Capítulo 1

Capítulo 1

El inspector Carella no estaba seguro de haber entendido bien a su interlocutor. Las palabras de aquel hombre no eran las propias de un marido desconsolado cuya esposa yace en el suelo de su dormitorio, con el paquete intestinal fuera del vientre y en un charco de sangre. El individuo en cuestión, que permanecía cerca del teléfono de la mesilla de noche, en pie, con el sombrero flexible, los guantes, la bufanda y el abrigo todavía puestos, era un hombre de elevada estatura, cuyo rostro, demasiado largo, presentaba la estratégica divisoria de un bien cuidado bigote gris en armonía con las canas que le blanqueaban las sienes. Los ojos claros, azules, mostraban una manifiesta ausencia de dolor o aflicción. Y, como para asegurarse de que Carella le había entendido correctamente, repitió parte de sus anteriores palabras, esta vez todavía con más énfasis.

—Celebro infinito que haya muerto —declaró.

—Señor —repuso Carella—, sin duda no necesito recordarle…

—Dice usted bien —le atajó el otro—: no necesita recordármelo. Se da la circunstancia de que soy abogado criminalista. Conozco mis derechos y soy plenamente consciente de que cualquier cosa que diga ahora, por propia iniciativa, puede ser utilizada en mi contra más adelante. Y le repito que mi mujer era una golfa indeseable y que me alegra que la hayan matado.

Con un gesto de asentimiento, Carella abrió su libreta de notas y, tras echarle una ojeada, preguntó:

—¿Es usted la persona que avisó a la policía?

—En efecto.

—Luego, usted es Gerald Fletcher.

—El mismo.

—¿Cómo se llamaba su esposa, míster Fletcher?

—Sarah. Sarah Fletcher.

—¿Quiere contarme lo sucedido?

—Llegué a casa hace un cuarto de hora. Llamé a mi mujer desde la puerta de entrada, y no recibí respuesta. Entré aquí, en la alcoba, y la encontré tendida en el suelo, muerta. Llamé inmediatamente a la policía.

—¿Presentaba la habitación este estado cuando entró usted?

—Sí.

—¿Ha tocado algo?

—Nada. No me he movido de este punto desde que hice la llamada.

—¿Había alguien aquí cuando apareció usted?

—Nadie en absoluto. Excluida mi esposa, claro está.

—¿Y dice usted que llegó a casa hace unos quince minutos?

—Más o menos. Puede usted verificarlo con el ascensorista que me subió.

Carella consultó su reloj.

—Eso significa que serían alrededor de las diez y media.

—Sí.

—Y usted llamó a la policía a las… —Carella estudió la libreta—. A las diez treinta y cuatro. ¿Es así?

—No miré el reloj, aunque supongo que sería esa hora.

—Bien, la llamada se registró a las…

—He dicho que seguramente sería esa hora.

—¿Es suya la maleta que hay en el pasillo de la entrada?

—Sí.

—¿Volvía de viaje?

—He pasado tres días en California.

—¿En qué lugar?

—En Los Angeles.

—¿Con qué motivo?

—Un socio mío necesitaba asesoramiento para preparar una defensa.

—¿A qué hora llegó el avión?

—A las nueve cuarenta y cinco. Retiré mi equipaje, tomé un taxi y vine a casa.

—Y llegó a eso de las diez y media, ¿no es eso?

—Eso es. Por tercera vez.

—¿Perdón?

—Que es la tercera vez que establece usted ese hecho. Por si le queda alguna duda, repetiré que llegué aquí a las diez y media, encontré muerta a mi esposa y llamé a la policía a las diez y treinta y cuatro.

—Sí, señor. He anotado todo eso.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Fletcher inesperadamente.

—Carella. Inspector Steve Carella.

—Lo tendré presente.

—Así lo espero.

