III
uántos hombres le acompañaban entonces? —preguntó cautamente Cadfael tras un breve silencio.
—Éramos tres. Un corto viaje en el que no preveíamos ningún peligro. Ellos eran ocho. Yo soy el único que queda de los que aquel día acompañaban a Anarawd —contestó el joven en tono pausado y comedido.
No había olvidado ni perdonado nada, pero sabía dominar la expresión de su semblante y el tono dolido de su voz.
—Me asombra que pudierais vivir para contarlo —dijo Cadfael—. No hubierais tardado mucho en morir desangrado con semejante herida.
—Y ellos tampoco hubieran tardado en asestarme otro golpe y terminar su trabajo —convino tristemente el joven—. Lo hubieran hecho sin duda si algunos de los nuestros no hubieran oído el fragor de la lucha y hubieran acudido con presteza en nuestra ayuda. Me dejaron tendido en el suelo cuando se alejaron al galope. Fui recogido y curado tras la huida de los asesinos. Cuando Hywel llegó con su ejército para vengar la muerte de mi hermanastro, me trajo aquí consigo y Owain me ha tomado a su servicio. Un manco siempre puede servir para algo. Y puede seguir odiando.
—¿Estabais muy unido a vuestro príncipe?
—Me crié a su lado y le quería con toda mi alma.
Los negros ojos del muchacho se clavaron en el bello perfil de Hywel de Owain, el cual debía de haber ocupado sin duda el lugar de Anarawd en la lealtad de su corazón, en toda la limitada medida en que un hombre puede sustituir a otro.
—¿Me podríais decir vuestro nombre? —preguntó Cadfael—. El mío es, o era en el mundo, Cadfael de Meilyr de Dafydd, también de Gwynedd, nacido en Trefriw. Por muy benedictino que sea, no he olvidado mis orígenes.
—No debéis olvidarlos jamás ni en el mundo ni fuera de él. Yo me llamo Cuhelyn de Einion, hijo menor de mi padre y miembro de la guardia de mi príncipe. En tiempos antiguos —añadió—, hubiera sido una ignominia que un miembro de la guardia regresara vivo del campo de batalla en el que hubiera muerto su señor a manos de sus enemigos. Pero yo tenía buenas razones para vivir. Le revelé a Hywel los nombres de los asesinos a los que conocía y éstos lo han pagado muy caro, Sin embargo, a otros no los conocía, aunque conservo sus rostros grabados en la mente para el día en que los vuelva a ver y oiga los nombres que les corresponden.
—Hay otro, el que los mandaba, que sólo ha pagado con la pérdida de sus tierras —dijo Cadfael—. ¿Qué hay de él? ¿Es cierto que dio la orden a sus hombres de que tendieran aquella emboscada?
—¡Muy cierto! De otro modo, los demás no se hubieran atrevido a tenderla.
—¿Y dónde pensáis que se encuentra ahora este Cadwaladr? ¿Creéis que se ha resignado a perder todo lo que poseía?
El joven sacudió la cabeza.
—Eso parece que nadie lo sabe. Tampoco sabemos qué otra fechoría se propone cometer. ¿Resignarse a perder lo que poseía? ¡Eso ni hablar! Hywel tomó unos rehenes de entre los cabecillas que servían a las órdenes de Cadwaladr y se los llevó al norte para asegurarse de que no hubiera más resistencia en Ceredigion. Casi todos ellos han sido liberados tras haber jurado no volver a empuñar jamás las armas contra Hywel ni ponerse de nuevo al servicio de Cadwaladr a menos que en el futuro éste pidiera perdón y recuperara el favor de su hermano. En Aber queda todavía un prisionero llamado Gwion. Ha dado su palabra de que no intentará escapar, pero se niega a renegar de su lealtad a Cadwaladr y a prometerle la paz a Hywel. Es un hombre honrado —reconoció Cuhelyn con toda ecuanimidad—, pero sigue siendo fiel a su señor. ¿Se le puede reprochar eso a un hombre? ¡Lástima de vasallo! Su lealtad merecería mejor señor.
—¿Acaso vos no le odiáis?
—No, no hay motivo. Él no participó en la emboscada, es demasiado joven y demasiado limpio como para haberse dejado arrastrar a semejante villanía. En cierto modo me gusta tal como yo le gusto a él. Nos parecemos mucho. ¿Cómo le puedo reprochar que se mantenga fiel a su alianza tal como yo me mantengo fiel a la mía? Si él sería capaz de matar por Cadwaladr, yo también lo hubiera sido por Anarawd. Pero no a traición Y con doble número de fuerzas contra unos hombres escasamente armados que no esperaban ningún peligro. En campo abierto, en cambio, la cosa hubiera sido distinta.
