Capítulo 11

Capítulo 11

La mañana del lunes, que era su día libre, Kling llamó temprano a Cindy Forrest. No eran más que las siete y media, pero, conociendo tan bien como si fueran las suyas propias las costumbres de ella, tanto en lo referente a la organización del trabajo como del descanso, y sabiendo también que tenía el teléfono en la pared de la cocina, junto al refrigerador, no le sorprendió que le contestase a la segunda llamada.

—¿Diga?

Daba la impresión, por la voz, de estar apresurada y un poco falta de aliento. Como no solía concederse más que media hora para salir de casa, todas las mañanas tenía que correr del dormitorio a la cocina, de la cocina al baño y de allí otra vez al dormitorio, hasta que finalmente se precipitaba hacia el ascensor arregladísima, impecable, con un aspecto pasmosamente descansado y lista para batallar contra el mundo. Al imaginarla en pie, junto al teléfono, vestida sólo a medias, Kling experimentó una suave sensación de deseo.

—Hola, Cindy —dijo—. Soy yo.

—Ah, hola, Bert —respondió ella—. ¿Puedes esperar un segundo? Tengo el café en el fuego y se me va a derramar —Kling aguardó. De vuelta en el prometido segundo, añadió ella—: Listo. La otra noche traté de localizarte.

—Ya lo sé. Por eso te llamo.

—Muy bien, muy bien —dijo ella. Siguió un largo silencio—. Estoy tratando de recordar por qué telefoneé. Ah, sí. Había encontrado una camisa tuya en la cómoda y quería saber qué debía hacer con ella. De modo que te llamé a casa y, como no contestabas, supuse que tendrías servicio nocturno y probé en la comisaría, pero Steve me dijo que no estabas de guardia. Entonces decidí hacer un paquete y mandártela por correo. Ya he puesto las señas y todo lo demás. —Hubo otra pausa—. Así pues —prosiguió Cindy—, creo que esta mañana, de camino al trabajo, dejaré el paquete en Correos.

—De acuerdo —respondió Kling.

—Si lo prefieres así —agregó ella.

—Bueno, ¿qué prefieres hacer tú?

—Como ya está empaquetada y demás, creo que te la enviaré por correo.

—Supongo que te daría mucho trabajo desempaquetarla —dijo Kling.

—¿Y para qué voy a desempaquetarla?

—No sé. ¿Por qué me llamaste el sábado?

—Para preguntarte qué querías que hiciera con la camisa.

—¿Qué alternativas tenías a la vista?

—¿Cuándo? ¿El sábado por la noche?

—Sí —contestó Kling—. Cuando llamaste.

—Bueno, había varias posibilidades, creo yo. Podías haber pasado por aquí a recogerla, o yo te la hubiera podido dejar en tu casa, o en la comisaría, o habríamos podido encontrarnos y tomar una copa, o algo por el estilo, y en ese momento…

—No sabía que eso fuera permisible.

—¿El qué?

—Encontrarnos para tomar una copa. Ni nada parecido, por lo demás.

—Bueno, la cosa carece ya de importancia, ¿no? Te llamé y no estabas en casa, y tampoco en el trabajo, de manera que envolví la dichosa camisa, y esta mañana te la enviaré por correo.

—¿Por qué estás enojada?

—¿Quién está enojada? —replicó Cindy.

—Lo pareces, por la voz.

—Tengo que salir dentro de veinte minutos y todavía no he tomado el café.

—No querrás llegar tarde al hospital —razonó Kling—; no sea que se disguste tu amigo, el doctor Freud.

—Ja, ja —dijo Cindy sin ninguna alegría.

—¿Cómo está, por cierto?

—Está muy bien, por cierto.

—Perfecto.

—¿Bert?

—Di, Cindy.

—No, nada, no tiene importancia.

—¿Qué ibas a decir?

—Nada. Te enviaré la camisa por correo. La he lavado y planchado. Espero que no te llegue demasiado arrugada.

—Esperemos que no.

—Adiós, Bert —concluyó ella, y cortó.

