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Silvia la joven recepcionista apareció en aquel instante con una habitual y amplia sonrisa dibujada en su cara, llevaba consigo un espectacular y fantástico ramo de preciosas rosas rojas.
—Chica, ¡qué preciosidad! ¿Para quién son? —Preguntó—.
—Adivina, adivinanza… Tú, ¿para quién crees?
—¿No me digas que son para Mónica?
—Pues lo cierto es que sí, son para ella.
—¡Vaya! No recuerdo que en estos años su marido le enviara muchas rosas, que digamos. ¿Celebraran algo?— se preguntó Susi, sin ni siquiera percatarse de que su pensamiento había fluido en voz alta mientras tomaba de manos de Silvia aquellas flores.
Algo que por supuesto aquella pequeña y vivaz recepcionista no dudó en cazar al vuelo y comentar al segundo.
—¡Claro! Tú llevas ya, alrededor de cinco años con ella —afirmó—. ¿Pero es que quizá no sean de su marido?— dijo entonces la perspicaz recepcionista.
—¡Va, dame! No seas chismosa, ¿de quién van a ser si no? —e hizo un gesto con la otra mano cómo indicándole a aquella entrometida que prosiguiera a lo suyo mientras daba unos toques a la puerta del despacho antes de abrirla.
—Mira Mónica, ¡qué maravilla de rosas! Son para ti —dijo entonces—.
—Me encantan— dijo ella poniéndose en pie y dirigiéndose hacia donde se encontraba Susi que seguía oliendo el ramo.
—Dame la tarjeta y ponlas en agua si eres tan amable.
Susi cogió aquel sobrecito y se lo entregó a Mónica alargando la mano hacia ella, después, se detuvo esperando a que le descubriera si eran o no de su marido.
—¿Qué haces ahí pasmada? —le recriminó—. ¡Venga! Ve a buscar un jarrón con agua, ahora… ¿A qué esperas?— soltó Mónica, riñéndola al percatarse del interés que había despertado en ella su procedencia.
—¡Glups! Disculpa —dijo entonces Susi por comportarse cuál una entrometida—. En seguida jefa, voy.
Al alejarse del despacho, Mónica aprovechó para abrir el sobrecito.
“¿Cenamos este jueves?”
Un breve mensaje que venía firmado únicamente por unas escuetas iniciales, pero que ella supo al instante de quién se trataba. Sonrió y regresó de nuevo a su sitio frente a la pantalla del ordenador, momento en el que Susi se cruzaba nuevamente con Silvia llevando consigo el jarrón con agua para depositar en él las rosas.
—Y qué, ¿son de su marido? —Preguntó Silvia—.
—¡Chismosa! Pues claro, ¡de quién van a ser! —Reprendió Susana—.
—Vale, vale, tranquila muchacha— contestó en un tono algo ofendido por no haber secundado su curiosidad y compartir con ella el acontecimiento.
Lo cierto es que cualquier cosa por mínima que fuera y que sucediera entre aquellas cuatro paredes se convertía en un gran suceso a ojos de Silvia, que intentaba llevar el control de todos y cada uno de los rumores como si en ello le fuera la vida, o formara incluso parte de una tarea más en su jornada diaria. Algo que por otro lado facilitaba la obtención de datos y simplificaba enormemente el trámite al recurrir directamente a ella ante cualquier duda.
Era la informadora oficial en la agencia y todos así lo sabían.
Susi entró de nuevo en el despacho de Mónica y puso las rosas dentro del jarrón con agua.
—¿Dónde las quieres?
Mónica señaló parte de la repisa de la ventana que sobresalía para que depositara el recipiente allí encima.
—Son fantásticas, espectaculares— mencionó Susi entusiasmada.
Pero Mónica no soltaba prenda y proseguía absorta en su trabajo centrando la mirada en la pantalla del ordenador, sin dar la más mínima importancia a los comentarios de ella por más adjetivos que utilizara para definirlas. Así que finalmente la secretaria decidió que hora de escabullirse del despacho sin mencionar nada más al respecto sobre las misteriosas flores.