La larga cena estaba a punto de terminar, sólo seguían circulando el vino y el hidromiel y el murmullo de las voces se había transformado en un suave zumbido semejante al de una colmena de felices abejas en medio de los prados estivales. El obispo Gilberto tomó el rollo de la misiva, rompió el sello y se levantó, sosteniendo en sus manos la hoja desenrollada de pergamino. La salutación de Rogelio de Clinton estaba destinada a ser leída en público y había sido cuidadosamente redactada con el deliberado propósito de causar una profunda impresión no sólo en los seglares, sino también en el clero celta, al que tal vez le hiciera falta una palabra de advertencia. La sonora voz de Gilberto le sacó el máximo partido posible y Cadfael, escuchándole, pensó que el arzobispo Teobaldo quedaría altamente satisfecho del resultado de la embajada.
—Y ahora, mi señor Owain —añadió Gilberto, aprovechando el apacible momento que debía de haber estado esperando a lo largo de todo el festín—, pido vuestra venia para presentaros a un peticionario; solicita vuestra indulgencia para una súplica que os quiere presentar en nombre de otra persona. El puesto para el que he sido nombrado me concede el derecho de hablar en favor de la paz, no sólo entre los individuos, sino también entre los pueblos. No es bueno que haya enfrentamiento entre los hermanos. Aunque hubiera una justa causa al principio, tiene que haber un término para todas las proscripciones y todas las pendencias. Solicito audiencia para un embajador que viene en nombre de vuestro hermano Cadwaladr de tal forma que os podáis reconciliar debidamente con él y le podáis devolver vuestro favor. ¿Me está permitido presentaros a Bledri de Rhys?
Se produjo un breve y profundo silencio, durante el cual todos los ojos se clavaron en el rostro del príncipe. Cadfael percibió que el joven que tenía a su lado contraía los músculos y experimentaba un temblor de amargo resentimiento ante aquel quebrantamiento de las leyes de la hospitalidad. Estaba claro que todo se había preparado de antemano a espaldas del príncipe y sin previa consulta, aprovechando la injusta ventaja de la benevolencia que semejante hombre mostraría sin duda hacia el anfitrión a cuya mesa se sentaba. Aunque la audiencia se hubiera solicitado en privado, Cuhelyn la hubiera considerado altamente ofensiva. Sin embargo, hacerlo en público y delante de toda la casa era una descortesía propia tan sólo de un insensible normando instalado en un cargo de autoridad entre un pueblo que no conocía. Pese a todo, aunque aquella libertad fuera tan desagradable para Owain como lo era para Cuhelyn, el príncipe no lo dio a entender. En su lugar, dejó que el silencio se prolongara sólo lo suficiente como para que se suscitara alguna duda y, quizá también, para que la valerosa confianza de que había hecho gala Gilberto se tambaleara levemente. Así pues, tras unos instantes, contestó con toda claridad:
—Según vuestro deseo, mi señor obispo, gustosamente escucharé a Bledri de Rhys. Todo hombre tiene derecho a ser escuchado. ¡Sin que ello prejuzgue para nada el resultado!
En cuanto el mayordomo del obispo introdujo al peticionario en la sala, todo el mundo se dio cuenta de que éste no acababa de llegar directamente de un viaje para pedir audiencia. Debía de haber estado esperando en algún lugar del recinto episcopal y había preparado cuidadosamente su aspecto personal y su atuendo tras quitarse de encima todo el polvo del camino. Era un hombre alto y fornido, de cabello negro y bigote, arrogante nariz aguileña y un semblante que, lejos de parecer conciliador, más bien resultaba agresivo. Se acercó a grandes zancadas al centro del espacio vacío que había delante del estrado y se inclinó en profunda reverencia ante el príncipe y el obispo. A Cadfael le pareció que el gesto obedecía más al deseo de engrandecimiento de su protagonista que a la voluntad de honrar a aquéllos a quienes iba dirigido el saludo. El desconocido se había ganado la atención de todo el mundo y no quería perderla.
—Mi señor príncipe… mi señor obispo, ¡soy vuestro humilde servidor! Comparezco ante vuestra presencia como peticionario.
No lo parecía y nadie lo hubiera dicho a juzgar por el tranquilo y confiado tono de su voz.
—Eso tengo entendido —dijo Owain—, si tenéis algo que pedirnos, hablad sin temor.
