I

e puede decir que los extraordinarios acontecimientos de aquel verano de 1144 se iniciaron propiamente el año anterior en una maraña de entresijos tanto eclesiásticos como seculares, en la cual se vieron atrapadas personas de muy diversa condición, no sólo clérigos, desde el arzobispo hasta el más insignificante diácono del obispo Rogelio de Clinton, sino también seglares, desde la princesa de Gales del Norte al más humilde campesino de las tierras de Arfon. Y, más concretamente, entre los así enmarañados, un buen monje benedictino de la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury.

Fray Cadfael había recibido el mes de abril de aquel año, con una esperanza teñida de leve inquietud, como solía ocurrirle siempre cuando los pájaros hacían sus nidos, las flores de los prados empezaban a asomar entre la nueva hierba y el sol se elevaba un poco más en el cielo cada mediodía. Cierto que en el mundo había perturbaciones y siempre las habría. Las dolorosas vicisitudes de Inglaterra, dividida en dos por unos primos que se disputaban el trono, aún no tenían visible esperanza de solución. El rey Esteban dominaba todavía todo el sur y buena parte del este y la emperatriz Matilde, gracias a su leal hermanastro Roberto de Gloucester, se había asentado en el suroeste donde mantenía su propia corte en Devizes sin que nadie la molestara. Sin embargo, desde hacía algunos meses, apenas se habían librado batallas entre ambos, tal vez por agotamiento o por estrategia, y una extraña calma casi parecida a la paz se había instaurado en el país. En los Marjales, el temible Godofredo de Mandeville, enemigo de todos, campaba todavía por sus respetos, pero su libertad estaba cada vez más coartada por el nuevo anillo de fortalezas creado por el rey, motivo por el cual su posición era cada vez más vulnerable. En conjunto, quedaba un poco de espacio para un cauto optimismo y el exuberante esplendor de la primavera no invitaba al desánimo, por más que éste fuera una de las más acusadas tendencias de Cadfael.

Así pues, aquel día de finales de abril, Cadfael acudió al capítulo con el más sereno y aquiescente de los espíritus, rebosante de buenas intenciones hacia todos los hombres y confiando en que todo pudiera seguir con la misma serenidad y placidez a lo largo del verano y hasta bien entrado el otoño. Ciertamente no tenía ninguna premonición de algún cambio inmediato en aquella idílica situación y tanto menos del medio a través del cual éste se iba a producir.

En temerosa y agradecida consonancia con aquella precaria, pero agradable quietud, los asuntos que aquel día se debatieron en el capítulo fueron más bien baladíes y no despertaron la menor disputa, pues nadie había cometido la menor falta y fray Jerónimo no había podido deplorar el más mínimo pecado entre los novicios mientras que los colegiales, intoxicados por la primavera y la radiante luz del sol, se comportaban cual si fueran unos ángeles, cosa que por supuesto no eran. Incluso el capítulo de la Regla, leído por fray Francisco con su acostumbrado tono deprecatorio, parecía haber sido elegido a propósito, pues era el trigésimocuarto en el que se explicaba que la doctrina de la igualdad no siempre podía ser mantenida. Las necesidades de uno, siempre podían rebasar las de otro y aquél que consiguientemente recibiera más no tenía que enorgullecerse de haber sido mejor abastecido que sus hermanos, y el que recibiera menos, pero suficiente, no debía ofenderse por el hecho de que sus hermanos hubieran recibido más. Y, por encima de todo, nada de rencores ni envidias. Todo parecía plácido, conciliador y moderado. ¿También un tanto aburrido quizás?

Bien mirado, es una suerte vivir en medio de un cierto aburrimiento, sobre todo después de haber conocido desórdenes, asedios y amargas contiendas. Sin embargo, Cadfael se ponía siempre un poco nervioso cuando la modorra se prolongaba demasiado. Al fin y al cabo, un poco de emoción no tiene por qué ser necesariamente perjudicial y puede constituir un agradable contrapunto al orden constante, por mucho que éste se aprecie y por muy fiel que se le sirva.

Estaban casi al final del capítulo y la atención de Cadfael se había desviado de los detalles de las cuentas del cillerero, pues él no tenía nada que ver con tales funciones y se alegraba de que otros las tuvieran a su cargo. El abad Radulfo, a punto de dar por concluido el capítulo, estaba mirando a su alrededor para cerciorarse de que nadie tuviera algún reparo o alguna reserva que exponer, cuando el portero lego, que prestaba servicio en la garita de vigilancia durante los rezos o el capítulo, asomó la cabeza por la puerta como si hubiera estado esperando precisamente aquel momento para intervenir.

—Padre abad, acaba de llegar un emisario de Lichfield. Lo envía el obispo de Clinton en una misión a Gales y solicita alojamiento aquí durante una o dos noches.

