Capítulo 9

Capítulo 9

Michael Thornton vivía en una casa de apartamentos que quedaba a unas cuantas manzanas del Barrio, lo bastante cerca para absorber algo de su sabor artístico, y lo bastante lejos para sustraerse a sus elevados alquileres.

Apoyándose en la teoría de que un cristiano tiene derecho a no madrugar la mañana del domingo por más que su nombre figure en la libreta de direcciones de una difunta, Kling y Meyer no llamaron a la puerta de Thornton hasta dar las once.

El hombre que les abrió, de unos veintiocho años de edad, era rubio y mostraba una incipiente barba del mismo color. Llevaba un pantalón de pijama y calcetines, y en sus ojos oscuros había aún rastros de sueño. Como sus dos visitantes anunciaran desde el otro lado de la barrera de la puerta que eran policías, el rubio les dedicó una mirada legañosa y pidió ver sus placas. Después de estudiar la de Meyer, asintió y, sin moverse del sitio que ocupaba en el umbral, soltó un bostezo y dijo:

—Bien, ¿en qué puedo servirles?

—Estamos buscando a un tal Michael Thornton. ¿No será usted, por casualidad…?

—Mike no está aquí en este momento.

—¿Pero vive aquí?

—Vive aquí, pero ahora no está en casa.

—¿Dónde está?

—¿De qué se trata?

—Investigación de rutina.

Kling había advertido que las palabras «investigación de rutina» sembraban infaliblemente el pánico en el corazón de hombres y bestias. De haber dicho que estaban investigando un descuartizamiento o el incendio provocado de un parvulario, no hubiera sido tanta la palidez que invadió el rostro de su rubio interlocutor, ni hubiera empezado éste a parpadear como ahora lo hacía. En un país donde todo se vendía a base de superlativos, el eufemismo «investigación de rutina» ahogaba la resonancia de trompetas y timbales. El rubio, visiblemente asustado, discurría a todo gas. En alguna parte del edificio, descargaron la cisterna de un excusado. Meyer y Kling aguardaron pacientes.

—¿Sabe dónde está? —preguntó Kling por último.

—No sé qué buscan, pero él no ha tenido nada que ver con el asunto.

—Es sólo una investigación de rutina —repitió Kling, y sonrió.

—¿Cómo se llama usted? —indagó Meyer.

—Paul Wendling.

—¿Vive aquí?

—Así es.

—¿Sabe dónde podemos encontrar a Michael Thornton?

—Ha ido a la tienda.

—¿A qué tienda?

—Tenemos una joyería en el Barrio. Hacemos orfebrería.

—¿Está abierta hoy la tienda?

—Al público, no. No violamos la ley, si es eso lo que está pensando.

—Pero si no abren al público…

—Mike está trabajando en unos artículos nuevos. Tenemos un taller en la trastienda.

—¿Qué dirección tiene? —quiso saber Meyer.

—Hadley Place, mil ciento cincuenta y seis.

—Gracias —dijo Meyer.

Paul Wendling se quedó acechando detrás de ellos mientras bajaban la escalera, y luego cerró rápidamente la puerta.

—¿Sabes qué está haciendo en este preciso instante? —preguntó Meyer.

—Desde luego —contestó Kling—. Llamar a la tienda, para advertirle a su amigo que vamos hacia allí.

Tal como habían imaginado, Michael Thornton no mostró sorpresa al verles. Era evidente que estaba esperándoles, pues, aunque acercaron las placas al vidrio de la puerta, les abrió en seguida.

—¿Míster Thornton? —inquirió Meyer.

—Diga.

Aunque llevaba una bata azul, de trabajo, la prenda no conseguía disimular su poderosa constitución. Ancho de espaldas, de pecho abombado, recios antebrazos y fuertes muñecas que asomaban bajo las cortas mangas de la bata, retrocedió hacia el interior, como una peña que se deslizase sobre cojinetes, para franquearles el paso. Tenía los ojos azules y negro el cabello. La línea blanca de una pequeña cicatriz le cortaba la poblada ceja izquierda.

—Tenemos entendido que estaba trabajando —dijo Meyer—. Sentimos presentarnos así, de improviso.

—No tiene importancia —contestó Thornton—. ¿Qué ocurre?