—Mi señor, yo era y sigo siendo leal a vuestro hermano Cadwaladr y me atrevo a hablar en su defensa, pues ha sido despojado de sus tierras, convertido en un forastero y desheredado en su propio país. Independientemente de aquello de lo que vos le consideráis culpable, me atrevo a afirmar que semejante castigo es superior a lo que merece y de tal rigor que un hombre no debiera imponérselo jamás a su hermano. Por eso pido de vuestra generosidad el perdón que lo devuelva a su antiguo estado. Ya lleva un año sufriendo esta privación, consideradlo suficiente y permitidle regresar a sus tierras de Ceredigion. El señor obispo unirá su voz a la mía en esta demanda de reconciliación.
—El señor obispo ya lo ha hecho antes que vos y con análoga elocuencia —contestó secamente Owain—. No soy y nunca he sido inflexible con mi hermano a pesar de las muchas locuras que ha cometido, pero el asesinato es algo más que una locura y exige una severa penitencia antes de que se pueda otorgar el perdón. Ambas cosas por separado carecen de valor y donde no existe la una, la otra no sirve de nada. ¿Os envía Cadwaladr en esta misión?
—No, mi señor, él no sabe nada de mi venida. Él es quien sufre la privación y yo el que hablo en favor de la devolución de su derecho. Si ha cometido algún mal en el pasado, ¿os parece ésa una buena razón para privarle de la posibilidad de obrar el bien en el futuro? La pena que se le ha impuesto es extremadamente dura, pues le ha convertido en un exiliado en su propio país y le ha privado de cualquier asidero. ¿Os parece ése un trato justo?
—La pena es mucho menos dura de lo que él le hizo a Anarawd —replicó fríamente Owain—. Las tierras se pueden devolver cuando la devolución es merecida. La vida perdida ya no se puede recuperar.
—Muy cierto, mi señor, pero incluso el homicidio se puede reparar con un precio. En cambio, ser despojado de por vida de todo lo que uno tenía es otra forma de muerte.
—Aquí no se trata de un simple homicidio sino de un asesinato tal como vos sabéis muy bien —dijo Owain.
A la izquierda de Cadfael, Cuhelyn mantenía la mano rígidamente inmóvil sobre la mesa y los ojos clavados en Bledri como si quisiera traspasarle con la mirada. Su rostro estaba intensamente pálido y su mano asía con tal fuerza el borde de la mesa que los nudillos se le habían quedado tan blancos como el hielo. No decía nada ni emitía el menor sonido, pero contemplaba la escena sin pestañear.
—Es una palabra muy fuerte para calificar un acto cometido en medio del fragor de una discusión —replicó Bledri con fiereza—. Vuestra señoría no ha escuchado la versión de los hechos de mi príncipe.
—Para ser un acto cometido en el fragor de una discusión —replicó Owain con inconmovible compostura—, estuvo todo muy bien planeado. Ocho hombres no aguardan al acecho la aparición de cuatro viajeros que nada sospechaban e iban prácticamente desarmados. Le hacéis un flaco favor a vuestro señor, defendiendo su crimen. Decís que habéis venido a exponer una súplica. Mi corazón no está cerrado a la reconciliación cortésmente solicitada. Pero no acepta las amenazas.
—Y, sin embargo, Owain —gritó Bledri, encendiéndose como una antorcha resinosa—, más os vale sopesar las consecuencias que puedan derivarse de vuestra obstinación. Un hombre prudente sabe cuándo tiene que apartarse antes de que su propia tea le queme la cara.
Cuhelyn salió de su inmovilidad y, trémulo de rabia, hizo ademán de levantarse, pero consiguió dominar su furia y volvió a hundirse en silencio en su asiento. Hywel no se había movido y en su rostro no se había operado el menor cambio, pues tenía tanto aplomo como su padre. La inconmovible serenidad de Owain acalló en un instante los murmullos de inquietud que habían recorrido la mesa de honor y ya estaban empezando a despertar ecos más sonoros en el resto de la sala.
—¿Debo tomarlo como una amenaza, una promesa o un vaticinio de desgracias llovidas del cielo? —preguntó el príncipe en tono apacible, pero tan cortante como el tajo de una espada, pues Bledri echó la cabeza un poco hacia atrás como para esquivar un posible golpe, quedando momentáneamente apagado el fuego que ardía en sus negros ojos mientras se borraba por un instante la salvaje mueca de sus labios.
—Sólo quería decir —contestó éste al final— que la inquina y el odio entre hermanos no es apreciada por los hombres y no puede sino suscitar la cólera de Dios y dar un fruto desastroso. Os suplico que le devolváis sus derechos a vuestro hermano.