Kling colgó el auricular, suspiró y se fue a la cocina. Desayunó zumo de pomelo, café y dos tostadas, y seguidamente volvió a su cuarto y marcó el número de Nora Simonov. Al preguntarle si le gustaría almorzar con él, ella se disculpó cortésmente diciendo que tenía una entrevista con un director de diseño. Temeroso de que le diese calabazas también para la cena, esquivó el riesgo proponiéndole tomar juntos una copa a eso de las cinco y media. Ella le sorprendió con la respuesta de que le encantaría, y quedaron en encontrarse en The Oasis, el tranquilo bar de uno de los más antiguos hoteles de la ciudad, próximo al extremo oeste del Grover Park.

Kling se fue al baño, a cepillarse los dientes.

El 434 de la Calle Dieciséis Norte era una casa de piedra arenisca, situada en la zona de la Comisaría, entre las avenidas Ainsley y Culver. Meyer y Carella vieron un L. Kantor en los buzones de la entrada, tantearon la puerta interior del vestíbulo y, encontrándola abierta, emprendieron el ascenso hacia el cuarto piso sin llamar al timbre de la planta baja. Habían estado telefoneando al número anotado en la libreta de Sarah Fletcher, pero la Compañía Telefónica lo tenía como suspendido temporalmente. Que eso fuese o no verdad, era una cuestión, abierta a serio debate.

El blues del teléfono era una endecha que todavía entonaban en su mayor parte los habitantes de la ciudad, y en los últimos tiempos iba resultando cada vez más difícil determinar si un teléfono estaba ocupado, descompuesto, desconectado o suspendido temporalmente, o si había sido robado durante la noche por una banda internacional de ladrones de teléfonos. El servicio automático había supuesto una brillante innovación en su tiempo, salvo que en la actualidad, después de marcar directamente las cifras necesarias para efectuar una llamada, el comunicante se veía contestado las más de las veces por a) un silencio, b) una grabación, c) una señal de «ocupado», o d) una serie de extraños chasquidos y crepitaciones. Después de marcar directamente el mismo número por tres o cuatro veces, el comunicante se encontraba inevitablemente obligado a recurrir a una o más telefonistas (todas las cuales parecían, por la voz, formar parte de un programa de capacitación para adultos con coeficientes de inteligencia inferiores a 48 puntos de la escala Stanford-Binet), y en ocasiones conseguía efectivamente hablar con la persona a la que estaba llamando. Con demasiada frecuencia, Carella imaginaba a seres en situaciones desesperadas, pugnando por comunicar con un médico, con la policía o con los bomberos. La policía disponía de un número especial para casos de emergencia; pero ¿de qué demonios servía el número si era imposible lograr que el teléfono funcionase? Tales eran los pensamientos de Carella según ascendía tenazmente las escaleras hacia el cuarto piso, donde tenía su apartamento Lou Kantor, el tercero de los hombres anotados en la libreta de direcciones de Sarah Fletcher.

Meyer llamó a la puerta. Los dos policías aguardaron. Meyer repitió la llamada.

—¿Sí? —contestó una voz de mujer—. ¿Quién es?

—Policía —respondió Meyer.

Siguió un corto silencio. La mujer dijo por fin:

—Un momento, por favor.

—¿Crees que estará en casa? —susurró Meyer.

Carella se encogió de hombros. Oyeron pisadas que se acercaban a la puerta. Antes de abrirla, la mujer indagó:

—¿Qué desea?

—Buscamos a Lou Kantor —dijo Meyer.

—¿Para qué?

—Investigación de rutina.

Sujeta por una cadena de seguridad, la puerta se abrió una rendija.

—Déjenme ver sus insignias.

Entre las demás cosas que hubieran podido aprender, los habitantes de aquella amable ciudad sabían que siempre era indispensable pedir a los policías que exhibiesen su placa, pues de lo contrario cabía encontrarse con un ladrón, un violador o un asesino, y en tal caso, ¿en qué situación se veía uno? Meyer mostró en alto su insignia. Después de estudiarla a través de la estrecha abertura, la mujer volvió a cerrar la puerta, retiró la cadena y por fin abrió del todo.

