Capítulo 10
Capítulo 10
El Paddy’s Bar & Grille estaba en Isla Larga, junto a la zona de los teatros. Carella y Fletcher llegaron al local a eso de las nueve, cuando reinaba aún una relativa calma. La acción empezaba algo más tarde, pues la estrategia de la gente desemparejada —explicó Fletcher—, consistía en que ni a los solteros ni a las chicas en busca de ellos se les notara un deseo demasiado evidente de trabar relación. Si uno llegaba muy temprano, daba impresión de avidez. Aunque, desde luego, si aparecía demasiado tarde, perdía las mejores oportunidades. Lo conveniente era sincronizar dicha aparición con el momento en que la concurrencia empezaba a alcanzar su apogeo, y entrar con el aire distraído de quien no busca una pareja, sino una cabina telefónica.
—Parece muy al tanto del asunto —apuntó Carella.
—Es que soy observador —replicó Fletcher con una sonrisa—. ¿Qué quiere beber?
—Un whisky con soda.
—Un whisky con soda —dijo Fletcher al mozo que atendía la barra— y una Beefeater con muy poco martini.
El día del almuerzo había encargado whiskies secos, recordó Carella, y aquella noche tomaba ginebras. Mejor: cuanto más fuerte la bebida, más se le soltaría la lengua.
Carella echó un vistazo en torno al local. Los hombres, que sumarían una docena mal contada a aquella temprana hora, y que oscilaban en cuanto a edad, entre los treinta y pocos y los cincuenta y muchos, vestían con esmero, todos, la clase de ropa que aparecía en la ciudad los fines de semana: conjuntos de chaqueta y pantalones de sport, algunos de camisa y corbata, otros con pañuelo al cuello, y unos terceros con suéteres de cuello vuelto. Las mujeres, cuyo número se cifraba en la mitad, mostraban indumentarias igualmente deportivas: trajes de chaqueta y pantalón, y faldas combinadas con blusas o suéteres; sólo una valerosa criatura, bastante fea por cierto, iba de ciento treinta alfileres, con un Pucci de seda. El juego del acercamiento consistía, en aquella hora, en un intercambio de miradas astutas y discretas sonrisas, pues nadie quería entrar en verdadera liza antes de haber reconocido todo el campo.
—¿Qué le parece? —quiso saber Fletcher.
—He visto cosas peores —respondió Carella.
—No lo dudo. ¿Sería justo decir que también las ha visto mejores?
Como las consumiciones llegaron en aquel momento, Fletcher levantó su vaso en silencioso brindis y añadió:
—¿Qué clase de público estima usted que frecuenta un lugar como éste?
—A juzgar por las apariencias, y teniendo en cuenta que todavía es temprano…
—El muestrario es bastante representativo —apuntó Fletcher.
—Yo diría que nos encontramos ante un público agradable, de clase media, lanzado a establecer contacto con personas del sexo opuesto.
—Y un elemento básicamente decente, ¿no le parece?
—Desde luego —respondió Carella—. Va uno a sitios en los que sabe al momento que la mitad de la gente que le rodea son ladrones. No huelo eso aquí. Son pequeños comerciantes, ejecutivos jóvenes, señoras divorciadas, jóvenes solteras… Por ejemplo, no hay una sola buscona entre todas las mujeres, lo cual es muy poco corriente, tratándose de un bar de Isla Larga.
—¿Le basta una ojeada para reconocer a una buscona?
—Normalmente, sí.
—¿Qué me diría si le confiase que la rubia del Pucci es una prostituta profesional?
Carella volvió a mirar a la mujer en cuestión.
—Me parece que no le creería —dijo.
—¿Por qué?
—Bien, para empezar está algo entrada en años frente a la joven competencia que actualmente se pasea por las calles. En segundo lugar, la veo conversar interesadísima con una muchacha menuda y regordeta que indudablemente ha bajado de Riverhead en busca de un joven agradable al que pueda llevarse a la cama, y, a la larga, al altar. Y por último, no trata de colocar nada: espera a que uno de esos dos o tres tipos maduros den el primer paso. Las busconas no esperan, Gerry: son ellas las que inician el acercamiento, ellas las que se colocan. Los negocios son los negocios, y el tiempo es oro. No pueden permitirse el estar sentadas haciéndose las pacatas —Carella hizo una pausa—. ¿De veras es profesional?