Mientras Fletcher se disponía a tener presente el nombre de Carella; mientras el fotógrafo de la policía ejecutaba su pequeña y macabra danza alrededor del cadáver, haciendo destellar luces de magnesio, plasmando la muerte en película Polaroid para su inmediata verificación: disparo del resorte, espera de quince segundos, un «biip», un tirón, un examen de la instantánea, a ver si la señora ha salido bien, o todo lo bien que pueda salir una mujer que tiene rajado el vientre y esparcidos los intestinos sobre una alfombra; mientras dos polizontes de la Brigada de Homicidios, Monoghan y Monroe, soltaban pestes por haber sido sacados de casa en una fría noche de diciembre, a dos semanas de las Navidades; mientras el inspector Bert Kling entrevistaba en la planta baja al ascensorista y al portero, en un intento de establecer la hora exacta en que míster Gerald Fletcher había llegado en un taxi frente a aquel edificio de apartamentos del Silvermine Oval, subido en el ascensor y descubierto a Sarah, la que fuera su bella esposa, desparramada como una ameba en la alfombra del dormitorio y muerta de una fea muerte; mientras sucedía todo eso, un técnico de laboratorio llamado Marshall Davies se afanaba en la cocina de la casa, en espera de que apareciese el médico forense, certificara la defunción de la mujer y diagnosticara sus posibles causas (como si se precisase un genio para determinar que la habían abierto en canal con una navaja), momento en el cual Davies pasaría al dormitorio y, con extremo cuidado, tratando de salvar alguna de las valiosas huellas impresas en la empuñadura, retiraría con exquisito cuidado el arma homicida, que sobresalía del vientre de la difunta, entre la sangre y los detritos intestinales.

Davies, que aunque joven era un técnico concienzudo, se dio cuenta de que la ventana de la cocina estaba abierta de par en par, cosa no muy normal en una cruda noche de diciembre en que la temperatura había bajado hasta los 12° Fahrenheit, por no decir nada de los centígrados.[1] Al inclinarse sobre el fregadero, Davies observó, además, que la ventana miraba a la escalera de incendios existente en la parte trasera del edificio. Y aunque a él sólo le pagaban por investigar los aspectos externos de cualquier acto criminal —como, por ejemplo, si una víctima tenía partículas de cristal alojadas en el globo del ojo, o fragmentos de plomo en el pecho, o, como en el caso de la mujer que ahora les ocupaba, un cuchillo clavado en el vientre—, no pudo menos de ponderar la posibilidad de que alguien, un intruso, hubiera saltado de la escalera de incendios al interior de la cocina y luego penetrado en la alcoba, liquidando allí a su ocupante. El hecho de que en el borde del fregadero hubiese la marca de una pisada, grande y sucia de barro, y una segunda huella en el suelo, no lejos del fregadero, y varias más en el encerado suelo de la cocina, sucesivamente menos intensas e inexorablemente orientadas hacia el salón, hizo pensar a Davies que estaba en presencia de algo muy gordo. ¿No era muy posible que un intruso hubiera saltado en realidad hasta el alféizar, y de allí al fregadero, y luego atravesado la cocina empuñando la navaja con la que momentos más tarde rasgaría con saña, de izquierda a derecha y con tanta facilidad como si se tratase de desprecintar un paquete de cigarrillos, el vientre de su víctima?

Davies refrenó sus especulaciones y procedió a fotografiar las pisadas visibles en el fregadero y en el suelo. A continuación, y puesto que el médico forense seguía mariposeando en torno al cadáver («Muerte por herida incisa —pensó Davies con irritación al imaginar el dictamen—. Qué demonios: ¡destripamiento!») y parecía poco dispuesto a pronunciarse definitivamente sin antes haber consultado con su superior, o con su madre («Mira, tenemos aquí un caso difícil: una mujer abierta en canal… ¿Qué crees tú que pueda haberle ocasionado la muerte?»), Davies saltó a la escalera de incendios, espolvoreó el saliente inferior de la ventana, que el intruso forzosamente tenía que haber asido para abrirla, y a continuación, por lo que pudiera ser, aplicó polvos también a los travesaños de la escalera de hierro que daba acceso a la de incendios.

El inspector Bert Kling se encontraba fatal.

Su estado, no dejaba de repetirse, no tenía nada que ver con el hecho de que Cindy Forrest hubiese roto su compromiso hacía en ese momento tres semanas. En primer lugar, el suyo no había sido nunca un auténtico compromiso, y por tanto no era cuestión de ir por ahí lamentando la pérdida de algo que en realidad jamás había existido. Por otra parte, Cindy lo había dejado bien claro: por más que hubiesen pasado juntos ratos buenos, y por más que ella estuviese segura de recordar siempre con cariño y agrado los días y los meses (sí, incluso los años) que habían consumido creyéndose enamorados, lo cierto era que ella acababa de conocer a un joven muy atractivo, médico psiquiatra del Buenavista Hospital, donde ella realizaba sus prácticas de interna, y, en vista de que compartían intereses similares y de que el joven en cuestión estaba más que dispuesto a casarse, mientras que Kling daba la impresión de haberlo hecho ya, pero con su arma reglamentaria, una pistola del calibre 38, con un escritorio lleno de arañazos y con una celda de detención preventiva, Cindy consideraba más prudente concluir de inmediato sus relaciones que prolongarlas bajo la amenaza del trauma que supondría una separación lenta y dolorosa.