Si fuera un personaje de escasa importancia, pensó Cadfael, el portero hubiera esperado a que todos hubiéramos salido de la sala capitular, pero, si es cosa del obispo, podría tratarse de un asunto de mayor trascendencia que tal vez merezca ser estudiado oficialmente antes de que nos dispersemos. Cadfael guardaba un buen recuerdo de Rogelio de Clinton, un hombre sensato y decidido con muy buen ojo para distinguir lo auténtico de lo falso en sus congéneres y, por si fuera poco, extremadamente capacitado para resolver todo tipo de cuestiones de carácter doctrinal. A juzgar por el destello que se encendió en los ojos del abad pese a la impasibilidad de su rostro, Radulfo también debía recordar con agrado la última visita del obispo.

—El enviado del obispo es muy bienvenido en esta casa —dijo el abad— y puede alojarse aquí todo el tiempo que desee. ¿Tiene alguna petición que hacernos antes de que yo dé por concluido este capítulo?

—Padre, ha dicho que desea inclinarse en reverencia ante vos cuanto antes para comunicaros la naturaleza de su misión. Vos diréis si deseáis recibirle aquí o bien en privado.

—Hacedle pasar —añadió Radulfo.

El portero se retiró, y los leves y discretos murmullos de curiosidad, que se propagaron por la sala capitular como los escarceos del agua de una alberca, se trocaron en un silencio expectante cuando entró el enviado del obispo y se situó de pie ante ellos.

Era un hombre de baja estatura, delicado de huesos y de figura enjuta, pero vigorosa, cuyo delgado cuerpo semejaba el de un mozo de dieciséis años hasta que, un examen más detenido, permitía descubrir la madurez de su ovalado rostro sin barba. Vestido con el hábito benedictino y con la cabeza tonsurada, permaneció inmóvil con toda la dignidad de su misión y la humildad y sencillez de su talante, igual de frágil que el de un niño, pero, al mismo tiempo, tan resistente como un árbol. Su anillo de corto cabello pajizo estaba tan erizado y alborotado como si perteneciera a un chiquillo travieso y sus claros ojos grises de mirada franca y directa contribuían a confirmar su carácter.

¡Un pequeño milagro! Cadfael se acababa de encontrar de pronto con un regalo con el que a menudo había soñado en los últimos años y cuya repentina e improbable naturaleza no cabía calificar de otro modo más que de prodigiosa. Rogelio de Clinton había elegido como enviado suyo al País de Gales, no a un corpulento canónigo de impresionante presencia de entre los que formaban la jerarquía de su extensa sede, sino al más joven y humilde diácono de su casa, fray Marcos, antaño perteneciente a la abadía de Shrewsbury y ayudante de Cadfael entre las hierbas y los remedios medicinales de su cabaña durante dos años afectuosamente recordados.

Fray Marcos hizo una profunda reverencia ante el abad, inclinando la cabeza de alborotada tonsura con una solemnidad que, cuando bajó los claros ojos al suelo, todavía conservaba un ligero eco del encanto que siempre había rodeado al silencioso muchacho tan profundamente apreciado por Cadfael. Cuando enderezó de nuevo la espalda, el joven volvió a convertirse en un embajador, pero siempre sería un hombre y un niño a la vez hasta el día en que se ordenara sacerdote, según su ardiente deseo. Para lo cual tendrían que transcurrir todavía varios años, pues no tenía edad suficiente para ser aceptado.

—Mi señor —dijo fray Marcos—, mi obispo me envía en una misión de buena voluntad a Gales y pide que me recibáis y me alojéis en vuestra casa durante una o dos noches.

—Hijo mío —dijo sonriendo el abad—, vuestra presencia aquí no precisa de ninguna credencial. ¿Acaso pensabais que os podíamos haber olvidado tan pronto? Tenéis aquí tantos amigos como monjes hay en la casa y en sólo dos días no tendréis tiempo de satisfacerles a todos. En cuanto a vuestra misión o, mejor dicho, a la de vuestro obispo, haremos cuanto esté en nuestra mano para favorecerla. ¿Me queréis hablar de ella aquí o en privado?

El solemne rostro de fray Marcos se iluminó con una sonrisa de complacencia al ver que no sólo se le recordaba, sino que, además, se le tenía en gran estima.

—No es una historia muy larga, padre —contestó— y os la puedo exponer aquí mismo aunque más tarde quisiera solicitar vuestro consejo y vuestra ayuda, pues semejante embajada es una novedad para mí y nadie mejor que vos podría ayudarme a cumplirla con toda fidelidad. Vos sabéis que el año pasado la Iglesia decidió restaurar el obispado de San Asaf en Llanelwy.

Radulfo asintió con la cabeza. La cuarta diócesis de Gales había permanecido unos setenta años vacante y pocos recordaban los tiempos en que un obispo se había sentado en la cátedra de San Kentigern. La situación de la sede, con un pie a cada lado de la frontera y con todo el poder de Gwynedd hacia el oeste, siempre había sido muy difícil de mantener. La catedral se levantaba en unas tierras cuyo propietario era el conde de Chester, pero todo el valle del Clwyd que se elevaba por encima de ellas formaba parte del territorio de Owain Gwynedd. Nadie sabía exactamente por qué razón el arzobispo Teobaldo había decidido revitalizar la diócesis. Puede que ni siquiera él lo supiera. Al parecer, la política de la Iglesia y las maniobras del brazo secular necesitaban una firme plaza inglesa en aquella región fronteriza, pues el hombre nombrado para el cargo era un normando. La elección no había tenido demasiado en cuenta la sensibilidad de los galeses a este respecto, pensó tristemente Cadfael.