—No tengo la menor idea —repuso Fletcher—. Esta noche la veo por primera vez. Sólo trataba de apuntar que a veces las apariencias pueden ser engañosas. Acábese la copa; hay unos cuantos locales que le querría mostrar.
Carella pensó que conocía a Fletcher lo suficiente como para darse cuenta de que intentaba enterarle de algo. El martes último, durante el almuerzo, le había lanzado un silencioso mensaje que era también un reto: Maté a mi esposa, y a usted no le queda más que aguantarse. También ahora, por medios parecidos, trataba de darle a entender alguna otra cosa, pero Carella no alcanzaba a determinar qué.
Aunque alejado sólo veinte manzanas del Paddy’s Bar & Grille, el Fanny’s resultaba tan distante de él como la luna. Mientras que el primero de ambos bares parecía atender a una clientela apacible que perseguía reposadamente sus inclinaciones románticas, el Fanny’s, ruidoso y vocinglero, se encontraba lleno hasta los topes de hombres y mujeres de todas las edades, engalanados con baratijas de plástico, estilo hippy, adquiridas en las tiendas de chucherías de ambos extremos de la Jackson Avenue. Si el Paddy’s alcanzaba un siete en la escala de lo conveniente, el Fanny’s se quedaba en cuatro. El lenguaje era el mismo que Carella estaba acostumbrado a oír en la sala de servicio de la comisaría o en cualquiera de los grupos de celdas de Calcuta. Media docena de prostitutas alineadas en la barra tenían que soportar el penoso ultraje del medio centenar de chicas vestidas con trajes ceñidos a más no poder, que andaban meneando el trasero y hundiendo los pechos en cualquier cosa viva y que se moviera. Las ofertas eran manifiestas y descaradas. Nunca había visto Carella tantas manos en tantas nalgas; nunca se había lanzado tanta mirada intencionada y tanto ardiente suspiro fuera de una alcoba; y las invitaciones eran más de las que había cursado Truman Capote para su último baile de máscaras. Mientras Carella y Fletcher se abrían paso a codazos hacia el mostrador, una morena de falda corta y translúcida blusa, sin sostén, interceptó a Carella y le dijo:
—¿Cuál es la contraseña, forastero?
—Whisky con soda —respondió él.
—Fallaste —dijo la chica, y se le acercó más.
—¿Pues cuál es? —quiso saber Carella.
—Bésame —declaró ella.
—En otra ocasión.
—No se trata de una orden —explicó ella con una risita tonta—, sólo del santo y seña.
—Qué bien.
—De modo que, si quieres llegar a la barra —continuó ella—, tendrás que dar la contraseña.
—Bésame —dijo él.
Y ya se disponía a rebasar a la chica, cuando ésta le lanzó los brazos al cuello y le obsequió con un beso húmedo, abierta la boca, vibrante la lengua, que le estremeció hasta los tobillos. Ella perseveró en el beso durante lo que se hubiera dicho una hora y media, y luego, rodeándole todavía el cuello con los brazos, apartó la cabeza a la distancia de un centímetro, apoyó la nariz en la suya y declaró:
—Te veré luego, forastero. Tengo que ir al tocador.
Ya en la barra, Carella se preguntaba cuándo había sido la última vez que besó a una mujer que no fuese Teddy, su esposa. Mientras encargaba su consumición, notó una suave presión en el brazo y, al volverse, vio a su izquierda a una de las prostitutas, una negra de veintitantos años que, apoyándose en él, sonreía.
—¿Por qué has tardado tanto en llegar? —dijo—. Llevo toda la noche esperándote.
—¿Para qué?
—Para el buen rato que quiero hacerte pasar.
—Uf, cómo te equivocas de número —replicó Carella, y se volvió hacia Fletcher, que levantaba ya su ginebra salpicada de martini.
—Bien venido al Fanny’s —brindó Fletcher, que apuró el vaso de un solo trago e indicó al camarero que le sirviese otro—. Encontrará muchas en exposición —dijo.
—¿Muchas qué?
