Capítulo 4

Capítulo 4

El martes catorce de diciembre, que era el primero de los dos días de asueto que disfrutaba aquella semana, Carella recibió en su casa una llamada de Gerald Fletcher. Sabía que en la comisaría nadie le hubiera facilitado su número particular, y también que éste no figuraba en el listín de Riverhead. Intrigado, preguntó:

—¿Cómo ha conseguido mi número, míster Fletcher?

—Por un amigo que tengo en la Fiscalía del Distrito —fue su respuesta.

—Bien, ¿qué se le ofrece?

Se dio cuenta de que su tono era algo menos que cordial.

—Siento molestarle en su casa.

—Es mi día libre —replicó Carella plenamente percatado de su descortesía.

—Quería presentarle mis disculpas por lo de la otra noche —dijo Fletcher.

—¿Disculpas? —respondió Carella sorprendido.

—Sé que no me comporté bien. Ustedes tienen una obligación que cumplir, y yo no les facilité en nada la tarea. He tratado de analizar mi actitud, y sólo se me ocurre achacarla a la conmoción. Es cierto que no quería a mi esposa, pero encontrarla muerta en aquellas circunstancias debió de impresionarme más de lo que imaginaba. Lamentaría haberles causado dificultades.

—No nos causó ninguna —contestó Carella—. Ya le habrán informado, claro está, de que…

—Sí, de que han cogido al asesino.

—Eso es.

—Una gestión admirablemente rápida, inspector Carella. Y que no hace sino aumentar mi confusión por haberme conducido de una forma tan estúpida.

—En fin… —dijo Carella.

Se hizo un silencio en la línea.

—Le ruego que acepte mis disculpas.

—Descuide —respondió Carella, que empezaba, también él, a sentirse confuso.

—Quería preguntarle si tiene libre la hora del almuerzo.

—Verá —dijo Carella—, tenía pensado hacer unas compras navideñas. Anoche preparamos una lista con mi esposa y yo…

—¿Va a venir al centro?

—Sí, pero…

—¿Por qué no intenta despachar ambas cosas, las compras y el almuerzo?

—Mire, míster Fletcher —argumentó Carella—, me doy cuenta de que siente usted lo de la otra noche, pero ya se ha excusado y con eso basta, créame usted. Ha sido muy amable llamando; yo sé que no es fácil…

—¿Por qué no nos encontramos en The Golden Lion a la una? —propuso Fletcher—. Las compras navideñas suelen resultar extenuantes. Seguro que le apetecerá una pausa a esa hora.

—Bueno… ¿dónde está The Golden Lion?

—En el cruce de Juniper con High.

—¿En la parte baja? ¿Cerca de la Audiencia?

—Exacto. ¿Lo conoce?

—Lo encontraré.

—¿A la una, pues? —insistió Fletcher.

—Bien, sí, de acuerdo —dijo Carella.

—Estupendo.

Carella ignoraba por qué había ido a ver a Sam Grossman al Laboratorio de la Policía. La respuesta que se daba a sí mismo era que finalmente iba a estar en el barrio, ya que The Golden Lion se encontraba en la zona más céntrica de la ciudad, la de las distintas dependencias municipales. Sin embargo, eso no justificaba el que despachase a toda prisa la no ingrata tarea de comprar una muñeca para su hija April, a fin de llegar a la Jefatura de High Street con media hora larga de antelación a la de su cita con Fletcher.

Grossman se hallaba inclinado sobre un microscopio cuando Carella entró en la sala, pese a lo cual, sin apartar la cabeza del aparato y ni tan siquiera abrir el ojo que mantenía cerrado, dijo:

—Siéntate, Steve; en seguida te atiendo.

Y continuó ajustando el enfoque y tomando notas en una libreta que tenía a su derecha, sin levantar para nada la cabeza.

Carella se aplicó a resolver el enigma de cómo habría sabido Grossman que era él su visitante. ¿Por el sonido de sus pisadas? ¿Por el olor de la loción que se daba después del afeitado? ¿Por el tenue vestigio de perfume que su esposa le había dejado en el hombro del abrigo? Nunca se le había ocurrido pensar que el teniente inspector Sam Grossman, el de las gafas y los penetrantes ojos azules, el de la cara angulosa y la voz severa, fuese en realidad el Sherlock Holmes del 221 B de Baker Street, capaz de reconocer a la gente sin necesidad de mirarla. Carella ocupó los siguientes cinco minutos en reflexionar acerca de la curiosa reacción de Grossman. Por fin, apartándose del microscopio, Sam le tendió la mano y dijo:

—¿Qué te trae por el octavo círculo?

