VI
o cabía duda, Heledd se había fugado. No era una anfitriona y no tenía por tanto ninguna obligación en este sentido; quizá fuera el personaje menos importante de entre todos los huéspedes que se alojaban en la mansión del príncipe, por lo cual se había mantenido apartada de la doncella de la princesa y no había trabado amistad con nadie, probablemente a la espera de que se le presentara una ocasión propicia. Le interesaba tan poco la perspectiva de una boda con un desconocido novio de Anglesey, como una celda conventual entre unas extranjeras de Inglaterra. Se había escapado a través de alguna de las puertas de Aber antes de que éstas se cerraran por la noche, buscando un futuro más prometedor. Pero ¿cómo había conseguido robar un caballo con su silla y su brida, el cual, por si fuera poco, era uno de los mejores y más rápidos de la cuadra?
Había sido vista por última vez abandonando la sala con una jarra vacía en mitad del festín del príncipe, dejando a la nobleza en la mesa mientras su padre la miraba enfurecido y ella cerraba la mampara a su espalda. Puede que tuviera efectivamente la intención de volver a llenar la jarra y seguir abasteciendo las cuernas de los galeses aunque sólo fuera para fastidiar al canónigo Meirion. Pero nadie la había vuelto a ver desde entonces. Cuando aparecieron las primeras luces del alba y las fuerzas del príncipe empezaran a congregarse en los baluartes, y el clamor y el ajetreo despertaran a toda la casa, ¿quién le diría al buen canónigo que su hija había escapado en mitad de la noche, no sólo del claustro, sino también del matrimonio y del escaso afecto y los pocos cuidados que le había prodigado su progenitor?
Owain decidió no delegar en otros la inevitable tarea. Cuando las primeras luces del oriente empezaron a asomar por encima del muro exterior de la mansión y el baluarte empezó a llenarse de caballos, mozos, hombres de armas y arqueros, todos listos y a punto, el príncipe mandó llamar a los dos canónigos de San Asaf a la caseta de vigilancia. Allí les esperó con un ojo puesto en los hombres que se estaban congregando y montando en sus cabalgaduras, y otro en el cielo y la luz diurna que prometían buen tiempo para cabalgar. Estaba claro que nadie le había anticipado la mala noticia al canónigo, pues éste cruzó el baluarte con semblante sereno y tranquilo, reservando un cortés buenos días y una benévola bendición para el momento en que el príncipe montara en su caballo. A su espalda, el canónigo Morgant, de piernas más cortas y andares más majestuosos, le seguía con solemne dignidad y rostro impenetrable.
Owain no tenía por costumbre andarse por las ramas. El tiempo apremiaba, el asunto era urgente y lo importante era adoptar medidas para intentar enderezar, en la medida de lo posible, lo que se había torcido, tanto las amenazas de un hermoso obstinado, como el peligro que corría una hija extraviada.
—Esta noche se han producido unos acontecimientos —dijo el príncipe en cuanto ambos clérigos se acercaron— que no complacerán a vuestras reverencias, como tampoco me complacen a mí.
Cadfael, contemplando la escena desde la puerta, no observó la menor sombra de inquietud en el rostro del canónigo Meirion ante las palabras del príncipe. Debía pensar que éste se refería a la amenaza de la flota danesa y tal vez a la fuga de Bledri de Rhys, pues ambos clérigos se habían ido a dormir antes de que la presunta fuga se transformara en muerte. Sin embargo, cualquiera de las dos cosas hubiera constituido un alivio y una satisfacción para él, pues tanto el tal Bledri como Heledd le habían dado sobrados motivos para temer por su futura carrera eclesiástica. Sin duda, el canónigo Morgant estaría almacenando en su austero cerebro todas las miradas impropias y las palabras licenciosas para después poder informar cabalmente a su obispo. A juzgar por su actitud, el canónigo Meirion no tenía conocimiento en aquellos momentos de nada que pudiera turbar su complacencia, tanto si Bledri había huido como si había muerto.
—Mi señor —dijo Meirion en tono apacible—, estábamos presentes cuando se recibió la noticia de la amenaza contra vuestras costas. Estoy seguro de que todo se podrá resolver sin daño para…
—¡No se trata de eso! —espetó Owain, interrumpiendo bruscamente sus palabras—. Es algo que os concierne directamente a vos. Señor, vuestra hija ha desaparecido en mitad de la noche. Lamento tener que decíroslo y verme obligado a dejar el asunto en vuestras manos en mi ausencia, pero no hay más remedio. He dado órdenes al capitán de mi guarnición para que os facilite aquí, toda la ayuda que os haga falta cuando iniciéis su búsqueda. Quedaos aquí todo el tiempo que sea preciso y utilizad a mis hombres y mis cuadras con entera libertad. Yo y todos los que cabalguen conmigo vigilaremos y haremos preguntas por todas partes durante nuestro camino al oeste hacia Carnarvan. Confío en que el diácono Marcos y fray Cadfael hagan lo mismo en su camino hacia Bangor. Entre todos, cubriremos las regiones occidentales del país. Vos buscad por los alrededores de Aber y hacia el este e incluso hacia el sur si fuera necesario, aunque no creo que la muchacha se haya atrevido a aventurarse sola por los montes. Yo participaré en la búsqueda en cuanto pueda.