Cuando Mónica se quedó sola se acercó a aquel ramo y aspiró el olor que generosamente le regalaban. Tenían un largo tallo casi interminable y perfumaban todo el lugar.
Entonces echó mano al móvil en el interior de su bolso y envió un mensaje que a los pocos segundos fue correspondido con una llamada perdida; un par de tonos y colgaron sin más. Sonrió comprobando el emisor y depositó el teléfono de nuevo en su bolso, junto al sobrecito y se dispuso a continuar con sus tareas.
La mañana prosiguió con el mismo ajetreo de cualquier otra mañana de trabajo, hasta que pasados unos escasos minutos de la una, Susi sacó la cabeza por la puerta del despacho de ella.
—Me voy a comer, regreso en una hora —dijo informando a su jefa— no olvides tu cita en el Grey con Javier a las dos —le recordó—.
—Sí —respondió ella echando una ojeada al reloj— te dejaré el presupuesto de los bombones encima de tu mesa, llévalos a contabilidad a primera hora de la tarde cuando regreses de comer.
—De acuerdo, hasta luego.
—¡Uy, no Susi, espera! —reaccionó Mónica impetuosa, abrió el cajón de su escritorio y sacó un juego de llaves de una cajita depositada al fondo de él.
—Necesito que me hagas un favor —dijo—. Maribel mi asistente acude hoy al médico y le di parte del día libre, quedamos que se marchaba a la una y necesito llevar el abrigo negro de astracán al tinte para tenerlo a punto esta misma semana. ¿Te importaría acercarte a casa después de comer y llevármelo tú misma? Sé que no es tu cometido, pero sino no llego a la comida con Javier.
—Claro jefa te lo llevo yo, no es problema —respondió Susi—.
—Lo encontrarás en el interior del ropero de entrada a casa, a tu derecha— dijo acercándole las llaves.
—Yo me ocupo— confirmó unido a un gesto afirmativo de su cabeza —hasta luego— se despidió cerrando la puerta del despacho y mirando nuevamente hacia el ramo de rosas que tanta curiosidad le había generado por no saber su emisor.
Se alejó de allí haciéndose multitud de películas en su mente a cuál más dispar en referencia a la procedencia de las flores, algo que pronto olvidó pensando en la ensalada que iba a comer en aquella ocasión en la tasca cercana a la oficina, donde se reunía a menudo con otras amigas y compañeros que trabajaban también por la zona.
Allí se hacían unas risas y charlaban de variedad de cosas. La mayoría al igual que ella eran secretarias, becarios, en resumen el empleado raso, que durante el tiempo que duraba su almuerzo desconectaban brevemente del trabajo. En ocasiones compartían irremediablemente confidencias de situaciones vividas a lo largo de la jornada laboral, supuestamente confidenciales, pero eso solían olvidarlo la mayoría de veces. Menos la fiel secretaria que apreciaba enormemente que Mónica no se asemejara a jefes y responsables de departamento que tenían el resto de sus contertulios, pues muchos denotaban poseer un aspecto de lo más déspota con quiénes tenían a sus órdenes. Cuestión por la que muchas veces la provocaban recordándole que no todos eran tan afortunados.
Pero la fidelidad de Susi era su forma de agradecer el comportamiento respetuoso que siempre tuvo su jefa, que valoraba su punto de vista y que siempre la había tenido en cuenta en las cuestiones laborales.
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A escasos veinte minutos de que fuera la hora para su cita en el Grey, Mónica salió disparada de su despacho. Depositó el informe de los bombones sobre la mesa de su secretaria y se marchó en dirección a la calle dirigiéndose al restaurante donde había quedado con Javier.
El Restaurante Club Grey se encontraba en una de las avenidas principales de la ciudad y desde la oficina hasta allí se limitaba a un agradable paseo. La multitud de tiendas la entretendrían durante el trayecto para hacérselo sin duda más llevadero.
Al llegar a la puerta del establecimiento accedió de forma decidida comprobando a su vez a algunos otros que esperaban para ser atendidos.