—Eso todavía no estoy dispuesto a concedérselo —dijo Owain con aire pensativo, estudiando al peticionario en un intento de descubrir lo que se ocultaba detrás de sus palabras—. Pero tal vez podamos examinar esta cuestión con un poco más de tiempo. Mañana yo y los míos regresaremos a Aber y Bangor junto con algunos miembros de la casa del señor obispo y estos dos visitantes de Lichfield. Quiero que vos, Bledri de Rhys, nos acompañéis y seáis nuestro huésped en Aber. Por el camino y cuando lleguemos a mi llys podréis desarrollar vuestros argumentos y yo podré calibrar mejor las consecuencias que habéis mencionado. No me gustaría —añadió con una voz más dulce que la miel— provocar un desastre por falta de previsión. Aceptad mi hospitalidad y sentaos con nosotros a nuestra mesa.
Cadfael, como casi todos los presentes en la sala, adivinó que esta vez Bledri no tendría escapatoria. Los hombres de la guardia de Owain habían comprendido plenamente la naturaleza de la invitación y, a juzgar por la tensa sonrisa de sus labios, Bledri también. Pese a ello, aceptó dando muestras de complacencia y satisfacción. Estaba claro que, ya fuera en calidad de invitado o de prisionero, le interesaba acompañar al príncipe para mantener los ojos y los oídos bien abiertos durante el viaje a Aber. Sobre todo, si su alusión a las consecuencias había sido algo más que un vaticinio de una posible cólera divina por la enemistad entre unos hermanos. Había hablado demasiado como para que lo tomaran en serio. En su calidad de huésped, libre o custodiado, su propia inmunidad estaba asegurada. Ocupó el lugar que le ofrecieron en la mesa del obispo y bebió a la salud del príncipe con sereno semblante y una amable sonrisa en los labios.
El obispo lanzó un visible suspiro de alivio, alegrándose de que su bien intencionado esfuerzo pacificador hubiera sobrevivido por lo menos a la primera escaramuza. Cabía dudar de que un honrado y piadoso normando hubiera comprendido plenamente los significados ocultos de las palabras pronunciadas, o captado todas las sutilezas del idioma galés, pensó Cadfael. Tanto mejor para él, pues de este modo podría despedirse de sus huéspedes en la certeza de haber hecho todo lo posible en favor de la reconciliación. De cualquier cosa que pudiera ocurrir a continuación él ya no sería responsable.
El hidromiel siguió circulando libremente mientras el arpista del príncipe cantaba las grandezas y las virtudes del linaje de Owain y la hermosura de las tierras de Gwynedd. Cuando éste terminó, Hywel de Owain, para grata sorpresa de Cadfael, se levantó y, tomando el arpa, improvisó unos dulces cantos, ensalzando a las mujeres del norte. De un admirable tallo había surgido un admirable renuevo de poeta, bardo y guerrero a la vez. El joven sabía muy bien lo que estaba haciendo con su música, pues todas las tensiones de la velada se disolvieron en medio de la amistad y los cantos. O, si perduraron, por lo menos el obispo, satisfecho y reconfortado, no fue consciente de ellas.
En la intimidad de su aposento, mientras la soñolienta noche penetraba a través de la puerta entornada, fray Marcos se sentó un instante en el borde de su cama, meditando acerca de lo que había ocurrido. Al final, con el pleno convencimiento de alguien que lo ha examinado todo y ha llegado a una firme conclusión, dijo:
—Su intención ha sido buena. Es un hombre de bien.
—Pero poco prudente —añadió Cadfael desde la puerta.
La noche sin luna estaba muy oscura, pero las estrellas del cielo la iluminaban con un lejano resplandor azul, bajo el cual se podían distinguir las ocasionales sombras que pasaban de un edificio a otro, dirigiéndose a su descanso. La babel del día había dado paso a un silencio casi total, roto tan sólo de vez en cuando por el trémulo murmullo de unas voces deseándose las buenas noches, temblor del aire más que sonido. No soplaba la menor brisa y ni el más mínimo movimiento hacía vibrar las cuerdas de los sentidos por lo que incluso el silencio parecía elocuente.
—Es demasiado confiado —convino Marcos lanzando un largo suspiro—. La honradez se paga con honradez.
—¿Y eso es lo que tú echas en falta en Bledri de Rhys? —preguntó respetuosamente Cadfael.
Fray Marcos le seguía deparando sorpresas de vez en cuando.
—No me fío de él. Es demasiado altanero y sabe que, una vez recibido, estará a salvo de cualquier daño o afrenta. Y está tan seguro de la hospitalidad galesa que hasta se atreve a proferir amenazas.
