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— Bien, ¿alguien ha encontrado algo positivo, algún progreso? — intento iniciar la reunión lo más alegremente posible. No es exactamente así como yo me siento, me he pasado toda la noche dando vueltas en la cama, buscando una salida que finalmente no he encontrado.
— Creo que tengo algo —dice Stacey—. No es un avance exactamente, pero...
— Espera —dice Ralph.
Una interrupción por parte de Ralph. Eso es algo nuevo. En un tono de disculpa, explica:
— Antes de ver las cosas desde otro ángulo me gustaría volver al punto donde estábamos ayer. Creo que nos precipitamos demasiado con nuestra decisión de que la clasificación de datos no puede conducir a nada bueno. ¿Puedo explicarme?
— Por supuesto —dice Stacey, casi con alivio.
— Bien —Ralph se remueve, aparentemente incómodo—. Como todos sabéis, o tal vez no, estudié Química en el bachillerato. No lo recuerdo muy bien, pero cierto suceso histórico se quedó grabado en mi memoria. Anoche estuve revisando mis apuntes y creo que lo encontraréis interesante. Se trata de una historia sobre un ruso memorable llamado Mendeleev, y ocurrió hace menos de ciento cincuenta años.
Al darse cuenta de que ha atrapado nuestra atención, su tono se hace más seguro. Ralph es un padre de familia con tres hijos pequeños, probablemente está acostumbrado a relatar historias.
— Desde el principio, ya en los tiempos de la antigua Grecia, se había postulado que, bajo la enorme variedad de materias exis tentes, debía existir un conjunto simple de elementos a partir de los cuales se componían todas las otras sustancias.
Según va adentrándose en su historia, su voz se va haciendo más rica en inflexiones.
— Los griegos consideraron inocentemente que los elementos eran aire, tierra, agua y...
— Fuego —Bob completa la lista.
— Correcto —dice Ralph.
Qué talento desperdiciado, es un verdadero cuentacuentos, pienso para mi mismo. ¿Quién lo habria sospechado?
— Desde entonces, como todos sabéis, se ha probado que la tierra no es un elemento básico sino que está compuesto a su vez de muchos diferentes minerales más básicos. El aire está compuesto de diversos tipos de gases e incluso el agua es una composición de elementos más elementales, hidrógeno y oxigeno. La puntilla para la ingenua teoria griega llegó al fmal del siglo xvm, cuando Lavoisier mostró que el fuego no es una sustancia sino un proceso, el proceso de unión al oxigeno.
— Después de muchos años, gracias al trabajo ingente de los químicos, los elementos más básicos emergieron y, a mediados del siglo XIX, fueron identificados sesenta y tres elementos. De hecho, la situación se parecía a nuestra pizarra llena de figuras de colores. Círculos, rectángulos, estrellas y otras figuras de diferentes colores y tamaños llenaban un espacio sin orden aparente. Un verdadero lío.
— Muchos intentaron organizar los elementos pero nadie pudo ofrecer nada que no fuese inmediatamente rechazado como un ejercicio arbitrario e inútil. Se llegó al punto de que la mayoria de los químicos descartaron la posibilidad de encontrar un orden genérico y concentraron sus esfuerzos en hallar más hechos fehacientes en relación con las combinaciones de elementos que dan lugar a otros materiales más complicados.
— Eso tiene sentido —señala Bob—. Me gusta la gente práctica.
— Si, Bob —le sonríe Ralph—, pero hubo un profesor cuyo parecer era que ello equivalía a ocuparse de las hojas sin que nadie hubiera encontrado todavía el tronco.
— Buena puntualización —dice Lou.
— Asi que este peculiar profesor ruso, quien, por cierto, enseñaba en Paris, decidió concentrarse en revelar el orden subyacente que gobierna los elementos. ¿Cómo lo haríais vosotros?
— La forma está descartada —dice Stacey, mirando a Bob.