Un camarero se dirigió hacia ella: —¿Dispone usted de reserva?
—Así es —respondió— seremos dos, aunque no sé si la reserva es a nombre del Sr. Cid o la hizo al mío, Mónica Martín —añadió entonces.
—Permítame comprobarlo— dijo aquel chico que vestía como un pincel y con un peinado extremadamente moderno para su gusto, que evidentemente era algo más clásico.
Él echó una ojeada en la agenda dispuesta encima del atril colocado estratégicamente a la entrada del local al otro lado de donde se hallaba una larga y esplendorosa barra que se engrandaba al fondo en un moderno y cuidadoso comedor. Lugar que se entremezclaban desde conversaciones de los comensales, hasta el repicar de algunas copas, pasando por el sonido de la plancha de la cocina, la cual se podía visionar desde su mismo comedor. Eso permitía ver al instante como se cocinaban muchos de sus platos y por supuesto considerado por la clientela, como uno de sus mayores atractivos. Quizá lo que lo había convertido en el sitio de moda de la ciudad en el último año.
—A nombre del Sr. Cid, así es, acompáñeme señora— dijo entonces aquel chico tomando en sus manos un par de cartas que depositó en la mesa tras mostrarle dónde podía sentarse.
—¿Le apetece quizá un aperitivo, mientras espera a su acompañante?
Mónica dudó un segundo.
—Quizá un Martini blanco, sí —reiteró ella— tráigame un Martini. ¡Gracias!
Tras su petición desapareció, pero no sin antes dar instrucciones al camarero que iba a ocuparse del servicio de esa mesa para que sirviera la bebida a Mónica y de nuevo regresó a su puesto en la entrada del local donde seguir ubicando a los clientes que iban llegando según tuvieran, o no reserva.
Mónica hizo una ojeada al menú esperando la llegada de Javier mientras saboreaba con lentitud el aperitivo que segundos antes le había servido el camarero, quien intuyó que posiblemente y dadas sus facciones, provenía de la Europa del este. Un instante más tarde lo constató cuando se acercó con la intención de tomar nota y se dirigió en un característico acento que lo delató rápidamente.
—Espero a alguien— respondió alzando la mirada hacia él.
El camarero se limitó a asentir con la cabeza y se alejó sin decir más. Siguió atendiendo al resto de mesas que tenía bajo su rango y en espera de que llegara el acompañante de Mónica.
Ella hizo entonces una mirada ligeramente nerviosa a su reloj comprobando que pasaban cinco o seis minutos de la hora de su cita. Javier solía ser muy puntual, pero en esa ocasión ¡se retrasaba!
Justo en ese momento su móvil que aguardaba encima de la mesa junto a la aceitera, vibró por la llegada de un mensaje:
“Cielo, imposible acudir a nuestra cita. Me surgió un imprevisto de última hora. Besos, te llamo.”
—¡Vaya!— se dijo Mónica ligeramente decepcionada y dejando nuevamente el móvil en aquel rincón de la mesa.
En ese instante le apeteció enormemente encenderse un cigarrillo y aunque no era lo que llamaríamos una adicta a la nicotina, lo cierto, es que de vez en cuando se deleitaba fumando alguno que otro. Sobre todo, cuando sentía cierto nerviosismo. Pero abandonar el local y salir a fumar a sus puertas tampoco le parecía lo más oportuno.
Alzó tímidamente la mano en dirección al camarero para que se acercara.
—Parece ser que me han dejado sola —le comunicó Mónica— ¿por lo que si quiere tomarme nota?
—¿Qué tomará?— dijo Igor, que era el nombre que se distinguía en la diminuta plaquita que lucía en su pecho.
—Pues tomaré, de entrante ‘provoleta’ de queso y de segundo una parrillada de verduras.
—¿Y para beber?
—Una copa de vino blanco, por favor— dijo Mónica acercándole al camarero el vaso prácticamente vacío del aperitivo anteriormente solicitado, e indicándole con ello que podía retirarlo de su mesa.
