19

De camino a la fábrica paso por el motel donde durmió anoche Jonah. Salió esta mañana en el vuelo de las seis y media. Me ofrecí a llevarle hasta el aeropuerto, pero, afortunadamente, rehusó.

Tan pronto como llego a la oficina pido a Fran que convoque al equipo para una reunión. Mientras tanto quiero hacer una lista con las recomendaciones que nos dio Jonah anoche. Pero me es imposible concentrarme, Julie me viene una y otra vez a la memoria. Así que me levanto, cierro la puerta de mi despacho y comienzo a marcar el número de teléfono de sus padres.

Recuerdo que les llamé por primera vez un día después de que Julie se fiaese de casa. Al día siguiente fiaeron ellos los que me telefonearon para saber si tenía noticias de ella. Y después, nada. Hace dos días volví a llamarles. En esa ocasión hablé con la madre de Julie, Ada, que me dijo no tener todavía ninguna noticia. Pero, ya entonces, no la creía del todo.

Es Ada quien coge de nuevo el teléfono.

— Buenos días, soy Alex. ¿Me permites hablar con Julie? He pillado desprevenida a la madre.

— Bueno..., eh..., no está aquí.

— Sí está.

Al otro lado del hilo se escucha un suspiro.

— Julie está con vosotros, ¿no? Por fin lo reconoce.

— No quiere hablar contigo.

— ¿Cuánto tiempo hace que está en casa, Ada? ¿Me mentiste incluso aquel domingo que llamé?

Se indigna.

— Nosotros no te hemos mentido. No teníamos ni idea de su paradero. Los primeros días estuvo con su amiga Jane.

— Ya. ¿Y el último día que llamé?

— Julie se limitó a decirme que no te dijese dónde estaba. Incluso ahora no deberia haberte dicho nada. Quiere estar sola durante una temporada.

— Pero necesito hablar con Julie.

— No se va a poner.

— ¿Cómo lo sabes si no se lo preguntas?

Se escucha cómo deposita el auricular sobre una mesa y unos pasos que se alejan. Un minuto después, Ada vuelve a coger el teléfono.

— Dice que ya te llamará cuando esté preparada.

— ¿Eso qué quiere decir?

— Si no la hubieses dejado tan abandonada durante todos estos años no te encontrarias ahora en esta situación.

— ¡Ada!

— ¡Adiós!

Intento comunicar de nuevo con ella, pero nadie coge el teléfono. Veo que es inútil. Procuro sacarme el problema de la cabeza y prepararme para la reunión.

La reunión empieza a las diez en mi despacho.

— Quiero que hablemos de las ideas que habéis sacado después del encuentro de anoche con Jonah. Lou, ¿qué opinas?

— Pues al principio no podía creerme lo que nos contó sobre el coste de una hora de cuello de botella. Cuando volví a casa estuve dándole vueltas al tema y ¿sabéis que descubri? Que nos hemos equivocado respecto a la suma de dos mil setecientos dólares.

— ¿De veras?

— Así es. Resulta que sólo el ochenta por ciento de nuestros productos pasa por el cuello de botella. En consecuencia, el coste de la hora es el ochenta por ciento de los costes totales, exactamente dos mil ciento ochenta y ocho dólares.

— Ah, ya. Bien, supongo que llevas razón.

— No obstante —y sonrie al decir esto—, admito que ha resultado muy esclarecedor el cambio de enfoque.

— Estoy de acuerdo. ¿Y el resto de vosotros?

Uno por uno se muestran de la misma opinión. Aunque Bob parece dudar de algunas de las medidas propuestas por Jonah, y Ralph no sabe exactamente dónde encaja él en este juego. Pero Stacey parece entusiasmada.

— Creo que merece la pena arriesgarse a ir en esa nueva línea. Lou también está por la acción.

— Me pone nervioso la sola idea de aumentar los gastos de operación a estas alturas, pero como dijo Jonah, tal vez sea un ries go aún mayor seguir por el camino que vamos.