El príncipe siguió hablando sin interrupción, simplemente porque el canónigo Meirion se había quedado mudo y petrificado al oír sus primeras palabras. Ahora le miraba con unos ojos abiertos como platos, los labios entreabiertos y el semblante cada vez más pálido, hasta que los pronunciados pómulos se le quedaron más blancos que la cera bajo la tensa piel de su rostro. La consternación le había paralizado el aliento en la garganta.
—¡Mi hija! —exclamó Meirion al final, pronunciando las palabras casi sin sonido. Después preguntó en un áspero susurro—: ¿Se ha ido? ¿Mi hija, sola por estas tierras, habiendo todos esos malhechores del mar sueltos por el país?
Por lo menos, pensó fray Cadfael, aprobando las palabras del canónigo, si la muchacha estuviera aquí y pudiera oírle, sabría que su padre se preocupaba realmente por ella. Por una vez, se ha olvidado de su propio miedo para pensar en la seguridad de su hija. ¡Aunque sólo por un breve instante!
—Se encuentran a una distancia superior a la mitad de Gales —dijo resueltamente Owain— y yo me encargaré de que no se acerquen más. Ella oyó al mensajero y tendrá el suficiente sentido común como para no arrojarse en sus brazos. La muchacha que habéis criado no es una insensata.
—¡Pero sí una testaruda! —replicó Meirion, recuperando la fuerza de la voz—. ¿Quién sabe con qué peligros puede tropezar? Si ahora ha huido de mí, procurará que no la encuentre. Nunca hubiera podido imaginar que tuviera tanto empuje y determinación.
—Os repito de nuevo —dijo Owain con firmeza—, utilizad a voluntad mi guarnición, mis cuadras y mis hombres, y enviad mensajeros para que pregunten por ella, pues no puede haber llegado muy lejos. Nosotros también la buscaremos en nuestro camino hacia el oeste. Pero tenemos que irnos. Vos lo sabéis muy bien.
Meirion retrocedió un poco, enderezó la espalda y sacudió las anchas espaldas.
—Id con Dios, mi señor, pues no podéis hacer otra cosa. La vida de mi hija es sólo una y, en cambio, muchas vidas dependen de vos. Yo me encargaré de buscarla. Me temo que últimamente no he atendido sus necesidades tanto como las mías, de lo contrario, ella no me hubiera dejado.
Dicho lo cual, Meirion dio media vuelta haciendo una apresurada reverencia y se retiró en dirección a la sala precipitadamente. Cadfael le vio alejarse taconeando con las botas, y dirigirse hacia las cuadras para ensillar su caballo y salir a la aldea en busca de aquella morena hija suya a la que tanto se había empeñado en alejar de su lado y a la que ahora ardía en deseos de recuperar. Siguiéndole con un inexpresivo semblante, hipotéticamente reprobatorio, el canónigo Morgant parecía un negro ángel notarial.
Ya habían recorrido casi media legua por el camino de la costa que conducía a Bangor, cuando fray Marcos rompió su profundo y pensativo silencio. Se habían separado de las fuerzas del príncipe al salir de Aber. Owain tenía que dirigirse al suroeste para tomar el camino más directo a Carnarvon, mientras que ellos deberían seguir el camino costero, teniendo a su derecha las pálidas y brillantes extensiones de las marismas situadas más allá de los arenales de Lavan iluminadas por los rayos del sol matinal y, a su izquierda, los picachos del Fryri elevándose hacia el cielo uno detrás de otro, al fondo de la verde franja costera. Más allá de los arenales, al otro lado del canal, las playas de Anglesey resplandecían bajo el sol.
—¿Sabía él que el hombre había muerto? —se preguntó repentinamente Marcos en voz alta.
—¿Te refieres a Meirion? ¿Quién podría decirlo? Estaba allí con todos nosotros cuando el mozo anunció a gritos que faltaba un caballo y todo el mundo dio por supuesto que Bledri lo habría tomado para ir a reunirse con su señor. Eso sí lo sabía. No estaba con nosotros cuando buscamos y encontramos su cuerpo, tampoco estaba presente en el consejo del príncipe. Si los dos canónigos estaban durmiendo tranquilamente en sus camas, no pudieron enterarse de la noticia más que por la mañana. ¿Qué quieres decir? Tanto si se había fugado como si estaba muerto, el hombre ya no se interponía en el camino de Meirion y ya no podía escandalizar a Morgant. No me extraña que recibiera la noticia con tanta calma.
—No me refería a eso —dijo Marcos—. ¿Lo sabía antes de que los demás se enteraran? —al ver que Cadfael no contestaba, el joven preguntó con cierta vacilación—: ¿No se os había ocurrido pensarlo?
