y la tolerancia con la que ellos le escucharon, sólo sirvieron para intensificar su ardiente resentimiento. Cuando terminó, estaba furioso por los perjuicios que le habían causado y poco faltó para que profiera la amenaza implícita en sus palabras de declarar una guerra abierta en caso de que no le fueran devueltas sus tierras. Owain permaneció en silencio unos minutos, estudiando a su hermano con un semblante cuya expresión Cadwaladr no pudo interpretar. Al final, se removió despacio en su asiento y contestó serenamente:
—Estás un poco confundido en cuanto al estado de la cuestión, y has olvidado muy oportunamente el pequeño detalle de la muerte de un hombre, por la cual se exigió un precio. Has llamado a esos daneses de Dublín como medida de presión. Pero yo no me dejo presionar ni siquiera por un hermano. Ahora déjame exponerte la realidad. Ocurre justamente lo contrario. Ya no se trata de que tú me digas: devuélveme las tierras si no quieres que desencadene a estos bárbaros contra Gwynedd para obligarte a hacerlo. Soy yo quien te digo a ti: tú has traído a estos huéspedes aquí y tú tienes que librarte de ellos. Entonces es posible —¡digo es posible!— que te sea devuelto lo que antaño era tuyo.
No era en absoluto lo que Cadwaladr esperaba, pero tan seguro estaba éste de su bienandanza con semejantes aliados, que no pudo por menos que interpretar las cosas en su sentido más favorable. Owain estaba dispuesto a conceder mucho más de lo que sus palabras daban a entender a primera vista. A menudo se había mostrado indulgente con las faltas de su hermano y esta vez volvería a ocurrir lo mismo. A su manera, ya había expresado su disposición a aliarse para expulsar a los invasores extranjeros. No hubiera podido ser de otro modo.
—Si estás dispuesto a recibirme y a aliarte conmigo… —empezó a decir Cadwaladr con una cortesía impropia de su exaltado temperamento, aunque Owain le interrumpió inmediatamente sin la menor compasión.
—Yo no he dicho nada de todo eso. Te lo vuelvo a repetir, sácatelos de encima y sólo entonces consideraré la posibilidad de devolverte tus derechos en Ceredigion. ¿Te he hecho acaso alguna promesa? Depende de ti, y no sólo en la cuestión que nos ocupa, que puedas volver a ejercer tu dominio en tierras galesas. No te prometo nada, tampoco te servirá de nada que despidas a esos daneses y los envíes al otro lado del mar, no pienso pagar nada y no habrá ninguna tregua a menos que yo decida concertar una con ellos. Son un problema tuyo, no mío. Es posible que yo me reserve la posibilidad de desafiarles por haberse atrevido a invadir mi reino. Pero ahora semejante consideración está en suspenso. Tu disputa con ellos, si ahora rechazas su ayuda, es cosa tuya.
A Cadwaladr se le había congestionado la cara de rabia y sus ojos miraban a su hermano con enfurecida expresión de incredulidad.
—Pero ¿qué es lo que me estás exigiendo? ¿Cómo podría enfrentarme con semejantes fuerzas sin ayuda de nadie? ¿Qué pretendes que haga?
—Nada más sencillo —contestó Owain con imperturbable calma—. Cumple el acuerdo que concertaste con ellos. Págales el precio que les prometiste o atente a las consecuencias.
—¿Eso es lo único que puedes decirme?
—Es lo único. Te doy tiempo para reflexionar debidamente sobre los asuntos que tenemos pendientes tú y yo. Quédate a pasar la noche aquí, si quieres, o vuelve cuando lo desees —añadió Owain—. Pero más no estoy dispuesto a concederte mientras haya en territorio galés un solo danés que no haya sido invitado por mí.
Ante una despedida tan tajante, pronunciada más por un príncipe, que por un hermano, Cadwaladr se levantó sumisamente y se retiró de su presencia en un sobrecogedor silencio. Sin embargo, no podía aceptar la posibilidad de que todos sus esfuerzos hubieran sido inútiles. Dentro del sólido y bien organizado campamento de Owain había sido recibido y reconocido como un huésped y pariente con el sagrado derecho a ser tratado con la máxima cortesía por un lado y con afable familiaridad por el otro. Semejante situación confirmó su natural optimismo y le ratificó en su arrogante confianza. Lo que había oído no era más que el barniz superficial de una realidad muy distinta. Entre los capitanes de Owain había muchos que sentían cierto afecto por aquel príncipe tan conflictivo, por más que dicho afecto hubiera sido sometido a duras pruebas en más de una ocasión y ellos hubieran condenado sin paliativos los excesos a los cuales solía arrastrarle su exaltado temperamento. Cuánto mayor, pensó Cadwaladr mientras cenaba aquella noche en la mesa de campaña de la tienda de Owain, no sería el afecto que su hermano le profesaba. Una y otra vez lo había ofendido y había sido castigado por ello, incluso con la pérdida de su favor, aunque sólo por poco tiempo. Una y otra vez Owain se había ablandado y le había acogido de nuevo fraternalmente con su inquebrantable afecto. Y lo volvería a hacer. ¿Por qué iban las cosas a ser distintas esta vez?