—Pasen —dijo.

Entraron en el apartamento. La mujer cerró la puerta tras de ellos y echó la llave. Se encontraron en una cocina pequeña y ordenada. Por el hueco de una puerta sin hoja alcanzaron a ver la estancia contigua —a todas luces el cuarto de estar—, amueblada con dos butacas, un sofá, una lámpara de pie y un aparato de televisión. La mujer, que rondaría los treinta y cinco años de edad y el metro setenta de estatura, era de constitución fuerte y cara cuadrada, orlada por una melena corta y negra. Vestía un batín sobre un pijama e iba descalza. Sus ojos, azules, tenían expresión de recelo. Se pasearon de uno a otro policía, expectantes.

—¿Está él en casa? —quiso saber Meyer.

—¿Quién es él?

—Míster Kantor.

La mujer le miró desconcertada. Repentinamente, sus ojos azules indicaron comprensión. Una leve sonrisa asomó a sus labios.

—Lou Kantor soy yo —declaró—. Louise Kantor. ¿En qué puedo servirles?

—Ah —exclamó Meyer, y observó a la mujer.

—¿En qué puedo servirles? —repitió Lou.

La sonrisa se había desvanecido de su boca, y volvía a mirar con ceño.

Carella extrajo de su libreta la fotocopia del retrato y se la tendió.

—¿Conoce a esta mujer? —dijo.

—Sí —respondió Lou.

—¿Sabe cómo se llama?

—Sí —dijo Lou con aire cansino—. Es Sadie Collins. ¿Qué pasa con ella?

Carella decidió jugar limpio.

—Ha sido asesinada —anunció.

—Hum —gruñó Lou conforme le devolvía la foto—. Eso es lo que supuse.

—¿Qué le hizo suponerlo?

—Vi su fotografía en el periódico la semana pasada. O la foto, por lo menos, de alguien que se le parecía muchísimo. El nombre no era el mismo, y me dije para mí: «No, no es ella», pero, Jesús, la foto estaba allí, mirándome fijamente, y no tenía más remedio que ser ella. —Se encogió de hombros y luego se acercó a los fogones—. ¿Quieren café? Si les apetece, prepararé un poco.

—No, gracias —se excusó Carella—. ¿La conocía usted bien, miss Kantor?

Lou volvió a sacudir los hombros.

—La traté muy poco —dijo—. Nos conocimos, creo, en septiembre, y desde entonces sólo la vi tres o cuatro veces.

—¿Dónde la conoció? —dijo Carella.

—En un bar que se llama Las Sillas Moradas —fue la respuesta de Lou—. Acierta usted —se apresuró a añadir—, yo soy eso.

—Nadie se lo ha preguntado —replicó Carella.

—Sus ojos sí.

—¿Qué me dice de Sadie Collins?

—¿Que qué le digo? Explíquese, agente. Yo no voy a ayudarle.

—¿Por qué?

—Sobre todo, porque no me gusta que me hostiguen.

—Nadie lo está haciendo, miss Kantor. Usted practica su religión y yo la mía. Estamos aquí para hablar de una mujer que ha muerto.

—Entonces, hable de ella. Desembuche. ¿Qué quiere saber? ¿Que si era normal? Todo el mundo lo es hasta que deja de serlo, ¿me equivoco? Ella deseaba aprender, y yo le enseñé.

—¿Sabía que estaba casada?

—Sí que lo sabía. ¿Y qué?

—¿Se lo dijo ella?

—Sí, ella. Deshecha en llanto. Una noche que pasó, entera, llorando en mis brazos. Sí, sabía que estaba casada.

—¿Qué le dijo de su esposo?

—Nada que me sorprendiera.

—¿Qué, exactamente?

—Que andaba con otra. Que todos los fines de semana la dejaba para encontrarse con ella. Le decía a la pequeña Sadie que tenía ocupaciones de negocios fuera de la ciudad. Un maldito fin de semana tras otro. ¿Se imagina?

—¿Cuándo empezó eso?

—¿Cómo saberlo? Ella lo descubrió el año pasado, poco antes de las Navidades.