—Pues sí —reconoció Cadfael—. ¿Le consideras capaz de matar?
—A sangre fría y a traición, no. Lo malo es que no tiene la sangre fría, más bien se le calienta con mucha facilidad. Algunos gritan, rugen y se libran de la bilis de esta manera. ¡Pero él, no! Él se reprime y deja que las emociones ardan en su interior. Es más fácil que estalle con acciones que con palabras. Sí, le creo capaz de matar. Si se enfrentó con Bledri de Rhys, lo más seguro es que éste reaccionara con desprecio y provocaciones. Motivo más que suficiente para dar lugar a un violento desenlace.
—¿Y crees que pudo guardar las apariencias como si nada e irse tranquilamente a la cama después de haber cometido semejante acción? ¿Y que pudo dormir? —inquirió Cadfael.
—¿Quién dice que durmiera? Basta con que permaneciera tendido en la cama en silencio. El canónigo Morgant no tenía ningún motivo para estar despierto.
—Te contestaré con otra pregunta —dijo Cadfael—. ¿Te parece que Cuhelyn pudo mentir? No se avergonzaba de su intención. ¿Por qué iba pues a mentir cuando se descubrió lo ocurrido?
—El príncipe le cree —dijo Marcos, frunciendo el ceño con aire pensativo.
—¿Y tú?
—Cualquier hombre puede mentir, incluso por motivos no demasiado graves. Cuhelyn también pudo hacerlo. Pero no creo que le mintiera a Owain. Ni a Hywel. Les ha entregado su segunda lealtad, tan inquebrantable como la primera. Pero hay otra pregunta a propósito de Cuhelyn. Mejor dicho, dos. ¿Le había contado éste a alguien lo que sabía sobre Bledri de Rhys? Si no hubiera sido capaz de mentirle a Hywel, que le salvó y le ofreció un honroso servicio, ¿hubiera sido capaz de mentir por él? En caso de que le hubiera dicho a alguien que había reconocido a Bledri como uno de los asesinos de su príncipe, este alguien no pudo ser otro que Hywel, el cual tenía tan pocos motivos para apreciar a los protagonistas del aquella emboscada como el propio Cuhelyn.
—O cualquiera de los hombres que acompañaron a Hywel cuando éste expulsó a Cadwaladr en Ceredigion para vengar la muerte de Anarawd —convino con aire resignado Cadfael— o cualquiera que se sintiera agraviado por las insolentes palabras que Bledri pronunció aquella noche en defensa de Cadwaladr, escupiéndole las amenazas a Owain en su misma cara. Cierto que ha muerto un hombre que era muy odiado en vida y que no se molestaba en ganarse las simpatías de nadie. En una corte donde su sola presencia constituía una afrenta, ¿es de extrañar que su vida terminara como terminó? Pero el príncipe no descansará hasta que todo se aclare.
—Y nosotros no podemos hacer nada —dijo Marcos, lanzando un suspiro—. Ni siquiera podemos buscar a la chica hasta que yo haya cumplido mi misión.
—Pero podemos preguntar —dijo Cadfael.
En todas las aldeas y alquerías por las que pasaron, preguntaron si alguien había visto pasar por aquel camino a una galesa morena montada en un joven caballo de manto uniforme. Un caballo de las cuadras del príncipe no hubiera pasado inadvertido y tanto menos llevando en la silla a una muchacha. Las horas fueron pasando, el cielo se nubló y se volvió a despejar hasta que a media tarde los viajeros llegaron a Bangor sin que nadie les hubiera podido dar razón del paradero de Heledd, la hija de Meirion.
El obispo Meurig de Bangor les recibió en cuanto llegaron al recinto de la catedral tras haber cruzado las calles de la ciudad y haberse presentado ante su arcediano. Los viajeros pensaron que podrían cumplir el encargo con rapidez y sin la pompa y ceremonia con que los había acogido el obispo Gilberto, pues el lugar se encontraba mucho más cerca de las posibles incursiones de los daneses y se habían tomado toda clase de medidas para hacerles frente, en caso de que consiguieran penetrar hasta allí. Además, Meurig era galés de nacimiento, se encontraba en su casa y no necesitaba adoptar las disposiciones que a Gilberto le eran obligadas para asegurar su posición. Aunque, al principio, hubiera decepcionado un poco a su príncipe, sucumbiendo a la presión normanda y sometiéndose a los dictados de Canterbury, seguía siendo galés hasta la médula y su resistencia, por más que se hubiera desviado momentáneamente, debía ser tan firme como una roca, aunque ahora tal vez siguiera unos caminos más sutiles. Por lo menos, cuando comparecieron ante su presencia en privado, a Cadfael no le pareció un hombre capaz de comprometer su condición de galés y su adhesión a los principios de la Iglesia celta sin una larga y denodada acción de retaguardia.