—Y, tras su consagración el año pasado por el arzobispo Teobaldo en Lambeth, el obispo Gilberto ha ocupado finalmente su sede y el arzobispado quiere que nuestro obispo le reitere su apoyo, pues los deberes pastorales de ambas partes correspondían antiguamente a la diócesis de Lichfield. Yo soy el portador de las misivas y los dones a Llanelwy en representación de mi señor.

La cosa tenía su lógica si la intención de la Iglesia era asegurarse una plaza fuerte en territorio galés y dejar bien claro que ésta sería preservada y defendida. Era un milagro, pensó Cadfael que los distintos obispos hubieran conseguido gobernar una sede tan extensa como el primitivo obispado de Mercia, desplazando sucesivamente su base desde Lichfield a Chester y de nuevo a Lichfield y últimamente a Coventry, en su afán de no perder el contacto con el rebaño más variopinto que pastor alguno hubiera apacentado. Cabía la posibilidad de que Rogelio de Clinton no lamentara la pérdida de aquellas parroquias fronterizas, tanto si aprobaba la estrategia que le había privado de ellas como si la lamentaba.

—La misión que os trae de nuevo entre nosotros, aunque sólo sea por unos días, es profundamente apreciada —dijo Radulfo—. Si mi tiempo y mi experiencia os pueden servir de ayuda, estoy a vuestra disposición, aunque no me cabe ninguna duda de que tenéis las cualidades necesarias para cumplirla sin ayuda mía ni de nadie.

—Considero un gran honor que me la hayan encomendado —dijo Marcos con la cara muy seria.

—Si el obispo no tiene ninguna duda —añadió Radulfo—, vos tampoco debéis tenerla. Le tengo por un hombre capaz de calibrar muy bien dónde puede depositar su confianza. Si habéis cabalgado desde Lichfield puede que necesitéis descansar un poco y tomar un refrigerio, pues seguramente habréis salido muy de mañana. ¿Habéis dejado vuestra cabalgadura al cuidado de los mozos?

—Sí, padre —contestó fray Marcos, utilizando el título de respeto con toda naturalidad.

—En tal caso, acompañadme a mis aposentos, descansad un poco y usad mi tiempo a vuestra conveniencia. La poca sabiduría que yo tengo gustosamente os la ofrezco.

El abad ya había comprendido, como Cadfael, que aquella misión aparentemente sencilla dirigida al recién nombrado obispo extranjero de San Asaf, cubría toda una multiplicidad de riesgos calculados y cuestiones discutibles y podría obligar a aquel ingenuo y prudente joven a avanzar pasito a pasito a través de un lodazal para no resbalar en medio de la trémula turba. Razón de más para asombrarse de que Rogelio de Clinton hubiera depositado su confianza en el más joven y humilde de los clérigos que le servían.

—El capítulo ha concluido —dijo el abad, encaminándose hacia la salida.

Cuando el abad hubo pasado junto al visitante, Marcos, con los grises ojos libres finalmente de recorrer la asamblea en busca de sus antiguos amigos, miró a Cadfael y le devolvió la sonrisa antes de dar media vuelta para seguir a su superior. Que Radulfo disfrutara de su compañía, escuchara sus noticias y todos los detalles susceptibles de dificultar su misión, y le echara una mano con su larga experiencia y su infalible sentido común. Más tarde, tras haber hablado con el abad, Marcos ya encontraría el camino del herbario.

—El obispo ha sido muy bueno conmigo —dijo Marcos, desechando enérgicamente cualquier idea de que una preferencia especial del obispo hacia su persona hubiera pesado en su elección para aquella misión—, pero lo es con todos cuantos le rodean. Aquí hay algo más que un favor. Ahora que ha colocado al obispo Gilberto en San Asaf, el arzobispo sabe muy bien lo endeble que es su posición y quiere asegurarse la cátedra con el mayor apoyo posible. Su deseo, mejor dicho, su orden, fue que nuestro obispo enviara a un emisario para presentar sus respetos al nuevo obispo, habida cuenta de que buena parte del territorio de la nueva sede ha sido desgajado de su diócesis. Que el mundo vea la armonía que reina entre los obispos… incluso por parte de aquéllos a los que les ha sido arrebatado un tercio de su territorio. Independientemente de lo que pueda pensar en su fuero interno a propósito del acierto de haber colocado a un normando, que no habla ni una sola palabra de galés, al frente de una sede que es galesa en sus nueve décimas partes, el obispo Rogelio no podía dejar de acceder a la petición del arzobispo. Creo que me eligió a mí porque no quiere que la visita resulte demasiado solemne y halagadora. La misiva es respetuosa y ha sido bellamente escrita y el regalo es más que adecuado. Pero yo… ¡yo no soy más que un pobre paño caliente!