— ¿Por qué? ¿Qué es lo que tienes contra las formas? —pregunta
él.
— Descartada —repite—. Algunos de los elementos son gases y otros líquidos.
— Vale, tienes razón —pero Bob continúa—: ¿Pero qué pasa con el color? A ti te gustan los colores, ¿no? Algunos gases tienen color, como la clorina verde, y se puede decir que otros tienen un color transparente.
— No está mal —dice Ralph, ignorando su aparente intento de ridiculizar la historia—. Desafortunadamente, algunos elementos no tienen un color fijo. Toma el carbono puro, por ejemplo. Aparece como grafito negro y más raramente como un brillante diamante.
— Prefiero los diamantes —bromea Stacey.
Todos reímos y entonces, respondiendo al gesto de Ralph, hago una prueba:
— Probablemente tendremos que buscar una medida más numérica. De esta forma podremos ordenar los elementos sin que se nos critique por preferencias subjetivas.
— Muy bien —dice Ralph. Probablemente nos confiande con sus hijos—. ¿Qué sugieres como medida correcta? —me pregunta.
— No estudié Química —respondo—, ni siquiera en el bachillerato. ¿Cómo podria saberlo?
Pero, puesto que no quiero ofender a Ralph, continúo:
— Algo como peso específico, conductividad eléctrica, o algo más imaginativo como el número de calorias absorbidas o emitidas cuando un elemento es combinado con un elemento de referencia como el oxígeno.
— No está mal, nada mal. Mendeleev tomó básicamente la misma referencia. Decidió utilizar una medida cuantitativa que fiaera conocida para cada elemento y que no cambiase en función de la temperatura o del estado de la sustancia. Era la cantidad conocida como peso atómico, el cual representa el ratio entre el peso de un átomo del elemento dado y el peso de un átomo del elemento más ligero, hidrógeno. Este número proporcionó a Mendeleev un identificador numérico único para cada elemento.
— ¡Vaya una cosa! —Bob no puede controlarse—. Exactamente como suponía, ahora pudo organizar todos los elementos de acuerdo con sus pesos atómicos ascendentes, como soldados en una fila. ¿Pero qué tiene eso de bueno? ¿Qué se puede sacar de práctico? Como ya dije, niños jugando con soldados de plomo pretendiendo que hacen algo muy importante.
— No tan deprisa —responde Ralph—. Si Mendeleev se hubiera parado aqui, yo aceptarla tu critica, pero dio un paso más allá. El no ordenó los elementos en fila. Se dio cuenta de que cada séptimo soldado representa básicamente el mismo comportamiento químico, aunque con intensidad ascendente. Por tanto, organizó los elementos en una tabla con siete columnas.
— De esta forma, todos los elementos fiaeron observados de acuerdo a su peso atómico ascendente, y en cada columna encuentras elementos con el mismo comportamiento químico en intensidad ascendente. Por ejemplo, en la primera columna de su tabla estaba el litio, que es el más ligero de todos los metales, y que, cuando se sumerge en agua, se calienta. Justo debajo está el sodio que, cuando se sumerge en agua, se infiama. Asi, el siguiente en la misma columna es el potasio, el cual reacciona aún más violentamente en contacto con el agua. El último es el cesio, que se infiama incluso en la atmósfera normal.
— Muy bonito, pero, como yo sospechaba, no es más que un juego de niños. ¿Cuáles son las implicaciones prácticas? —Bob nos devuelve a tierra.
— Habla ramificaciones prácticas —responde Ralph—. Verás, no todos los elementos habían sido encontrados ya cuando Mendeleev creó su tabla. Esto produjo algunos agujeros en su tabla, a lo cual reaccionó «inventando» los apropiados elementos restantes. Su clasificación le aportó la capacidad para predecir su peso y otras propiedades. Tienes que estar de acuerdo en que esto es un verdadero logro.
— ¿Cómo fue aceptado por los otros científicos de su tiempo? — pregunto con curiosidad—. La invención de nuevos elementos debió de haber sido recibida con algún escepticismo.