El obispo no se parecía en absoluto a su compañero de San Asaf. En lugar del alto, majestuoso y aristocrático Gilberto, seguro y austero por fuera, pero inquieto e inseguro por dentro, se encontraron con un clérigo bajito y rechoncho de cuarenta y tantos años, muy hablador, pero dispuesto a ir en seguida al grano, rápido de movimientos, un tanto rudo y desaliñado, de mirada penetrante, y modales alegres y despreocupados cual un atolondrado, pero hábil sabueso que siguiera el rastro de una pieza. El obispo dio a entender con toda claridad el placer que le deparaba la visita de aquellos clérigos y la misión que les había traído hasta allí, un placer superior incluso al deleite que le produjo el breviario que Marcos le entregó, a pesar de su evidente afición a los libros, puesta de manifiesto a través de la delicadeza con la cual fue pasando amorosamente las páginas con sus gruesos y fuertes dedos.
—Ya os habréis enterado, hermanos, de la amenaza que se cierne sobre nuestras costas y habréis comprendido que aquí nos estamos preparando para la defensa. Dios no quiera que los nórdicos lleguen a desembarcar o que pasen de la orilla, pero, en caso de que lo hagan, tenemos que defender la ciudad y los clérigos tendrán que hacerla exactamente igual que los demás. Ésa es la razón de que en las actuales circunstancias no estemos para ceremonias, pero confío en que seáis mis huéspedes durante uno o dos días antes de que regreséis con mis cartas y mis obsequios junto a vuestro obispo.
Fue Marcos quien respondió a la cordial invitación, aunque en los perspicaces ojos del obispo se observara una vaga sombra de inquietud. Una parte de su mente debía estar pendiente de las playas de la ciudad, en el punto donde los cenagales de las mareas cedían el lugar al angosto cuello del estrecho. Exceptuando las pequeñas embarcaciones de poco calado, un navío impulsado por veinte remeros podía cubrir, en muy poco tiempo, la distancia de quince millas o más, hacia el extremo occidental en Abermenai. ¡Lástima que los galeses nunca hubieran sido demasiado aficionados al mar! Por otra parte, el obispo Meurig tenía que pensar también en su rebaño y no era hombre capaz de permitir el sufrimiento de sus ovejas a poco que él pudiera evitarlo. No lamentaría enviar cuanto antes a sus visitantes de Inglaterra de nuevo a Lichfield para tener con ello las manos más libres. Unas manos, por cierto, con todo el aspecto de ser muy capaces de empuñar la espada o tensar el arco en caso de que surgiera la necesidad.
—Mi señor —dijo fray Marcos tras una breve pausa de meditación—, creo que deberíamos marchamos mañana si no fuera demasiada molestia para vos. Por más que me gustaría quedarme, me he comprometido a regresar en seguida. Y, por si fuera poco, el grupo que salió de San Asaf incluía a una joven que hubiera tenido que viajar hasta aquí con nosotros bajo la protección de Owain Gwynedd, pero ahora, privada de esa protección, pues el príncipe ha tenido que desplazarse a toda prisa a Carnarvon, salió imprudentemente de Aber y seguramente habrá extraviado el camino. La están buscando por todas partes desde Aber. Pero, puesto que ya hemos llegado a Bangor, si yo pudiera demorarme aunque sólo fuera un día, me gustaría emplearlo en su búsqueda por esta región. Si me dais vuestra venia para utilizar este breve plazo, nosotros lo emplearemos en buscar a la dama y sé que vos, por vuestra parte, dedicaréis todo vuestro tiempo al bienestar de vuestro pueblo.
Un buen discurso, pensó Cadfael, pues no ha revelado los motivos que se ocultan bajo la fuga de Heledd, preservando de este modo su buen nombre y ahorrándole al buen prelado una verdadera preocupación. Interpretó cuidadosamente las palabras e improvisó un poco cuando la memoria le fallaba, pues Marcos no le había ofrecido ninguna pausa entre las frases. El obispo asintió y preguntó con mucho acierto:
—¿Conocía la joven la existencia de esta amenaza de Dublín?
—No —contestó Marcos—, el mensajero de Carnarvon llegó más tarde. No puede saber nada.
—¿Y viaja sola desde Aber hasta aquí? Quisiera disponer de más hombres para enviarlos en su busca —dijo Meurig, frunciendo el ceño—, pero hemos enviado a Carnarvon a todos los hombres que teníamos para que se reúnan con las fuerzas del príncipe. Y los que quedan los necesitamos aquí.
—No sabemos por qué camino se fue —contestó Cadfael—. Podría estar sana y salva a nuestra espalda en el este. Pero, si no se puede hacer nada más, mi compañero y yo nos podríamos separar a la vuelta y preguntar por ella en todas partes.
—Si a estas horas ya se ha enterado del peligro —terció ansiosamente Marcos— y está buscando cobijo, ¿hay en estas regiones algún convento de monjas donde ella pudiera refugiarse?