Estaban conversando en uno de los gabinetes del pasillo norte hasta el cual todavía llegaban los oblicuos dedos de la pálida y dorada luz del primaveral sol del atardecer, cuando todavía faltaba aproximadamente una hora para el rezo de vísperas. Hugo Berengario había bajado desde su casa de la ciudad nada más enterarse de la llegada de fray Marcos, no porque, en su calidad de gobernador, tuviera nada que ver con aquella embajada eclesiástica, sino por el simple placer de volver a ver a un joven al que recordaba con aprecio y al cual, en aquellas circunstancias, tal vez pudiera prestar alguna ayuda y ofrecer algún consejo. Las relaciones de Hugo con el territorio norte de Gales eran buenas. Había llegado a un amistoso acuerdo con Owain Gwynedd, pues ninguno de los dos se fiaba de su común vecino el conde de Chester y ambos se aceptaban mutuamente la palabra sin ningún recelo. En cambio, con Madog de Meredith, en Powys, las relaciones del gobernador eran más precarias. La frontera del condado de Shrop se hallaba en constante estado de alerta para prevenir las esporádicas y casi juguetonas incursiones desde el otro lado de la frontera, aunque en aquellos momentos la situación parecía relativamente tranquila. Hugo era el hombre mejor informado sobre las condiciones del viaje hasta San Asaf.

—Creo que eres demasiado modesto —dijo Hugo con el semblante muy serio—. Estoy seguro de que el obispo te conoce lo suficiente, pues siempre has estado a su lado y confía en que sabrás actuar con más prudencia que un embajador de más peso que tal vez hablaría mucho y escucharía muy poco. Cadfael te sabrá explicar mejor que yo los sentimientos galeses en todos los asuntos relacionados con la Iglesia, pero yo puedo echarte una mano en todo lo que tenga que ver con la política. Puedes estar seguro de que Owain Gwynedd está vigilando muy de cerca las andanzas del arzobispo Teobaldo en su territorio y Owain es alguien con quien siempre hay que contar. Hace apenas cuatro años se consagró un nuevo obispo en la diócesis de Bangor, la cual es totalmente galesa. Allí, por lo menos, colocaron a un galés que, al principio, se negó a prestar juramento de fidelidad al rey Esteban y a reconocer la hegemonía de Canterbury. Meurig no era un héroe y, al final, dio su brazo a torcer e hizo ambas cosas a costa de perder el apoyo y el favor de Owain. Hubo una fuerte oposición a su presencia en la sede episcopal, pero, al final, ambos han llegado a un entendimiento y han limado sus diferencias, lo cual significa que colaborarán estrechamente para evitar que Gwynedd caiga totalmente bajo la influencia de Teobaldo. Consagrar ahora a un normando en San Asaf es un desafío no sólo a los príncipes, sino también a los prelados, por lo cual quienquiera que cumpla una misión diplomática allí, tendrá que mantener los ojos bien abiertos hacia unos y hacia otros.

—Por lo menos Owain —terció atinadamente Cadfael— prestará mucha atención a los sentimientos de su pueblo y a lo que éste diga. A Gilberto le conviene hacer lo mismo. Gwynedd no quiere rendirse a los dictados de Canterbury; ya tiene sus santos, sus costumbres y sus ritos.

—He oído comentar —dijo Marcos— que, hace mucho tiempo, San David era la sede metropolitana de Gales con un arzobispado propio independiente de Canterbury. Algunos eclesiásticos galeses quisieran restaurar esa antigua situación.

Cadfael sacudió la cabeza con gesto un tanto dubitativo.

—Mejor no mirar demasiado hacia el pasado. Cuanto más se nos impone la autoridad de Canterbury, tanto más resurge esta exigencia. De todos modos, Owain ya se encargará de recordarle al nuevo obispo que se encuentra en territorio extranjero y más le vale comportarse como Dios manda. Espero que sea un hombre prudente y se compenetre bien con su rebaño.

—Nuestro obispo está muy de acuerdo con eso que habéis dicho —añadió Marcos— y yo he sido muy bien informado al respecto. En el capítulo no he hablado de todos los detalles de mi misión, aunque al padre abad sí se los he revelado después. Tengo otra misiva y otro regalo que entregar. Me han mandado ir a Bangor… no, ¡esta vez no por orden del arzobispo Teobaldo!… para rendir al obispo Meurig el mismo tributo que al obispo Gilberto. Si Teobaldo sostiene que tiene que reinar la unidad entre los obispos, Rogelio de Clinton considera que el principio es aplicable a los normandos y a los galeses por igual. Y nosotros proponemos que a ambos se les dispense el mismo trato.

El «nosotros» que Marcos se aplicaba a sí mismo y a su ilustre superior, le hizo recordar a Cadfael la inocente presunción de compañerismo de aquel joven que antaño emergiera poco a poco de su justificado recelo hacia los hombres, para abrazar el calor y el afecto de la amistad y lanzarse de lleno a una impulsiva lealtad hacia aquéllos a quienes admiraba y servía. El «nosotros» de entonces se había referido a sí mismo y a Cadfael, como si ambos hubieran sido dos aventureros unidos contra las acechanzas del mundo.