Se levantó por la mañana en la certeza de que podría manipular a su hermano tal como siempre había hecho. La sangre que les unía no se podía borrar por muy grave que hubiera sido el delito. En defensa de aquella sangre, una vez se hubieran echado los dados, Owain haría mucho más de lo que había dicho y apoyaría a su hermano hasta el final, cualesquiera que fueran las circunstancias.
Lo único que Cadwaladr tenía que hacer, era una jugada que obligara a Owain a actuar. En cuanto al resultado, no cabría la menor duda. Una vez se viera arrastrado a la contienda, su hermano no le abandonaría. Semejantes cálculos hubieran sido una mera conjetura para un hombre menos temperamental. En cambio, Cadwaladr no abrigaba el menor recelo y estaba completamente seguro del resultado final.
En el campamento había varios hombres que habían sido seguidores suyos, antes de que Hywel lo expulsara de Ceredigion. Calculó su número y se sintió respaldado por una falange. No le faltarían defensores. Sin embargo, prefería no echar mano de ellos de momento. A media mañana mandó que le ensillaran el caballo y se alejó del campamento de Owain sin despedirse oficialmente, como si tuviera intención de regresar junto a los daneses para negociar con ellos su retirada con la menor pérdida posible de ganado, oro o dignidad. Muchos le vieron partir con renuente simpatía. Lo mismo debió de hacer Owain mientras contemplaba al solitario jinete cruzando el campo abierto hasta perderse entre las dunas y aparecer en lo alto de una lejana loma, convertido en una anónima y minúscula figura en medio de las solitarias extensiones de arena. Era la primera vez que Cadwaladr aceptaba un reproche, cargaba con el peso de una culpa y se retiraba sin quejarse, para tratar de resolver el conflicto de la mejor manera posible. En caso de que conservara aquella inesperada actitud, habría merecido la pena que su hermano se hubiera tomado la molestia de salvarle.
La reaparición de Cadwaladr, avistado poco antes del mediodía desde las líneas de vigilancia que cubrían los accesos por tierra al campamento de Otir, no suscitó la menor sorpresa. Le habían concedido permiso para ir y volver a su antojo. La guardia, capitaneada por Torsten, el que tenía fama de partir un árbol joven con una lanza desde cincuenta pasos de distancia, comunicó a Otir el regreso de su aliado, solo y sin ningún impedimento, tal como éste había prometido. Nadie esperaba otra cosa; únicamente querían saber qué acogida le habían dispensado y qué condiciones exigía el príncipe de Gwynedd.
Cadfael llevaba desde primera hora de la mañana vigilando los accesos desde una elevación situada dentro del campamento. Al enterarse de que Cadwaladr había sido avistado entre las dunas, Heledd se acercó con curiosidad para verlo por sí misma en compañía de fray Marcos.
—Si, cuando esté lo suficientemente cerca, vemos que lleva la cresta levantada —sentenció Cadfael—, significará que Owain ha cedido por lo menos en parte a sus pretensiones. O que, como mínimo, cree que podrá imponerle sus criterios a poca ocasión que tenga de convencerle. Si hay un pecado mortal que Cadwaladr jamás cometerá, ése es sin duda el de la desesperación.
El solitario jinete se adentró en un estrecho cinturón de árboles en lo alto de una loma a poca distancia de los límites del campamento de Otir. Cadwaladr sabía calcular tan bien como el que más el alcance de una flecha o una lanza, pues allí se detuvo y permaneció sentado en silencio sobre su caballo por espacio de unos minutos. Al verlo, una oleada de leve sorpresa se transmitió entre las filas de los guerreros de Otir.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Marcos junto al hombro de Cadfael—. Tiene libertad para ir y venir. Owain no ha intentado retenerle y los daneses querían que regresara. Trayendo consigo lo que fuera. Me da la impresión de que lleva la cresta bastante levantada. Podría entrar y comunicar la noticia, siempre y cuando no tenga ningún motivo para sentirse avergonzado.