Cadfael tradujo la pregunta a pesar de que él mismo hubiera podido facilitar una respuesta general sin necesidad de molestar al obispo. En la Iglesia de Gales jamás había habido conventos de monjas, de la misma manera que la vida conventual masculina jamás había seguido los mismos criterios monásticos que se seguían en Inglaterra. En lugar de una comunidad de hermanas bajo una autoridad reconocida y una regla, en Gales a veces había, en los más remotos y solitarios parajes, una pequeña ermita con una cerca de juncos, en la que vivía una santa según la antigua acepción de la palabra, sin sanción papal ni canonización. Para su sustento, cultivaba hortalizas y hierbas, recogía bayas y frutos silvestres, y establecía unas afectuosas relaciones de amistad con las pequeñas criaturas de los bosques de tal forma que éstas corrían a refugiarse junto a ella cuando eran perseguidas y ni los cazadores ni los cuernos podían conseguir que los sabuesos causaran el menor agravio a la dama o hicieran daño a sus pequeños visitantes. Aunque Cadfael no pudo menos que reconocer en su fuero interno que tal vez los daneses de Dublín no sabrían apreciar debidamente tan inusitadas muestras de santidad.
El obispo sacudió la cabeza.
—Nuestras santas mujeres no se reúnen en comunidades como las vuestras, sino que levantan sus celdas en la espesura del bosque y viven en soledad. Tales anacoretas no suelen establecerse en las inmediaciones de las ciudades, sino más bien en los montes. Nosotros conocemos a una cuya ermita se levanta a la orilla del Menai a muy poca distancia de aquí, más allá del estrecho. En cuanto nos enteramos de esta amenaza que nos viene del mar, mandé que la avisaran y la trajeran. Y ella ha tenido el sentido común de venir sin hacerse de rogar. Dios es la primera y la mejor defensa de las mujeres solitarias, pero no veo la menor virtud en el hecho de dejarlo todo en sus manos. Yo no quiero mártires en mi jurisdicción y la santidad no constituye una buena defensa.
—Eso significa que la ermita está vacía —dijo Marcos, lanzando un suspiro—. Pero, si la muchacha hubiera llegado hasta allí sin encontrar a nadie que la ayudara, ¿qué creéis vos que hubiera podido hacer?
—Dirigirse tierra adentro hacia los bosques. Por aquí cerca no hay ninguna propiedad que se pueda atacar y saquear y, además, si los daneses desembarcaran, no creo que se alejaran mucho de sus barcos. Cualquier casa de Arfon acogería a la muchacha. Aunque los moradores de las que se encuentran más cerca del peligro —añadió el obispo— podría haber huido a las colinas. Vuestro compañero sabe con cuanta facilidad podemos escondernos en caso necesario.
—No creo que se nos haya podido adelantar —dijo Cadfael, estudiando las posibilidades—. Quizá tenía sus propios planes y sabía muy bien adónde se dirigía. Por lo menos, podemos preguntar por ella a la vuelta, por dondequiera que pasemos.
También cabía la posibilidad de que el canónigo Meirion ya hubiera encontrado a su hija en los alrededores de la principesca corte de Aber.
—Puedo ofrecer plegarias por su seguridad —dijo el obispo—, pero tengo que atender también a las ovejas de mi rebaño y no puedo ir en busca de la que se ha perdido, aunque desearía con toda mi alma poder hacerlo. Por lo menos, hermanos, descansad aquí esta noche antes de echaros de nuevo a los caminos y que Dios os proteja durante el viaje y os conceda encontrar a la joven que buscáis.
Aunque estuviera preocupado por la defensa de su casa, no por ello el obispo Meurig olvidaba sus deberes de anfitrión. Su mesa estaba muy bien provista de carne e hidromiel y, a la mañana siguiente, se levantó antes del amanecer, pues no quería que sus huéspedes se fueran sin poderse despedir de ellos. La mañana estaba muy fresca y húmeda tras los aguaceros que habían caído por la noche, y el sol salió con todo su esplendor, iluminando con sus dorados rayos los bajíos del este.
—¡Que Dios os acompañe! —dijo el obispo, sólidamente plantado a la puerta del recinto como si él solo pudiera defenderla contra la llegada de los intrusos. Marcos guardaba en su alforja las misivas que él le había entregado para su obispo junto con un pequeño frasco de cristal dorado lleno de un cordial que él mismo elaboraba con la miel de sus abejas, y Cadfael llevaba un cesto con comida suficiente no para dos hombres sino para seis—. Regresad sano y salvo junto a vuestro obispo, para el cual pido la bendición de Dios, y vos a vuestro convento, fray Cadfael, donde sin duda impera su gracia. Confío en que algún día volvamos a vernos.
El obispo no temía el peligro que le amenazaba en aquellos momentos. Cuando ambos se volvieron a mirarle desde la calle, le vieron cruzando el patio con la cabeza gacha, cual si fuera un pequeño toro con muy malas pulgas, todavía no enteramente preparado para embestir.
