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—Por lo que cuentas…—dijo— debo decirte que un poco sí, ¡qué te pareces a ellas! —bromeó Adrián tras escuchar atentamente su relato.

—¡Oye, no me digas eso!— dijo simulando irritarse Mónica aunque él no cayó en la trampa.

—¿Y ya has pensado qué vas a hacer a partir de ahora?— cuestionó él cambiando su tono y pasando de la risa anterior a una absoluta seriedad.

—¿Que, qué voy a hacer…qué voy a hacer, con qué?— preguntó algo preocupada por el cambio de actitud que mostraba ahora él.

—Bueno, a ver, si te las encuentras siempre en el ascensor, a partir de ahora cuál va a ser tu opción, ¿subirás por las escaleras? Espero que tu despacho no se encuentre en una planta muy alta. ¿O te disfrazarás para no ser reconocida cuando volváis a coincidir? ¡No quiero perderme ese momento! —Añadió entre risas—.

—¡Claro…no había pensado en eso…y ahora, qué! —dijo imaginándose vestida con una gabardina y unas oscuras gafas de sol cada vez que accediera o saliera del edificio—. ¡Pero si mi oficina está en el ático! ¿Cómo se me ocurre?

Ahí él soltó una expresiva carcajada imaginándose a Mónica en tal situación.

—Con lo seria y comedida que he sido siempre yo —apostilló sin ocultar cierta preocupación en el tono de su voz— pero es que ha sido superior a mí…

—Bien, ya hemos llegado— dijo Adrián haciendo varias maniobras y deteniendo entonces el vehículo.

Habían subido a la parte alta, lugar desde dónde se podía divisar en los días en los que no hubiera mucha polución a sus pies una bonita estampa de la ciudad. También era una zona muy conocida de montaña y a pesar de todo cercana a la urbe. Allí se congregaban muchos de los mejores y típicos restaurantes de la zona, de esos que te ofrecen un fantástico y suculento desayuno de tenedor.

—Imagino que parte de tu trabajo debe ser conocer estos lugares, ¿verdad?

—Así es—. ¡Venga vamos! Ya es casi mediodía, hora del aperitivo.

—Pero tú no bebes, ¿no? Porque si no regreso a pie — dijo convencida—.

—No te preocupes, yo me tomo un mosto, una limonada o una cerveza sin, no tomo alcohol cuando conduzco —añadió— cómo comprenderás no me lo puedo permitir.

—¡Genial! Empiezas a parecerme el hombre ideal —dijo Mónica bromeando—.

—Y lo soy —dijo aguantando la puerta de entrada al local y con su permanente sonrisa— lo que pasa es que tú, aún no lo sabes —dijo—.

Ella sonrió a eso.

Se sentaron en un rincón. Allí dónde hubiera poco bullicio puesto que a aquellas horas solía ser habitual que aquél fuera destino obligado de autocares haciendo excursiones, repleto de extranjeros que deseaban ver una panorámica de la ciudad. Además del deseo también de degustar una más que reconocida gastronomía del lugar.

Una copa de vino blanco y un mosto, acompañado de un par de tapas y a posteriori un par de cafés más tarde, fueron el acompañamiento a aquella conversación de lo más fluida que se mantuvo entre ambos desde el primer segundo en el que cruzaron la puerta del restaurante.

Charlaron de algunos detalles de sus trabajos haciéndose multitud de preguntas, porque bien podía ser que se tratara de viejos conocidos que se estuvieran poniendo al día tras un largo periodo de distanciamiento obligado, ocasionado quizá por sus respectivas vidas, o al menos eso parecía. Sin embargo no eran más que un par de desconocidos que habían congeniado simplemente unos pocos días atrás.

—¿Tienes hijos? —Preguntó él—.

— No.

—¿Por qué? ¿No te gustan los niños?

—Sí me gustan. Pero lo cierto es que tanto mi marido como yo estamos muy entregados a nuestras vidas profesionales y el tiempo se nos ha ido pasando casi sin percatarnos. Así que supongo…

—Aún estás a tiempo —afirmó Adrián—.