En su lugar, el distante jinete gritó con una poderosa voz cuyos ecos se propagaron por encima de los repliegues de las dunas hasta los hombres que se encontraban en el interior de la empalizada.
—¡Llamad a Otir! Tengo un mensaje de Gwynedd para él.
—¿Qué será eso? —preguntó Heledd, perpleja—. Por supuesto que lo tiene, ¿para qué si no hubiera ido a parlamentar? ¿Por qué brama como un toro desde cien pasos de distancia?
Otir se acercó al borde del campamento seguido de una docena de capitanes, entre los cuales figuraba Turcaill. Desde la entrada de la empalizada, contestó también a gritos:
—Aquí me tienes, soy Otir. Ven con tu mensaje y seas bienvenido.
Si, para entonces, no abrigaba recelos y dudas, pensó Cadfael, debía ser el único hombre de entre todos los presentes que todavía estaba seguro del éxito de la expedición. Y, si los abrigaba, debió optar de momento por disimularlos y esperar a que le dieran explicaciones.
—Éste es el mensaje que te traigo de Gwynedd —contestó Cadwaladr, levantando la voz y pronunciando las palabras con toda claridad para que le oyeran todos los que se encontraban dentro de las líneas danesas—. ¡Regresa a Dublín con todas tus huestes y tus barcos! Owain y Cadwaladr han hecho las paces. Cadwaladr recuperará sus tierras y ya no te necesita para nada. ¡Despídete y vete!
Inmediatamente dio media vuelta con su caballo y se lanzó al galope entre las dunas en dirección al campamento galés. Un rugido de cólera lo persiguió y dos o tres flechas disparadas por el recelo y la inquietud cayeron inofensivamente en la arena a su espalda. Cualquier otro tipo de persecución hubiera sido imposible, pues se había adelantado a todos los caballos que los daneses hubieran podido utilizar y estaba regresando al galope junto a su hermano para cumplir lo que con tanta audacia se había atrevido a proclamar. Le vieron desaparecer y reaparecer dos veces en su huida, hundiéndose y elevándose sobre las olas de las dunas hasta que sólo fue un punto en la distancia.
—¿Cómo es posible? —preguntó fray Marcos con incrédulo y escandalizado asombro—. ¿Cómo puede haber cambiado la situación con tanta facilidad? ¿Y Owain lo ha consentido?
El clamor de la cólera y la incredulidad que había sacudido a los saqueadores daneses se convirtió con siniestra celeridad en un comedido e impresionante murmullo de comprensión y aceptación. Otir reunió en torno a sí a sus capitanes, volvió la espalda a la traición y subió por la cuesta de la duna hacia su tienda para deliberar acerca de lo que deberían hacer. No podían perder el tiempo con denuncias o amenazas, pero su ancho y bronceado semblante no permitía adivinar los pensamientos que se ocultaban detrás de su cobriza frente. Otir veía las cosas tal como eran, no como él hubiera querido que fueran. Y nunca dudaba en enfrentarse con las realidades.
—Si hay algo seguro —dijo Cadfael, viéndole pasar con sus firmes y poderosas zancadas— es que ahí va uno que cumple sus compromisos buenos o malos y exige otro tanto de aquéllos que mantienen tratos con él. Con Owain o sin él, será mejor que Cadwaladr se ande con mucho cuidado, pues Otir le cobrará el precio ya sea en bienes o en sangre.
Ninguno de tales presagios turbó a Cadwaladr mientras éste regresaba al campamento de su hermano. Al ver que el guardia de la entrada le cerraba el paso, tiró de las riendas de su cabalgadura para tranquilizarlo y le dijo alegremente:
—Déjame pasar, pues soy tan galés como tú y ése es el lugar que me corresponde. Ahora hacemos causa común. Responderé ante el príncipe de lo que he hecho.
Le franquearon la entrada y le escoltaron hasta la presencia del príncipe. Aunque no supieran qué se ocultaba detrás de su regreso, estaban firmemente decididos a que le manifestara su propósito a Owain antes de que hablara con cualquier otro. Entre aquellos hombres había muchos antiguos seguidores suyos y él siempre había tenido la habilidad de conservar las fidelidades incluso tras haber dejado bien claro que no las merecía. Si había traído a los daneses para amenazar a Gwynedd, cabía la posibilidad de que ahora hubiera conspirado con ellos para salirse con la suya de otra manera más sutil. Cadwaladr se abrió rápidamente paso entre ellos, esbozando una leve sonrisa desdeñosa ante su evidente desconfianza, convencido como siempre, de que las elucubraciones de su exaltada cabeza eran ciertas y sintiéndose más seguro que nunca de su dominio.
