Capítulo 8
Capítulo 8
A las siete y media de la noche más triste de la semana,[3] Bert Kling hizo una tontería: telefonear a Nora Simonov. No esperaba encontrarla en casa, de modo que en realidad no sabía por qué llamaba. Lo único que se le ocurrió pensar fue que debía de ser víctima de aquella gran enfermedad nacional: el Horror al Sábado Noche (no confundir con el Hiato del Domingo Tarde ni con la Depre del Lunes Mañana, ninguno de los cuales es el nombre de un periódico).
El Horror al Sábado Noche (o HSN, como suelen abreviarlo cuantos lo han sufrido alguna vez) suele comenzar la noche anterior, a eso de las ocho, cuando uno se da cuenta de que no tiene quien le acompañe en ese maravilloso vuelo a la **DIVERSIÓN** y a la **FRIVOLIDAD** conocido como el S*Á*B*A*D*O N*O*C*H*E A*M*E*R*I*C*A*N*O.
Desde luego, en esa fase inicial no hay razón para entregarse al pánico. El mítico, mágico regocijo no se iniciará, según lo programado, hasta dentro de por lo menos veinticuatro horas, tiempo suficiente para telefonear a una docena de chicas, o incluso un centenar, sin que para ello haya que invocar excusas más sólidas que la imprevisión de uno en organizarse para el alegre, el fulgurante festejo que se avecina. Y si por algún motivo no se consigue fijar una cita ese viernes, todavía queda todo el siguiente día para hacer girar esos agujeritos del disco telefónico y establecer contacto con esta o aquella niña de fábula: «Hola, preciosa, me preguntaba si estarías libre para compartir una divertida velada de parrandeo y posible disipación. Queda la mar de tiempo: no hay por qué preocuparse».
Al llegar la tarde del sábado, a eso de las tres, empiezan a surgir los primeros indicios de inquietud, a medida que esta o aquella voluptuosa monada responde: «Oh, qué pena, yo te habría acompañado feliz y encantada adonde fuese, incluida la boca de un cañón, pero ya estamos a sábado por la tarde, y no esperarás, ¿verdad?, que una esté libre a última hora en la A*M*E*R*I*C*A D*E L*A*S… C*I*T*A*S…». ¿A última hora? ¿Pero qué última hora? ¡Si sólo son las tres, las cuatro, las cinco, las seis de la tarde, las siete de la noche! ¿De la noche? ¿Cuándo se ha hecho de noche…? Y el desespero hace su aparición.
Un rápido cepillado al cabello, una aplicación de colonia en las axilas, un audaz y arrojado avance hacia el teléfono (pitillo colgando del labio), un impasible examen de la agenda, y… «Oh, qué pena, me hubiera encantado ir contigo a la luna, o incluso a Júpiter y regreso, pero son casi las siete de la más R*O*M*Á*N*T*I*C*A N*O*C*H*E de la semana, y no irás a esperar, ¿verdad?, que una esté libre a una hora tan avanzada…». Y llega el HSN. Llega con todo su ímpetu porque son las siete, cerca ya de las ocho, y al sonar la campanada de las ocho y media, uno se convierte en Spiro Agnew.
Al sonar la campanada de las siete y media, Bert Kling telefoneó a Nora Simonov, convencido de que ella habría salido a divertirse, como el resto de la población norteamericana en aquella noche del sábado.
—¿Diga? —contestó.
—¿Nora? —preguntó él sorprendido.
—¿Sí?
—Hola. Soy Bert Kling.
—Hola —dijo ella—, ¿qué hora es?
—Las siete y media.
—Debo de haberme quedado dormida. Estaba viendo el telediario de las seis. —Después de un bostezo, agregó—: Perdone.
—¿Quiere que la llame más tarde?
—¿Para qué?
—Para darle tiempo de despertarse.
—Estoy despierta, no se preocupe.
Se hizo un silencio en la línea.
—En fin… bueno… ¿cómo está? —preguntó Kling.
—Perfectamente —dijo ella, y la línea volvió a quedar en silencio.