De eso hacía tres semanas; desde entonces no había visto ni llamado a Cindy, y el dolor de la ruptura era sólo comparable al que le producía la sinovitis del hombro, pese al brazalete de cobre que llevaba en la muñeca. El brazalete, que procedía nada menos que de Meyer Meyer, al que nadie, ni en sueños, hubiera creído dominado por influencias supersticiosas, debía empezar a surtir sus efectos al cabo de diez días («Bueno, quizá dentro de dos semanas», había aducido Meyer defensivamente), pero en los siete días que venía llevándolo, Kling no había notado alivio alguno, y sí, en cambio, la aparición de una mancha verde en torno a la muñeca, justo por debajo del aro de metal. La esperanza es una emoción que no ha cesado de fluir desde la noche de los tiempos. En su memoria genética, Kling entreveía la imagen de una criatura simiesca que, junto a una fogata y frotándose los dientes, pedía a gruñidos una cuantiosa caza para la próxima salida del sol. En esa misma memoria genética, aunque en un instante menos remoto, veía a Cindy Forrest desnuda en sus brazos y, junto con esa estampa, alentaba la proporcionada fantasía de una llamada en la que ella se confesaría víctima de un error fatal y dispuesta a plantar de inmediato a su amigo, el psiquiatra. Aunque no era, ni de lejos, el tipo de hombre que apoya los movimientos feministas, Kling le reconocía plenamente el derecho de tomar la iniciativa en lo referente al restablecimiento de sus relaciones: ¿no era ella, a fin de cuentas, quien había dado el primer y terminante paso encaminado a zanjarlas?

A todo eso, la sinovitis seguía haciéndole pasar las de Caín, y él tenía que habérselas con un ascensorista que, lejos de ser un brillante joven en ascenso (hizo una mueca, pues detestaba los chistes malos, incluso los suyos), le resultó un perfecto zoquete que, por no recordar, ni siquiera recordaba bien su propio nombre. Kling repasó por enésima vez el ya repetido interrogatorio.

—¿Conoce usted de vista a míster Fletcher?

—Desde luego —contestó el ascensorista.

—¿Cómo es?

—Bueno, verá, a mí me llama Max.

—De acuerdo, Max, pero…

—«Hola, Max», me dice. «¿Qué tal va eso, Max?». Y yo le contesto: «Hola, míster Fletcher. Bonito día, ¿verdad?».

—¿Podría describirme a míster Fletcher?

—Es simpático y bien plantado.

—¿De qué color tiene los ojos?

—¿Azules? ¿Castaños? Algo así…

—¿Cómo es de alto?

—Bastante alto.

—¿Más que usted?

—Desde luego.

—¿Más que yo?

—No, eso no… Como usted. Míster Fletcher debe ser de su estatura, poco más o menos.

—¿De qué color tiene el pelo?

—Blanco.

—¿Blanco? ¿Quiere decir gris?

—Blanco, gris, una cosa así.

—¿Cuál de los dos, Max? ¿No lo recuerda?

—Bueno, uno de los dos. Pregúntele a Phil. Él lo sabe. En lo que se refiere a horas y cosas así, vale mucho.

Phil era el portero. En lo referente a horas y cosas así, valía mucho. Era, además, un viejo charlatán y solitario que daba por muy buena la oportunidad de intervenir en una película de guardias y ladrones. Kling no conseguía meterle en la cabeza la idea de que la investigación que les ocupaba era auténtica: había arriba una mujer de cuerpo presente, alguien había puesto fin a su vida, y era el deseo de la policía llevar rápidamente ante los tribunales a esa persona.