— Escepticismo es poco. Mendeleev se convirtió en el hazmerreír de toda la comunidad. Especialmente mientras su tabla no estaba tan netamente ordenada como os la he descrito. El hidrógeno estaba fiotando allí arriba en la tabla, de hecho en ninguna columna, y algunas filas no tenían ningún elemento en su séptima columna, sino un batiburrillo de varios elementos, todos apelotonados en un punto.
— ¿Y qué pasó al final? —pregunta Stacey con impaciencia—. ¿Sus predicciones se convirtieron en realidad?
— Si —dice Ralph—, y con sorprendente precisión. Pasaron
varios años, pero mientras vivió todos los elementos que Mende leev predijo fueron descubiertos. El último de los elementos que él «inventó» fue descubierto dieciséis años más tarde. Había predi cho que se trataria de un metal gris oscuro. Y así fue. También adelantó que su peso atómico estaria alrededor de 72; en realidad fue 72,32. Pensó que su gravedad específica estaria alrededor de 5,5 y fiie 5,47.
— Apuesto a que nadie se rió entonces de él.
— Desde luego que no. La actitud pasó a ser de admiración y j su tabla periódica es vista hoy tan básica como los diez mandamientos.
— Sigue sin impresionarme —dice mi testarudo sustituto. Me siento obligado a apuntar:
— Probablemente el mayor beneficio fue el hecho de que gra cias a la tabla de Mendeleev la gente no tenía que perder el tiem po buscando más elementos. —Y volviéndome hacia Bob digo—: Verás, la clasificación ayudó a determinar, de una vez por todas, cuántos elementos existen. Poner un nuevo elemento en la tabla habría trastocado el orden completo.
Ralph tose azorado:
— Disculpa, Alex, pero no fue así. Sólo diez años después de que la tabla fuese totalmente aceptada, se descubrieron varios elementos nuevos, los gases nobles. Resultó que la tabla deberia haber tenido ocho columnas en lugar de siete.
— Tal como ya había dicho —salta Bob con voz triunfante—. Aunque funcione, no es posible fiarse.
— Tranquilo, Bob. Tienes que admitir que la historia de Ralph tiene mucho interés para nosotros. Sugiero que nos preguntemos cuál es la diferencia entre la clasificación de los elementos químicos de Mendeleev y nuestros muchos intentos por ordenar nuestras formas de colores. ¿Por qué su clasificación era tan poderosa y la nuestra tan arbitraria?
— Precisamente eso —dice Ralph—, la nuestra era arbitraria y la suya...
— ¿Qué era? ¿No arbitraria? —Lou completa la frase.
— Olvídalo —accede Ralph—. Esa no es una respuesta seria. Estoy jugando con las palabras.
— ¿Qué es lo que queremos decir exactamente por arbitraria y no arbitraria? —pregunto.
Puesto que nadie responde continúo:
— De hecho, ¿qué es lo que estamos buscando? Estamos intentando colocar los hechos en algún orden. ¿Qué clase de orden estamos buscando? ¿Un orden arbitrario que sobrepongamos externamente a los hechos, o estamos intentando revelar un orden intrinseco, un orden que ya existe allí?
— Tienes toda la razón —se excita Ralph—. Mendeleev reveló un orden intrinseco. No la razón de ese orden, que tuvo que esperar otros cuarenta años a que se descubriera la estructura interna de los átomos, pero reveló definitivamente el orden intrinseco. Por eso su clasificación era tan poderosa. Cualquier otra clasificación que simplemente trate de imponer algún orden, cualquier orden, sobre los hechos dados es útil en un único sentido: ofrece la posibilidad de presentar los hechos en una secuencia, tablas o gráficos. En otras palabras, útil para preparar informes pesados e inútiles.