Bob levanta las manos.

— Alguna de las sugerencias de Jonah van a ser más fáciles de seguir que otras. ¿Qué os parece si nos ponemos a trabajar sobre las fáciles y vemos cómo nos afectan, mientras preparamos las otras?

— Eso parece bastante razonable. Bob, ¿por dónde empezarías tú?

— Empezaria por los puntos de control de calidad. No nos llevaría mucho tiempo poner a un inspector a revisar las piezas que entran en el cuello de botella, incluso podriamos tener uno hoy mismo.

— Bien. ¿Y las nuevas normas sobre los descansos?

— Sobre eso creo que el sindicato puede poner el grito en el cielo.

— No lo creo. Mira, prepárame los detalles y yo hablaré con O'Donnell. Creo que el sindicato terminará aceptando.

Bob toma notas en su cuaderno. Yo me levanto y comienzo a pasear por el despacho. Quiero que mis próximas palabras produzcan efecto.

— Uno de los comentarios que hizo ayer Jonah me ha llega do muy adentro. El vino a decir algo así como que qué hacíamos pasando piezas por los cuellos de botella que no ayudan a aumen tar nuestros ingresos.

— Una buena pregunta —dice Stacey—. Pero Bob empieza a argumentar:

— Tomamos esa decisión en base...

— Ya sé por qué tomamos esa decisión. Generar el inventario con tal de mantener nuestros rendimientos. Pero nuestro problema no son los rendimientos. Nuestro problema, demasiado evidente para nuestros clientes y para la dirección de la división, es el constante retraso en los pedidos. Algo hay que hacer para aumentar el grado de cumplimiento de nuestros compromisos y creo que Jonah nos ha dado algunas pistas al respecto.

— Hasta ahora hemos servido siempre al cliente que más ha protestado —continúo—. Eso lo vamos a cambiar. El orden de

prioridad será el orden de atraso de un pedido. Uno con dos semanas de retención será servido antes que uno con una sola semana.

Stacey me señala que ese sistema ya se intentó en el pasado, de cuando en cuando.

— Sí, pero la diferencia, esta vez, será que nos aseguraremos de que los cuellos de botella trabajarán también con esa misma prioridad.

— Ese es el enfoque adecuado —afirma Bob—. Pero, ¿cómo lo vamos a llevar a cabo?

— Necesitamos hacer lo siguiente: averiguar qué piezas, en ruta hacia el cuello de botella, son necesarias para un pedido atrasado y cuáles van a terminar esperando mejores tiempos en un almacén. Ralph, quiero que me hagas una lista de pedidos atrasados, y la quiero en el siguiente orden: arriba los que más días llevan, y a continuación los que menos. ¿Cuándo crees poder tenerla?

— Es un trabajo rápido en sí, pero nos encontramos en pleno balance mensual y...

— Nada tiene mayor prioridad que aumentar la productividad de los cuellos de botella. A ver si te despabilas porque luego te vas a poner a trabajar con Stacey y su equipo en los inventarios. Hay que saber cuántas piezas han de pasar aún por alguno de los cuellos de botella, para poder servir los pedidos listados por Ralph.

Me dirijo a Stacey.

— Y tú, una vez que sepas las piezas que faltan, organizas con Bob los cuellos de botella para que trabajen primero con los pedidos más atrasados, luego con los siguientes, y así.

— ¿Y qué sucede con las piezas que no han de pasar por los cuellos de botella? —dice Bob.

— Las dejamos por ahora. Supongamos que todo lo que no pase por el cuello de botella estará esperando en el montaje o llegará allí al mismo tiempo que las de los cuellos de botella.

Bob se muestra conforme.

— Bien, ¿os habéis enterado todos de vuestro cometido? Entonces, manos a la obra. Ninguna otra cosa tiene mayor prio ridad que esto. No nos podemos permitir un paso atrás, ni fian cionar al estilo de la dirección de la compañía, que se tiran seis meses para decidir algo.