—¿Cómo supiste que era yo?

—¿Hum?

—Cuando entré en la sala, sin levantar siquiera la cabeza, me dijiste: «Siéntate, Steve, en seguida te atiendo». Si no me habías mirado, ¿cómo sabías que era yo?

—¡Ah…! —dijo Grossman.

—No, en serio, Sam; me tiene intrigado a más no poder.

—Pues verás, la cosa no puede ser más sencilla —respondió Grossman sonriendo ampliamente—. Habrás advertido que en este momento es la una menos veinticinco minutos y que el sol, habiendo cruzado el cénit, entra oblicuamente por la fila de ventanas que hay a lo largo de la pared del laboratorio, en un ángulo que supera levemente la línea del mediodía y que puede ser medido con toda facilidad.

—Bueno… —murmuró Carella.

—Por si eso fuera poco, la muestra que tengo en el portaobjetos del microscopio es extraordinariamente sensible a la luz, de modo que la más mínima desviación de un rayo luminoso de cualquier tipo que quieras citarme —X, ultravioleta o infrarrojo— pudo ocasionar cambios visibles en el objeto examinado. Si a eso sumas la temperatura, que en este momento estimo de unos diez grados centígrados, y el índice de contaminación, que se sitúa, como de costumbre en esta ciudad, en un nivel indeseable, comprenderás que el reconocimiento visual no sea necesario para proceder a una identificación.

—¿De veras? —replicó Carella.

—Como lo oyes. Pero, desde luego, hay otro extremo que es preciso tener en cuenta si queremos entender el cuadro en su totalidad. Tú querías averiguar cómo supe que habías entrado en el laboratorio y te acercabas a la mesa de trabajo. En primer lugar, cuando oí que la puerta se abría…

—¿Cómo supiste que era yo, y no otro?

—Bien, en el proceso deductivo que me condujo a esa inevitable conclusión interviene un factor de la mayor importancia…

—Di, ¿qué?

—Marshall Davies te vio en el vestíbulo y se asomó hace un momento para decirme que venías.

—¡Si será hijo de su madre…! —exclamó Carella, y rompió a reír.

—¿Qué te pareció el trabajo que os hizo? —preguntó Grossman.

—Un primor.

—Prácticamente, os lo sirvió en bandeja.

—No hay duda de ello.

—El Laboratorio de la Policía ataca de nuevo. Muy pronto estaremos en condiciones de prescindir por completo de vosotros, muchachos.

—Ya lo sé. Por eso he venido a verte —dijo Carella—. Quería entregarte mi placa.

—Ya iba siendo hora. ¿Y la verdadera razón? ¿Algún caso sensacional que deseáis ver resuelto en un tiempo récord?

—Lo más importante que tenemos es un par de tirones en Culver Avenue.

—Tráenos a las víctimas —replicó Grossman—. Intentaremos sacar las huellas que puedan tener en el trasero.

—Dudo que a las víctimas les apeteciese eso.

—¿Por qué? Trataríamos a esas señoras con la mayor delicadeza.

—Oh, no creo que la señora tuviera inconveniente —dijo Carella—. Pero en cuanto al caballero que se vio despojado de su bolso…

—¡Qué mala baba tienes!

—No, en serio —rio Carella.

—Sí, sí, en serio —protestó Grossman.

—De veras que trato de mantener la seriedad.

—Sí, sí, desde luego.

—He venido a darte las gracias.

—¿Las gracias? ¿Por qué? —indagó Grossman, instantáneamente atemperado.

—Estuve a punto de dar un patinazo. Los informes que nos proporcionasteis dieron forma al caso y nos permitieron detener al sospechoso. Y yo quería darte las gracias; eso es todo.

—¿Qué clase de patinazo, Steve?

—Yo pensaba que había sido el marido.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Por qué motivo?

—Por ninguno —Carella hizo una pausa—. Sam —agregó—, sigo pensando que fue él.

—¿Y por esa razón almuerzas hoy con ese tipo? —preguntó Grossman.

—¿Puede saberse cómo demonios te has enterado de eso? —estalló Carella.

—Puede —respondió Grossman—. Cuando te telefoneó estaba en el despacho de Rollie Chabriers. Yo hablé con Rollie un momento más tarde, y…

—Caballero, buenos días —le atajó Carella—. Es usted demasiado listo para mí.