—Muy bien señora— añadió Igor recogiendo la copa y los cubiertos que tenía enfrente de ella, y retirándolos de la mesa ya que el almuerzo se había antojado solitario.
Después se alejó en dirección a la cocina a pasar la comanda de inmediato, momento en el que Mónica ojeó su alrededor sintiéndose muy sola y desprotegida ante la situación e idea de comer sin compañía. Eso la disgustaba enormemente, de haberlo sabido un poco antes hubiera decidido anular aquella comida, tan fácil como llamar al restaurante y cancelar la reserva. Sin embargo, en dicha coyuntura no quedaba más remedio que tomárselo con el mejor humor posible.
Cogió de nuevo el móvil y envió un mensaje a Javier recriminando haberla dejado colgada, también aprovechó para llamar a Marcel su marido, pero no obtuvo respuesta aun dejándolo sonar hasta que saltó el contestador.
Marcel acostumbraba a tener una agenda de lo más apretada y por la hora que era, Mónica supuso que estaría en algún almuerzo de negocios, o reunido con su equipo.
“Hola cariño, Javier me dejó plantada para el almuerzo… Pensé en llamarte, y saber ¿qué hacías? Por si te apetecía acercarte por aquí y quizá tomar el café, juntos. Bueno…nada. Intuyo que estás reunido. No te preocupes, nos vemos en casa esta noche. Un beso.”
Desde su mesa presentía las miradas de otros comensales observándola sola, comía a cierta velocidad y con la mirada ligeramente extraviada. En aquel lugar se reunían personas de cierto nivel adquisitivo, usualmente empresarios e inclusive algún que otro personaje famoso, ya fuera del mundo del espectáculo o del deporte.
Así que decidió hacer del almuerzo un momento más productivo tomando notas en su agenda y plasmando algunas de las ideas que tenía en referencia a la campaña de vino del señor Ros y por la que su agencia había sido contratada. Tras conversar telefónicamente con él aquella misma mañana y al ser informada por Susi de que había llamado en un par de ocasiones interesado por el proceso en el que se hallaba su cuenta, se dispuso a tomar notas y disfrutar del par de platos que había solicitado a Igor el camarero, poco después, se tomó un cortado y pidió apresurada la nota.
Al final el almuerzo se había convertido sin desearlo en una continuidad del trabajo de su despacho, llevado directamente a la mesa del restaurante, cuando unas horas antes creyó que se trataría de una comida informal, amena y divertida junto a la compañía de su buen amigo Javier. No fue así. Ni chismes ni confesiones, ni nada parecido.
Firmó el comprobante de su tarjeta de crédito, guardó la agenda en su enorme bolso que conjuntaba perfectamente a los tonos grises de su traje y se puso en pie para salir del local abrigo en mano.
—Oye perdona, ¡disculpa! —escuchó entonces de una voz que provenía tras de sí—. ¡Te dejas el móvil! —dijo alguien alzando la voz a su espalda.
Mónica se giró inmediatamente, descubriendo que así era. Recordó entonces que el móvil se había quedado en lo alto de la mesa tras haber intentado localizar a Marcel.
Al girarse se encontró con quién le ofrecía su teléfono en la palma de la mano y esbozó un simple: —Gracias.
Entonces lo observó más detenidamente.
—De nada— respondió correspondiéndola con una bonita sonrisa que le permitió mostrar una alineada y blanca dentadura.
Se trataba de un hombre de unos treinta y tantos, de aspecto muy varonil. Alto y con un físico atlético. Tez ligeramente morena, facciones que remarcaban sutilmente sus pómulos y un cabello negro azabache bastante abundante peinado hacia atrás. Eso le daba un toque juvenil que lo hacía tremendamente atractivo.
Mónica lo miró a los ojos en el instante en el que tomaba el móvil de su mano y por un momento tuvo la sensación de perderse en ellos, de navegar en aquel tono azulado y cálido, en la maravillosa paz que desprendían, como si de en un mar en calma se tratase.