—Oh, claro, claro —respondió Phil—. Y es que hay que ver cómo se está poniendo esta ciudad, ¿verdad? Ni siquiera cuando niño he visto yo aquí cosas tan terribles. Yo nací en la parte sur, sabe usted, en un barrio donde si llevaba uno zapatos le llamaban mariquita. Nos pasábamos todo el tiempo peleando contra los italianos, sabe usted. Solíamos arrojarles cosas desde los terrados. Ladrillos, huevos, chatarra y, una vez, una tostadora; sí, se lo juro por Dios, una vez les tiramos desde la azotea la vieja tostadora de mi madre, y, ¡pum!, le dio a un italiano en toda la cabeza, que es un mal sitio donde darle a un italiano, claro, porque en ella nada les hace nada. Pero lo que iba yo a decirle es que nunca estuvieron aquí las cosas como están ahora. ¿Qué nos pasábamos la vida cascándoles las liendres a los italianos y ellos a nosotros viceversa? De acuerdo, pero aquello era divertido, no sé si me entiende usted; vaya si era divertido. Hoy en día, en cambio, ¿qué pasa? Hoy en día se mete uno en un ascensor; le sale allí un loco drogado, le planta una pistola en las narices y le dice que o le da usted todo lo que lleva encima o le vuela la cabeza. Eso mismo le pasó al doctor Huskins, ¿o acaso cree usted que bromeo? Vuelve a casa a las tres de la madrugada y se mete en el ascensor. Max, que se ha ido a hacer un pis, lo ha puesto en servicio automático. Pero resulta que en el ascensor hay un fulano que sabe Dios cómo ha entrado en el edificio, probablemente por la azotea, pues saltan por las azoteas como cabras montesas esos drogados, y va el tío y le planta la pistola al doctor Huskins en las mismas narices, aquí, aquí mismo, apuntando hacia las fosas nasales, Cristo bendito, y le dice: «Deme todo lo que lleve encima, junto con todas las drogas que tenga en ese maletín». Total que el doctor Huskins se dice para sí: «Qué coño, ¿me van a matar a mí por cuarenta dólares de mierda y dos frascos de cocaína? Anda, ahí tienes y que te aproveche». De modo que va y le da al fulano lo que le pide, ¿y sabe usted qué hace el tío a fin de cuentas? Pues va y le atiza al doctor Huskins, que tuvieron que llevárselo al hospital y darle siete puntos del culatazo que le había dado el hijo de su madre en toda la frente. Y lo que yo digo es: ¿dónde se habrá visto una cosa así? Que esta ciudad da asco, vamos, y este barrio más asco todavía. Recuerdo yo este barrio cuando podía volver uno a casa a las tres, a las cuatro, a las cinco y hasta a las seis de la mañana, que a nadie le importaba un pito a qué hora volviera uno, y podía uno venir de esmoquin o con un abrigo de visón, que a todo el mundo le tenía tranquilo lo que llevara uno, sus joyas o sus gemelos de brillantes, y nadie te molestaba para nada. Pero pruebe eso hoy en día. Pruebe a salir a la calle después de oscurecido, y, como no lleve un doberman sujeto con su correa, ya me dirá usted cuánto le dura el paseo. Esos maníacos drogados le huelen a usted a una legua y se le echan encima desde los portales. En este edificio hemos tenido un montón de robos, y todos de maníacos drogados. Se deslizan por la azotea, ¿sabe? Si no hemos arreglado cien veces la cerradura de la puerta de esa azotea, no la hemos arreglado ni una, pero ¿de qué sirve? Todos esos tipos son expertos, y no bien has arreglado tú la cerradura, vienen ellos y ¡pam!, te la vuelven a saltar. O se te cuelan por la escalera de incendios, ¿quién va a impedírselo? Y cuando quiere uno darse cuenta, ya se te han metido en el apartamento y te lo están desvalijando, que gracias puedes dar si te dejan la dentadura postiza en el vaso. Juro por Dios que no sé adónde va a parar esta ciudad. Es una vergüenza.

—¿Qué me dice de míster Fletcher? —preguntó Kling.

—¿Que qué le digo? Que es una persona decente, un abogado. Y vuelve a casa, ¿y qué se encuentra? Se encuentra a su mujer en el suelo, muerta, probablemente asesinada por uno de esos locos drogados. ¿Es esto forma de vivir? ¿Quién quiere vivir así? ¿Es que ya no podrá uno ni entrar en su dormitorio sin que se le eche alguien encima? A ver dónde se habrá visto algo así.

—¿A qué hora volvió míster Fletcher esta noche?