En su mayor parte, los policías de la ciudad en la que Carella prestaba sus servicios no solían comer a menudo en restaurantes del estilo de The Golden Lion. Almorzaban en alguno de los figones del barrio de la Comisaría o de su inmediato contorno, donde la comida, en homenaje a César, se encargaba a brazo alzado. O bien daban rápida cuenta de un emparedado y una taza de café sentados a la mesa de trabajo. Fuera de las horas de servicio, cuando salían con la esposa o con la novia, tendían a visitar establecimientos donde su condición de polizontes era notoria y en los que protestaban con mucho calor cuando el propietario decía: «La casa invita», sin que por ello dejasen de aceptar el agasajo. No había en toda la ciudad un solo policía que considerase poco honorable tal proceder. Su paga era escasa y su trabajo excesivo, y vivían consagrados a la lucha contra el crimen; así pues, si parte de los ciudadanos beneficiarios de esta protección tenían medios para hacer más llevadera la suerte del defensor de la ley, ¿por qué contrariar a tales personas rehusando una invitación ofrecida con la mejor voluntad?

Carella jamás había pisado The Golden Lion. Una ojeada a la lista de platos exhibidos en la vidriera le habría causado un susto equivalente a la paga de seis meses.

El establecimiento era una reproducción fiel del comedor de una casa inglesa de postas, circa 1637. Enormes vigas de roble cruzaban la sala uniendo las paredes a más de un metro de su techo abovedado, de tosco estuco blanco. En las mesas, de sólida madera e inmaculados manteles blancos, refulgía la maciza cubertería de plata. Repartidos por toda la habitación, colgaban espaciadamente retratos de damas y caballeros isabelinos, de golas y puños que prestaban discreto eco al blanco de las paredes, y de casacas y trajes de rico terciopelo, cuyo suave colorido realzaba el vetusto ambiente creado por la luz de las velas.

La mesa de Gerald Fletcher se encontraba en un reservado rincón de la sala. Al acercarse Carella, el otro se puso en pie, le tendió la mano y dijo inmediatamente:

—Celebro que haya podido venir. ¿No se sienta?

Carella le estrechó la mano y tomó asiento. No sólo experimentaba un intenso malestar, sino que no hubiera acertado a decir si aquella sensación era debida a la propia sala o al hombre cuya mesa compartía. Rebosante de abogados que discutían sus casos más recientes en susurros que habrían cuadrado mejor a un jurado, aquel interior resultaba desde luego intimidador. En presencia de aquel público, a Carella le asaltaba la vaga impresión de ser un agente de la lotería clandestina en proceso de recoger las apuestas que más tarde transmitiría a la gente de arriba, para su análisis y disposición final. Aunque la ley era su mundo, entre abogados se sentía un doméstico. El hombre que tenía enfrente era criminalista, hecho también apabullador por sí mismo. Pero Fletcher era asimismo algo más que eso, y a ese «algo más» se debía, quizá, la incomodidad y la desmaña que Carella sentía en su presencia. Lo importante no era que Fletcher fuese en verdad más inteligente que Carella, o más refinado, o más competente en su trabajo, o de mejor aspecto, o de superior elocuencia; lo importante era que Carella así lo creía. Y la actitud de aquel hombre, su porte y su imperio (sí, no era posible llamarlo de otra manera) convencían al policía de estar ante un ser superior, hecho más operante, si no más poderoso, que la verdad objetiva.

—¿Le apetece una copa? —indagó Fletcher.

—Bien… ¿la toma usted?

—Sí, yo sí.

—Entonces pediré un whisky con soda —dijo Carella.

No tenía costumbre de beber durante el almuerzo, y en ningún caso si estaba de servicio. La próxima vez que lo hiciera sería en casa, durante la comida de Navidad, ocasión en que la familia se reunía con motivo de la fiesta.

Fletcher hizo una seña al camarero.

—¿Había estado aquí alguna vez? —le preguntó a Carella.

—No, nunca.

—Pensé que quizá lo conociera, por estar tan cerca de los tribunales. Porque usted pasará mucho tiempo en los tribunales, ¿no es así?

—Sí, bastante —respondió Carella.

—Ah —dijo Fletcher al camarero—, un whisky con soda, por favor; y otro, de centeno y seco, para mí.

—Muchas gracias, míster Fletcher —dijo el hombre, y se alejó en silencio.

—No sabría decirle cuánto me impresionó la rapidez con que procedieron ustedes a ese arresto —añadió Fletcher.

—Bueno, el laboratorio nos ayudó mucho.

—Increíble, ¿verdad? Me refiero a la negligencia de ese sujeto. Aunque tengo entendido, por Rollie… —Fletcher hizo una pausa—. Rollie Chabrier, de la Fiscalía del Distrito. Creo que usted le conoce.

—Sí, así es.

—Fue él quien me dio su número particular. Espero que no se lo tendrá en cuenta…

—No, no tiene ninguna importancia —replicó Carella.