—Cada vez me gusta más este obispo nuestro —comentó Hugo en tono encomiástico—. ¿Pero te ha enviado solo en este largo viaje?

—No del todo. —El radiante rostro de fray Marcos se iluminó de pronto con una traviesa sonrisa como si todavía se guardara otra misteriosa sorpresa en la manga—. Sin embargo, él no hubiera dudado en cruzar en solitario la frontera de Gales, como yo tampoco dudo, pues da por sentado que la Iglesia y el hábito serán respetados. No obstante, agradeceré cualquier consejo que podáis darme acerca de la mejor manera de hacerlo. Vos conocéis mejor que yo o que mi obispo cuál es la situación de Gales. Tenía intención de ir directamente, pasando por Oswestry y Chrick. ¿Qué os parece?

—La situación está ahora bastante tranquila allá arriba —convino Hugo—. En cualquier caso, Madog, dejando aparte sus fechorías, es un hombre devoto que siempre respeta a los eclesiásticos aunque a los seglares ingleses los trate de mala manera. De momento, mantiene bien sujetos a los díscolos muchachos de Powys Fadog y creo que podrás viajar seguro por allí. Es el camino más rápido aunque quizá tendrás que cruzar un territorio un poco abrupto entre Dee y Clwyd.

A juzgar por el expectante brillo de los grises ojos de Marcos, estaba claro que éste ardía en deseos de iniciar su aventura. Es un gran honor que a uno se le encomiende una importante misión cuando se es el más reciente y humilde servidor de su señor. A pesar de constarle que su sencilla condición estaba destinada a rebajar la categoría del homenaje, Marcos sabía muy bien que el éxito dependería en buena parte del acierto con el que supiera cumplir la tarea. No tenía que halagar ni ensalzar, pero sí, transmitir al mismo tiempo, y a través de su persona, la auténtica y profunda solidaridad de un obispo para con otro obispo.

—¿Hay algo que deba saber sobre los asuntos de Gwynedd? —preguntó—. La política de la Iglesia tiene que contar con la política del Estado y yo ignoro cuál es la situación en Gales. Necesito saber sobre qué temas me conviene mantener la boca cerrada, cuándo debo hablar y qué puedo decir. Tanto más cuanto que después tengo que seguir viaje a Bangor. ¿Y si la corte se hubiera reunido allí? A lo mejor, tendré que justificar mi misión ante los representantes de la autoridad de Gwynedd. ¡Y puede que ante el propio Gwynedd en persona!

—Muy cierto —dijo Hugo—, pues Gwynedd siempre se las arregla para saber qué extranjeros penetran en su territorio. Si hablas con él, verás que es un hombre muy razonable. Si le vieras, transmítele mis saludos y mis respetos. Cadfael ha hablado con él por lo menos un par de veces. Es un hombre muy corpulento. ¡No le digas ni una sola palabra de los hermanos! Podría ser un tema delicado.

—Los hermanos han sido la ruina de los principados galeses a lo largo de los siglos —observó con tristeza Cadfael—. Los príncipes galeses deberían tener un solo hijo por barba. El padre construye un sólido principado y un firme gobierno y, a su muerte, sus tres, cuatro o cinco hijos, tanto legítimos como bastardos, exigen la misma participación; la ley dice que están en su derecho. Entonces empiezan a pelearse entre sí para ampliar cada cual su parte y haría falta algo más que la ley para evitar las matanzas. A veces me pregunto qué ocurrirá cuando desaparezca Owain. Ya tiene hijos y tiempo suficiente para engendrar más. No sé si éstos desharán todo lo que él ha hecho.

—Quiera Dios que Owain viva por lo menos treinta años más —dijo Hugo con vehemencia—. Apenas ha cruzado la barrera de los cuarenta. Con Owain me entiendo bien. Es un hombre que cumple su palabra y sabe mantener el equilibrio. Si Cadwaladr hubiera sido el mayor y ejerciera ahora el dominio, es muy posible que hubiéramos tenido disputas fronterizas un año sí y otro también.

—¿Este Cadwaladr es el hermano al que no conviene mencionar? —preguntó Marcos—. ¿Qué ha hecho para merecer semejante anatema?

—Varias cosas reprobables a lo largo de los años. Seguramente Owain le quiere, de lo contrario, ya hubiera mandado que alguien le librara hace tiempo de esta peste. Pero esta vez su hermano ha cometido un asesinato. Hace unos meses, en otoño del año pasado, sus hombres tendieron una emboscada al príncipe de Deheubarth y lo mataron. ¡Sólo Dios sabe por qué absurda razón! El joven mantenía una estrecha alianza con él y estaba comprometido en matrimonio con la hija de Owain, por lo cual la acción carecía totalmente de sentido. A pesar de que Cadwaladr no aparecía directamente implicado en los hechos, Owain no tuvo la menor duda de que todo se hizo por orden suya. Sus hombres no se hubieran atrevido a hacer nada por su cuenta y riesgo.