Durante los treinta segundos siguientes y mientras el cable iba registrando crepitaciones y Kling ponderaba la conveniencia de formular la arriesgada pregunta que podía convertir en eterna su desazón, no pudo menos de reconocer lo mal acostumbrado que le había tenido Cindy Forrest, siempre disponible, por lo menos hasta hacía cuatro o cinco semanas, a cualquier hora del día o de la noche, y sobre todo los sábados, día en que ningún americano de sangre caliente debe verse reducido a ahogar en vino las penas de su soledad.
—Bueno —dijo Kling finalmente—, celebro que esté bien.
—¿Es ése el motivo de su llamada? Temí que tuviera otro sospechoso para identificar —replicó ella, y rio.
—No, no —respondió Kling—. No. —Y riendo a su vez, inmediatamente apaciguado, añadió presuroso—: A decir verdad, Nora, lo que quería era…
—¿Sí?
—Preguntarle si le apetecería salir.
—¿Cómo?
—Salir por ahí.
—¿Con usted?
—Sí.
—Ah.
En los siguientes diez segundos de silencio, que le parecieron mucho más largos que los anteriores treinta, Kling se percató de que había cometido un tremendo error: ahora estaba frente al doble cañón de la escopeta del rechazo y a punto de que le volaran la cabeza.
—Ya sabe, como le dije —respondió Nora—, que tengo compromiso con alguien…
—Sí, ya lo sé. Bueno, en fin…
—Pero esta noche no tenía pensado hacer nada, de modo que… si quiere que demos una vuelta, o algo así…
—Yo había pensado en cenar.
—Bueno…
—Y luego, quizá, en ir a bailar.
—Bueno…
—No soporto comer solo, ¿no le ocurre lo mismo?
—Sí, a decir verdad, sí. Pero, Bert…
—¿Qué hay?
—Esto me turba un poco.
—¿El qué?
—El darle pie… —precisó ella.
—Me tiene advertido —replicó él—. Me advirtió lealmente.
—La verdad es que me gustaría cenar con usted —dijo Nora—, pero…
—¿Puede estar lista a las ocho?
—Se da cuenta, ¿verdad?, de que…
—Me doy perfecta cuenta.
—No sé —dijo ella recelosa.
—¿A las ocho?
—A las ocho y media.
—Hasta entonces, pues —se despidió Kling, y colgó rápidamente, antes de que pudiera ella cambiar de opinión.
Al mirarse al espejo, sonreía. Se encontraba atractivo, seguro de sí mismo, refinado y con un completo dominio sobre América.
Aunque no sabía quién era el amor fantasma de Nora, ahora tenía la certeza de que ella no hacía sino jugar al viejísimo juego de la doncella que se resiste en su candorosa timidez, pero que a no tardar sucumbiría a su encanto masculino.
Se equivocaba de medio a medio.
La cena resultó muy bien; sobre ese particular, nada que oponer. Cambiaron impresiones sobre toda una diversidad de temas.
—Cierta vez hice la cubierta de una novela de ambiente histórico —explicó Nora—. En el dibujo aparecía una mujer vestida con uno de aquellos trajes de terciopelo tan escotados, ¿se da cuenta?, y yo estaba tan mortalmente aburrida mientras acababa el boceto que le puse tres pechos. El director de diseño ni siquiera lo notó. Luego, al pasarlo en limpio, le quité el sobrante.
—Yo me contemplo —dijo Kling— y me doy cuenta de que no soy un puerco: soy una persona bastante como es debido, que trata de desempeñar su trabajo, pero mi trabajo plantea a veces situaciones desagradables para mí. ¿Cree que me gusta meterme en el campus de una universidad y disolver la manifestación de unos muchachos que se niegan a morir en una guerra estúpida? Pero al mismo tiempo tengo que cuidar de que no incendien el edificio de la administración. Así pues, ¿cómo convencerles de que hacer cumplir la ley y el orden, que en eso consiste mi trabajo, no es lo mismo que abogar por la represión? A veces resulta muy difícil.
—Los deportes en los que interviene el contacto físico —dijo Nora— son homosexuales por naturaleza; nadie podrá convencerme de lo contrario. No me irá a decir que, cada vez que se echa sobre el mediocentro para quitarle el balón, el defensa no aprovecha para darle un repaso…
Y cosas así.