—Muchas Fannys. Además de otras cosas. —El camarero apareció con un nuevo combinado, en un alarde de gracia y velocidad meteórica. Fletcher alzó la copa—. No le importará, espero, que beba hasta aturdirme.
—Adelante con los faroles —respondió Carella.
—Bastará con que al terminar la noche me vierta en el interior de un taxi, y le quedaré eternamente agradecido. —Fletcher se llevó el vaso a los labios y bebió—. No suelo consumir tanto alcohol —dijo—, pero estoy muy afectado por lo de ese muchacho.
—¿Cuál? —replicó Carella al instante.
—Oye, cariño —dijo la prostituta negra—, ¿es que no vas a invitarme a una copa?
—Ralph Corwin —declaró Fletcher—; según tengo entendido, tiene problemas con su abogado, y…
—No seas tan agarrado —insistió la chica—, que me estoy muriendo de sed.
Carella se volvió para encararse con ella. Sus miradas se encontraron y quedaron trabadas una en la otra. La de ella decía: «¿Qué decides? ¿Lo quieres o no?». La de Carella contestaba: «Preciosa, te estás buscando un lío gordo». Pero no cambiaron una sola palabra. La chica se levantó y fue a instalarse cuatro taburetes más allá, junto a un hombre maduro que llevaba pantalones de cuero, de pata de elefante, y una camisa de color mandarina y mangas abullonadas.
—¿Qué estaba diciendo? —preguntó Carella volviéndose otra vez hacia Fletcher.
—Estaba diciendo que me gustaría ayudar a Corwin de algún modo.
—¿Ayudarle?
—Si. ¿Cree que Rollie Chabrier considerarla extraño el que yo propusiese un buen defensor para el muchacho?
—Sí, creo que podría considerarlo sumamente extraño.
—¿Es una pizca de sarcasmo lo que capto en su voz?
—En absoluto, ¿por qué? Supongo que el noventa por ciento de los hombres cuyas esposas han sido asesinadas recomendarán inmediatamente un buen defensor para el reo. Debe de estar bromeando.
—No bromeo. Verá, sé que no le gustará demasiado lo que voy a decirle…
—Entonces no lo diga.
—No, no, necesito decirlo —Fletcher dio otro sorbo a su copa y declaró—: Me da lástima ese muchacho. Siento…
—Hola, forastero. —La morena, ya de regreso, se había acomodado en el taburete que dejara libre la buscona. De pronto enlazó a Carella por el brazo con familiaridad—. ¿Me has echado mucho de menos?
—Horrores —respondió él—. Pero en este momento tengo una conversación muy importante con este amigo mío y…
—No te preocupes por tu amigo —dijo la chica—. Yo me llamo Alice Ann, ¿y tú?
—Yo, Richard Nixon —contestó Carella.
—Encantada de conocerte, Richard —replicó la chica—. ¿Te gustaría darme otro beso?
—No.
—¿Por qué?
—Porque en la boca, por dentro, tengo unas llagas espantosas —explicó Carella—, y no querría pegártelas.
Alice Ann le miró y cerró los ojos. Acto seguido, y con el aparente deseo de enjuagarse la boca, posiblemente contaminada, echó mano del vaso de él, pero al caer en la cuenta de que era su inmundo vaso, se volvió inmediatamente hacia el hombre que tenía a la izquierda, le apartó el brazo, se apoderó de su copa y se apresuró a tragar un buche de desinfectante alcohol. El hombre exclamó: «¡Eh, oye!» Alice Ann le dijo: «Tranquilo, atleta», se bajó del taburete, lanzó a Carella una mirada todavía más achicharrante que el beso del principio y partió contoneándose hacia una galaxia de hombres jóvenes que resplandecían en una esquina de la concurridísima sala.
—Sé que no lo comprenderá —dijo Fletcher—, pero le estoy agradecido a ese chico. Celebro que la matara y detesto verle castigado por lo que yo considero un acto de misericordia.
—Acépteme un consejo —dijo Carella—. No se le explique a Rollie. No lo entendería.
—¿Lo entiende usted?
—No del todo.
Fletcher apuró su copa.
—Larguémonos de aquí —dijo—. A menos que vea algo que le apetezca.