—A eso de las diez y media —respondió Phil.

—¿Está seguro de que era esa hora?

—Del todo. ¿Sabe por qué lo recuerdo? Lo recuerdo porque en el 12-C vive una tal mistress Horowitz, que o bien no tiene despertador, o bien no sabe ponerlo en hora desde que falleció su marido, hace ahora dos años. De modo que todas las noches llama aquí abajo para preguntarme la hora exacta y para pedirme si el portero de día querría despertarla a tal o cual hora. Claro que esto no es un hotel, pero, qué demonios, si una anciana le pide a uno un pequeño favor así, ¿qué vas a hacer? ¿Decirle que no? Además, es muy espléndida para las Navidades, que tampoco están tan lejos, ¿no? O sea que esta noche va, me llama aquí abajo y me dice: «¿Cuál es la hora exacta, Phil?». Y yo voy, saco el reloj y le digo que las diez y media, y en ese preciso momento llega míster Fletcher en un taxi. Mistress Horowitz me dice que si quiero pedirle al portero de día que por favor la despierte a las siete y media. Yo le digo que así lo haré, y entonces salgo a la acera, para cargarle la maleta a míster Fletcher. Y ahí tiene por qué recuerdo la hora que era.

—¿Subió míster Fletcher directamente a su casa?

—Claro —respondió Phil—. ¿Adónde quiere que fuera? ¿A dar un paseo? ¿En este barrio? ¿A las diez y media de la noche? Eso sería como meterse de cabeza en la boca del lobo.

—Bien, pues muchas gracias —dijo Kling.

—No hay de qué —repuso Phil—. En una ocasión ya rodaron por aquí otra película.

En la casa grande no estaban rodando ninguna película. Estaban reunidos en torno a Gerald Fletcher, en pie, en una especie de triángulo irregular, escuchando sus respuestas con la ceja alzada. Los vértices del triángulo eran el teniente inspector Peter Brynes y los inspectores Meyer y Carella. Fletcher estaba sentado en una silla, con los brazos cruzados ante el pecho. Todavía tenía puesto el flexible, la bufanda, el abrigo y los guantes, como si, esperando que le pidieran salir a la calle de un momento a otro, quisiera estar enteramente preparado para las inclemencias del tiempo.

El interrogatorio se llevaba a efecto en un cuartito sin ventanas cuya puerta de cristal esmerilado ostentaba el pomposo título de SALA DE INTERROGATORIOS. Suntuosamente amueblada con piezas estilo Administración circa 1919, la habitación ofrecía a la vista una mesa larga, dos sillas de respaldo recto y un espejo con marco. Este último colgaba de la pared que daba frente a la mesa, y era (je, je) un espejo transparente, es decir, que si uno se situaba al otro lado, podía ver, sin ser visto a su vez, las más diversas conductas delictivas; sabed, sí, que los procedimientos de los representantes de la ley son, en cualquier lugar del mundo, ladinos. Pero igualmente ladinos son los de los delincuentes, pues no había uno solo en toda la ciudad que no reconociese aquella clase de espejos en cuanto les ponía el ojo encima. A decir verdad, se sabía de no pocos casos de delincuentes chuscos que, acercándose al espejo, se habían hundido los pulgares en los agujeros de la nariz, para, en un gesto de respeto y afecto, agitar los restantes dedos de ambas manos en las barbas de los polizontes que fisgaban detrás del cristal. De tal forma se cimentaban la admiración y la estima recíprocas entre los hombres que violaban la ley y los que trataban de defenderla. Tal como señaló Eurípides en cierta ocasión, si bien el crimen no es rentable, no está de más, si uno lo practica, practicarlo con un poco de sentido del humor.

Los policías que formaban alrededor de Gerald Fletcher lo que hemos decidido llamar triángulo se sentían pasmados, pero no precisamente divertidos, ante la sinceridad de aquel hombre, o, para ser más exactos, ante su brutal franqueza. Una cosa es hablar lisa y llanamente de la muerte de la propia esposa, y otra, muy distinta, coquetear con la cadena perpetua en una penitenciaría estatal. Y esto último, ni más ni menos, parecía ser el propósito de Gerald Fletcher.

—La odiaba con toda mi alma —dijo.

Meyer levantó las cejas y miró a Byrnes, que alzó las suyas y miró a Carella, el cual, situado ante el espejo transparente, tuvo ocasión de verse reflejado en él, arqueando a su vez las cejas.