—Muy cierto —asintió Cadfael con una expresión ensimismada—. E incluso las ha disfrazado de recordatorio de la ira celestial. ¿Qué impresión te ha causado?
—Al final ha comprendido que había llegado demasiado lejos —contestó Marcos sin vacilar—. Pero en sus palabras ha habido algo más que una advertencia. Me pregunto muy en serio dónde estará ahora ese Cadwaladr y qué se propone. Opino que ha sido una clara amenaza dirigida a Owain en caso de que éste se niegue a acceder a las peticiones de su hermano. Algo están tramando y este Bledri lo sabe.
—Creo —dijo tranquilamente Cadfael— que el príncipe opina lo mismo que tú o que, por lo menos, tiene en cuenta esta posibilidad. Ya les ha hecho saber a sus hombres que Bledri de Rhys deberá estar constantemente vigilado, aquí, en Aber y por el camino. En caso de que se esté preparando algo y Bledri no lo quiera revelar, por lo menos se podrá impedir que éste tome parte en ello o que le haga saber a su señor que el príncipe lo ha descubierto y está en guardia. No sé si Bledri lo habrá comprendido o si se tomará la molestia de hacer una prueba.
—No me ha dado la impresión de que estuviera preocupado —dijo Marcos en tono dubitativo—. Si ha comprendido algo, no se ha alterado lo más mínimo. ¿Y si le provocaran deliberadamente para ver cómo actúa?
—¿Quién sabe? A lo mejor, le conviene acompañarnos a Aber y mantener los ojos y los oídos bien abiertos, tanto durante el viaje como en el llys, con el fin de espiar la actitud del príncipe hacia su señor. ¡E incluso hacia su propia persona! Aunque la verdad es que no veo qué ventaja le podría reportar semejante cosa, a no ser la de dejarle fuera de la contienda. Un prisionero que goce de la condición de huésped oficial no puede sufrir el menor daño cualesquiera que sean las circunstancias. En caso de que gane su señor, es entregado inmediatamente a éste y, en caso de que pierda, también goza de inmunidad y se ve libre no sólo de los peligros de la batalla, sino también de las posteriores represalias. Sin embargo, no me parece un hombre muy juicioso —reconoció Cadfael, rechazando la idea no sin cierta renuencia.
Algunas sombras seguían cruzando la oscuridad cual escarceos de un lago nocturno. La puerta abierta de la gran sala del obispo arrojaba un rectángulo de mortecina luz, pues ya se habían apagado casi todas las antorchas y el fuego de la chimenea se había cubierto con turba, aunque todavía quedaban los rescoldos. Se oían distantes murmullos de movimiento y trémulas voces rasgando el silencio, mientras los criados retiraban las sobras del festín y las mesas en las que éste se había celebrado.
Una alta y oscura figura de anchas espaldas se recortó de pronto contra la pálida luz de la entrada de la sala, se detuvo un instante como si aspirara el frescor de la noche y bajó los peldaños, pisando despacio y sinuosamente la tierra batida del patio como si quisiera estirar un poco las piernas tras haber permanecido mucho rato sentado. Cadfael entreabrió un poco más la puerta para ver mejor los oscuros movimientos.
—¿Adónde vais? —preguntó Marcos a su espalda, anticipándose con sagaz inteligencia a los propósitos de su compañero.
—No muy lejos —contestó Cadfael—. Lo suficiente para ver quién pica el anzuelo de nuestro amigo Bledri. ¡Y cuál es su reacción!
Permaneció inmóvil un buen rato junto a la puerta del aposento, entornándola a su espalda para acostumbrar los ojos a la oscuridad de la noche, tal como debía de estar haciendo Bledri de Rhys mientras paseaba arriba y abajo y se iba acercando progresivamente a la entrada abierta del recinto, arrastrando en pos de sí la chaqueta que sostenía en la mano. La tierra estaba lo suficientemente reseca como para que sus pasos pudieran ser oídos, tal como él sin duda pretendía. Pero nada se movió ni nadie se fijó en él, ni siquiera los pocos criados que ya se estaban retirando a descansar. Entonces dio media vuelta y se encaminó directamente hacia la puerta abierta. Cadfael le había estado siguiendo, pegado a la hilera de las modestas viviendas de los canónigos y los aposentos de los huéspedes, para no perderse ningún detalle.
Con admirable presteza, dos ágiles figuras tomadas amistosamente del brazo aparecieron en la entrada como si regresaran de los campos y chocaron con Bledri justo en el momento en que éste salía. Los dos hombres se soltaron y le rodearon.