Por la tarde voy conduciendo por la Interestatal. El sol está a punto de ponerse en el horizonte y me fijo en los tejados de las casitas de urbanizaciones en las afueras de la ciudad. Paso el indicador que señala dos millas a Forest Grove. Los padres de Julie viven en Forest Grove. Ni ellos ni Julie saben que voy a verles. Le pedí a mi madre que no dijese nada tampoco a los niños. Sentí un impulso y subí al coche. Estoy cansado del juego del escondite que se trae conmigo.

Me alejo del fuerte tráfico de la autopista, metiéndome por una apacible carretera que serpentea a través de una tranquila comunidad. Casas indudablemente caras y césped escrupulosamente cuidado. Los árboles, alineados a lo largo de las calles, brillan con las hojas nuevas de primavera, iluminados por el sol poniente.

La casa de Ada es un edificio de dos plantas de estilo colonial y pintada de blanco. Las persianas puede que no sean muy funcionales, pero sí tradicionales. Como el aire que respira todo el conjunto.

Aparco el Buick frente a la casa. Junto al garaje veo el Accord de mi mujer. La puerta se abre antes de que llegue a la entrada. Ada Bamett aparece tras la celosía y observo que echa el cerrojo cuando me aproximo.

— Buenastardes.

— Ya te he dicho que ella no quiere hablar contigo.

— ¿Te importaría preguntárselo? Estamos casados.

— Si quieres algo de Julie puedes ponerte en contacto con su abogado.

Intenta cerrarme la puerta en las narices.

— Ada, no pienso irme sin haber hablado con tu hija.

— En ese caso avisaré a la policía para que te echen de mi propiedad.

—Bien, aguardaré en el coche. No creo que te pertenezca la calle. Cierra la puerta y yo me dirijo de nuevo al coche. Desde allí veo movimientos de visillos tras los cristales del ventanal. Llevo cuarenta y cinco minutos esperando y me pregunto cuánto tiempo más aguantaré. En ese instante la puerta se abre de nuevo.

Julie sale a la calle en vaqueros y playeras. Le dan un aire juvenil que me hace recordar una adolescente encontrándose con un novio a quien sus padres no aprueban. Se acerca y yo salgo del coche. A diez pasos de distancia se para, como temiendo ponerse a mi alcance. Parece creerme capaz de atraparla, arrastrarla hasta mi

montura y cabalgar con ella como el viento, hasta mi guarida en las montañas. Nos miramos fijamente y yo meto las manos en los bolsillos. Abro el fiaego.

— Y bien, ¿qué tal te ha ido?

— Si quieres saber la verdad, pésimamente. ¿Y a ti?

— Preocupado por ti.

Desvia la mirada y yo golpeo nervioso el techo del Buick.

— Vamos a dar una vuelta en el coche.

— No, no puedo —me dice.

— ¿Y un paseo?

— Alex, ¿por qué no me dices de una vez lo que quieres?

— Quiero saber por qué estás comportándote asi.

— Porque no sé si quiero que sigamos casados. Es evidente, ¿no?

— Está bien. ¿Podemos discutirlo? Calla.

— Anda, vamos a dar una vuelta, sólo a la manzana. A no ser que quieras ser la comidilla del barrio.

Mira nerviosa hacia las otras viviendas. Realmente, somos un espectáculo. Acobardada, se acerca unos pasos a mi, pero me rechaza la mano cuando se la extiendo. Comenzamos a pasear lentamente calle abajo. Hay un flamear de cortinas en las ventanas de los Bamett. Les saludo con la mano.

Al principio permanecemos callados. Yo termino rompiendo el silencio.

— Siento lo de aquel fm de semana, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Dave esperaba que...

— No fiae la excursión. Eso fiae la gota que colmó el vaso. De pronto sentí que no podía aguantar más, que tenía que salir de allí.