—¿Cuántas veces dice que se vieron ustedes dos?

—Tres o cuatro. Solía venir por aquí los fines de semana, cuando él se ausentaba. Un clavo saca otro clavo.

Carella le presentó la libreta de direcciones de Sarah Fletcher, abierta por la página de NOTAS, y dijo:

—¿Qué le sugiere esto?

—No conozco a ninguna de estas personas —declaró Lou.

—Esas iniciales que hay debajo del nombre de usted —dijo Carella.

—Bueno, ¿qué hay con eso?

—TPC, y luego TG. ¿Le dicen algo?

—Bueno, lo de TPC es evidente, ¿no?

—¿Evidente? —repitió Carella.

—Claro. Me conoció en Las Sillas Moradas[5] —observó Lou—. ¿A qué otra cosa podía referirse?

Carella se sintió, de pronto, muy torpe.

—Desde luego —dijo—. ¿A qué otra cosa podría referirse?

—¿Y las otras dos iniciales? —intervino Meyer.

—Ni la menor idea —replicó Lou mientras devolvía la libreta—. ¿Han terminado ya con sus preguntas?

—Sí, muchas gracias —repuso Carella.

—La echo de menos —declaró Lou inesperadamente—. Era una desenfrenada.

Desentrañar una clave es como aprender a patinar: una vez se ha hecho, resulta fácil. Con un poco de asistencia por parte de Gerald Fletcher, que le había ofrecido aquella gira turística la noche anterior, y gracias a la mucha ayuda prestada por Lou Kantor, que acababa de proporcionarle generosamente el dato fundamental, Carella estaba en condiciones de estudiar el código de la libreta de Sarah Fletcher y descifrarlo por completo. O casi por completo.

La víspera, por la noche, Fletcher le había llevado, por orden geográfico más que numérico, al Paddy’s Bar & Grille (PB&G), al Fanny’s (F), a Las Sillas Moradas (TPC) y al Quigley’s Rest (QR). Por algún motivo, quizás a fin de evitar repeticiones, Sarah Fletcher consideró necesario citar en clave los establecimientos donde había conocido a sus diversos compañeros de lecho. A Carella le pareció obvio, ahora que sabía patinar, que la TS visible bajo el número de teléfono de Michael Thornton no podía significar más que The Saloon, el local donde él mismo reconocía haber trabado relación con Sarah Fletcher. Si bien Gerald Fletcher no había llevado allí a Carella la noche anterior, era posible que también ese establecimiento formase parte de su itinerario, quedando la visita suspendida tanto por su estado de ebriedad como por el incidente del Quigley’s Rest.

Pero ¿qué demonios quería decir TG?

Según su propia y modesta apreciación, Carella estimaba haber estado en más bares en las pasadas veinticuatro horas que en los últimos veinticuatro años. Aun así, decidió dejarse caer aquella noche por The Saloon. Quien no hace preguntas no aprende, y hasta el mismo patinaje tenía sus imponderables…

Tres violinistas itinerantes se paseaban de mesa en mesa interpretando un popurrí de Ebb Tide, Strangers in the Night y Where or When, pero ninguna de esas piezas parecía conmover a Nora como lo había hecho Something. Falsas palmeras enmacetadas mecían sus pulcras frondas de plástico junto a un pequeño estanque en el que, haciendo honor al nombre del local, el agua manaba ante un fondo pictórico de cielo y arenales.

—Celebro que me llamase —declaró Nora—. No soporto volver directamente a casa después de un día de ajetreo. El apartamento parece siempre tan vacío… Además, mi entrevista de hoy resultó un desastre. Era con un director de diseño que se inició en el oficio, cuarenta años atrás, después de uno de esos cursos por correspondencia que anuncian en las tapas de las cajas de cerillas. Y tuvo el descaro de señalarme dónde estaba el fallo. —Apartó la mirada de la copa y, buscando los ojos de él, explicó—: Discutíamos un dibujo en el que una chica hacía como si se apartase un mechón de la mejilla.

—Entiendo —dijo Kling.

—¿Tiene usted que aguantar esa clase de majaderías? —indagó ella.