De pie junto a la zona de la empalizada que sus ingenieros estaban reforzando, Owain volvió la cabeza para mirar con el ceño fruncido a su hermano cuyo regreso no esperaba. El ceño fruncido no era más que una manifestación de sorpresa e incluso de cierta inquietud y preocupación ante la posibilidad de que algún imprevisto hubiera coartado la libertad de movimientos de Cadwaladr.
—¿Otra vez aquí? ¿A qué vienes?
—He venido por mi cuenta y riesgo al lugar que me corresponde —contestó Cadwaladr rebosante de confianza—. Soy tan galés como tú y pertenezco a la misma estirpe regia.
—Ya era hora de que lo recordaras —dijo lacónicamente Owain—. Y ahora que estás aquí, ¿qué te propones?
—Me propongo liberar estas tierras de los irlandeses y los daneses, tal como tú deseas. Soy tu hermano. Tus fuerzas y las mías son una sola y tienen que ser una sola. Tenemos los mismos intereses, las mismas necesidades, las mismas metas…
Owain frunció el ceño mientras en su semblante aparecía una nube de tormenta, todavía muda, pero a punto de estallar de un momento a otro.
—Habla con toda claridad —dijo—, no estoy de humor para los rodeos. ¿Qué es lo que has hecho?
—¡He desafiado a Otir y a todos sus daneses! —Cadwaladr estaba orgulloso de su acción y tenía el convencimiento de que su hermano la aceptaría y accedería a juntar las fuerzas y convertirlas en una sola—. Les he dicho que se larguen a Dublín, pues tú y yo estamos firmemente decididos a expulsarlos de nuestro territorio y es mejor que se vayan y eviten un sangriento enfrentamiento. Me equivoqué al llamarlos. Si quieres que te lo diga, me arrepiento de haberlo hecho. Entre tú y yo no tiene por qué haber amargas disputas. Ahora los he despedido y he rechazado los servicios que contraté. Nos libraremos de todos ellos hasta el último hombre. Si unimos nuestras fuerzas, no se atreverán a enfrentarse a nosotros…
Había pronunciado el torrente de palabras sin detenerse, como si necesitara desesperadamente convencerse a sí mismo más que a Owain. Los recelos se habían insinuado en su mente, casi sin que él se diera cuenta, como consecuencia de la fría inmovilidad del rostro de su hermano y del torvo silencio de su boca bajo unas cejas implacablemente fruncidas. De pronto, el caudal de su elocuencia empezó a flaquear y, aunque respiró hondo y retomó el hilo, ya no pudo recuperar su anterior convicción.
—Aún tengo seguidores y cumpliré mi papel. No podemos fallar, pues ellos no tienen una avanzada muy sólida, quedarán acorralados dentro de sus propias defensas y tendrán que huir hacia el mar que los trajo aquí.
Esta vez, Cadwaladr interrumpió el esfuerzo de su discurso e hizo una pausa muy elocuente para los hombres de Owain, los cuales abandonaron sus tareas en las defensas para escuchar sin disimulo y con el interés propio de los hombres de una tribu. Jamás había habido un galés que no pudiera expresarse libremente incluso en presencia de su príncipe.
—Pero ¿cómo es posible —se preguntó Owain, elevando los ojos al cielo y volviéndolos a bajar a la tierra que pisaba— que este hombre siga estando convencido de que mis palabras no significan lo que parecen significar a los oídos de cualquier hombre en su sano juicio? ¿No te dije que no recibirías nada más de mí? ¡No quiero gastar una sola moneda ni poner en peligro la vida de un solo hombre! Este mal que tú has hecho, hermano mío, tú mismo lo tienes que deshacer. Es lo que quería decir cuando lo dije y lo que sigo queriendo decir ahora.
—¡Me he esforzado todo lo que he podido! —gritó Cadwaladr, enrojeciendo hasta la raíz del cabello—. Si tú participas, nos libraremos de ellos sin dificultad. ¿Quién ha dicho que tengas que poner en peligro la vida de nadie? No se atreverán a enfrentarse con nosotros en una batalla. Se retirarán mientras puedan.