— ¿Por qué no querias que supiese dónde estabas?

— Queria estar lejos de ti, sola.

— Entonces..., quieres el divorcio.

— Aún no lo sé.

— ¿Y cuándo lo vas a saber?

— Alex, han sido momentos de gran confiasión para mí. No sé qué hacer, no puedo decidir aún. Mi madre me dice una cosa, mi padre otra y mis amigas otras. Todos saben lo que debo hacer, excepto yo.

— Te fuiste para tener tranquilidad y decidir. Pero resulta que prestas atención a todo el mundo menos a las personas a las que puede afectar más tu decisión. ¿No te interesa saber lo que opinamos yo y los niños?

— Tengo que decidir por mí misma, sin sentir la presión de vosotros tres.

— Todo lo que estoy sugiriendo es que hablemos sobre lo que te preocupa.

Mis palabras parecen haberla exasperado.

— Al, hemos discutido sobre esto un millón de veces.

— ¿Es que tienes un amigo? Se para en seco ofendida.

— Creo que ya hemos andado bastante —y se da la vuelta de regreso a casa de sus padres. La alcanzo y me pongo a su lado.

— ¿Tienes o no un amigo? Se para en seco ofendida.

— Por supuesto que no. ¿Crees acaso que estaria viviendo con mis padres si tuviese un ligue?

Un señor que pasea a su perro vuelve la cabeza y se queda mirándonos. Pasamos a su lado en el más embarazoso silencio. Susurro a Julie.

— Necesitaba saberlo.

— Si me crees capaz de abandonar a mis hijos por un asunto de ésos, me parece que no me conoces nada bien.

Me siento como abofeteado por sus palabras.

— Perdóname, pero estas cosas suceden a veces y yo queria saber a qué atenerme.

Modera su paso y aprovecho para posar la mano sobre sus hombros. Me la retira violentamente.

— Al, durante mucho tiempo me he sentido desgraciada. ¿Y sabes lo que te digo? Yo no tengo la culpa. Y creo que tengo dere cho a ser feliz. Sé que lo tengo.

Noto con irritación que ya hemos llegado de nuevo frente a la casa de sus padres. El paseo ha sido demasiado corto. La madre de Julie nos observa plantada en medio del ventanal. Me apoyo en el guardabarros trasero de mi coche antes de decir que se venga conmigo a casa. Pero no deja ni que termine la frase.

— No, aún no estoy preparada.

— De acuerdo. Tienes dos alternativas. La primera, divorciar-

nos. La segunda, que vuelvas y emprendamos juntos la tarea de salvar nuestro matrimonio. Pero cuanto más tiempo dejes pasar, más nos alejaremos uno del otro y más te acercarás al divorcio. Pero ya sabes lo que la separación significa. Lo has visto con nuestros amigos. ¿De verdad quieres que eso nos suceda a nosotros? Venga, Julie, vuelve. Te prometo que podemos arreglarlo.

— No te creo, Al, has roto demasiadas promesas.

— Entonces, ¿quieres divorciarte?

— Yate lo he dicho. ¡No lo sé!

— Está bien. No puedo tomar esa decisión por ti. Pero entiende que yo quiero que vuelvas y que los niños también lo quieren. Llámame cuando sepas qué es lo que quieres tú.

— Eso es exactamente lo que tenia planeado.

Parece que la entrevista ha terminado. Entro en el coche y lo pongo en marcha. Ella está en medio del camino muy próxima al Buick. Bajo la ventanilla y le digo.

— Pero sabes muy bien que te quiero.

Mis palabras fmalmente la ablandan. Se acerca al coche y por la ventanilla le cojo la mano. Se inclina y nos besamos. De pronto, se incorpora de nuevo y sale corriendo, mientras rompe a llorar a medio camino. Desaparece por la puerta. Yo meto la marcha y emprendo el camino de vuelta.