—A veces.

—Total, que celebro que llamase. Después de una sesión con un retrasado mental, nada se agradece tanto como una copa.

—¿Y la compañía?

—¿Cómo dice?

—Como habla de que agradece la copa…

—Oh, cállese —le interrumpió Nora—. Usted sabe que me gusta la compañía.

—¿Desde cuándo?

—Desde siempre. Y dejémoslo ya.

—¿Me permite una pregunta?

—Desde luego.

—¿Por qué está aquí, conmigo, y no con su novio?

—Bien… —dijo ella, según apartaba la mirada, disponiéndose a mentir—, como le dije… Oh, fíjese, se acercan los violinistas. Rápido, piense en algún título.

—Pídales que toquen Something[6] —dijo Kling, y Nora se volvió hacia él inmediatamente, con ojos que chispeaban.

—Eso no ha tenido gracia, Bert —dijo.

—Hábleme de su novio.

—No hay nada que decir. Es médico y pasa mucho tiempo en su consulta y en el hospital. En consecuencia, no siempre está libre cuando yo quisiera que lo estuviese, y, por tanto, considero perfectamente apropiado tomar una copa con usted. Es más, si no se empeñase en pasarse de listo diciéndome que pida Something, cuando le consta que esa canción tiene un significado especial para mí, hasta podría invitarme a cenar, y a lo mejor yo aceptaba.

—¿Le gustaría cenar conmigo? —preguntó Kling estupefacto.

—Sí —respondió Nora.

—No existe ese novio, ¿verdad? —dijo él.

—No cometa ese error, Bert. Existe ciertamente. Y le quiero. Y me casaré con él tan pronto como… —se interrumpió bruscamente y volvió a desviar la mirada.

—¿Tan pronto como qué? —indagó Kling.

—Ahí llegan los violinistas —dijo ella.

El viento había arrastrado hacia el mar la primera tormenta de nieve, pero otra se acercaba, y esta vez parecía que los meteorólogos iban a acertar en sus predicciones. Aunque los primeros copos estaban todavía por caer en el momento en que Carella se dirigía hacia The Saloon, la nieve estaba en el aire, pues se notaba, se olía. La dichosa ciudad sería una tundra helada antes de que llegase el día.

A Carella no le gustaba demasiado la nieve. Su único y breve idilio con ella se remontaba a… oh, muchos años atrás, cuando unos malnacidos incendiarios le pegaron fuego a él, y él consiguió apagar las llamas revolcándose en el gélido elemento. Pero ¿cuánto puede durar una aventura amorosa, aun la más apasionada? No mucho tiempo. El desamor de Carella había surgido tan sólo una semana más tarde, cuando, porque había vuelto a nevar, se vio caminando con mil esfuerzos y resbalando en el hielo sucio y medio derretido, junto con otros diez millones de conciudadanos hartos de invierno. Así pues, al alzar ahora la vista al cielo, puso mal gesto y entró en el local.

The Saloon no era más que eso: un saloon. Una barra con quemaduras de cigarrillos, ante un espejo manchado y con motas en el azogue. Reservados de madera y con remiendos en el falso cuero de los asientos. Cuencos con galletas saladas y patatas fritas. Una gramola tragaperras que barbotaba música de rock, estridente y vocinglera. Olor a cuerpos rezumantes y a rezumantes prendas de vestir. Incesante flujo y reflujo de voces demasiado altas.

Colgó el abrigo en una desvencijada percha próxima a la máquina expendedora de cigarrillos, localizó una plaza en el extremo menos concurrido de la barra y pidió una cerveza. Dada la desbordante actividad que reinaba tanto en la entrada como en la parte trasera del local, comprendió que pasaría un buen rato antes de que el mozo se diese por enterado de su encargo. De hecho, no consiguió comunicarse con él hasta las once y media, hora en que la necesidad de beber cedió a la más imperiosa de relacionarse.

—No dejan de aparecer en toda la noche —le confió el camarero—, del primero al último en busca de lo mismo. Implacables. ¿Sabe lo que quiere decir implacable? Pues así es aquí la actividad.