Cadfael recordaba el revuelo que había provocado el asesinato y la rápida represalia que se había producido a continuación. Presa de la furia y la indignación, Owain había ordenado a su hijo Hywel expulsar a Cadwaladr de todas las tierras que ocupaba en Ceredigion e incendiar su castillo de Llanbadarn. A pesar de que sólo tenía veinte años, el joven había cumplido el encargo con gran eficacia. Estaba claro que Cadwaladr tenía amigos y seguidores que seguramente le habrían ofrecido cobijo bajo su techo, pero, aun así, se había quedado sin tierras y era un proscrito. Cadfael no pudo por menos que preguntarse no sólo dónde se habría ocultado el delincuente, sino también si, al final, éste no acabaría como Godofredo de Mandeville en los Marjales, reuniendo en torno a sí a la escoria del norte de Gales, integrada por criminales, descontentos y forajidos, y dedicándose a saquear las propiedades de las buenas gentes observantes de la ley.

—¿Qué ha sido de este Cadwaladr? —preguntó Marcos con comprensible curiosidad.

—Owain le ha despojado de todos sus bienes y le ha arrebatado los territorios que tenía a su nombre. No le queda ni un palmo de tierra en Gales.

—Pero se encuentra libre en algún lugar —observó Cadfael con cierta desazón— y no es hombre capaz de aceptar mansamente un castigo. Aún podía cometer muchas fechorías. Podrías verte metido en un peligroso laberinto y no me parece muy prudente que viajes solo.

Hugo contempló el rostro de Marcos aparentemente impasible por fuera, a pesar de que, cada vez que el joven miraba a Cadfael, se encendía en sus ojos un brillo de secreta emoción.

—Recuerdo que ha dicho: «¡No del todo!» —terció apaciblemente Hugo.

—¡En efecto! —Cadfael contempló el joven rostro que tan solemnemente le estaba mirando de no haber sido por el delator destello de sus ojos—. ¿Qué es lo que no nos has dicho, muchacho? ¡Suéltalo ya de una vez! ¿Quién va contigo?

—Ya os he dicho que también voy a Bangor —contestó Marcos—. El obispo Gilberto es normando y habla el francés y el inglés, pero el obispo Meurig es galés y tanto él como muchos de los suyos no hablan inglés y mi latín sólo me serviría para entenderme con los clérigos. Por consiguiente, he sido autorizado a llevar un intérprete. El obispo Rogelio no tiene a su alrededor a nadie de confianza que hable bien el galés. Yo le indiqué un nombre que él no había olvidado —el brillo de su mirada se había trocado ahora en un resplandor que iluminaba todo su rostro y que, de pronto, penetró en el entendimiento de Cadfael a través de sus deslumbrados ojos—. He guardado lo mejor para el final —añadió Marcos, rebosante de alegría—. Estaba autorizado a solicitar la compañía de una persona siempre y cuando el abad Radulfo sancionara su ausencia. Prácticamente le he prometido al abad que el préstamo será sólo para unos diez días todo lo más. ¿Cómo podría extraviarme —preguntó juiciosamente el joven— yendo con vos?

Cuando se abría repentina e inesperadamente una puerta ante él, para Cadfael constituía una cuestión de principio o tal vez de honor aceptar el ofrecimiento y cruzar el umbral. Y lo hacía con tanta mayor celeridad cuando la puerta se abría ante la perspectiva de visitar su amado País de Gales; puede decirse incluso que se lanzaba al trote, temiendo que la puerta volviera a cerrarse de golpe ante aquella deliciosa visión. Esta vez no sería un simple paseo hasta Powys, al otro lado de la frontera, sino varios días de recorrido a caballo, precisamente en compañía de la persona que él mismo hubiera elegido, hasta más allá de las regiones costeras de Gwynedd desde San Asaf a Carnarvon, pasado Aber de los Príncipes, bajo los impresionantes picachos del Moel Wnion. Con el tiempo suficiente para hablar cada día de los años que ambos llevaban separados y para disfrutar de los gratos silencios, cuando ya se ha dicho todo lo que se tenía que decir. Y todo aquello sería una dádiva de fray Marcos. ¡Era curioso que un hombre que nada poseía por libre elección y vocación pudiera derramar tantos bienes! El mundo estaba lleno de pequeños y benévolos milagros.

—Hijo mío —dijo sinceramente Cadfael—, a cambio de esta delicia gustosamente seré tu intérprete y tu guía por el camino. Ni tú ni nadie hubiera podido depararme mayor placer que éste. ¿De veras ha dicho Radulfo que puedo acompañarte libremente?

—Sí —contestó Marcos— y también podréis elegir el caballo de las cuadras que más os guste. Tenéis hoy y mañana para preparar con Edmundo y Winfrido todo lo necesario para los días de vuestra ausencia y para observar las horas del oficio divino con tanto rigor que hasta vuestra alma errante pueda emprender el viaje de ida y vuelta a Bangor en la certeza de gozar de la protección celestial.

—Soy un hombre totalmente virtuoso y regenerado —dijo Cadfael, rebosante de satisfacción—. ¿Acaso el Cielo no acaba de demostrarlo, ofreciéndome la ocasión de ir a Gales? ¿Crees que ahora voy a correr el riesgo de la reprobación?