—Míster Fletcher —intervino Byrnes—, sé que conoce usted sus derechos, los mismos que le señalamos al…

—Los conocía mucho antes de que me los señalaran ustedes —le atajó Fletcher.

—Y que ha tenido usted a bien contestar a nuestras preguntas en ausencia de abogado.

—Abogado ya lo soy yo.

—Lo que quiero decir…

—Sé lo que quiere decir. Sí, estoy dispuesto a responder a todas sus preguntas sin asesoramiento jurídico.

—Aun así, creo mi deber recordarle que una mujer ha sido asesinada…

—Sí —le interrumpió de nuevo Fletcher, sarcástico—: mí querida, mi adorable esposa.

—Lo cual constituye un crimen gravísimo…

—El más refinado, a buen seguro, de todos los que contempla el Código —apuntó el interrogado.

—Así es —dijo Byrnes, que, además de no poseer facilidad de palabra, sentía agarrotada la lengua en presencia de Fletcher.

De cabeza en forma de bala, cabellos que viraban del negro corvino al blanco de nieve (pequeña calva apuntando en la coronilla), ojos azules y constitución de macizo jugador de béisbol al estilo de los Minnesota Vikings, Byrnes se enderezó el nudo de la corbata, carraspeó y pidió con una mirada la colaboración de sus colegas. Tanto Meyer como Carella se estaban estudiando los cordones de los zapatos.

—En fin, usted verá —dijo Byrnes—. Si se da cuenta de lo que está haciendo, adelante. Nosotros le hemos advertido.

—Desde luego que lo han hecho. Repetidamente —admitió Fletcher—. Y no acierto a imaginar por qué, pues no creo correr ningún peligro especial. La zorra de mi mujer ha muerto asesinada por alguien. Pero ese alguien no fui yo.

—Bueno, resulta muy agradable recibir de usted esas seguridades, míster Fletcher. Pero esas seguridades, por sí mismas, no tienen por qué disipar nuestras dudas —dijo Carella que, oyendo su propia voz, se preguntó de dónde demonios saldría.

Se dio cuenta de que estaba tratando de impresionar a Fletcher, tratando de librarse de su manifiesta condescendencia a fuerza de ganar su reconocimiento. «Míreme —le pedía—, escúchenle. No soy un simple zoquete. Soy un hombre sensible e inteligente, capaz de comprender su lenguaje, sus sarcasmos e incluso sus dotes vituperadoras». Sentado a medias y a medias apoyado en la arañada mesa de madera, de elevada estatura y aspecto atlético, cabello lacio y castaño, y ojos del mismo color del cabello y curiosamente rasgados hacia abajo, Carella cruzó los brazos ante el pecho, en inconsciente imitación de Fletcher. Apenas tuvo conciencia de lo que estaba haciendo, los desenlazó presurosamente y miró con fijeza a Fletcher, a la espera de su respuesta. Fletcher le sostuvo la mirada.

—¿Y bien? —dijo Carella.

—¿Y bien qué, inspector Carella?

—¿Que qué tiene usted que decirnos?

—¿Acerca de qué?

—¿Quién nos asegura a nosotros que no fue usted quien la acuchilló?

—En primer lugar —repuso Fletcher—, en la cocina había indicios de escalo y en la alcoba los había de huida precipitada, como así lo atestiguan las ventanas de ambas habitaciones, la primera abierta de par en par y la última con su cristal hecho añicos. Los cajones de la vitrina del comedor estaban…

—Es usted muy observador —intervino Meyer inesperadamente—. ¿Advirtió todo eso en los cuatro minutos que le llevó entrar en el piso y llamar a la policía?

—Me corresponde ser observador —respondió Fletcher—, pero no contestar a su pregunta. Advertí todo eso después de haber hablado con el inspector Carella, aquí presente, y mientras él daba parte por teléfono al teniente inspector. Podría añadir que llevo doce años viviendo en ese apartamento del Silvermine Oval, y que no se requiere una extraordinaria agudeza visual para darse cuenta de que la ventana de un dormitorio ha sido rota o la de una cocina abierta. Tampoco hace falta ser un sabueso para comprender que se han llevado la plata, sobre todo si en el suelo de la alcoba, al pie de la ventana destrozada, se ven esparcidos varios cuchillos, cazos y cucharones. ¿Han examinado el pasaje que existe bajo esa ventana? Podría ser muy bien que su asesino siguiera tendido allí.