Pero después de la cena, cuando Kling propuso ir a bailar a un local que conocía en el Barrio, que ofrecía una orquestina de tres piezas y un ambiente agradable, Nora empezó por objetar que estaba muerta de cansancio y que debía madrugar, pues había prometido a su madre acompañarla temprano al cementerio la mañana siguiente, hasta que por fin cedió al señalarle Kling que no eran más que las diez y media y asegurarle que cuidaría de que estuviera en casa no más tarde de medianoche.
Tal como había garantizado Kling, Pedro’s destacaba tanto por la buena música como por su ambiente. Difusamente iluminado, ideal para parejas, fuesen o no casadas, las uniera o no un amor químicamente puro, pareció, en cambio, ejercer una influencia disuasoria sobre Nora desde el mismo momento en que puso los pies en el local. Fiel a lo que Kling había observado anteriormente, no servía para disimular sus emociones, y, fuera porque el ambiente de Pedro’s le pareciera amenazador, fuera porque le resultaba nostálgico (o más que eso, tal vez), los ojos se le pusieron vidriosos, la boca se le agarrotó, dejó caer los hombros y se trocó en la clase de compañera de noche del sábado que los americanos de sangre caliente temen y evitan. Se había convertido en un auténtico y completo fastidio.
Con la esperanza de que la proximidad de los cuerpos, el latir de la sangre bajo la piel, el contacto de sus manos, el roce de las mejillas acelerase el proceso de seducción que con tanto éxito había iniciado durante la cena, Kling la invitó a bailar; pero ella le mantuvo a distancia interponiendo un rígido brazo contra su hombro izquierdo, y, finalmente, dolorido por la sinovitis, físicamente cansado de procurar el acercamiento, y mentalmente harto de todos aquellos manejos y aquellas maniobras pueriles, él optó por reducirla a base de bebida, hijo como era de una generación que tenía una gran fe en los poderes seductivos del alcohol. (Era, dicho sea de paso, uno de los policías que habían probado la marihuana y encontraban gusto en ella, si bien cayó en la cuenta de que no podía ir por ahí ofreciendo hierba a sus compañías femeninas, ni siquiera consumiéndola él, y dejó correr aquel agradable pasatiempo). Nora bebió una copa, estrictamente una, o, mejor dicho, la mitad de ella, y estuvo tonteando con el resto mientras Kling despachaba un par por su cuenta y le preguntaba cortésmente:
—¿Está segura de que no quiere acabarla y pedir otra?
A lo que ella sacudió con igual cortesía la cabeza y añadió una sonrisita desvaída.
Y seguidamente, pese a sus protestas de dos días antes, de que no deseaba hablar de su grand amour, y como la pequeña orquesta atacara el Something de los Beatles, los ojos se le nublaron y, antes de que Kling pudiera darse cuenta de nada, se vio obsequiado con un monólogo sobre su novio. El hombre en cuestión, según confesó ella, había estado casado hasta hacía poco, y todavía mediaban algunos problemas, pero Nora confiaba verlos resueltos en el curso de los próximos meses, momento en el cual esperaba convertirse en su esposa. Aunque la joven no especificó la naturaleza de dichos problemas, Kling dio por supuesto que se trataba de disposiciones relacionadas con el divorcio, o algo semejante. Pero el asunto no podía haberle importado menos en aquel momento. Era bien cierto que le habían advertido, pero, aun así, pasar la noche del sábado con alguien que se dedicaba a perorar sobre otro era como asistir con la madre de uno a un espectáculo barato de striptease, o quizás algo peor. Trató de cambiar de tema, pero la fuerza de Something se impuso, y, conforme la orquesta tocaba la segunda parte de la pieza, Nora pasó a su vez a la segunda parte de su relato, que, de esa forma, parecía desgranarse al son de la música.
—Nos conocimos de una manera totalmente fortuita —dijo—, aunque luego descubrimos que durante el año anterior habríamos podido coincidir infinidad de veces.
—Bien, la mayoría de la gente se conoce por pura casualidad —apuntó Kling.
—Sí, desde luego, pero lo nuestro fue una coincidencia notable por demás.
—Vaya —dijo Kling.