—Ya tengo todo lo que me apetece —repuso Carella.
Y se preguntó si debería contarle a Teddy lo de la chica de la blusa translúcida.
Las Sillas Moradas, un local situado más hacia la parte baja de la ciudad, había sido objeto de un claro error de bautismo, pues todo en él, menos las sillas, era morado: moradas las paredes, la barra, las mesas, las servilletas; morados el techo, los cortinajes, los espejos. Las sillas eran blancas.
Y el erróneo bautismo, intencionado.
Las Sillas Moradas era un bar de lesbianas, y la sutil pregunta que planteaba con su decoración era: ¿De quién es la razón, de quien la tiene o de quien la proclama? Las sillas eran blancas. Puras. Prístinas. Inocentes. Virginales. Así pues, ¿por qué insistir en llamarlas moradas? ¿Dónde estaba la perversión, en la realidad de los hechos o en su etiquetado?
—¿Por qué aquí? —preguntó Carella al instante.
—¿Por qué no? —le respondió Fletcher—. Le estoy mostrando algunos de los lugares más frecuentados de la ciudad.
Carella dudaba con todas sus fuerzas que aquél fuese uno de los lugares más frecuentados de la ciudad. En aquel momento, un poco más tarde de las once, se hallaba escasamente concurrido y sólo por mujeres: mujeres que conversaban, mujeres que sonreían, mujeres que bailaban al son de la gramola tragaperras, mujeres que se acariciaban, mujeres que se besaban. Conforme Carella y Fletcher se dirigían hacia la barra, atendida por un virago de camisa arremangada sobre sus poderosos antebrazos, una oleada de hostilidad se concentró en ellos como el haz de un rayo letal. La camarera la expresó con palabras.
—¿En busca de curiosidades? —preguntó.
—Sólo echando un vistazo —respondió Fletcher.
—Le sugiero el museo.
—Está cerrado.
—Puede que no capte mi mensaje.
—¿Cuál es su mensaje?
—¿Les está molestando alguien? —indagó la camarera.
—No.
—Entonces dejen de molestarnos a nosotras. Ni les necesitamos ni les queremos aquí. Si desean ver fenómenos, váyanse al circo.
La camarera les volvió la espalda y se dirigió rápidamente hacia una mujer situada al extremo de la barra.
—Creo que nos han invitado a largarnos —señaló Carella.
—Desde luego, no nos han invitado a quedarnos —replicó Fletcher—. ¿Ha echado un buen vistazo?
—No es la primera vez que piso un bar de lesbianas.
—¿De veras? Yo me estrené en septiembre. Y se nota —dijo según se encaminaba con paso incierto hacia la morada puerta de la calle.
El frío aire de diciembre operó un efecto devastador sobre los combinados que Fletcher había consumido, de modo que cuando llegaron al Quigley’s Rest, un bar instalado en una bocacalle de la Skid Row, iba caminando a ebrios trompicones y se agarraba, para no perder el equilibrio, al brazo de Carella. Pero, aunque éste apuntó que tal vez fuera hora de regresar a casa, su acompañante se declaró decidido a que Carella los viera todos, todos ellos, y seguidamente lo llevó a la clase de antro que el policía mencionara antes, donde al momento comprendió que se encontraba en un reducto del hampa, y con la misma rapidez celebró llevar enfundado en el cinto su revólver del 38.
El suelo del Quigley’s Rest estaba sembrado de serrín, las luces eran mortecinas, y el lugar, a las doce menos veinte, aparecía atestado de un público que sin duda se había despertado a las diez de esa noche y continuaría en pie hasta las diez de la mañana siguiente. Muy poco, en su aspecto exterior, lo distinguía de la clientela del primer bar que habían visitado. La indumentaria era parecida, las voces ofrecían la misma cuidada modulación y las actitudes no eran ni tan desahogadas como en el Fanny’s ni tan comedidas como en Las Sillas Moradas. Sin embargo, así como incluso en aguas turbias es posible distinguir entre un raudo delfín y un raudo tiburón, asimismo cabía darse cuenta inmediatamente de que la concurrencia del Quigley’s era peligrosa en grado sumo. Carella no estaba seguro de que Fletcher se percatase de ello tan claramente como él. Lo único que sabía con certeza era que no deseaba permanecer mucho tiempo en aquel lugar, sobre todo estando Fletcher tan borracho.