Habían dejado atrás las afueras de la ciudad y se habían adentrado en el camino real cuando, de pronto, Marcos se detuvo y permaneció inmóvil sobre su cabalgadura con aire pensativo, mirando primero hacia atrás a lo largo del camino de Aber y después hacia las sinuosas e invisibles curvas occidentales del angosto estrecho que separaba Anglesey de Arfon. Cadfael se le acercó y esperó, sabiendo muy bien lo que estaba pensando su amigo.
—¿Y si se hubiera dirigido hacia allá? ¿No os parece que tendríamos que tomar el camino del oeste? Abandonó Aber muchas horas antes que nosotros. ¿Cuánto debió de tardar en enterarse de la llegada de los daneses?
—Si cabalgó de noche —contestó Cadfael—, no es probable que se enterara de nada hasta la mañana siguiente, porque seguramente no se cruzó con nadie. Ya de día, puede que se dirigiera hacia el oeste. Si realmente quería escapar del matrimonio que le habían concertado, no creo que se acercara a Bangor, pues allí la esperaba su futuro esposo. Sí, tienes razón, es posible que se haya dirigido hacia el oeste y se encuentre en peligro. No estoy muy seguro de que supiera regresar aunque quisiera.
—Entonces, ¿a qué esperamos? —se limitó a preguntar Marcos, dando media vuelta con su caballo para tomar el camino del oeste.
En la iglesia de San Deiniol, al suroeste de Bangor y a cosa de media legua del estrecho, consiguieron finalmente averiguar algo. La muchacha debía haber seguido el viejo camino más directo, el mismo que habrían tomado Owain y sus huestes, sólo que ella lo había hecho con varias horas de antelación. El único enigma era el del por qué había tardado tanto tiempo en llegar a aquel lugar, pues, cuando le preguntaron al cura de allí, éste contestó sin vacilar que sí, que la joven había desmontado para solicitar una información justo el día anterior a la hora de vísperas.
—Una joven montada en un ruano. Iba sola y preguntó por la ermita de Nona. Se encuentra al oeste de aquí, entre los árboles a la orilla del río. Le ofrecí cobijo aquí para pasar la noche, pero me dijo que prefería ir a ver en seguida a la santa mujer.
—Pues debió encontrar la ermita desierta —dijo Cadfael—. El obispo Meurig, temiendo por la seguridad de la ermitaña, la mandó llamar a Bangor. ¿De dónde venía la chica?
—De los bosques del sur. Yo no sabía que hallaría la ermita vacía —dijo el cura, consternado—. Ahora me pregunto qué debió hacer la pobrecilla. Aún le quedaba tiempo para buscar refugio en Bangor.
—Dudo que lo hiciera —respondió Cadfael—. Si llegó tarde a la ermita, es posible que se quedara a pasar la noche allí en lugar de correr el riesgo de cabalgar en la oscuridad.
Cadfael miró a Marcos, sabiendo muy bien lo que el joven estaría pensando. En aquel viaje Marcos llevaba la iniciativa y Cadfael no se la hubiera querido robar por nada del mundo.
—Iremos a buscarla a la ermita —dijo Marcos con firmeza— y, si no está allí, nos separaremos y seguiremos los caminos que nos parezcan más adecuados. En estos pastizales tiene que haber alquerías en las que quizá haya encontrado refugio.
—Puede que mucha gente ya se haya ido —dijo el cura, sacudiendo la cabeza—. Incluso sin que hubiera habido esta amenaza, dentro de unas semanas muchos hubieran subido con sus rebaños a las tierras altas. Es posible que algunos se fueran antes para evitar los pillajes.
—Podemos intentarlo —apuntó resueltamente Marcos—. En caso necesario, subiremos a buscarla a las colinas.
Dicho lo cual inclinó la cabeza en una rápida reverencia ante el cura que les había facilitado la información, dio media vuelta con su caballo y se lanzó al galope hacia el oeste, más raudo que una flecha. El cura de San Deiniol se lo quedó mirando con las cejas arqueadas y una expresión entre burlona y solícita, mientras sacudía la cabeza con aire dubitativo.
—¿Busca este joven a la muchacha por simple bondad de su corazón, o en su propio provecho?
—Ni siquiera en el caso de este joven me atrevería a decir que algo es imposible —contestó cautelosamente Cadfael—. Aunque, en realidad, no importa demasiado. Cualquier criatura en peligro de muerte, sea hombre, mujer, caballo de granja o la liebre de San Melangell, le induciría a atravesar pantanos y arenas movedizas. Ya sabía yo que no podía regresar con él a Shrewsbury mientras Heledd estuviera extraviada.
—¿Vais a regresar vos solo? —preguntó secamente el cura.
—¡Ni hablar! Si él se siente ligado a ella como compañero de viaje, yo también me siento ligado a él. ¡Le tengo que llevar a casa!