—¿Y tú crees que yo quiero tener parte en semejante traición? Concertaste un acuerdo con esos piratas, ahora lo quiebras con tanta facilidad como se deshace un villano, ¿y quieres que yo te alabe por ello? Si tu palabra y tu compromiso valen tan poco, por lo menos deja que te manifieste mi reproche. Aunque sólo fuera por eso —añadió Owain, encendiéndose de repente—, no levantaría un solo dedo para salvarte de tu locura. Pero es que aún hay cosas peores. Ciertas personas corren peligro. ¿Acaso has olvidado o no llegaste a comprender?, que los daneses retienen a dos benedictinos, uno de los cuales se ofreció libremente como rehén a cambio de la palabra que empeñaste y, que, por cierto, todo el mundo ha visto ahora que no vale un pimiento y tanto menos la libertad y la vida de un hombre bueno. Por si fuera poco, retienen también a una muchacha que formaba parte de mi cortejo y estaba encomendada a mi protección, aunque ella optara finalmente por marcharse. Soy responsable de estas tres personas y tú las has abandonado al destino que Otir quiera dar a sus rehenes, después de que le has rechazado, engañado y puesto en peligro a costa de tu propio honor. ¡Eso es lo que has hecho! Ahora yo intentaré resolver lo que pueda y tú procura llegar a un acuerdo con esos aliados a los que tan vilmente has engañado y rechazado.
Sin dar tiempo para una respuesta, siempre y cuando a su hermano le quedara el suficiente aliento como para respirar, Owain se alejó y llamó al más cercano de sus hombres:
—¡Ensíllame el caballo ahora mismo, sin demora! ¡Date prisa!
Cadwaladr se recuperó en medio de una violenta convulsión y corrió en pos de su hermano para agarrarle del brazo.
—¿Qué vas a hacer? ¿Acaso te has vuelto loco? Ahora ya no hay escapatoria, estás tan comprometido en todo esto como yo. ¡No puedes permitir que me hunda!
Owain se zafó de la presa, apartando a su hermano con un gesto de amargo desprecio.
—¡Déjame! Vete o quédate aquí, haz lo que gustes, pero procura quitarte de mi vista hasta que yo pueda volver a mirarte y tocarte. No has hablado en mi nombre. Si te has arrogado este papel, mentiste como un bellaco. Como le hayan tocado un solo cabello al joven diácono, tendrás que responder por ello. Si la chica ha sufrido alguna humillación o afrenta, pagarás el precio. Escóndete donde yo no te vea y piensa en la grave situación en que te encuentras, pues no eres mi hermano ni mi aliado; tienes que llevar tus locuras hasta el final que merecen.
Aún no habían transcurrido dos horas desde el mediodía cuando otro solitario jinete fue avistado en las dunas desde el campamento. Cabalgaba al galope en dirección al campamento danés. Iba solo, tenía un propósito definido y no se detuvo fuera del alcance de las armas, sino junto a los guardias que le estaban observando con los ojos entornados para calibrar su porte su atuendo y tratar de adivinar sus intenciones. No llevaba cota de malla ni armas a la vista.
—No se propone ninguna maldad —comentó Torsten—. Él mismo nos dirá a qué ha venido. Id a decirle a Otir que tenemos otro visitante.
Turcaill transmitió el mensaje y, al mismo tiempo, lo interpretó.
—Es un hombre importante a juzgar por su montura y su atavío. Es más rubio que yo y, por su estatura, podría ser uno de los nuestros. Casi tan alto como nosotros o puede que incluso más. Ya debe estar muy cerca. ¿Quieres que te lo traigamos?
Otir lo pensó sólo un instante.
—Sí, que venga. Alguien que viene directamente a mí de hombre a hombre merece ser escuchado.
Turcaill regresó al puesto de guardia justo en el momento en que el jinete se detenía a la entrada y desmontaba con las manos vacías para explicar el propósito de su visita.
—Id a decirle a Otir y a sus pares, que Owain de Griffith de Cynan, príncipe de Gwynedd, solicita audiencia para hablar con ellos.
Desde que se produjera el desafío de Cadwaladr, el círculo de los caudillos de Otir había estado debatiendo las medidas a tomar. No eran hombres dispuestos a aceptar una traición y buscar sumisamente la mejor manera de salir de la trampa en la que habían caído. Sin embargo, en caso de que hubieran contemplado la posibilidad de una represalia, su decisión quedó súbitamente en suspenso cuando Turcaill se presentó sonriendo ante ellos y les comunicó el sorprendente mensaje:
—Mis señores, aquí en el umbral se encuentra la real persona de Owain de Griffith, solicitando hablar con vosotros.