—Sí, es bastante frenética —reconoció Carella.

—¿Frenética, dice? Sí, señor, ésa es la palabra. Frenética. Frenéticos tantos ellos como ellas. Sobre todo los hombres. Las mujeres vienen detrás de lo mismo, ¿comprende? Pero una mujer necesita más entereza para entrar en un bar, incluso en un bar como éste, donde nadie viene sino para una cosa, ¿comprende?, para ligar. Entereza. ¿Sabe lo que quiere decir entereza?

—Lo sé —respondió Carella asintiendo con un gesto.

—Usted, por ejemplo —continuó el mozo—. Si está aquí es para ligarse a una chica, ¿me equivoco?

—He venido, más que nada, para tomarme unas cervezas y sosegarme —replicó Carella.

—¿Sosegarse? ¿Con esa música? Le hubiera resultado más fácil durante la Segunda Guerra Mundial, en el campo de batalla. ¿Estuvo usted en la Segunda Guerra Mundial?

—Ya lo creo —dijo Carella.

—Aquello sí que fue una guerra —comentó el camarero—. Las de hoy en día son guerras de tres al cuarto. Pero la Segunda Guerra Mundial… —compuso una sonrisa entre apreciativa y nostálgica—. Aquello fue una guerra impar. ¿Sabe lo que quiere decir impar?

—Lo sé —contestó Carella.

—Perdone, tengo un cliente en la otra punta de la barra —dijo el mozo, y partió en aquella dirección.

Carella tomó un sorbo de cerveza. Veía caer, por el cristal de la vidriera, los primeros copos de nieve. «Magnífico», dijo para sí, y consultó su reloj.

Después de mezclar y servir el encargo, el mozo reapareció.

—¿Qué hizo usted en la guerra? —quiso saber.

—La mayor parte del tiempo, despistarme —respondió Carella con una sonrisa.

—No, en serio. Diga la verdad.

—Estuve en la Infantería —declaró Carella.

—¿Y quién no? ¿Fue a ultramar?

—Sí.

—¿Adónde?

—A Italia.

—¿Llegó a ver acción?

—Algo —respondió Carella—. Oiga, volviendo a lo de conocer a alguien…

—Aquí siempre se vuelve a eso.

—… hay alguien a quien esperaba ver.

—¿Quién? —preguntó el camarero.

—Una tal Sadie Collins.

—Sí —dijo el camarero, y asintió.

—¿La conoce?

—Sí.

—¿La ha visto por aquí últimamente?

—No. Solía venir muy a menudo, pero ahora llevo meses sin verla. ¿Y para qué quiere enredarse con ésa?

—¿Por qué lo dice? ¿Qué tiene de malo?

—¿Quiere que le diga una cosa? —respondió el camarero—. Al principio yo creí que era una furcia. Estuve a punto de hacer que la echaran. Al jefe no le gusta ver furcias por aquí.

—¿Y qué le hizo pensar que ella lo fuese?

—Su forma de acometer. ¿Sabe lo que quiere decir acometer? Solía presentarse con un escote hasta aquí abajo y una falda hasta aquí arriba, que no es poco, aunque se compare con algunas de las cosas que se ponen hoy en día. Ella venía lista para el ataque, ¿comprende? Y echaba toda la carne al asador.

—Bueno, la mayor parte de las mujeres…

—No, no, no me venga con esa majadería de la mayor parte de las mujeres; esto era distinto. Ella entraba en el local, le echaba el ojo al fulano que le gustaba e iba a por él como si el mundo fuera a terminarse al toque de las doce. Un ir al grano como una furcia, sólo que ella no cobraba. Sabía lo que quería y se lanzaba derecho a por ello, ¡pumba! Y yo siempre veía con quién iba a acabar la noche, antes incluso de que ella misma lo supiese.

—¿En qué lo notaba?

—Escogía siempre el mismo tipo de hombre.

—¿Qué tipo?