—¿Cómo, mi señor Bledri? —tronó una sonora voz galesa—. ¿Vos por aquí? ¿Tomando un poco el aire antes de iros a la cama? ¡A fe mía que la noche es deliciosa!
—Con sumo gusto os haremos compañía —dijo cordialmente la segunda voz—. Es temprano todavía para irnos a dormir. Después, os acompañaremos a vuestro aposento, no fuerais a extraviaros en la oscuridad.
—No estoy tan bebido como para extraviarme —replicó Bledri sin sorpresa ni inquietud—. A pesar de la agradable compañía de que se puede disfrutar en Asaf esta noche, creo que prefiero irme a la cama. Vosotros también necesitáis descansar, caballeros, si mañana vamos a salir temprano —en su voz se podía percibir claramente una sonrisa. Ya tenía la respuesta que buscaba, pero ésta no parecía haberle causado la menor consternación, todo lo más una cierta gracia y hasta puede que una cierta satisfacción—. ¡Que tengáis un buen descanso! —añadió, encaminándose hacia la entrada de la sala todavía débilmente iluminada desde dentro.
Un profundo silencio reinaba más allá del recinto episcopal a pesar de la relativa cercanía de las tiendas del campamento de Owain. El muro no era tan alto como para que no se pudiera escalar aunque, por dondequiera que saltara un hombre, alguien le estaría esperando al otro lado. Sea como fuere, Bledri de Rhys no tenía la menor intención de escapar, simplemente había querido confirmar su sospecha de que cualquier intento en tal sentido sería rápidamente abortado. Las indirectas órdenes de Owain habían sido claramente comprendidas y serían cumplidas a rajatabla. En caso de que Bledri albergara alguna duda al respecto, ahora ya la había disipado. Por su parte, los dos joviales guardianes se perdieron de nuevo en la noche con una falta de disimulo casi insultante.
Así terminó el incidente. Sin embargo, Cadfael permaneció inmóvil donde estaba, pegado a la oscura mole de los edificios de madera como si esperara que algún epílogo rematara la diversión de aquella noche.
En el rectángulo de pálida luz de lo alto de los peldaños se recortó la inconfundible silueta de Heledd con toda la impetuosa gracia de su porte y todo el donaire de su alta y esbelta figura. A pesar de haberse pasado la velada sirviendo a los invitados del obispo y a los miembros de su casa, se movía con la agilidad de una corza. Si Cadfael observó su aparición con distante placer, lo mismo hizo Bledri de Rhys desde el lugar en que se encontraba a pocos pasos de los peldaños, valorando el espectáculo con un deleite algo más cercano que el de Cadfael, pues ninguna norma monástica le impedía hacerlo. Acababa de ver confirmada su sospecha de que, tanto si quería como si no, ahora formaba parte del séquito del príncipe, por lo menos hasta Aber y, puesto que se alojaba en la propia casa del obispo, ya debía saber que aquella agraciada joven era la que emprendería viaje con el grupo al rayar el alba. La perspectiva le parecía muy placentera y constituía una promesa extremadamente agradable. Por lo menos aquel momento se podía considerar un inesperado colofón de la tranquila y deliciosa velada. La joven llevaba colgado del brazo uno de los manteles de la mesa de honor y seguramente cruzaría el patio en dirección a las viviendas de los canónigos. Quizás, se había derramado un poco de vino sobre el mantel o algún hilo de oro había sido arrancado por la hebilla de un cinturón, la labrada vaina de una daga o las filigranas de una pulsera y ella sería la encargada de arreglado. Bledri estaba a punto de subir, pero prefirió esperar mientras la joven descendía sin levantar los ojos para mirar por dónde pisaba. Cuando llegó al tercer peldaño, Bledri extendió los brazos y la tomó súbitamente por la cintura, haciéndola describir un semicírculo en el aire y manteniéndola en suspenso un momento antes de depositarla cuidadosamente en el suelo aunque sin soltarla.
Todo se hizo en plan de broma y, por lo que Cadfael pudo ver, la joven lo aceptó sin ofenderse demasiado y mucho menos alarmarse, una vez recuperada de la sorpresa. Sólo emitió un leve grito ahogado cuando él la levantó en el aire, pero nada más. Una vez en el suelo, miró a Bledri a los ojos sin hacer el menor ademán de marcharse. A ninguna mujer le desagrada despertar la admiración de un hombre apuesto. Dijo algo que Cadfael no entendió, aunque el tono parecía alegre y tolerante e incluso alentador. El tono de la respuesta de él dio a entender que éste estaba dispuesto a aceptar el desafío. No cabía duda de que Bledri de Rhys tenía muy buena opinión de sí mismo y de sus dotes, pero Cadfael adivinó que, por más que le agradaran sus atenciones, Heledd estaba firmemente decidida a no rebasar los límites del decoro. No era probable que le dejara llegar demasiado lejos. De aquel intrascendente roce con él se podría librar siempre que quisiera y, además, ninguno de los dos se lo había tomado en serio.