Otir tenía un sentido del olfato muy desarrollado y no necesitaba que le espolearan. Apartó a un lado el asombro que le había producido el anuncio de aquella visita y se levantó para salir al exterior de la tienda y acompañar a su huésped a la mesa de caballete alrededor de la cual se encontraban sentados sus capitanes.
—Mi señor príncipe, cualquiera que sea vuestra intención, seáis bienvenido. Vuestro linaje y vuestra fama nos son conocidos y vuestros antepasados por parte de madre son parientes cercanos de los nuestros. Aunque tengamos nuestras divergencias y hayamos combatido en bandos contrarios en el pasado y quizá lo hagamos en el futuro, ello no es óbice para que no podamos reunirnos a parlamentar abiertamente y con toda sinceridad.
—No esperaba menos —contestó Owain—. No tengo ningún motivo para mostraros mi simpatía, pues estáis en mi territorio sin haber sido invitados y tenéis aviesas intenciones contra mí. No he venido para intercambiar cumplidos con vos ni para quejarme, sino para aclarar los malentendidos que puedan haber surgido entre nosotros.
—¿Acaso hay algún malentendido? —preguntó Otir con un seco sentido del humor—. Pensaba que nuestra situación estaba muy clara, pues yo estoy aquí y vos acabáis de decirme en términos inequívocos que no tengo ningún derecho a permanecer aquí.
—Eso lo podemos dejar, de momento, para más tarde —dijo Owain—. Lo que puede haberos inducido a error es la visita que mi hermano Cadwaladr os ha hecho esta mañana.
—Ah, ya —asintió Otir, sonriendo—. ¿Entonces ha vuelto a vuestro campamento?
—Ha vuelto y yo he venido aquí para deciros, o casi mejor para advertiros, de que él no ha hablado en mi nombre. Yo no tenía conocimiento de sus propósitos. Pensaba que regresaría junto a vos, pues era vuestro aliado, me seguía siendo hostil y estaba ligado a vos por su palabra de honor. Os ha despedido sin mi consentimiento y sin que yo haya tenido la menor parte en ello y, al mismo tiempo, ha mancillado su sagrada palabra de honor. No he hecho las paces con él ni pienso guerrear a su lado contra vos. No ha recuperado las tierras que yo le arrebaté con motivos justificados. El trato que concertó con vos, lo tiene que cumplir de la manera que sea.
Los congregados alrededor de la mesa tenían los ojos clavados en Owain y se miraban unos a otros a la espera de que les explicaran aquel embrollo. Entre tanto, preferían dejar el veredicto en suspenso hasta que se disipara la bruma.
—En tal caso, no acabo de comprender el propósito de esta visita —dijo cortésmente Otir—, aunque la presencia de Owain Gwynedd siempre constituye para mí un motivo de placer.
—Es muy sencillo —replicó Owain—. He venido para solicitar la entrega de tres rehenes que retenéis en vuestro campamento. Uno de ellos, el joven diácono Marcos, se ofreció voluntariamente como garantía del regreso, sano y salvo, de mi hermano, la cual cosa ahora parece imposible, y ha dejado que el joven pague por ello. Los otros dos, la muchacha llamada Heledd, hija de un canónigo de San Asaf, y el benedictino fray Cadfael de la abadía de Shrewsbury, fueron capturados por este joven guerrero que me ha conducido a vuestra presencia cuando estaba saqueando las tierras del Menai. He venido para asegurarme de que no sufrirán ningún daño por culpa de la traición de Cadwaladr. Él no se preocupa por su suerte, pero yo los tengo a los tres bajo mi protección y vengo para ofrecer un justo rescate por ellos, con independencia de lo que pueda ocurrir después entre vuestro pueblo y el mío. Yo asumiré honrosamente mis propias responsabilidades. No tengo nada que ver con las de Cadwaladr. Exigidle lo que os debe, pero no se lo exijáis a esos tres inocentes.
Otir no dijo claramente «¡Eso pensaba hacer!», pero su sonrisa fue tan elocuente como hubieran podido ser sus palabras.
—Me podría interesar vuestra propuesta —contestó— y no me cabe la menor duda de que llegaremos a acordar entre los dos un justo rescate. Pero, de momento, me tendréis que disculpar que me reserve estas bazas. Cuando haya estudiado debidamente la situación, sabréis si estoy dispuesto a venderos vuestros huéspedes y a qué precio.
—En tal caso —dijo Owain—, dadme, por lo menos, vuestra palabra de que los recuperaré sanos y salvos… tanto si los compro, como si me apodero de ellos.