—En primer lugar, tiarrones. Tiene usted suerte de que no esté aquí, pues no habría sacado nada con ella. Y no quiero decir que no sea usted corpulento, no me interprete mal. Pero a Sadie le gustaban descomunales. ¿Sabe lo que quiere decir descomunal? Pues así eran los tipos que a ella le iban. Descomunales y de mala catadura. Yo no tenía más que echar un vistazo a la sala y dar con el fulano de mayor tamaño y peor catadura, y con ése acababa Sadie. ¿Quiere que le diga una cosa?

—¿Qué?

—Me alegro de que ya no venga. Solía ponerme nervioso. Tenía algo… no sé. —El mozo sacudió la cabeza—. Como si anduviese frenética. ¿Sabe lo que quiere decir frenética?

Había dejado a Nora en la puerta del apartamento, donde ella le dio el habitual apretón de manos y el ya esperado: «Gracias, he pasado un rato muy agradable», y bajaba en el ascensor preguntándose cuál debía ser su próximo paso. No creía en la existencia del novio médico (últimamente estaba teniendo montones de problemas con chicas encaprichadas de sus condenados novios médicos), pero al mismo tiempo aceptaba el hecho de que había un hombre en su vida, un ser de carne y hueso cuya identidad, por algún motivo desconcertante, Nora insistía en ocultar. A Kling no le satisfacía la competencia anónima. Se preguntó si resultaría inapropiado un tratamiento intensivo. Una llamada al llegar a casa, otra por la mañana, una docena de rosas, un telegrama, otra docena de llamadas, otra docena de rosas, y todo ese estúpido aluvión de atenciones de adolescente, con el solo y único propósito de demostrar a una chica que hay alguien perdidamente enamorado de ella.

Se preguntó si estaba perdidamente enamorado de ella.

Decidió que no lo estaba.

Entonces, ¿por qué gastaba toda aquella energía? Recordaba haber leído en alguna parte que, en casos de divorcio, el hombre solía ser el primero en volverse a casar. Imaginaba que lo que había compartido con Cindy era una especie de matrimonio, y su repentino fin… Claro que era una tontería considerarlo desde el punto de vista del matrimonio, pero no por eso dejaba de pensar que su terminación (porque de eso parecía tratarse ciertamente) podía ser considerada como una especie de divorcio, en cuyo caso, su frenética persecución de Nora entraba puramente en el síndrome de la reacción, y…

«Maldita sea —pensó—. Frecuenta lo suficiente a un profesional de la psicología y acabarás pareciéndolo tú mismo».

Salió del ascensor, cruzó rápidamente el vestíbulo y se encontró metido, al salir de la casa, en una cegadora tormenta de nieve. Diez minutos antes, cuando se habían apeado del taxi, el tiempo no presentaba tan feo cariz. Ahora la nieve caía espesa y rápida, arremolinada por un viento furioso que le azotaba la cara con rachas que se repetían, incesantes. Hundió la cabeza entre los hombros y las manos en los bolsillos y echó a caminar hacia las luces de la avenida, visible al extremo de la manzana. Y estaba a punto de decidir que no haría nada por ver de nuevo a Nora Simonov, ni siquiera por volverla a llamar, cuando tres hombres salidos de un portal se interpusieron en su camino.

Kling levantó la cabeza demasiado tarde.

Un puño surgió de entre los danzantes ojos y le golpeó brutalmente en plena cara. Kling retrocedió tambaleándose, las manos todavía en los bolsillos. El hombre que tenía delante volvió a descargarle un puñetazo en el rostro. La cabeza le chasqueó al encajarlo. Notó que la sangre le manaba a chorros de la nariz.

—Manténte alejado de Nora —susurró el desconocido.

A continuación la emprendió a puñetazos con él en el abdomen y en el pecho, mientras Kling pugnaba por liberar brazos y manos. Pero las fuerzas le iban abandonando y se debilitaba. Abatido bajo la sujección del que le agarraba los brazos por la espalda, recibió los golpes rápidos, rudos e incesantes del que le atacaba frontalmente, hasta que quiso gritar muy alto, y luego sólo morir. Y por último sintió el grato estupor de la inconsciencia, y así no llegó a darse cuenta de que por fin le soltaron y le dejaron caer de bruces sobre la nieve blanca, sangrando.