—¿Conoce a una tal Sarah Fletcher?

—No.

—¿Y a una mujer llamada Sadie Collins?

Thornton titubeó.

—Sí —dijo.

—¿Es ésta? —preguntó Meyer mientras le mostraba una flamante fotocopia del retrato confiscado en el dormitorio de Fletcher.

—Sí, ésa es Sadie. ¿Qué pasa con ella?

Se habían quedado cerca del escaparate, una vitrina de seis palmos de largo y patas tubulares, de acero. Anillos, brazaletes, collares y colgantes reflejaban deslumbradoramente el sol que caía en oblicuo sobre la vidriera de la tienda. A fin de que Kling tuviera ocasión de observar a Thornton, Meyer se tomó con calma la tarea de guardar otra vez en su libreta la reproducción de la foto. Pero no parecía que ésta hubiera afectado mayormente a Thornton, que se quedó en silenciosa espera, como desafiando a las policías a escalar su montañosa masa.

—¿Qué clase, de relaciones mantenía con ella? —quiso saber Meyer.

Thornton se encogió de hombros.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Está en algún apuro?

—¿Cuándo la vio por última vez?

—No ha contestado a mi pregunta.

—Bueno, tampoco ha contestado usted a las nuestras —replicó Meyer, y sonrió—. ¿Qué clase de relaciones mantenía con ella y cuándo la vio por última vez?

—La conocí en julio y dejé de verla en agosto. Tuvimos un asuntillo corto y trepidante, y luego, adiós.

—¿Dónde la conoció?

—En un local que se llamaba The Saloon.

—¿Dónde queda eso?

—Ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Cerca de lo que fue el Teatro Dramático. El que ahora pasa películas porno. Aunque es un bar, en The Saloon sirven también sopa y bocadillos. No es mal sitio. Tiene mucho público, sobre todo los fines de semana.

—¿Solteros?

—La mayor parte. Y algún que otro marica, para dar sabor. Pero no es un bar de homosexuales; en principio, no lo es.

—¿Y dice usted que conoció a Sadie en julio?

—Eso es. A principios de julio. Lo recuerdo porque ese fin de semana debía haberlo pasado en Greensward, en la playa, pero la gachí que tenía alquilado el bungalow había invitado ya a otras diez personas, de modo que me quedé plantado aquí, en la ciudad. ¿Le ha ocurrido alguna vez quedarse plantado aquí, en la ciudad, un fin de semana del mes de julio?

—Alguna que otra —respondió Meyer secamente.

—¿Cómo la conoció? —quiso saber Kling.

—Ella se puso a admirar el anillo que yo llevaba. Fue una buena táctica de ataque, porque daba la casualidad de que lo había hecho y diseñado yo —Thornton hizo una pausa—. Aquí, en el taller.

—¿Estaba sola en ese momento? —preguntó Kling.

—Sola y solitaria —repuso Thornton con una amplia sonrisa.

Era una sonrisa de connivencia, que buscaba provocar otras similares en Meyer y Kling, quienes, como policías, sin duda habían visto y oído toda clase de cosas y, por tanto, eran hombres de mundo como el propio Thornton: tres camaradas que saben cuanto haya que saber sobre mujeres solitarias que frecuentan bares para solteros.

—¿Se dio cuenta de que estaba casada? —indagó Kling echando a perder un poco la estampa de los Tres Mosqueteros.

—No. ¿Lo está?

—En efecto —respondió Meyer.

Aún no le habían dicho que la dama en cuestión, Sarah, o Sadie, o ambas cosas, había dejado de existir, por desgracia. Se lo reservaban para el final, como postre.

—¿Qué pasó, pues? —insistió Meyer.

—Atiza, no sabía que estuviese casada —exclamó Thornton, al parecer auténticamente sorprendido—. De lo contrario, no hubiera ocurrido nada.

—¿Y qué ocurrió?

—La invité a unas copas, y luego me la llevé a casa. En aquella época vivía solo. En el mismo piso de South Lindner, pero solo. Nos dimos un revolcón, y luego la metí en un taxi.

—¿Cuándo volvió a verla?