—Yo no estropeo lo que quiero vender —convino Otir—. Y, cuando cobre lo que se me adeuda, se lo cobraré a mi deudor. Eso os lo prometo.
—Y yo os tomo la palabra —añadió Owain—. Cuando estéis dispuesto, mandádmelo decir.
—¿Y no tenemos nada más de que hablar vos y yo?
—De momento, no —contestó Owain—. Os habéis reservado todas vuestras bazas. Yo también me reservo las mías.
Cadfael abandonó el lugar donde había permanecido inmóvil al abrigo de la tienda y avanzó entre las mudas filas de los daneses que se estaban apartando para abrir paso al príncipe de Gwynedd hasta su caballo. Owain montó y se alejó cabalgando sin prisas, pues ahora ya confiaba más en su enemigo de lo que jamás hubiera confiado en su hermano desde los tiempos de su infancia. Cuando la rubia cabeza descubierta bajo el sol desapareció y volvió a aparecer dos veces entre las dunas hasta convertirse en un pálido punto dorado en la distancia, Cadfael apartó la mirada y dio media vuelta para ir en busca de Marcos y Heledd. Ambos estarían juntos. Marcos había asumido con cierta desconfianza el papel de fiel guardián de la intimidad de la joven. Cuando ella no quería, se lo sacudía de encima y, cuando le necesitaba, bastaba que lo llamara para que él se presentara de inmediato. A Cadfael se le antojaba curiosamente conmovedora la manera en que Heledd trataba a aquel tímido, pero resuelto servidor, cual si fuera su hermano pequeño, no olvidando jamás su dignidad de clérigo y procurando no utilizar con él el arsenal de que disponía cuando trataba con otros hombres, pues más de una vez se había complacido en usarlos para vengarse de su padre. No cabía duda de que la tal Heledd, con un desgarrón en la manga, el vestido completamente arrugado tras haberse pasado varias noches durmiendo en un hueco de la arena tapizado con hierba, el negro cabello suelto sobre los hombros y los pies a menudo desnudos sobre la tibia arena y en los frescos bajíos de la playa, estaba visiblemente más cerca de la pura belleza de lo que jamás hubiera estado antes. Por ello, hubiera podido provocar una auténtica conmoción en las vidas de casi todos los jóvenes de allí a poco que se lo hubiera propuesto. El hecho de que se moviera por el campamento con absoluta discreción, evitando cualquier contacto con sus captores, no se debía exclusivamente a un deseo de defenderse. Sólo mantenía tratos con el joven que la servía en sus necesidades y con Turcaill a cuya jovial compañía se había acostumbrado y a cuyos dardos se complacía en responder con otros no menos afilados.
Aquellos días de cautiverio habían conferido a Heledd un resplandor estival que era algo más que el simple resultado de los rayos del sol sobre su rostro. Ahora que era una prisionera dentro de ciertos límites y que había aceptado su impotencia y le habían sido negadas todas las decisiones y acciones, la muchacha parecía haberse librado de sus inquietudes y se conformaba con vivir día a día sin pensar en otra cosa. Parecía más feliz, pensó Cadfael, que cuando el obispo Gilberto se presentó en Llanelwy e inició la tarea de reforma del clero estando su madre en su lecho de muerte. Puede que entonces hubiera sufrido la cruel amargura de pensar que, a lo mejor, su padre estaba deseando la muerte de su madre para asegurarse con ello un buen puesto en la carrera eclesiástica. Ahora que aquellas nubes ya no turbaban su horizonte, la muchacha parecía no tener la menor preocupación. Se conformaba con sobrevivir y aceptar aquello que no estaba en su mano cambiar, e incluso parecía complacerse en ello.
Cadfael los encontró en el estrecho cinturón de árboles de la cima de la loma. Habían presenciado la llegada de Owain y subido hasta allí para verle partir. Heledd aún parecía estar contemplando en silencio y con los ojos muy abiertos la rubia cabeza del príncipe, ahora ya perdida en la distancia. Marcos siempre se mantenía un poco apartado de ella y evitaba el menor contacto. Aunque Heledd se comportara como si fuera su hermana, Cadfael se preguntaba a veces si Marcos no se sentiría tal vez un poco en peligro, pues siempre procuraba que se interpusiera un espacio entre ambos. ¿Quién podía asegurar que sus propios sentimientos se mantendrían siempre en el plano fraternal? La misma preocupación que sentía por ella, suspendida entre un incierto pasado y un futuro todavía más dudoso, constituía en sí misma una trampa peligrosa.