—Lo cierto es que no me preocupa, si te soy sincera. —¿Y tú, qué me dices de ti?

—¿Si tengo hijos?— No, no los tengo. Me dan alergia.

—¿Cómo?

—¡Es broma!

—¿Esposa, novia, prometida…?

—No, no y no… Ninguna de las tres.

—Te dan alergia también— bromeó Mónica.

—¡No! Simplemente tengo amigas —dijo él— me gusta disfrutar de mi libertad.

—¡No estás preso porque te cases!— Sentenció tajante.

—Lo sé— pero hay demasiadas vidas de mentira y eso no va conmigo, yo al menos no engaño a nadie.

—Oye, que ¡yo tampoco engaño a nadie! —Soltó Mónica—.

—¿…Y a ti? —dijo él—.

—A mí, ¿qué?

—¿A ti te engañan?

—No creo— dijo ella sonriendo.

—Pero no lo sabes…

—La base de las relaciones, es la confianza—  añadió entonces Mónica.

—Sí, sí, todo eso es muy bonito y está muy bien, pero lamentablemente para muchos la base de su relación es ser lo suficientemente hábiles cómo para que —¡no les pillen!—.  Algo que además incluye tener una muy buena memoria.

— Ah, entonces no tengo de qué preocuparme, mi marido tiene una pésima memoria—. Le recordé hace unos días que mañana tenemos una cena con los amigos y hoy me llamó desde París, que regresa el domingo ya que tiene un compromiso para mañana por la noche, y te aseguro que había olvidado por completo la cena.

En ese instante, ese episodio que la entristeció enormemente por la mañana, parecía algo mucho menos importante. Quizá la situación, el entorno, la compañía o todo en general, hicieron que se olvidara de ello y lo dejara en un segundo plano sin darle ahora más importancia.

—Entonces eso significa que mañana noche, ¿estás libre?

—Bueno, aun estando sola, debería acudir a la cena.

—¿Y si yo te ofrezco otro plan?

—Miedo me das—. No sé, ¡propón!

—Me preguntaste por el tipo de clientela que tengo, ¿verdad?

—Sí— dijo ella con cierta curiosidad y muy atenta a él.

—Verás— en ocasiones llevo a famosos, a estrellas del cine o de la música. A millonarios, o también de vez en cuando a algunos que quieren disfrutar de un día diferente y celebrar algo especial. Y precisamente mañana temprano recojo en el aeropuerto a…

—Aaaa… ¡venga, suéltalo ya! —Apremió Mónica—.

—¿Conoces a Il Divo? Es un grupo formado por cuatro…—quiso explicarle él—.

Pero Mónica interrumpió. —Por cuatro chicos que no solo cantan de maravilla, sino que están… ¡Buf!— Sugiriendo con esa expresión que eran francamente atractivos, aunque él, no lo era menos —pensó también—.

—Veo que los conoces.

—Sí —respondió ella sin vacilar— bueno —puntualizó—. Los conozco a través del televisor, o de escucharles en alguna ocasión pero jamás en vivo y en directo.

Él se limitó a sonreír.

—¡Qué, dices! ¿De verdad te han contratado? ¿No es una broma? —Añadió—.

—¡Te lo prometo! Están haciendo su nueva gira —respondió entonces—. Y una de las ventajas es que puedo obtener un par de entradas, y en vez de hacer yo mismo el servicio mañana noche puedo encargárselo a mi compañero. Y tú, y yo, irnos de concierto. ¿Qué? ¿Te apuntas?

—Pues te digo, qué me gustan mucho, pero que primero debo hacer una llamada sobre la cena de mañana y después te confirmo. Aunque no debería dejarles colgados porque Marcel esté fuera. Pero bueno, reconozco que la propuesta que me haces, es de lo más interesante y…

—¡Oye! —dijo entonces Adrián cortando a Mónica que seguía dándole vueltas al asunto de si debía aceptar o no, la invitación— estás pensando que es lo más correcto, en vez de pensar que es lo que más te apetece a ti.