—Al día siguiente. Fue una cabezonada. Me telefoneó por la mañana, para decirme que venía al centro. Yo, que estaba todavía en la cama, le contesté: «Bueno, pues ven, nena». Y lo hizo. Pueden creerme: lo hizo.

Y volvió a componer su amplia sonrisa de hombre de mundo, invitando a Kling y a Meyer a ingresar en su selecto club masculino, donde se sabía cuánto haya que saber sobre las mujeres que llaman a primera hora de la mañana para decir que vienen al centro. Por algún motivo, Kling y Meyer no correspondieron a la sonrisa. En lugar de eso, Kling preguntó:

—¿Volvió a verla después de aquello?

—Dos o tres veces por semana.

—¿Adónde iban?

—Al piso de South Lindner.

—¿Nunca a otra parte?

—Nunca. Ella solía darme un telefonazo, para decirme que bajaba y si estaba listo. Amigo, para ella yo siempre estaba listo.

—¿Por qué dejó de verla?

—Pasé una temporada fuera. Y al regreso ya no volví a saber de ella.

—¿Por qué no la llamó?

—No sabía dónde localizarla.

—¿No llegó a darle su número de teléfono?

—Qué va. Ni tampoco figuraba en el listín. En ninguno de los de la ciudad. Probé los cinco.

—Por cierto —le interrumpió Kling—, ¿qué saca en claro de esto?

Abrió la libreta de direcciones de Sarah Fletcher por la página de NOTAS y se la presentó a Thornton. Este la examinó y dijo:

—Sí, ¿qué tiene de particular? Eso lo anotó la noche que nos conocimos.

—¿Le vio usted hacerlo?

—Desde luego.

—¿Escribió esas iniciales a la vez?

—¿Qué iniciales?

—Las que están entre paréntesis. Debajo de su número de teléfono.

Thornton estudió la hoja con más atención.

—No sabría decirle —respondió frunciendo el ceño.

—¿No dice que la vio escribirlo…?

—Sí, pero no miré el papel. Es que estábamos en la cama, amigo. Eso sería después de la segunda vez, o así. Ella me preguntó las señas y cómo podía ponerse en contacto conmigo, y yo se lo dije. Pero no vi lo que ella escribía; sólo que estaba escribiendo, ¿comprende?

—¿Y qué pueden significar esas iniciales?

—Lo de TS sólo puede querer decir «Tipo Duro»,[4] —declaró Thornton y sonrió de oreja a oreja.

—¿Algún motivo en particular para que decidiese escribir eso en su libreta? —indagó Meyer.

—Oiga, que no bromeo —replicó Thornton, y la sonrisa se ensanchó—. Nos lo pasamos en grande. De lo contrario, ¿hubiera vuelto ella a por más?

—Quién sabe. Finalmente dejó de hacerlo, ¿no?

—Sólo porque yo estuve fuera unos días.

—¿Cuántos?

—Cuatro. Fui a Arizona, a recoger una partida de plata india. Aquí vendemos también un poco de esa chatarra, además de lo que hacemos Paul y yo.

—¿Se ausenta cuatro días y ella no vuelve a llamar? —apuntó Kling.

—Bien, sí, es posible que se molestase. Como me marché un poco así, de improviso…

—¿Cuándo fue eso?

—¿Eh?

—¿Qué día se marchó?

—No lo sé. ¿Por qué? A mitad de semana, creo. No lo recuerdo. De todas formas, ¿qué importa? —reflexionó Thornton—. En esta ciudad hay montones de mujeres. ¿Qué importa una más o menos? —Se encogió de hombros y, de pronto, se quedó pensativo.

—¿Sí? —dijo Meyer.

—No, nada. Sólo que…

—Diga.

—Que era un poco especial, eso he de reconocerlo. Bueno, no era el tipo de gachí que lleva uno a casa, para presentársela a su madre, pero sí se salía de lo corriente. Desde luego, se salía de lo corriente.

—¿Qué quiere decir?

—Era… —Thornton sonrió abiertamente—. Digámoslo así —continuó—: me llevó a sitios en los que yo no había estado jamás, ¿comprende lo que quiero decir?

—No —respondió Kling—, ¿qué quiere usted decir?

—Utilice su imaginación —sugirió Thornton, todavía sonriente.