—Su apartamento está en el segundo piso, míster Fletcher —señaló Meyer.

—Por eso he apuntado la posibilidad de que ese hombre siga ahí —replicó Fletcher—. Con una pierna rota o una fractura de cráneo.

—En todos los años que llevo en este trabajo —dijo Meyer, y Carella se percató de que también él trataba de impresionar a Fletcher—, nunca he visto un delincuente que se arrojase a la calle (a Carella le sorprendió que no dijera «se defenestrase») desde un segundo piso.

—A este delincuente en particular —objetó Fletcher— no le faltaban motivos para cometer una imprudencia. Acababa de matar a una mujer, probablemente al topar con ella en un piso que creía vacío. Oyendo que alguien entraba por la puerta principal, comprendió que no podía salir de la casa por donde había entrado, pues la cocina quedaba demasiado cerca del recibidor. Entre dos riesgos, el de romperse una pierna y el de pasarse el resto de su vida en una penitenciaría, optó seguramente por el primero. ¿Responde eso a la estampa del resto de los Delincuentes Que Ha Conocido Usted?

—He conocido muchísimos delincuentes —repuso Meyer fútilmente— y algunos de ellos son más listos de lo que les convendría.

Se sentía idiota ya antes de haber terminado ese pequeño parlamento, pero lo cierto era que Fletcher tenía el don de conseguir que la gente se sintiera idiota. Cohibido, Meyer se pasó la mano por la incipiente calva y rehuyó las miradas de Carella y de Byrnes. Sin saber por qué, le embargaba la sensación de haberles fallado. Era como si, ante una situación que requería una sólida acometida, él hubiese reaccionado con el inocuo embate de un cortaplumas enano.

—¿Qué hay de esa navaja? —preguntó—. ¿La había visto con anterioridad?

—Nunca.

—¿No será suya, por casualidad? —indagó Carella.

—No lo es.

—¿Dijo algo su esposa cuando entró usted en el cuarto?

—Cuando entré yo en el cuarto, mi esposa estaba muerta.

—¿Está seguro de eso?

—Por completo.

—Muy bien, míster Fletcher —dijo Byrnes inopinadamente—. ¿Tendría la bondad de esperar afuera?

—No faltaría más.

Fletcher se puso en pie y salió. Los tres inspectores guardaron silencio durante un intervalo considerable.

—¿Qué pensáis? —dijo Byrnes por fin.

—Yo creo que lo hizo él —respondió Carella.

—¿Qué te hace pensar eso?

—¿Puedo replantear mi respuesta?

—Claro. Replantéala.

—Creo que puede haberlo hecho él.

—¿A pesar de todos esos indicios de escalo?

—Precisamente a causa de ellos.

—Explícate, Steve.

—Es posible que llegara a casa, encontrase a su mujer apuñalada, pero con una herida que no era mortal de necesidad, y… él la liquidase rajándole el vientre con la navaja. El forense dice en su informe que la muerte, sin duda instantánea, se produjo por sección de la aorta abdominal, por shock traumático o por ambas causas. Fletcher dispuso de cuatro minutos, cuando en realidad no necesitaba más que cuatro segundos.

—Quizá tengas razón.

—También puede ser que ese fulano me caiga gordo, sencillamente.

—Esperemos a ver qué dice el laboratorio —propuso Byrnes.

Tanto el marco de la ventana de la cocina como el cubertero de la vitrina mostraban huellas digitales claras. Las había, también, en algunas de las piezas de plata diseminadas por el suelo cerca de la ventana rota del dormitorio. Y lo que era más importante: aunque la mayoría de las huellas existentes en la empuñadura de la navaja estaban corridas, algunas eran de muy buena calidad. Y todas eran de estructura similar: procedían de una misma persona.

Gerald Fletcher se dignó permitir a la policía que tomase sus huellas digitales, las cuales fueron comparadas seguidamente con las que Marshall Davies había enviado desde el laboratorio del Cuerpo. Las huellas dactilares halladas en la ventana, en el cajón, en los cubiertos y en la navaja no coincidían con las de Gerald Fletcher.

Pero maldita la cosa que eso significaba si cuando remató a su mujer llevaba puestos los guantes.