—Owain no está por la labor —les anunció juiciosamente Cadfael—. Cadwaladr mintió y Owain ha querido aclarar los malentendidos. Su hermano tendrá que buscar su propia salvación o condena sin ayuda de nadie.
—¿Y cómo sabéis vos tantas cosas? —preguntó Marcos en un susurro.
—Tuve buen cuidado de acercarme. ¿Crees que un galés que se precie abandonaría sus intereses cuando los hombres de superior rango están maquinando algo?
—Yo no creía que un galés que se preciara estuviera dispuesto a reconocer jamás que hubiera personas de superior rango —contestó Marcos con una sonrisa—. ¿Teníais pegado el oído al cuero de la tienda?
—Lo he hecho por vosotros. Owain se ha ofrecido a comprarnos a los tres para libramos del poder de Otir. Y Otir, aunque se ha negado a aceptar el trato de momento, ha prometido respetar nuestras vidas y seguir concediéndonos el grado de libertad que hasta ahora hemos disfrutado, en espera de que tome una decisión. No tenemos nada peor que temer.
—Yo jamás he tenido miedo —dijo Heledd con los ojos todavía perdidos en la lejanía—. ¿Qué ocurrirá ahora que Owain ha abandonado a su hermano a su propio destino?
—Nosotros seguiremos esperando aquí tranquilamente hasta que Otir decida aceptar el precio que le ofrecen por nosotros o hasta que Cadwaladr consiga arañar de algún sitio la suma de dinero y el ganado que tan insensatamente les prometió a los daneses.
—¿Y si Otir no quiere esperar y decide cobrar a la fuerza la parte de Gwynedd que le corresponde? —preguntó Marcos.
—No lo hará a no ser que algún necio empiece a matar gente y le obligue a actuar. Yo cobro mis deudas de la persona que me las debe, ha dicho. Y eso lo hace no por simple interés, sino también porque está ofendido con Cadwaladr por su engaño. No se enfrentará con todo el poder de Owain si puede evitarlo y obtener al mismo tiempo un beneficio. Y, además, está tan capacitado para tomar sus propias decisiones como cualquier hombre y, a juzgar por lo que he visto —dijo perspicazmente Cadfael—, mucho más que la mayoría. Aquí los que tienen la palabra no son sólo Owain y su hermano. Puede que Otir se tenga guardados uno o dos ases en la manga.
—Yo no quiero que haya muertos —dijo perentoriamente Heledd, como si tuviera poder para dar órdenes a los hombres que en aquellos momentos se enfrentaban entre sí—. Ni por nosotros, ni por ellos. Prefiero seguir prisionera aquí antes que muera un hombre. Y, sin embargo —añadió con tristeza—, sé que este estancamiento no puede durar indefinidamente y que de alguna manera tendrá que terminar.
Y terminaría, pensó Cadfael, a no ser que se produjera algún contratiempo imprevisto en la aceptación por parte de Otir del rescate que Owain le ofreciera por los cautivos, muy probablemente después de que aquél hubiera entablado negociaciones con Cadwaladr en la forma que considerara más oportuna. Ésa sería la cuestión que primero se abordaría. Otir no tenía ninguna obligación para con su antiguo aliado, pues el pacto se había roto definitivamente. Cadwaladr podría irse al destierro tras haber pagado sus deudas o bien caer de hinojos ante su hermano y suplicarle que le devolviera las tierras. Otir no le debía nada. Pero, puesto que tenía que pagar a sus hombres, no rechazaría el beneficio adicional del rescate que le diera Owain. Heledd quedaría libre y Owain la acogería de nuevo bajo su protección. Entre las fuerzas del príncipe se encontraba un hombre que estaba esperando su regreso. Un hombre bueno y honrado, había dicho Marcos, de excelente presencia, dueño de muchas tierras y muy bien relacionado con el príncipe. Mucho peor le hubieran podido ir las cosas.
—No hay ningún motivo —señaló Marcos— para que no podáis disfrutar de una vida plenamente satisfactoria. Este Ieuan a quien vos jamás habéis visto, está totalmente dispuesto a recibiros y amaros, y es digno de vuestra aceptación.
—Os creo —contestó Heledd casi en tono sumiso.
Pero sus ojos estaban clavados en la distancia donde la luz del aire y la luz del mar se fundían en el débil resplandor de una bruma indisoluble y misteriosa, detrás de la cual todo quedaba oculto y difuminado. Cadfael se preguntó súbitamente si la convicción de la voz de fray Marcos y la femenina gracia de la resignación de Heledd no serían en el fondo más que simples figuraciones suyas.