—No puedo —replicó Kling—. No hay ningún sitio donde no haya estado antes.

—Sadie le habría encontrado alguno —aseguró Thornton, y la sonrisa se le borró repentinamente de la cara—. Volverá a llamar, estoy seguro. Tiene mi número ahí mismo, en esa libreta. Llamará.

—Yo no contaría con eso —intervino Meyer.

—¿Por qué? ¿Acaso no volvía una vez y otra? Disfrutamos…

—Ha muerto —le espetó Meyer.

Observaron atentamente su rostro. No se descompuso, no expresó dolor, ni siquiera conmoción. Lo único que podía leerse en él era una súbita rabia.

—La muy estúpida —exclamó Thornton—. Nunca fue más que eso: una condenada estúpida.

La labor policíaca (como la vida misma) suele no ser demasiado lógica. Tomemos, por ejemplo, las vigilancias. Carella había solicitado permiso a Byrnes para iniciar la de Gerald Fletcher la mañana del domingo. Policía a su vez, y sabedor de que la labor policíaca (como la vida misma) suele no ser demasiado lógica, a Byrnes no se le ocurrió ni por un instante preguntarle a Carella por qué no prefería iniciar la vigilancia al mismo día siguiente, que era sábado, en vez de esperar dos fechas. La razón de que Carella no quisiese iniciar la vigilancia al mismo día siguiente era que la labor policíaca (como la vida misma) solía no ser demasiado lógica… como ocurre con el sustantivo «vigilancia» y el participio/adjetivo/sustantivo «vigilante», que en inglés carecen de un verbo correspondiente.

Carella tenía 640 asuntos que ordenar en su despacho aquel sábado antes de que pudiese iniciar, con un mínimo de tranquilidad de conciencia, la vigilancia de Gerald Fletcher. De modo que se pasó el día efectuando llamadas telefónicas y mecanografiando informes y, en conjunto, intentando poner en orden las cosas. En sus largos años de experiencia profesional, no había conocido a ningún delincuente tan considerado en lo referente a las obligaciones de un policía que consintiese en esperar pacientemente la solución de un crimen antes de cometer otro. En su cartera de casos pendientes, Carella tenía aún cuatro robos con escalo, dos casos de lesiones, uno de falsificación y otro de asalto a mano armada. Lo menos que podía hacer, antes de embarcarse en una vigilancia larga y tediosa, era tratar de introducir un simulacro de orden en la información recibida sobre los asuntos pendientes. Además, la labor de vigilancia (como la policíaca) solía no ser demasiado lógica.

El domingo por la mañana, Carella ya estaba listo para emprender la vigilancia, es decir para, adoptando una actitud vigilante, someter a vigilancia a su sospechoso. El problema estaba en que, ilógica como el propio idioma inglés, que lo fue en grado sumo al no robarle al francés el verbo cuando arrambló con el participio, el adjetivo y el sustantivo, la vigilancia (como la misma vida y la propia labor policíaca) está llamada a caer en lo ilógico si no hay nadie a quien vigilar.

Gerald Fletcher se había perdido totalmente de vista.

Carella emprendió la vigilancia con la clásica táctica policial de telefonear a casa de Carella desde una cabina próxima a primera hora de la mañana. El propósito de esa maniobra a menudo traicionera consistía en asegurarse de que el sospechoso continuaba en su guarida, tras lo cual el policía encargado de seguirle se instalaría a la salida de la misma, en espera de que el otro la abandonase, momento a partir del cual seguiría sus pasos adondequiera que fuese.

Pero resultó que Gerald Fletcher no estaba en su guarida. Siendo domingo por la mañana, Carella dio por sentado automáticamente que Fletcher estaba pasando el fin de semana en alguna otra parte. Pero, intrépido defensor de la ley como era, además de vigilante infatigable, estacionó el nuevo coche de patrulla (usado), un Buick 1970, frente al edificio donde tenía Fletcher su apartamento, y se quedó observando alternativamente la puerta del 721 de Silvermine Oval y a los niños que jugaban en el parque, pensando que Fletcher había pasado quizá el S*Á*B*A*D*O N*O*C*H*E en alguna parte y se disponía a regresar de un momento a otro.