—Esta mañana le llamé a usted directamente desde su despacho. Da la gran casualidad de que es él quien va a proceder por el ministerio público en la causa de Corwin.

—¿Whisky con soda, señor? —preguntó por pura fórmula el camarero según situaba la bebida delante de Carella. Después de dejar el otro whisky sobre la mesa, frente a Fletcher, añadió—: ¿Quiere consultar ya la carta, míster Fletcher?

—Dentro de un instante —contestó el abogado.

—Muchas gracias, señor —respondió el camarero, y se alejó de nuevo.

Fletcher levantó su vaso.

—Por un veredicto de culpabilidad —dijo.

Carella alzó el vaso a su vez.

—No creo que a Rollie se le plantee ninguna dificultad —declaró—. Para mí, es un caso claro.

Bebieron. Fletcher se tocó los labios con la servilleta y dijo:

—Hoy en día es difícil asegurar nada. Como sabe, soy criminalista y, por tanto, suelo actuar en el bando opuesto. Pues bien, le sorprendería el número de casos en que hemos obtenido veredictos de absolución en causas que parecían ganadas de antemano por el ministerio público. —De nuevo levantó el vaso. Sus ojos buscaron los de Carella—. Pero confío en que acierte —agregó—. Espero que éste sí sea un caso de los que no fallan. —Tomó un sorbo de whisky—. Rollie me dijo…

—Sí, no ha terminado usted de contármelo.

—Cierto. Me dijo que ese tipo es toxicómano.

—En efecto.

—Y que éste era su primer robo con escalo.

—Es verdad.

—He de confesar que me inspira cierta compasión.

—¿De veras?

—Sí. Si es adicto a las drogas, es digno de lástima. Y si se tiene en cuenta que la mujer a la que mató era una zorra de la talla de mi esposa…

—Mister Fletcher…

—Llámeme Gerry, si no le importa.

—Verá…

—Ya sé, ya sé. No es muy correcto por mi parte difamar a un ausente. Sin embargo, lo cierto es que no conoció usted a mi mujer, míster Carella. ¿Puedo llamarle Steve?

—Desde luego.

—Mi animadversión, si la hubiera conocido a ella, le resultaría más comprensible. De todas formas, seguiré su consejo. Ha muerto y ya no puede lastimarme. Así pues, ¿por qué ser amargo? ¿Le parece que encarguemos la comida, Steve?

El camarero se acercó a la mesa. Fletcher propuso a Carella que probase ya fuera la trucha à la meunière, ya fuera la empanada de carne y riñones, por igual excelentes. Carella pidió costillas de lechal, poco hechas, y una jarra de cerveza.

Conforme comían y charlaban, algo empezó a ocurrir. Cuando menos, Carella tuvo la impresión de que algo estaba sucediendo, aunque jamás tendría la total certeza de ello. Ni tampoco intentaría explicar a nadie aquel fenómeno, porque, en apariencia, su conversación con Fletcher parecía ser pura charla de amenización sobre cuestiones tan dispares como la situación reinante en la ciudad, las próximas festividades, varias películas recientes, la eficacia del brazalete de cobre que Meyer le había proporcionado a Kling, la Universidad de Wisconsin (donde Fletcher había cursado sus estudios de Derecho), las cartas que los hijos de Carella habían escrito, y seguían escribiendo diariamente, a Santa Claus, la calidad de la carne y las ventajas de la cerveza inglesa sobre la americana. Pero por debajo de ese departir fútil, cortés y verdaderamente sin propósito, fluía impetuosa una corriente en la que se mezclaban la emoción, la aprensión y el miedo. Conforme hablaban, Carella se convencía con una certidumbre renovada, embriagadora, de que Gerald Fletcher había matado a su esposa. Lo sabía sin necesidad alguna de que se lo confirmasen verbalmente. Sin que se hubiera vuelto a hablar para nada del asesinato, lo sabía. A eso se debía el que Fletcher le hubiera llamado aquella mañana, a eso se debía el que le hubiera invitado a almorzar, a eso se debía el que, mientras charlaba incesantemente, cada movimiento suyo, cada ademán, cada gesto señalasen, indicaran, transmitieran, contradictoriamente y a un nivel casi extrasensorial, que Fletcher sabía que Carella le sospechaba autor del asesinato y que él estaba allí para, sin decírselo, decirle a Carella: «Sí, estúpido polizonte malnacido, sí, yo maté a mi esposa. Por más que las pruebas señalen a otro, y a pesar de todas las confesiones que puedas tú obtener, a aquella zorra la maté yo, y celebro haberlo hecho. Y tú no puedes hacer maldita la cosa para remediarlo».