Sin embargo, la joven no tuvo la oportunidad de finalizar el encuentro a su manera. La luz que surgía por la puerta abierta de la sala, quedó bruscamente apagada por la oscura mole del cuerpo de un hombre. Mientras el repentino eclipse dejaba a la pareja de abajo sumida en una relativa oscuridad, el canónigo Meirion se detuvo un instante para adecuar la vista a la noche y empezó a bajar los peldaños con su acostumbrada dignidad. Cuando su sombra dejó nuevamente paso a la luz, ésta cayó de lleno sobre el sedoso cabello y el pálido óvalo del rostro de Heledd, así como sobre los anchos hombros y la arrogante cabeza de Bledri de Rhys. Tan cerca estaban el uno del otro, que cualquiera hubiera dicho que estaban abrazados. Contemplando la escena con desvergonzado interés desde su oscuro rincón, fray Cadfael creyó adivinar que ambos eran plenamente conscientes de la tormenta que se avecinaba, pero no tenían la menor intención de hacer nada por evitarla o calmarla. Es más, le pareció que Heledd perdía ligeramente la rigidez de su porte y levantaba la cabeza hacia la luz, esbozando una sonrisa cuyo propósito era el de poner en un aprieto a su padre más que el de halagar a Bledri. ¡Le quería hacer sudar un poco su puesto y su medro en la carrera eclesiástica! Había dicho que podía destruirle si quisiera, aunque jamás haría tal cosa. Sin embargo, si él era tan necio y la conocía tan poco como para creerla capaz de provocar su ruina, merecía pagar su estupidez.
El instante de profundo silencio estalló en un revuelo de movimiento mientras el canónigo Meirion se recuperaba de la sorpresa y bajaba los peldaños cual una negra y repentina nube de tormenta clerical, agarrando a su hija del brazo para arrancarla de la presa de Bledri. Sin embargo, la muchacha consiguió librarse hábilmente y se sacudió de encima el roce de la mano de su padre. Las miradas asesinas que se debieron dirigir padre e hija, quedaron oscurecidas por la negrura de la noche. Bledri aceptó la derrota con buen ánimo y esbozó una sonrisa diciendo con deliberada estulticia:
—Oh, disculpad mi atrevimiento si he pisoteado vuestros derechos. No pensaba tener que habérmelas con un rival en sotana. Y tanto menos en la casa del obispo Gilberto. Ya veo que no he sabido valorar debidamente su amplitud de miras.
Estaba provocando adrede. Aunque no supiera que aquel indignado clérigo era el padre de la muchacha, había comprendido perfectamente que la intervención de éste difícilmente se hubiera podido interpretar en la forma en que él lo estaba haciendo. Sin embargo, ¿acaso no había sido Heledd la causante de todo? A la joven no le gustaba que el canónigo tuviera tan poca confianza en su sentido común, como para suponer que necesitaría ayuda para hacer frente a una fugaz muestra de atrevimiento por parte de aquel visitante no demasiado grato. Y Bledri estaba lo suficientemente avezado en el trato con las mujeres, como para haber captado la leve malicia que encerraba el comportamiento de la joven y estar dispuesto a convertirse en su cómplice, no sólo para darle gusto a ella, sino también para su propia diversión.
—Señor —dijo Meirion con severa dignidad, tratando de refrenar su cólera—, mi hija está formalmente comprometida en matrimonio y en breve se celebrará la boda. Aquí en la casa de su señoría tendréis que tratarla con respeto, y no sólo a ella, sino también a todas las demás mujeres. —Mirando a Heledd y señalando con un gesto de la mano la vivienda situada junto al muro más alejado del recinto, añadió bruscamente—: ¡Vete a casa, muchacha! Ya es tarde y no debes estar aquí afuera.
Sin perder la compostura y sin darse excesiva prisa, la joven se inclinó levemente en reverencia ante ambos y dio media vuelta para retirarse. Sus andares mientras se alejaba, parecían los propios de alguien que despreciara profundamente a los hombres en general.