A mediodía, Carella bajó del coche, entró en el parque y fue a sentarse en un banco que daba frente a la casa. Se comió el emparedado de queso y jamón que le había preparado su mujer y se tomó un refresco que pretende desbancar a todos los demás, pero que no es ninguna cosa del otro jueves. Luego estiró las piernas acercándose a la barandilla que dominaba el río, pero sin perder de vista la casa ni por un momento, y finalmente regresó al coche. Su guardia concluyó a las cinco, cuando fue a relevarle el inspector Arthur Brown, al volante del coche de patrulla viejo, un Chevrolet 1968. Brown iba provisto de una descripción de Fletcher, unida a una fotografía requisada de la cómoda de su dormitorio. Sabía, además (por gentileza del Departamento de Vehículos a Motor), la clase de coche que conducía Fletcher. Después de recomendar a Carella que se lo tomase con calma, emprendió la delicada tarea de vigilar durante siete horas la puerta de un edificio, tras lo cual estaba previsto que le relevase O’Brien, que defendería el fuerte hasta las ocho de la mañana, hora en que Kopek se haría cargo de la larga guardia diurna.

Carella se fue a casa, leyó la última carta de su hijo a Santa Claus y luego cenó en familia. Ya se disponía a instalarse en el cuarto de estar con una novela que, comprada la semana anterior, aún no había comenzado, cuando sonó el teléfono.

—¡Lo atiendo yo! —gritó a voz en cuello sabiendo que Teddy no podía oírle, y que Fanny tenía fiesta ese día, pero no olvidando que su hijo Mark mostraba últimamente la costumbre de contestar al teléfono anunciando: «Aquí Carella, Patrulla Motorizada», lo cual nada tendría de particular en cuanto el autor de la llamada no fuera un inspector de la Patrulla Motorizada deseoso de dar parte de un vehículo robado.

—¿Diga? —contestó Carella.

—¿Oiga? ¿Es usted, Steve?

—¿Sí? —dijo Carella, sin reconocer la voz.

—Al habla Gerry.

—¿Quién?

—Gerry Fletcher.

Poco faltó para que a Carella se le cayese el auricular de las manos.

—Hola —dijo—. ¿Cómo está usted?

—Perfectamente, gracias. He pasado fuera el fin de semana. A decir verdad, hace un momento que he regresado. Y francamente, esta casa se me cae encima. ¿Le gustaría que nos reuniésemos y tomáramos una copa?

—Verá —dijo Carella—, es tarde, y en este momento me disponía a…

—Tonterías, no son ni siquiera las ocho.

—Sí, pero es domingo por la noche…

—Métase en el auto y encontrémonos aquí abajo —pidió Fletcher—. Y nos vamos por ahí de copeo, qué demonios.

—No, de veras, no puedo. Muchas gracias, Gerry, pero…

—En media hora está usted aquí —insistió el otro—, y es posible que además me salve la vida. Como continúe aquí cinco minutos más, soy capaz de tirarme por la ventana. —E inesperadamente se echó a reír—. ¿Sabe qué dice del suicidio el Código Penal?

—No, ¿qué dice?

—Es el apartado más idiota de toda la recopilación —añadió Fletcher todavía riendo—. Dice, y cito textualmente: «Aunque el suicidio se considera un grave daño público, sin embargo, y dada la imposibilidad de hacer recaer el peso de la ley en la persona que lo comete con éxito, no conllevará sanción». ¿Qué me dice de ese disparate jurídico? Vamos, Steve, anímese. Le mostraré algunos de los lugares más rutilantes de la ciudad… nos tomaremos unas copas… ¿qué me dice?

Carella tuvo de pronto la impresión de que Gerald Fletcher había tomado ya algunas copas antes de efectuar la llamada. También dio en pensar que, si hacía demasiados remilgos, corría el riesgo de que el otro retirase su generosa oferta. Y puesto que nada le apetecía tanto a Carella como pasar una velada en la ciudad en compañía de un sospechoso de asesinato, que a buen seguro bebería más de lo que le convenía, se apresuró a responder:

—De acuerdo, le veré a las ocho y media. Siempre y cuando consiga arreglarlo con mi esposa.

—Perfecto —contestó Fletcher—. Hasta luego.