Puesto que por lo menos la primera parte de la misión de Marcos tenía que ser pública y notoria, no había ninguna razón para que cuantos moraban en el recinto de la abadía no pudieran mostrar un ávido interés por ella. El joven recibió toda clase de consejos gratuitos sobre la mejor manera de cumplir su cometido, especialmente por parte del anciano fray Dafydd, de la enfermería, el cual llevaba cuarenta años lejos de su terruño natal de Duffryn Clwyd, pero seguía estando convencido de que lo conocía como la palma de su vieja mano. Su alegría ante el resurgimiento de la diócesis había quedado un tanto empañada ante la noticia del nombramiento de un normando; sin embargo, aquella leve emoción había renovado su interés por la vida, induciéndole a expresarse de nuevo en su antigua lengua, en la cual tuvo a bien darle a Cadfael toda suerte de consejos cuando éste le fue a visitar. El abad Radulfo, en contraste, se limitó tan sólo a impartir su bendición. La misión pertenecía a Marcos y se tenía que dejar escrupulosamente en sus manos. El prior Roberto se abstuvo de hacer comentarios, aunque su silencio parecía entrañar un cierto reproche. Un enviado con la dignidad y presencia que él poseía hubiera sido mucho más indicado para las cortes episcopales.

Fray Cadfael examinó las provisiones de medicinas, encomendó confiadamente el cuidado de su huerto a fray Winfrido e hizo una visita cautelar a San Gil para asegurarse de que los armarios de los remedios medicinales estuvieran debidamente abastecidos, y de que fray Oswin se hallaba apacentando serenamente su rebaño antes de dirigirse a las cuadras para entregarse al placer de elegir la cabalgadura para el viaje. Allí lo encontró Hugo a primera hora de la tarde, contemplando con satisfacción un elegante y ligero ruano con la crin color crema, el cual se inclinó dócilmente bajo las caricias de su mano.

—Demasiado alto para vos —le dijo Hugo a su espalda—. Os tendrían que ayudar a montar y Marcos no creo que tenga fuerza para levantaros.

—Aún no tengo el cuerpo tan pesado y encogido por la edad como para no poder encaramarme a un caballo —replicó Cadfael con dignidad—. ¿Qué os trae de nuevo por aquí en mi busca?

—Pues una idea que se le ha ocurrido a Aline al comentarle yo lo que vos y Marcos estáis a punto de emprender. El mes de mayo ya está en puertas y, dentro de una o dos semanas lo más tardar, tendré que enviar a mi mujer y a Gil a Maesbury, donde pasarán el verano. Allí el niño es el amo de la casa y es mejor que se aleje algún tiempo de la ciudad. —Hugo tenía por costumbre dejar a su familia allí hasta después de la trasquila y el espigueo, mientras él repartía su tiempo entre la casa y los asuntos del condado. Cadfael estaba al corriente de aquellos detalles—. Dice Aline que por qué no adelantamos el traslado una semana, salimos mañana con vosotros y os acompañamos hasta Oswestry. El resto de la casa nos seguiría más tarde y, de este modo, podríamos disfrutar por lo menos un día de vuestra compañía y vosotros dos podríais quedaros a pasar la noche en nuestra casa de Maesbury si quisierais. ¿Qué os parece la idea?

Cadfael contestó gustosamente que sí, y lo mismo hizo Marcos al oír la propuesta, aunque lamentó tener que declinar la oferta de alojamiento nocturno. Tenía que llegar a Llanelwy en dos días y hacerlo a una hora civilizada, a media tarde como máximo, de forma que hubiera tiempo para las cortesías propias de la hospitalidad antes de la cena, por ello, prefería dejar Oswestry a su espalda y adentrarse todo lo que pudiera en territorio galés antes de detenerse a pasar la noche en algún lugar. De esta manera, dispondrían de tiempo suficiente para la etapa del segundo día y, si pudieran llegar al valle del Dee, posiblemente encontrarían alojamiento en alguna de las iglesias de por allí cerca; así podrían cruzar el río a primera hora de la mañana.

Por consiguiente, todo estaba preparado y sólo quedaba participar devotamente en los rezos de vísperas y completas, y encomendar aquella empresa, como todas las demás, a la voluntad de Dios, aunque quizá también al patrocinio de santa Winifreda, recordándole que se dirigían a su país y que, si tuviera a bien extender sobre ellos su delicada mano y les protegiera por el camino, le agradecerían con toda su alma el detalle.