—En fin, si su interés por ella es más puro que el rocío —dijo el cura con absoluto convencimiento—, será mejor que no olvide sus votos cuando la encuentre. Es una de las morenas más bonitas que he visto en mi vida. Me alegré de encontrarme en el otoño de mi existencia cuando anoche le ofrecí refugio en mi casa. Y lancé un suspiro de alivio cuando ella rechazó el ofrecimiento. Y el mozo está pero que muy bien, con tonsura o sin ella.
—Razón de más para que le siga —convino Cadfael—. Os doy las gracias por vuestra ayuda. ¡Y por todos vuestros buenos consejos! Me encargaré de transmitírselos al pie de la letra cuando le alcance.
—Santa Nona —dijo didácticamente Cadfael mientras recorrían el cinturón de bosque que se extendía casi media legua tierra adentro desde el estrecho— era la madre de san David. Tiene muchos manantiales sagrados esparcidos por todo el país y se la invoca especialmente para las dolencias de los ojos e incluso dicen que ha curado la ceguera. Esta devota mujer se debe llamar así en honor de la santa.
Fray Marcos siguió cabalgando resueltamente por el angosto camino sin decir nada. A ambos lados, los árboles empapados por los aguaceros caídos a primera hora de la mañana, resplandecían bajo el sol. Era un bosque mixto con los árboles lo suficientemente separados como para permitir el paso de los rayos del sol de la tarde, pero con un camino tan estrecho que sólo se podía cabalgar en fila de uno. Ya habían salido las nuevas hojas y las copas estaban llenas a rebosar de pájaros. Cada primavera es la misma primavera, un perpetuo motivo de asombro. Estalla cada año sobre los hombres, pensó Cadfael, contemplándola con deleite a pesar de sus inquietudes, como si acabara de nacer por primera vez y Dios le hubiera enseñado a hacer las cosas y ella lo hubiera probado y hubiera visto que lo imposible era posible.
Delante de él, sobre la aplastada hierba del camino, Marcos se había detenido con la mirada perdida en la distancia. Algo más adelante se veían entre los árboles el brillo de las aguas iluminadas por los rayos del sol. Se estaban acercando al estrecho. A la izquierda de Marcos, un angosto sendero serpeaba entre los árboles hasta llegar a una achaparrada cabaña situada a un tiro de piedra del sendero.
—Ése es el lugar.
—Y ella ha estado aquí —dijo Cadfael. La hierba mojada de ambos lados del sendero no había sido agitada por la menor brisa y aún conservaba el suave rocío de la lluvia que había convertido el nuevo verdor en un gris plateado, pero, aun así, era evidente que por allí había pasado un caballo, dejando una huella más oscura y aplastando las puntas de los nuevos brotes, pues el sendero hasta la ermita era muy estrecho. El camino en el que ellos se habían detenido se debía usar con frecuencia, pero no se les había ocurrido examinarlo. Sin embargo, estaba claro que entre aquellos arbustos había pasado un caballo después de la lluvia. Y no para entrar, sino para salir. Los extremos de algunos brotes estaban rotos e inclinados hacia el camino exterior y las hierbas más altas, ennegrecidas por los cascos de una cabalgadura, mostraban claramente la dirección en la cual habían sido rozadas al pasar—. Y se ha ido esta mañana —añadió preocupado Cadfael.
Desmontaron y se acercaron a la ermita a pie. Era pequeña, achaparrada y de una sola habitación, suficiente para una mujer que casi no tenía ninguna necesidad, aparte el pequeño altar de piedra adosado a una pared, un sencillo camastro de paja junto a la otra y un pequeño huerto en la parte de atrás para el cultivo de hierbas y hortalizas. La puerta estaba entornada, pero no tenía cerradura por fuera ni tranca por dentro, sino tan sólo una aldaba que cualquier caminante podía levantar para entrar. El lugar estaba vacío. Nona había aceptado la recomendación del obispo, permitiendo que la acompañaran al refugio de Bangor, aunque tal vez no de muy buena gana. Si en su ausencia había tenido una huésped, ésta también se había ido. En una zona de clara turba entre los árboles había pastado un animal y los cascos habían dejado sus huellas antes de que cayera la lluvia, pues las gotas aún estaban adheridas a la hierba sin que nada las hubiera sacudido. Un poco más allá el animal había dejado sus defecaciones, todavía frescas y húmedas, pero ya frías.
—Ha pasado la noche aquí y se ha ido por la mañana —dijo Cadfael—. En cuanto ha cesado de llover. ¡Cualquiera sabe qué camino habrá tomado! El cura nos ha dicho que vino a Llandeiniolen desde tierra adentro tras haber atravesado las colinas y los bosques. ¿Sabría tal vez de algún refugio allá arriba, algún pariente de Meirion que pudiera acogerla en su casa? ¿Y debió encontrar aquel lugar ya abandonado y entonces pensó en la ermita de la anacoreta como último recurso? Lo malo es que ahora ya no podemos saber adónde ha ido.