Y pasó a embarcarse en lo que él consideraba una observación sugerente, y quizás original por completo, sobre el Fenómeno Beatles, señalando que entre su ascenso y su caída había mediado un intervalo de tan sólo cinco años, hecho elocuente si se tenía en cuenta que el grupo era producto de la era espacial, caracterizada por el factor de la velocidad, y…
—Es tan superior a mí —le interrumpió Nora—, que a veces me pregunto qué es lo que ve en mi persona.
«Sí, todo lo que tú quieras», pensó Kling, y preguntó:
—¿A qué se dedica?
Nora no vaciló más que un instante, pero, por ser su rostro un indicador tan exacto de cuanto sentía, Kling supo que a continuación iba a decir una mentira. Estaba, de pronto, terriblemente interesado.
—Es médico —declaró Nora, y, apartando sus ojos de los de Kling, alzó el vaso, tomó un sorbo y a continuación volvió la mirada hacia la orquestina.
—¿Está empleado en alguna parte?
—Sí —respondió ella inmediatamente. Y, una vez más, Kling supo que mentía—. En el Isola General.
—¿En Wilson Avenue? —indagó él.
—Sí.
Kling asintió. El hospital Isola General estaba en el cruce de Parsons con Lowell, bordeando el río Dix.
—¿Cuándo esperan casarse? —preguntó.
—Todavía no hemos fijado la fecha.
—¿Cómo se llama él? —inquirió Kling en tono de charla.
Y apartando de ella la mirada, levantó a su vez la copa y simuló estar completamente absorto en la orquesta, que en ese momento interpretaba un popurrí de melodías de los años cuarenta, probablemente en homenaje al sector menos joven de su público.
—¿Por qué lo pregunta? —indagó Nora.
—Simple curiosidad. Tengo una obsesión en lo que se refiere a los nombres. Por ejemplo, si una mujer que se llame Frieda no acabase por formar pareja con un Albert, me sentiría sorprendidísimo.
—¿Y con quién, según usted, debería formar pareja una «Nora»?
—Con un «Bert» —respondió él automática e inmediatamente, e inmediatamente lo lamentó.
—Esa ya forma pareja con alguien que no se llama Bert.
—¿Y cómo se llama? —replicó él.
Nora sacudió la cabeza.
—No —contestó—, creo que no voy a decírselo.
Eran las doce menos veinte.
Fiel a su promesa, Kling pagó la nota, paró un taxi y acompañó a Nora a casa. Ella insistió en que no era necesario que subiese con ella en el ascensor, pero él adujo que una mujer había sido asesinada en aquel mismo edificio hacía menos de una semana, y puesto que él era polizonte y todo lo demás, e iba armado hasta los dientes y todo lo demás, no estaría de más que la escoltase. Al llegar ante la puerta de su piso, ella le estrechó la mano y dijo:
—Gracias, he pasado un rato muy agradable.
—Sí, yo también —respondió Kling, y asintió con un frío cabeceo.
Llegó al apartamento a las 12.25 y el teléfono sonó cosa de veinte minutos más tarde. Era Steve Carella.
—Bert —dijo—, he convenido con Pete poner a Fletcher bajo vigilancia las veinticuatro horas del día, y del primer turno quiero encargarme yo personalmente. ¿Podrías acompañar mañana a Meyer cuando vaya a por Thornton?
—¿A por quién?
—El segundo tipo de la agenda de Sarah Fletcher.
—Ah, claro, claro. ¿A qué hora va a salir?
—Él se pondrá en contacto conmigo.
—¿Dónde estás tú, Steve? ¿En casa?
—No, me ha tocado la guardia del cementerio. Por cierto, se recibió una llamada para ti.
—Ah. ¿De quién?
—De Cindy Forrest.
Kling contuvo el aliento.
—¿Qué dijo?
—Nada. Sólo que te comunicásemos que había llamado.
—Gracias —repuso Kling.
—Buenas noches —dijo Carella, y colgó.
Kling asentó el auricular en el soporte, se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y empezó a desatarse los cordones de los zapatos. Por dos veces levantó el auricular y comenzó a marcar el número de Cindy, pero, cambiando de parecer, encendió el televisor, a tiempo de alcanzar el noticiario de la una. El hombre del tiempo anunció que el viento había alejado hacia el mar la prometida tormenta de nieve. Kling se desnudó y se fue a la cama.