—Es que… Sí, tienes razón, me apetece un montón. Pero por otra parte…

—¡Mira, tienes tiempo! Te doy mi número y me mandas un mensaje cuando sepas lo que vas a hacer, ¿vale?

—¡Vale!— Dijo ella, que aun habiéndole dado él una solución, seguía dándole vueltas en su cabeza de lo que debía o no hacer.

—De todas formas, —dijo— no los imagino cómo el típico grupo que les guste ostentar, lo digo por eso de ir en limusina, ¿sabes? —refiriéndose a los componentes del grupo.

—Normalmente no es una petición suya. De hecho la misma discográfica suele marcar esas cosas. Ellos seguramente querrían pasar incluso algo más desapercibidos —respondió Adrián—.

Se percataron entonces de que llevaban prácticamente dos horas de cháchara.

—Hora de regresar—. Dijo mostrando el reloj que lucía en su muñeca.

A lo que Mónica asintió levantándose entonces y tomando chaqueta y bolso con ella. Salieron del lugar que por la hora empezaba a abarrotarse de gente y acompañado del lógico bullicio que la multitud ofrece en esas situaciones. Se dirigieron donde permanecía el automóvil aparcado. Adrián se acercó a la puerta trasera del vehículo con la intención de abrírsela, pero antes de hacer eso se aproximó a unos pocos centímetros de Mónica, que apoyó al instante su espalda contra el coche ligeramente nerviosa. Por un segundo creyó que él fuera a besarla. Sin embargo, sus manos pasaron rozando tímidamente su cara hasta llegar a la parte posterior de su cabeza y para su sorpresa, en un rápido gesto quitó un par de las horquillas que sujetaban el moño que como siempre acostumbraba a llevar tan bien recogido y que tras la ausencia de ellas hizo que su peinado se deshiciera. Entonces optó en retirarse el resto mientras se atusaba el pelo, que en segundos le había cubierto hasta la altura de sus hombros.

—Así está mucho mejor— dijo observándola, y apartándose para abrirle la puerta facilitando que accediera al vehículo.

Ella lo miró sin pronunciar palabra e hizo justamente lo que le indicaba; accedió de inmediato al interior. En ese momento él trató sin éxito de contener su risa. Mónica por supuesto, se percató de ello aunque siguió sin entender dicha reacción.

—¿De qué te ríes?— preguntó entonces.

—De que esta vez no me enseñaste la alianza… —respondió guiñando un ojo—.

Apretó los labios y lo miró sin decir nada a la vez que se encogía de hombros como afirmando con ese gesto que él tenía razón.

Desde luego, la gran seguridad que mostraba Adrián en todo momento conseguía dejarla apenas sin palabras y totalmente entregada, aunque eso no fuera usual en ella y algo que no la caracterizaba, puesto que siempre presumió de poseer dicha cualidad. Pero sin quererlo ahora perdía irremediablemente esa pose cuando se encontraba frente a él.

De nuevo regresaron a la ciudad puesto que ambos debían seguir con sus obligaciones.

—Ha sido…— dijo Mónica, que calló un segundo intentando encontrar la palabra.

—¿Ha sido? — repitió él.

—Ha sido diferente— dijo entonces mientras descendía tras detener Adrián el vehículo frente al lugar en dónde la publicista trabajaba.

—¿Significa eso que te ha gustado?

—Así es—. Te digo algo para mañana.

—De acuerdo— respondió despidiéndose con un movimiento de mano.

—Chao.

Mónica cerró la puerta del coche y se dirigió en dirección a la entrada del edificio.

Lo cierto es que se había tomado más que un notable respiro y ciertamente aquella semana empezaba a parecer que aquello fuera su tónica habitual. Sin embargo, sabía perfectamente que jamás sería increpada por ello por parte de su jefe ya que en otras muchas épocas del año en las que fuera necesario, ni siquiera abandonaba su despacho a la hora del almuerzo, comiendo entonces alguna cosa — in situ —.

 

En boca de todos
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