Las complicaciones surgieron casi de inmediato.
Como Fletcher se situase en la barra a empujones, un hombre joven, de cara chupada, traje azul marino y floreada corbata más propia de abril que de diciembre, se volvió vivamente hacia él y dijo: «Cuidado». Aunque apenas susurró su advertencia, la palabra quedó flotando en el aire con toda la fuerza de una grave amenaza, y, sin darle tiempo a responder ni a reaccionar, su autor le largó a Fletcher, en la parte alta del brazo, un manotazo tan violento que lo envió al suelo. Fletcher le miró parpadeando y se dispuso a levantarse. Inesperadamente, su agresor le descargó una patada en el pecho, una patada con la planta del pie y menos impetuosa que el manotazo, pero que surtió el mismo efecto. Fletcher volvió a caer de espaldas al suelo y esta vez su cabeza golpeó pesadamente el serrín. El joven de la cara chupada tomó impulso, dispuesto a lanzarle un nuevo puntapié, ahora dirigido a la cabeza.
—Ya basta —dijo Carella.
El joven titubeó. Todavía apoyado sobre una puntera, la otra levemente retrasada y lista ya para administrar el golpe, miró a Carella y dijo:
—¿Qué es lo que basta?
Sonriente, parecía acoger con gusto la posibilidad de cobrarse una nueva víctima. Enfrentándose ahora a Carella, el cuerpo asentado sobre ambos pies, prietos los puños y sonriente, agregó:
—¿Le he oído decir algo?
—Que haga las maletas, pollo —replicó Carella, y agachóse para ayudar a Fletcher a levantarse.
Como lo esperaba, lo que ocurrió a continuación no le cogió por sorpresa. El único sorprendido fue el joven, que lanzó el puño derecho contra el agachado Carella e inesperadamente se vio volando sobre la cabeza de éste para ir a aterrizar de espaldas sobre el serrín. Acto seguido hizo lo que por instinto había hecho desde la edad de doce años: echar mano de la navaja que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Sin darle tiempo a sacarla, Carella le soltó una rápida y certera patada en los testículos. Luego, volviéndose hacia la barra, donde un segundo joven parecía pronto a entrar en acción, dijo en voz muy baja:
—Soy policía. Tranquilitos, ¿eh?
El segundo mozo se tranquilizó en el acto. En el local se había hecho de pronto un gran silencio. De espaldas a la barra, y confiando en que el camarero no le diese un palo en la cabeza o un botellazo, o ambas cosas, Carella pasó las manos bajo los brazos de Fletcher y le ayudó a incorporarse.
—¿Está usted bien? —preguntó.
—Sí, perfectamente —respondió Fletcher.
—Vámonos.
Moviéndose tan rápidamente como era posible, condujo a Fletcher hacia la puerta. Se daba perfecta cuenta de que su placa le ofrecía escasísima protección en un lugar semejante, y su único afán era salir de allí cuanto antes. Ya en la calle, y según se encaminaban a tumbos hacia el coche, pedía a Dios una única cosa: que no les molieran a palos antes de alcanzarlo.
Un grupo de cinco o seis hombres apareció en la puerta del bar en el preciso momento en que entraban ellos en el coche.
—¡Póngale el seguro a esa puerta! —dijo Carella imperiosamente en tanto hacía girar la llave en el contacto.
Pisó a fondo el acelerador, y el coche se despegó del bordillo con un respingo, en un rechinar de ruedas y de goma quemada. Y no levantó el pie del pedal hasta que, distantes un kilómetro y medio del Quingley’s, tuvo la certeza de que no les seguían.
—Eso estuvo muy bien —dijo Fletcher.
—Sí, ya lo creo —respondió Carella.
—Lo admiro. Admiro a un hombre capaz de desenvolverse así.
—¿Por qué demonios —quiso saber Carella— fue a elegir ese encanto de local?
—Quería que los conociese todos —repuso Fletcher, que, reclinada la cabeza en el asiento, se quedó dormido en el acto.