—Adrián— dijo apenas él alargando su mano para estrecharla a la de ella y haciendo de aquella forma su presentación formal, a la vez que ese gesto la devolvió a ella a la realidad.
—Mónica— respondió.
—Por poco te dejas el móvil— se apresuró a puntualizar Adrián.
—Sí, menuda faena, llevo media vida en él —añadió Mónica—.
—¿Trabajas por la zona?— Preguntó.
—Sí, así es— respondió sin entrar en detalles, a fin de cuentas se trataba de un desconocido. Atractivo sin lugar a dudas, pero desconocido para ella.
—Perdona, quizá soy algo atrevido e indiscreto, aunque si te paras a pensarlo, si no fuera honesto me hubiera quedado con tu móvil… ¿No? Así pues no tienes nada que temer, no soy peligroso. Impulsivo, ¡quizá! Pero peligroso ¡no!—. Remarcó acompañando el comentario con una nueva sonrisa.
—Si claro, supongo— dijo entonces Mónica sonriendo también. Sonrisa que Adrián siguió correspondiendo sin dejar de mirarla a los ojos.
—¿Eres modelo?— preguntó entonces ella con una leve insinuación de coqueteo.
—Vaya —ahora eres tú la indiscreta— añadió en un tono ligeramente pícaro.
—Disculpa, yo no pretendía… es que, soy publicista y por tu aspecto, bueno pensé… Qué quizá, bien podrías serlo.
—Me halagas, ¡gracias!— dijo entonces reflejándosele grata sorpresa en su cara por las palabras de Mónica en referencia a su aspecto.
Ella rebuscó de inmediato y con cierto nerviosismo en el interior de su bolso hasta encontrar una de sus tarjetas de empresa y se la entregó para confirmar lo que acababa de comentarle sobre su profesión.
—Parece un trabajo interesante —comentó Adrián—.
—Bueno, es como todo, depende de si te gusta o no lo que haces y en mi caso mi trabajo me apasiona, así pues, decir que es interesante es poco.
Por un instante el mundo se detuvo en aquella conversación. Como si más allá de ellos, no existiera nadie. Como si todo el bullicio y agobio que se respirara segundos antes hubiera desaparecido totalmente.
Mónica reaccionó entonces.
—Debo irme —dijo ella— gracias de nuevo por… —y mostró el móvil en su mano.
—De nada, me ha gustado conocerte, quizá volvamos a vernos en alguna otra ocasión. ¿O te llame para tomar café? —dijo mostrándole la tarjeta que le había entregado ella.
Mónica como de un acto reflejo y sin pensárselo dos veces mostró la alianza que lucía en su dedo indicando con ello, que estaba casada.
Él se apresuró a responder junto a una carcajada.
—¡Un marido o esposa molesta, pero no impide! —soltó impetuoso—. Conozco demasiadas relaciones de mentira y un papel o anillo, no las hace más creíbles o sinceras.
—Eres algo frívolo, ¿no?— respondió deteniéndose nuevamente la ejecutiva.
—¡No! Soy honesto —dijo— empezando por serlo ante todo, conmigo —aclaró—.
Mónica sonrió de nuevo alejándose de allí, y entonces Adrián tomó asiento en uno de los taburetes frente a la barra del restaurante para tomarse su café tras coger uno de los diarios de uso y disfrute de la clientela.
Ella se marchó sonriente aún por la divertida y espontánea reacción que le había mostrado él. Algo que no la había dejado para nada indiferente.
—¡Al final no estuvo tan mal que Javier la hubiera dejado colgada!— pensó de camino y de regreso a la oficina. Aunque a los pocos segundos aquella reflexión interior, se convirtió en un cierto sentimiento de culpabilidad, ¡estaba casada! Quizá no se tratara del pensamiento más adecuado y en definitiva era darle la razón al último comentario que hubo hecho Adrián.
—¡Molesta, pero no impide! Qué gracioso —se dijo—. Pero para nada, ese no era su caso. Lo cierto es que ella se sentía afortunada por la vida que tenía y aún más afortunada por la persona con la que había decidido compartir su vida.