A la mañana siguiente, una pequeña cabalgata formada por seis caballos y una pequeña jaca de carga cruzó en dirección oeste el puente y salió de la ciudad para tomar el camino de Oswestry. Allá iba Hugo con su querido y testarudo tordo, llevando a su hijo en el arzón, Aline, inalterada por las prisas de la improvisada partida y montada en su jaca blanca, su doncella y amiga Constanza sentada a mujeriegas detrás de un mozo, un segundo mozo conduciendo con un cabestro a la jaca de carga y los dos peregrinos de San Asaf, alegremente escoltados por el grupo familiar. Estaban a finales de abril y la mañana era toda ella verde y plateada. Cadfael y Marcos habían salido antes de prima para reunirse con Hugo y su familia en la ciudad. Una fina llovizna casi imperceptible les acompañó hasta el puente bajo el cual el Severn bajaba caudaloso aunque apacible; sin embargo, antes de que todos se reunieran en el patio de Hugo, el sol ya había despuntado en toda su plenitud, iluminado con sus esplendorosos rayos la multitud de hojas y hierbas que crecía por doquier. La luz solar teñía de oro las aguas del río y parecía una mañana muy propicia para emprender un viaje a cualquier parte que se quisiera ir.

Cuando cruzaron el río a la altura de Monford, el sol ya estaba muy alto en el cielo y la nacarada bruma matinal se había disipado por completo. El camino era bueno y algunos tramos estaban cubiertos de alta hierba, por cuyo motivo la marcha resultaba extremadamente cómoda y ligera. Gil pedía de vez en cuando que el caballo se lanzara a un medio galope. Era demasiado orgulloso como para compartir una cabalgadura con otra persona que no fuera su padre. Una vez en Maesbury, la jaca de carga, reposada y retozona, se convertiría en su montura estival y el mozo que la conducía sería el discreto guardián de sus correrías, pues, como todos los niños que jamás han tenido motivos para asustarse, el pequeño Gil era un intrépido jinete… Aline decía que incluso temerario, pero no quería regañarle para no dañar su confianza, o tal vez porque le constaba que sus advertencias no serían escuchadas.

Se detuvieron al mediodía a los pies de la colina en Ness, donde Hugo tenía un aparcero y allí tomaron un refrigerio y dejaron descansar un poco a los caballos. A primera hora de la tarde llegaron a Felton, donde Aline y su escolta se apartaron para seguir el camino más directo a su casa. Hugo optó, sin embargo, por acompañar a sus amigos hasta las afueras de Oswestry. Obedeciendo entre protestas, Gil fue trasladado a los brazos de su madre.

—¡Que Dios os acompañe y os conceda un venturoso regreso! —dijo Aline con un cabello tan claro y lustroso como el de su hijo, el esplendor de la primavera en su rostro y la luz del sol brillando en su sonrisa mientras trazaba en el aire una pequeña cruz antes de dar media vuelta con su jaca para adentrarse por el camino de la izquierda.

Libres del equipaje y de las mujeres, recorrieron con mayor rapidez la escasa distancia que los separaba de Whittington, donde se detuvieron bajo los muros de un pequeño torreón de madera. Oswestry se encontraba a su izquierda, junto al camino que seguiría Hugo para dirigirse a su casa. Marcos y Cadfael aún deberían recorrer un buen trecho hacia el norte, pero aquélla era una tierra fronteriza que durante siglos había sido alternativamente galesa e inglesa, antes incluso de la llegada de los normandos, cuyas toponimia y onomástica eran más galesas que inglesas. Hugo vivía entre los dos grandes muros de piedra construidos en tiempos lejanos por los príncipes de Mercia para marcar el límite de su territorio y su jurisdicción, de manera que ninguna fuerza pudiera atravesarlos fácilmente y ningún hombre que cruzara desde uno a otro lado tuviera ninguna duda acerca de la ley que estaba obligado a cumplir. La barrera inferior se encontraba ahora justo al este del feudo, casi medio en ruinas; la más grande se había construido en el oeste en la región donde el poder de Mercia había conseguido adentrarse un poco más en Gales.

—Aquí os tengo que dejar —dijo Hugo, volviéndose para contemplar el camino que habían seguido, la ciudad y el castillo situados al oeste—. ¡Lástima! Gustosamente os hubiera acompañado hasta San Asaf con un tiempo tan espléndido como éste, pero es mejor que los servidores del rey se mantengan apartados de los asuntos de la Iglesia y eviten el fuego cruzado. No quisiera pisarle los callos a Owain.

—En cualquier caso, nos habéis acompañado hasta la jurisdicción del obispo Gilberto —dijo sonriendo fray Marcos—. Tanto esa iglesia como la vuestra de San Osvaldo pertenecen ahora a la diócesis de San Asaf. ¿Habéis reparado en ello? Lichfield ha perdido muchas parroquias de esta región del noroeste. Creo que la intención de Canterbury debe ser la de extender la diócesis a ambos lados de la frontera para que la línea divisoria que hay entre ingleses y galeses quede totalmente difuminada.

—Me parece que Owain tendrá algo que decir a este respecto. —Hugo les saludó levantando la mano y dio media vuelta con su caballo para tomar el camino de su casa—. ¡Id con Dios y que Él os conceda un buen viaje! Volveremos a vernos dentro de unos diez días —ya se encontraba a unos cuantos metros de distancia cuando se volvió a mirarles y les gritó—: ¡Que ése no se meta en ningún lío! ¡A ver si es posible!

Ninguno de ellos supo a cuál de los dos se dirigía la advertencia ni a cuál se aplicaba el receloso comentario. Decidieron por tanto que lo más acertado sería repartírselo equitativamente.