— Mirad —continúa con entusiasmo—, nosotros, en nuestro intento por ordenar las formas de colores, no revelamos ningún orden intrínseco. Simplemente porque en esa colección arbitraria no había orden intrinseco que revelar. Por eso es por lo que todos nuestros intentos eran arbitrarios, todos igualmente inútiles.
— Sí, Ralph —dice Lou con tono frío—, pero eso no significa que en otros casos donde el orden intrinseco sí existe, como en la dirección de una división, no podamos equivocamos de la misma manera. Siempre podemos eludir el fondo de la cuestión y perder el tiempo jugando con algún orden artificial, extemo. Afrontémoslo, ¿qué crees que Alex y yo habriamos hecho con el montón de datos que sugerimos que acumulase? A juzgar por lo que hemos hecho durante tanto tiempo aquí en la planta, probablemente sólo eso: jugar con números y palabras. La cuestión es de qué diferente modo actuaremos ahora. ¿Alguien tiene una respuesta?
Mirando a Ralph hundido en su sillón, digo:
— Si pudiésemos desentrañar algún orden intrínseco en los hechos de la división seria de enorme ayuda.
— Si —dice Lou—, ¿pero cómo hace uno para revelar tal orden intrínseco?
— ¿Cómo identificar un orden intrinseco incluso cuando se está tropezando con él? —añade Bob.
Tras un momento, Lou dice:
— Probablemente, a fin de poder responder a esa pregunta, tendríamos que plantear otra todavía más básica: ¿Qué es lo que proporciona el orden intrínseco entre varios hechos? Mirando los elementos con los que Mendeleev tuvo que tratar, todos parecían diferentes. Algunos eran metales y otros gases, algunos amarillos y otros negros, ni siquiera dos eran idénticos. Sí, había algunos que mostraban similitudes, pero ése es también el caso para las formas arbitrarias que Alex dibujó en la pizarra.
Continúan discutiendo, pero yo ya no les escucho. Me he quedado atascado en la pregunta de Lou, «¿cómo revelar el orden intrinseco?». La formuló como si fiaese una pregunta retórica, como si la respuesta obvia fiaese que es imposible. Pero los científicos revelan el orden intrinseco de las cosas..., Jonah es un científico.
— Suponed que es posible —me meto en la conversación—; suponed que existe un instrumento para revelar el orden intrinseco. ¿Sería ese instrumento importante para la dirección?
— Sin duda —dice Lou—, ¿pero qué sentido tiene soñar despierto?
— ¿Y a ti cómo te ha ido hoy? —pregunto a Julie, tras contarle todos los hechos del día en detalle.
— Pasé un rato en la biblioteca. ¿Sabías que Sócrates no escribió nada? De hecho, los Diálogos de Sócrates fiaeron escritos por su alumno. Platón. La bibliotecaria es una mujer muy agradable, me cae muy bien. De cualquier forma, me recomendó alguno de los diálogos y he comenzado a leerlos.
No puedo contener mi sorpresa:
— ¡Tú lees Filosofia! ¿Y para qué? ¿No resulta aburrido? Me sonrie:
— Estuviste hablando del método socrático para convencer a otras personas. No tocaría la Filosofía ni con una vara de diez metros, pero aprenderé un método para convencer a mi cabezota marido y a mis hijos, por eso estoy dispuesta a sudar.
— Así que has empezado a leer Filosofía —todavía intento digerirlo.
— Haces que suene como un castigo —se rie—. Alex, ¿has leído alguna vez los Diálogos de Sócrates?
— No.
— No son tan malos. De hecho, están escritos como historias. Son bastante interesantes.
— ¿Cuántos has leído hasta ahora? —le pregunto.
— Aún estoy peleándome con el primero, «Protágoras».
— Me gustaria oír tu opinión mañana —digo con escepticismo— Si sigue siendo positiva, tal vez también lo lea.
— Ya, cuando los cerdos vuelen —dice. Antes de que pueda responder se levanta y dice:
— Vamos a la cama. Bostezo y la sigo.