—Una joven excelente —dijo Bledri, viéndola alejarse—. Podéis estar orgulloso de ella, padre. Confío en que la caséis con un hombre que sepa apreciar su belleza. La pequeña cortesía de haber ayudado a la moza a bajar los últimos peldaños no puede haber empañado el compromiso. —Su clara e incisiva voz se había detenido con deleite en la palabra «padre», plenamente consciente de su doble significado—. En cualquier caso, ojos que no ven, corazón que no siente. Tengo entendido que el novio se encuentra bastante lejos de aquí, nada menos que en Anglesey. Estoy seguro de que mantendréis la boca cerrada para no deshacer el acuerdo.
La insinuación estaba muy clara, a pesar de la suavidad con la cual se había formulado. No, no era muy probable que el canónigo Meirion hiciera algo capaz de poner en peligro su purificado, casto y prometedor futuro. Bledri de Rhys lo sabía muy bien, estaba perfectamente al corriente de las reformas del clero emprendidas por el obispo. Incluso había intuido el resentimiento de Heledd por el hecho de que su padre quisiera librarse de ella de forma tan despiadada, y comprendía su deseo de vengarse de él antes de la partida.
—Señor, sois huésped del príncipe y del obispo, y, como tal, se espera de vos un comportamiento acorde con su hospitalidad —dijo Meirion tan tieso como una lanza y con una voz tan fina y acerada como el filo de una espada. Bajo su comedida amabilidad, se ocultaba un feroz temperamento galés muy difícil de reprimir—. Como no lo hagáis, os aseguro que tendréis ocasión de lamentarlo. Cualquiera que sea mi situación, yo me encargaré de que así sea. No volváis a acercaros a mi hija ni mantengáis más tratos con ella. Vuestras cortesías no son bien recibidas.
—Por parte de la dama, no creo —replicó Bledri con un tono de voz que parecía encerrar una burlona y relamida sonrisa—. Tiene lengua y manos, y creo que hubiera estado en condiciones de utilizar ambas cosas si yo le hubiera causado alguna molestia. Me gustan las mozas de carácter. Así se lo pienso decir si me concede la oportunidad. ¿Por qué no debería gozar de la admiración a que tiene derecho durante las pocas horas que faltan para su boda?
El breve silencio cayó como una losa entre ambos; Cadfael percibió el estremecimiento del aire provocado por la tensión del momento.
—Mi señor —dijo el canónigo Meirion, rechinando los dientes y haciendo un supremo esfuerzo por contener la cólera que le estaba subiendo por la garganta—, no penséis que esta sotana que llevo os servirá de protección en caso de que afrentéis mi honor o el buen nombre de mi hija. Os advierto, no os acerquéis a ella si no queréis tener motivos para lamentarlo amargamente. Aunque puede que no tengáis tiempo ni siquiera para eso —añadió, bajando la voz en tono amenazador.
—Habrá tiempo suficiente para lamentarlo todo —replicó Bledri sin alterarse lo más mínimo ante la inequívoca advertencia—. En esto último no tengo demasiada práctica. ¡Buenas noches tenga vuestra reverencia!
Dicho lo cual, Bledri pasó tan cerca de Meirion que le rozó las mangas con las suyas, tal vez a propósito, y empezó a subir los peldaños de la sala.
El canónigo, saliendo con gran esfuerzo de la parálisis de rabia que le dominaba, procuró recuperar lo mejor que pudo su dignidad y se alejó a grandes zancadas hacia su vivienda.
Cadfael regresó con aire pensativo a su aposento y le contó lo ocurrido a fray Marcos, el cual permanecía tendido en su cama totalmente despierto tras haber rezado sus oraciones, pues una sensibilidad especial le había hecho comprender las turbulentas corrientes que se estaban entrecruzando en el aire nocturno.
—¿Hasta qué extremo diríais vos, Cadfael, que se preocupa por su propia carrera y hasta qué extremo por el bienestar de su hija? —preguntó fray Marcos tras haber escuchado el relato sin sorprenderse demasiado—. Está claro que siente remordimientos. Le remuerde la conciencia el considerar a su hija un impedimento en su carrera y el quererla menos de lo que ella le quiere a él. El remordimiento le induce a quitársela de encima cuanto antes y a encomendarla al cuidado de otro hombre.
—¿Quién puede descifrar los motivos de un hombre? —dijo Cadfael en tono resignado—. Y tanto menos los de una mujer. Pero te voy a decir una cosa, la muchacha hará bien en no sacarle demasiado de sus casillas. Este hombre alberga en su interior una peligrosa violencia. No me gustaría verla desatada. Podría ser una fuerza asesina.
—¿Y contra cuál de ellos dos —preguntó con cierto temor Marcos, contemplando pensativo la oscuridad del techo— arrojaría el rayo en caso de que estallara la tormenta?