—A estas horas ya se habrá enterado del peligro que viene del mar —dijo Marcos—. No creo que haya corrido el riesgo de dirigirse hacia el oeste. Pero tampoco le interesa dirigirse a Bangor donde la espera una boda que ella rechaza. Ya ha corrido demasiados riesgos para escapar de su destino. ¿Y si hubiera regresado a Aber junto a su padre? Eso tampoco la libraría del matrimonio que tanto aborrece.
—No creo que lo haya hecho —aseguró Cadfael—. Por extraño que parezca, la muchacha quiere a su padre tanto como le odia. Lo uno es un reflejo de lo otro. Le odia porque el afecto que siente por él es mucho más profundo que el que Meirion siente por ella, pues está deseando quitársela de encima para que no constituya un obstáculo en su carrera eclesiástica y su medro personal. Recuerdo muy bien lo que dijo la chica.
—Yo también lo recuerdo —añadió Marcos—. Pese a todo, no hará nada que pueda perjudicar a su padre. Rechazó el velo y aceptó el matrimonio sólo por él, como un mal menor. Pero, en cuanto se le presentó la ocasión, no quiso convertirse en una carga para su padre y prefirió irse antes de que otros maquinaran para alejarla. Ha decidido asumir ella misma la responsabilidad de su vida y está dispuesta a correr riesgos y a pagar un alto precio, con tal de dejar libre a su padre. No creo que ahora se vuelva atrás en su decisión.
—Pero él no es libre —dijo Marcos, poniendo el dedo en la llaga de aquella dolorosa y complicada relación entre padre e hija—. Está más pendiente de su hija ahora que se ha ido, que cuando ella le servía fielmente día a día, presente y visible. No podrá recuperar la paz hasta que sepa que ella se encuentra perfectamente y a salvo.
—Pues entonces —dijo Cadfael—, será mejor que empecemos a buscarla.
Mientras cabalgaban por el camino, Cadfael contempló a través de la verde pantalla que formaban los árboles, los destellos de las trémulas aguas más allá de las cuales se extendían las playas de Anglesey. Se había levantado una ligera brisa que agitaba las hojas cual si fueran una rutilante cortina, pero los fugaces reflejos del agua seguían brillando con más intensidad si cabe a través de los pliegues. Y se veía otra cosa, algo que aparecía y desaparecía entre las ramas, pero que siempre estaba en el mismo sitio, aunque parecía oscilar hacia arriba y hacia abajo como si flotara y se meciera sobre las aguas movidas por la marea. Un fragmento de vivo color bermellón, que cambiaba de forma según el movimiento con que oscilaban las hojas, lo enmarcaban.
—¡Espera! —dijo Cadfael, deteniéndose—. ¿Qué es aquello?
No era un rojo propio de la naturaleza y tanto menos el que adquiere la primavera tardía cuando la tierra presenta tan sólo unos delicados y suaves tonos dorados, púrpuras y blancos en contraste con el verde purísimo. Aquel rojo, en cambio, tenía una dura e impenetrable solidez. Cadfael desmontó, se volvió de cara a él y avanzó sigilosamente hasta llegar a un lugar elevado donde podía permanecer oculto, pero distinguir claramente a través de los árboles una extensión de tierra de unos trescientos pasos que llegaba hasta el estrecho. Unos verdes pastos, unos campos de labor, una casa sin duda abandonada en aquellos momentos y, más allá, el brillo azul plateado del agua del estrecho, que allí registraba casi su mínima anchura aunque debía tener por lo menos una sexta parte de legua. Al otro lado, se extendía el rico y fértil llano de Anglesey, el granero de Gales. La marea se estaba retirando y dejando medio al descubierto los guijarros y la arena de la otra orilla. Anclada cerca de la orilla, bajo el cinturón de árboles en el cual se encontraba Cadfael, una larga y estrecha embarcación con sendas cabezas de dragón a popa y a proa, se mecía suavemente sobre las aguas, con la vela central arriada, los remos desarmados y toda una serie de escudos de color bermellón colgando sobre su bajo costado. Una embarcación tan ligera como una serpiente y con el mastelero inclinado hacia la popa, visiblemente preparada para entrar en acción mientras se balanceaba lentamente como un gracioso e inofensivo lagarto dormido. Dos gigantescos y rubios miembros de su tripulación, uno de ellos con el pelo recogido en sendas trenzas a ambos lados de la cabeza, descansaban en la angosta cubierta de popa por encima de los bancos de los remeros. Un tercero nadaba desnudo en las aguas del estrecho. Cadfael contó lo que él creyó escalamos en la tercera traca del casco, doce en la banda de estribor. Doce pares de remos, veinticuatro remeros y otros tripulantes, aparte aquellos tres que montaban guardia. Los demás no debían andar muy lejos.
Fray Marcos había atado los caballos y se había acercado al lugar donde se encontraba Cadfael. Vio lo que éste había visto y no hizo preguntas.
—Eso —dijo Cadfael en voz baja— ¡es un barco danés de Dublín!